STAMOS a 8 de enero y han pasado veinticuatro horas desde que Gabriel de Exmés ha devuelto al rey de Francia la más preciosa de las ciudades perdidas, Calais, y la comprometida existencia del general más grande del reino, el duque de Guisa.
Pero no es nuestro objeto tratar de cuestiones de las cuales depende tal vez el porvenir de las naciones; somos más modestos y vamos a ocuparnos sencillamente de asuntos plebeyos y de negocios de familia. Abandonaremos, pues, la brecha abierta en las murallas de Calais y el lecho de dolor de Francisco de Lorena, y pasaremos a la sala de la planta baja de los Peuquoy.
Allí era donde, para evitarle fatigas, y para que estuviera mejor atendido, Juan Peuquoy había hecho trasladar a Martín Guerra, y allí donde, la víspera por la tarde, Ambrosio Paré había hecho la amputación de la pierna del bravo escudero, con la felicidad que acompañaba a todas sus operaciones.
En realidades se habían convertido lo que no fueron más que esperanzas hasta entonces: Martín Guerra quedaría lisiado, pero viviría.
Describir el pesar, el remordimiento, mejor dicho, de Pedro Peuquoy, cuando supo por su primo Juan la verdad, sería imposible. Su alma rígida, pero íntegra y leal, no podría perdonarse nunca el lamentable error que tan crueles consecuencias tuvo. El honrado armero suplicaba a todas horas a Martín Guerra que le hiciese el favor de pedirle todo cuanto poseía, sus bienes, sus brazos, su corazón y su vida; pero ya sabemos que Martín no había necesitado de aquellas muestras de arrepentimiento para perdonar a Pedro Peuquoy, y lo que es más aún, para aprobar su proceder.
Estaban reunidos todos los individuos de la familia, y no extrañará el lector que asista Martín Guerra, que como de la familia era ya considerado, a un consejo doméstico semejante al que tuvo lugar durante el bombardeo.
También el vizconde de Exmés, que aquella noche salía para París, asistía a la deliberación, menos penosa, desde luego, para los esforzados amigos que pusieron en sus manos el fuerte de Risbank de lo que fuera la anterior.
Y decimos menos penosa, porque la reparación que exigía el honor de los Peuquoy no era ya imposible: el Martín Guerra auténtico era casado, pero esto no probaba que lo fuese también el seductor de Babette. Por lo tanto, era indispensable buscar al culpable.
El rostro de Pedro Peuquoy reflejaba serenidad y calma; el de Juan, por el contrario, espejo era de tristeza, y el de Babette dejaba ver bien a las claras el abatimiento de su alma.
Gabriel les observaba a todos en silencio, y Martín Guerra, tendido en su lecho de dolores, se desesperaba porque no podía hacer en obsequio de sus nuevos amigos otra cosa que facilitarles datos tan vagos como inciertos sobre la persona de su segundo yo.
Pedro y Juan Peuquoy acababan de llegar de la casa del duque de Guisa, el cual había querido dar las gracias a los dos valientes patriotas por la parte eficaz y gloriosa que habían tenido en la rendición de la plaza. Les había llevado Gabriel a presencia del duque y a instancias de este. Pedro, radiante de orgullo y de alegría, refería a Babette los detalles de la presentación.
—Sí, mi querida hermana —decía el industrial—. Cuando el señor de Exmés ha hecho al señor duque una historia detallada, pero lisonjera y exagerada en alto grado, de nuestra cooperación en la toma de Calais, el grande hombre se ha dignado manifestarnos, a Juan y a mí, su satisfacción, con una gracia y una bondad tales, que yo, por mi parte, no podré olvidar jamás, aunque viviese más de cien años. Pero cuando me conmovió de veras, fue cuando nos dijo que él a su vez deseaba sernos útil, y nos preguntó en qué podía servirnos. No he sido nunca interesado ni egoísta; bien lo sabes, Babette; pero… ¿sabes qué servicio pienso pedirle?
—¡No, en verdad… no adivino! —murmuró Babette.
—Vas a saberlo —repuso Pedro—. Tan pronto como hayamos encontrado al que tan indignamente abusó de ti, y le encontraremos, pierde cuidado, pediré al señor duque de Guisa que me ayude con su influencia para obligarle a que te devuelva el honor que te robó. No contamos nosotros ni con fuerza, ni con riquezas, ni con influencia, y por lo mismo, os será necesario su apoyo para obtener justicia.
—¿Y si aun con ese apoyo no te la hicieran, primo? —preguntó Juan.
—Si me falta la justicia —contestó Pedro con energía—, gracias a este brazo, yo te aseguro que no ha de faltarme la venganza. Sin embargo —añadió bajando la voz y dirigiendo a Martín Guerra una mirada tímida—, he de confesar que, hasta ahora, siempre me ha servido mal la violencia.
Calló y se quedó pensativo. Cuando al cabo de corto rato salió de su distracción, observó con sorpresa que Babette lloraba.
—¿Qué te pasa, Babette? —preguntó.
—¡Ay! ¡Qué desgraciada soy! —exclamó la joven.
—¿Desgraciada? Menos que antes. Me parece que nuestro porvenir se serena…
—¡Al contrario! ¡Se entenebrece más y más! —replicó ella.
—No lo creas; todo saldrá como se desea; tranquilízate. Entre una reparación honrosa y un castigo terrible, la elección no es dudosa. Tu amante volverá muy pronto, y tú serás su mujer…
—¿Y si no le acepto por marido? —preguntó Babette.
Juan Peuquoy no pudo contener un movimiento de alegría, que sorprendió la perspicacia de Gabriel.
—¡No aceptarle! —exclamó Pedro, en el colmo de la estupefacción—. ¿Pues no le amabas?
—Yo amaba al hombre que padecía —contestó Babette—, al que me juraba amor, al que me daba pruebas… ¡pruebas falsas, ay!, de cariño, de respeto, de ternura; pero al que me ha engañado, al que me ha mentido, al que me ha abandonado, al que robó, para sorprender mi pobre corazón, el lenguaje, el nombre, y quién sabe si hasta los vestidos de otro, a ese le desprecio, le odio.
—Pero, en fin… si se casa contigo…
—Lo haría cediendo a la fuerza —replicó Babette—, o bien para obtener el favor del duque de Guisa; me daría su nombre por miedo o por codicia… ¡No, no! ¡Soy yo la que nada quiero de él!
—¡Babette! —exclamó Pedro con severidad—. Olvidas, sin duda, que no tienes derecho para decir «nada quiero de él».
—¡Por compasión, mi querido hermano! ¡No me obligues a casarme con el que tú mismo llamabas cobarde y miserable! ¡Sería demasiada crueldad!
—¡Babette… piensa en tu deshonor!
—Prefiero avergonzarme del extravío de un instante a tener que sonrojarme de un marido mientras me dure la vida.
—¿Olvidas a tu hijo sin padre?
—Creo le vale más no tener un padre, que le detestaría, que perder a una madre que le adorará. Pues bien; si su madre se casa con ese hombre, la vergüenza y el dolor la matarán de seguro.
—¿De manera, Babette, que cierras los oídos a mis razones y a mis súplicas?
—Imploro tu cariño y tu compