Capítulo XIV

OH! —exclamó Babette, contestando a la melancólica duda de Gabriel—. ¿Acaso no conseguís felices resultados en todo lo que emprendéis? ¿No os ha sonreído la fortuna, tanto en la defensa de San Quintín, como en la toma de Calais, y hasta en la feliz terminación del matrimonio de la pobre Babette?

—Sí; es cierto —respondió Gabriel sonriendo con tristeza—. Dios consiente que los obstáculos más invencibles y formidables desaparezcan ante mí como por encanto; pero ¡ay!, esto no es una razón para que yo consiga el objeto que anhelo alcanzar.

—¡Dadlo por conseguido! —terció Juan Peuquoy—. El que a tantos otros ha hecho felices, no puede menos de serlo también él.

—Acepto el pronóstico, Juan —contestó Gabriel—, y creedme que es para mí el mejor de los presagios dejar a mis amigos de Calais tranquilos y contentos. Y puesto que tengo precisión de separarme de ellos, quién sabe si para ir en busca del dolor y de las lágrimas, no quiero dejar a mis espaldas ningún rastro de pesar. Antes de marcharme, pues, dejaremos convenido todo lo que nos interesa.

Convinieron la fecha en que se celebraría la boda, a la cual Gabriel, con gran sentimiento suyo, no podría asistir, y luego el día en que saldrían para París, Babette y Juan.

—Tal vez —dijo con tristeza Gabriel— no me encontréis en mi casa para recibiros a vuestra llegada, porque tengo precisión de ausentarme de París y de la corte por algún tiempo. Pero no importa; mi buena nodriza Aloísa os acogerá como podría hacerlo yo mismo. Sólo deseo que tanto vosotros como ella os acordéis alguna vez del amigo ausente.

En cuanto a Martín Guerra, por doloroso que le fuera, había de quedarse en Calais. Ambrosio Paré había declarado que su convalecencia sería larga y exigiría exquisitos cuidados. La contrariedad del pobre Martín no es para dicha, pero de grado o por fuerza había de resignarse.

—Tan pronto como estés bueno, mi querido, mi fiel escudero —le dijo el vizconde de Exmés—, vendrás también a París, y suceda lo que suceda, puedes tener la seguridad más absoluta de que cumpliré mi promesa, libertándote de tu cruel perseguidor. Hoy estoy doblemente obligado a hacerlo.

—¡Pensad en vos y no en mí, monseñor! —exclamó Martín.

—Todas las deudas quedarán liquidadas —repuso Gabriel—. Pero quedad con Dios, mis buenos amigos; es hora de que vuelva al lado del duque de Guisa. En presencia vuestra le he pedido algunas gracias, que me otorgará, tal es mi convicción, si juzga que valen algo los servicios que le he prestado en los últimos acontecimientos.

Los Peuquoy no quisieron despedirse así de Gabriel; manifestaron su voluntad de salir a las tres a la llamada Puerta de París, donde le despedirían deseándole un viaje feliz.

Martín Guerra era el único que se separaba en aquel momento de su amo, por cierto que con vivo dolor. Gabriel procuró consolarle con dulces palabras.

Un cuarto de hora después, Gabriel se presentaba al duque de Guisa.

—¡Hola, ambicioso! —le dijo Francisco de Lorena al verle entrar.

—Toda mi ambición se reduce a serviros lo mejor que puedo, monseñor —contestó Gabriel.

—¡Ah! Lo que es por esa parte, habéis traspasado todos los límites de la ambición —repuso el Acuchillado. (Podemos dar al duque de Guisa este sobrenombre, o mejor dicho, este título de gloria)—. Os llamo ambicioso, Gabriel, porque, a decir verdad, me habéis pedido tantas cosas, y tan exorbitantes, que, francamente, no sé si os podré satisfacer.

—Es que he medido mis peticiones con la medida de vuestra generosidad, y no con la de mis merecimientos, monseñor —dijo Gabriel.

—Pues si es así, ¡linda opinión tenéis formada de mi generosidad! —replicó el duque de Guisa con dulce ironía—. Vais a ser juez vos, señor de Vaudemont —añadió, dirigiéndose a un caballero que había ido a visitarle y estaba sentado junto al lecho—; vais a ser juez vos, y a declarar si es permitido pedir a un príncipe cosas tan mezquinas.

—Si así las juzgáis —observó Gabriel—, diré que me expresé mal, que quise decir que, al hacer mis peticiones, tuve en cuenta mis merecimientos y olvidé vuestra generosidad.

—Por segunda vez argumentáis sobre base falsa, amigo Gabriel —replicó el duque—; porque vuestros merecimientos son cien veces superiores a mi poder remunerador. Prestadme un poco de atención, señor de Vaudemont, y sabréis qué favores inauditos solicita de mí el vizconde de Exmés.

—Me atrevo a afirmar desde luego, monseñor —contestó el marqués de Vaudemont—, que serán muy poca cosa para lo que vos podéis dar y para lo que él merece. Veamos, sin embargo, cuáles son.

—Primero —continuó el duque de Guisa—: Me pide el señor de Exmés que lleve conmigo a París y emplee como lo tenga a bien al puñado de héroes que él reclutó y empleó por su cuenta. Tan sólo se reserva cuatro, que serán los que le acompañen en su viaje a París. Ahora bien: esos hombres que me ruega que acepte, como haciéndole favor, no son otros, señor de Vaudemont, que los diablos con figura casi humana que, obedeciendo sus órdenes, se apoderaron del fuerte de Risbank, escalándolo como sólo podrían hacerlo los titanes. Con imparcialidad, señor de Vaudemont: ¿quién hace favor a quién?

—Debo convenir en que quien hace favor es el señor de Exmés —contestó el marqués de Vaudemont.

—¡Por vida mía que acepto ese nuevo favor! —exclamó el duque de Guisa—. Y no será la ociosidad la que echará a perder a los ocho valientes que me regaláis, Gabriel, porque en cuanto pueda dejar esta cama, es mi intención llevarles al sitio de Ham: no quiero dejar a los ingleses un palmo de terreno dentro de las fronteras de Francia. Hasta el mismo Mala Muerte, el eterno herido, irá conmigo, pues Paré me ha dado su palabra de que quedará curado al mismo tiempo que yo.

—Se considerará el más feliz de los mortales, monseñor —dijo Gabriel.

—Queda concedido el primer favor solicitado por el vizconde de Exmés —añadió el Acuchillado—, y sin que me cueste gran esfuerzo. El segundo favor que solicita el señor de Exmés se reduce a recordarme que vive aquí, en Calais, la señora Diana de Castro, hija del rey de Francia, y a quien vos conocéis, señor de Vaudemont, que era la prisionera de los ingleses. El vizconde de Exmés, que sabe que son muchos los asuntos que reclaman mi atención, me recuerda muy a tiempo que debo dispensar a esa dama de sangre real toda mi protección y disponer que se le tributen todos los honores debidos a su rango. ¿No es esto un nuevo favor que recibo del vizconde de Exmés?

—Sin la menor duda —respondió el marqués de Vaudemont.

—También ha sido concedido este segundo gran favor —dijo el duque de Guisa—. He dado las órdenes oportunas, y aunque yo paso por cortesano muy mediocre, tengo demasiado empeño en cumplir como caballero con las damas para olvidar ahora las atenciones que son debidas a la señora Diana de Castro, tanto por lo que personalmente vale, cuanto por el rango que ocupa. Así, pues, la señora en cuestión irá a París, cómo y cuándo disponga, acompañada de una escolta conveniente.

Gabriel se inclinó como para dar las gracias, sin pronunciar una palabra, temeroso de que se trasluciera el menor interés, o de que sospecharan la importancia que para él tenía la promesa del duque.

—Tercero —continuó el de Guisa—: Lord Wentworth, exgobernador inglés de esta plaza, fue hecho prisionero por el vizconde de Exmés. En la capitulación otorgada a lord Derby, nos comprometimos a darle libertad a cambio de rescate, pero el señor de Exmés, dueño del prisionero, y del rescate, nos pone en condiciones de extremar nuestra generosidad. Pide que le autoricemos para dejar que lord Wentworth vuelva cuando lo tenga a bien a Inglaterra, sin pagar un ochavo por su libertad. ¿No es verdad que esta acción ha de honrarnos extraordinariamente allende el Estrecho, y por tanto, que es otro servicio que nos presta el vizconde de Exmés?

—Según la noble interpretación que al acto da monseñor, servicio es y no favor —contestó el marqués de Vaudemont.

—Respirad tranquilo, mi querido Gabriel, que también os ha sido concedido ese favor —repuso el duque de Guisa—. El señor de Thermes ha ido, de parte vuestra y mía, a poner en libertad a lord Wentworth y a devolverle la espada. Cuando lo tenga a bien, podrá irse a Inglaterra o a donde guste.

—Os doy las gracias, monseñor, pero no creáis que soy tan magnánimo —dijo Gabriel—. No hago otra cosa que pagar algunas atenciones que lord Wentworth me dispensó mientras fui su prisionero, y darle al propio tiempo una lección de hombría de bien, en la que verá, tal creo al menos, alusiones y reconvenciones tácitas.

—Nadie como vos tiene derecho a ser severo en estas cuestiones —dijo con mucha seriedad el duque de Guisa.

—Ahora, monseñor —repuso Gabriel, que veía con inquietud que el duque de Guisa guardaba silencio sobre el punto que más le interesaba—, me permitiréis que os recuerde la promesa que tuvisteis la dignación de hacerme en mi tienda de campaña, la víspera de la toma del fuerte de Risbank.

—¡Tened paciencia, señor impaciente! —exclamó el duque de Guisa—. Después de los tres favores eminentes que me habéis pedido, y que os otorgo, testigo el señor Vaudemont, creo que tengo derecho a pediros que me hagáis uno a mí. Puesto que estáis con un pie en el estribo para emprender la marcha a París, os suplico que llevéis y presentéis al rey las llaves de Calais.

—¡Oh, monseñor! —exclamó Gabriel profundamente agradecido.

—Comprendo que os causará demasiada molestia —repuso el duque—, pero ya tenéis costumbre de hacer esta clase de encargos. En otra ocasión os encargasteis de llevar y presentar las banderas ganadas en nuestra campaña de Italia.

—¡Ah, monseñor! Poseéis el secreto de triplicar el valor que tienen los beneficios merced a la gracia exquisita con que sabéis presentarlos —dijo Gabriel radiante de felicidad.

—Además —continuó el duque de Guisa—: Al mismo tiempo que las llaves de Calais, entregaréis al rey una copia de la capitulación y una carta en que le anuncio nuestro triunfo, y que he escrito íntegra de mi puño y letra, contraviniendo las prescripciones terminantes de maese Ambrosio Paré. Desobedecí al cirujano porque nadie hubiese podido haceros justicia, con la autoridad que yo, ni contribuir —añadió con acento significativo— a que otros os la hagan. Espero, pues, que quedaréis contento de mí, como consecuencia, contento también del rey. Ahí está la carta, y allá las llaves; tomadlas, amigo mío. Ya sé que no necesito encargaros que cuidéis de ellas.

—Y yo tampoco necesito deciros que mi vida y mi muerte son vuestras —respondió Gabriel con voz conmovida.

Tomó el artístico cofrecito de madera tallada y la carta cerrada y sellada que le indicaba el duque de Guisa, preciosos talismanes que le valdrían tal vez la libertad de su padre y su propia dicha.

—No os quiero detener más —dijo el Acuchillado—. Probablemente tendréis prisa por poneros en marcha, y yo, menos feliz que vos, siento, después de haber pasado una madrugada bastante agitada, una fatiga que, más eficaz que las prescripciones de Ambrosio Paré, me obliga a descansar algunas horas.

—Adiós, pues, monseñor, y recibid de nuevo la expresión de mi agradecimiento —dijo el vizconde de Exmés.

En aquel preciso momento entró agitado y con visibles muestras de consternación el señor de Thermes, enviado a lord Wentworth por el duque de Guisa.

—¡Me alegro! —exclamó el duque—. Nuestro embajador cerca del vencedor, no saldrá de Calais sin haber visto a nuestro embajador cerca del vencido… ¿Pero, qué os pasa, señor de Thermes? ¡Venís como apesadumbrado!

—¡Lo estoy en efecto, monseñor! —respondió el señor de Thermes.

—¿Qué ha sucedido? —interrogó el Acuchillado—. Por ventura lord Wentworth…

—Lord Wentworth, a quien, cumpliendo vuestras órdenes, anuncié que quedaba en libertad y devolví la espada, recibió el favor con frialdad glacial y sin decir palabra. Me separaba de él, asombrado de su reserva, cuando resonaron unos gritos que me obligaron a volver sobre mis pasos. El primer uso que lord Wentworth ha hecho de su libertad y de su espada, ha sido atravesarse de parte a parte con el mismo acero que yo acababa de devolverle. Su muerte ha sido tan instantánea, que yo, hallándome tan cerca, no he podido ver más que su cadáver.

—¡Ah! —exclamó el duque de Guisa—. La desesperación consiguiente a su derrota le ha impulsado sin duda a resolución tan extrema. ¿No opináis lo mismo que yo, Gabriel? ¡Es una verdadera lástima!

—No, monseñor —contestó Gabriel con gravedad impregnada de tristeza—; lord Wentworth no se ha suicidado por haber sido vencido.

—¡Cómo! ¿Qué causa, entonces…?

—Me permitiréis, monseñor, que la reserve —interrumpió Gabriel—. Es un secreto que hubiese yo guardado viviendo lord Wentworth, y que con doble motivo debo guardar después de muerto. Sin embargo —añadió Gabriel, bajando la voz—, puedo confiaros, a vos solo, monseñor, que yo, en su lugar, hubiera hecho lo mismo. ¡Sí! Lord Wentworth ha hecho lo que debía, porque aun cuando no hubiese tenido por qué abochornarse delante de ningún hombre, y me tenía a mí, la conciencia de un caballero es ya un testigo demasiado importuno para que uno deba imponerle silencio a toda costa, y cuando uno tiene el honor de pertenecer a la nobleza de un noble país, hay caídas fatales de las que sólo es posible levantarse cayendo muerto.

—Os comprendo, Gabriel. Lo único, pues, que debemos hacer con respecto a lord Wentworth es disponer que se le tributen los últimos honores.

—Ahora es digno de ellos —observó Gabriel—. Aunque deploro amargamente su fin… necesario, es para mí motivo de alegría poder estimar y sentir, al emprender el viaje, la muerte del que me hospedó en esta ciudad.

Después de reiterar las gracias y de despedirse del duque de Guisa, Gabriel se dirigió al palacio del gobernador, donde residía todavía Diana de Castro.

No la había visto desde el día anterior, pero Diana había sabido, como todo Calais, la feliz intervención de Ambrosio Paré en la salvación del duque de Guisa, y Gabriel la encontró relativamente tranquila y animada.

Como los enamorados son supersticiosos, la animación de Diana hizo mucho bien a Gabriel. Aumentó el contento de la primera, como era natural, cuando Gabriel la refirió lo que acababa de pasar entre el duque de Guisa y él y la enseñó la carta y el cofrecito que había conquistado a costa de tantos y tan terribles peligros.

Empero aun en medio de su alegría, sintió como buena cristiana el desgraciado fin que había tenido lord Wentworth, quien, si bien es cierto que la ultrajó, arrastrado por su desesperación, cuando se vio vencido, no lo es menos que la respetó y rodeó de consideraciones durante tres meses, mientras fue dueño y señor absoluto de la plaza.

—¡Dios le perdone como le perdono yo! —exclamó Diana.

Habló Gabriel a continuación de Martín Guerra, de los Peuquoy, de la protección que el duque de Guisa había ofrecido que le dispensaría a ella… en una palabra: habló de todos y de todo.

Hubiese querido tener mil motivos de conversación para continuar más tiempo al lado de Diana aunque no hacía más que pensar en la imperiosa necesidad de emprender cuanto antes el viaje a París; y es que deseaba partir y permanecer allí; era feliz, y al mismo tiempo se encontraba inquieto.

Al fin, viendo que la hora se aproximaba, no tuvo más remedio que anunciar su marcha, que únicamente podía retardar ya algunos instantes.

—¿Te vas, Gabriel? Haces bien, por mil razones —dijo Diana—. A mí me faltaba valor para hablarte del viaje, y sin embargo, al no retardarlo, me das una prueba de cariño, la más grande que podías darme. Sí, Gabriel mío; vete. Vete para abreviar los dolores de mi espera; vete para que nuestra suerte se decida pronto.

—¡Bendito sea tu valor, que sostiene al mío! —exclamó Gabriel.

—Hace poco —repuso Diana—, sentía al escucharte, y tú debías de sentirla también al hablarme, cierta intranquilidad. Hablábamos de mil cosas distintas, y ninguno de los dos osábamos abordar la verdadera cuestión que palpitaba en nuestros corazones y en nuestras existencias; pero, toda vez que hemos de separarnos dentro de breves instantes, bien podemos hablar sin temor del único asunto que nos interesa.

—Una sola mirada te basta para leer en tu alma y en la mía —dijo Gabriel.

—Escúchame, pues: además de la carta que llevas para el rey de parte del duque de Guisa, le entregarás otra, que escribí anoche, y que pongo en tus manos. En ella le digo que te soy deudora de la honra y de la vida, y así sabrá el rey, y sabrá la corte entera, que has devuelto al reino una ciudad y al padre una hija. Hablo así porque creo, quiero creer que no se engañan los sentimientos de Enrique II y que tengo derecho a llamarle padre.

—¡Oh, Diana querida! ¡Si Dios hiciera que tus esperanzas fuesen reflejo de la verdad!

—Te tengo envidia, Gabriel, porque levantarás antes que yo el velo de nuestros destinos. Sin embargo, te seguiré de cerca. Puesto que tan bien dispuesto está en mi favor el duque de Guisa, le pediré que me permita salir mañana, y aunque yo habré de viajar más lentamente que tú, espero que entre tu llegada a París y la mía no habrá muchos días de diferencia.

—¡Sí, sí! ¡Ven cuanto antes! Tu presencia me traerá la dicha.

—En todo caso, no quiero que nuestra separación sea completa, quiero que alguien haga que mi recuerdo surja en tu pensamiento. Puesto que te ves obligado a dejar a Martín Guerra, llévate al paje francés que lord Wentworth puso a mis órdenes. Andrés es un niño, tiene diez y siete años, y quizá sea más joven en carácter que en edad, pero es fiel, leal, no dudo que podrá prestarte algún servicio. Acéptalo de mí: entre los rudos servidores que te acompañarán en el viaje, tendrás uno dulce y cariñoso que te sirva.

—Gracias, Diana, por tu delicada atención; pero ¿sabes que parto dentro de breves instantes?

—Andrés está prevenido. ¡Ya verás lo orgulloso que está porque va a servirte! Él mismo se lo ha preparado todo, está en disposición de emprender la marcha, y no me resta más que darle algunas instrucciones. Mientras te despides tú de la familia de los Peuquoy, Andrés ultimará los preparativos e irá a reunirse contigo antes de que hayas salido de Calais.

—¡Lo acepto con verdadero júbilo! Al menos tendré con quien hablar alguna vez de ti.

—También había pensado yo en ello —dijo Diana de Castro ruborizándose—. Y ahora, sólo nos falta decirnos adiós.

—¡Adiós, no! —exclamó Gabriel—. Es muy triste decirse adiós. Nos despediremos diciendo hasta la vista.

—¡Dios mío! ¡Cuándo, y, sobre todo, cómo nos volveremos a ver! Si el enigma de nuestra suerte se resuelve en contra nuestra, ¿no te parece que sería mejor que no nos volviésemos a ver más?

—¡No digas eso, Diana! —exclamó Gabriel—. ¡No digas eso! Por otra parte, no siendo yo, ¿quién podrá darte cuenta del desenlace, funesto o próspero?

—¡Ay, Virgen Santa! Próspero o funesto, me parece que, si lo escucho de tu boca, moriré de dolor o de alegría.

—Entonces… ¿cómo haremos para que sepas…?

—¡Espera un momento!

Diana se quitó del dedo un anillo de oro y sacó de un cofre el velo de religiosa que usaba en el convento de las Benedictinas de San Quintín.

—Escucha, Gabriel —dijo con entonación solemne—: Como es muy probable que nuestro porvenir se decida antes de mi llegada a París, encargarás a Andrés que salga a mi encuentro. Si Dios está de nuestra parte, entregará el anillo nupcial a la vizcondesa de Montgomery, y si nuestras esperanzas nos engañan, pondrá este velo de religiosa en las manos de sor Bendita.

—¡Oh! ¡Deja que caiga a tus plantas y que te adore como a un ángel! —exclamó Gabriel, hondamente conmovido ante aquella prueba delicada de amor.

—¡No, Gabriel, no; levántate! —contestó Diana—. Tengamos energía y seamos dignos el uno del otro, cualesquiera que sean los designios de Dios. Deposita en mi frente un beso casto y fraternal, como el que yo deposito en la tuya para infiltrarte en la medida de mis fuerzas y de mis medios fe y energía.

Después de cambiar en silencio aquel beso santo y doloroso, dijo Diana:

—Y ahora, mi querido Gabriel, nos separaremos diciéndonos, no adiós, puesto que te infunde temor esa palabra, sino hasta la vista, en este mundo o en el otro.

—¡Hasta la vista! ¡Hasta la vista! —murmuraba Gabriel.

Y estrechando a Diana contra su pecho, la miraba con avidez, cual si quisiera beber en sus hermosos ojos la fuerza de que tanta necesidad tenía.

Obedeciendo a una señal triste pero expresiva de Diana, Gabriel se separó de ella, y seguidamente se puso el anillo en el dedo y guardó en el pecho el velo de religiosa.

—¡Hasta la vista, Diana! —repitió con voz ahogada.

—¡Hasta la vista, Gabriel! —contestó Diana haciendo un gesto de esperanza.

Gabriel no salió; puede decirse que huyó como un insensato.

Media hora después, el vizconde de Exmés, más tranquilo, salía de la ciudad de Calais reintegrada por él a Francia.

Iba a caballo, y le acompañaban el paje Andrés, que se le había reunido, y cuatro de sus voluntarios.

Uno de ellos era Ambrosio, que no cabía de alegría en el pellejo porque llevaba a París algunas mercancías inglesas que esperaba vender a buen precio en algún pueblo cercano a la corte.

El otro era Pilletrousse, que no quería permanecer más en una ciudad conquistada en donde, por ser vencedor y amo… temía sucumbir a la tentativa, volviendo a sus antiguas costumbres.

Ivonnet era el tercero, que no había encontrado en Calais un sastre digno de su confianza, y el traje que llevaba estaba demasiado deteriorado después de tantas pruebas, y de consiguiente, demasiado poco presentable. Únicamente en París podía vestirse a su gusto.

Y finalmente, Lactancio había solicitado de su señor que le permitiera acompañarle a París a fin de que su confesor le dijese si sus hazañas habían rebasado el límite de sus penitencias y si el activo de sus austeridades era igual que el pasivo de sus hechos de armas.

Pedro, Juan y Babette Peuquoy quisieron acompañar a los cinco jinetes hasta la puerta llamada de París.

Allí les fue preciso separarse. Gabriel se despidió efusivamente de sus buenos amigos, y estos, con lágrimas en los ojos, le bendijeron y desearon mil felicidades.

Bien pronto perdieron de vista los Peuquoy a los expedicionarios, que al trote de sus caballos desaparecieron en un recodo del camino. Entonces se volvieron con el corazón oprimido al lado de Martín Guerra.

Gabriel iba serio, grave, pero no triste: le animaba la esperanza.

Ya una vez había salido de Calais creyendo que en París encontraría la solución de su destino, pero entonces no le eran las circunstancias tan favorables como ahora, pues le intranquilizaba la suerte de Martín Guerra, las de Babette y de los Peuquoy, y sobre todo, la de Diana, a la que dejaba prisionera en poder de lord Wentworth, enamorado de ella. En aquella ocasión, tampoco le decían nada bueno los vagos presentimientos que acerca de su porvenir palpitaban en su alma, pues todo su mérito había consistido en prolongar la resistencia de una ciudad, que al fin cayó en poder del enemigo, ¿valía aquel servicio la recompensa prometida?

Pero ahora se dirigía a París sin dejar a sus espaldas nada que pudiera intranquilizarle. Ningún peligro corría la vida de sus queridos heridos, su escudero y su general, toda vez que Ambrosio Paré había afirmado que respondía de su curación; Babette Peuquoy se casaría con el hombre que la adoraba y a quien ella correspondía, asegurando así para siempre su honor y su dicha; y Diana de Castro, dueña de sus actos y reina en una ciudad francesa, emprendería al día siguiente el viaje para reunirse en París con Gabriel.

En fin, nuestro héroe había luchado con denuedo bastante contra la fortuna para poder abrigar fundadamente la esperanza de que aquella se habría cansado de perseguirle. La gloriosa empresa que consiguió llevar a término feliz ideando la toma de la plaza de Calais y contribuyendo eficazmente a la realización de la misma, era de aquellas cuyo precio ni se discute ni se regatea. La devolución de la llave de Calais al rey de Francia era una de esas proezas que legitiman las ambiciones más desmesuradas, y las del vizconde de Exmés no podía ser más justa ni más sagrada.

¡Esperaba! Las persuasivas palabras y las dulces promesas de Diana resonaban todavía en sus oídos juntamente con los últimos votos de Peuquoy. Gabriel veía a su lado a Andrés, cuya presencia le recordaba a su amada, veía a los valientes voluntarios que le escoltaban, veía, cuidadosamente sujeto al arzón de la silla, el precioso cofrecito que encerraba las llaves de Calais, tocaba, debajo de su jubón, la copia de la capitulación de Calais y las cartas del duque de Guisa y de Diana de Castro; en su dedo brillaba el anillo de oro de Diana… ¡Cuántas y cuán elocuentes garantías de dicha futura!

Hasta el cielo, limpio, transparente y sin nubes, parecía que hablaba de esperanzas; hasta el aire, fuerte, pero puro, activaba la circulación de su sangre infiltrando en ella hálitos de esperanza, y los rumores variados del campo durante el crepúsculo vespertino parecían un canto de paz, de calma, y el sol, que se hundía entre tules de púrpura a la izquierda de Gabriel, ofrecía el más encantador de los espectáculos. Imposible hacer un viaje en demanda de un objetivo anhelado bajo auspicios más felices. Pronto sabremos si aquellos mintieron o no.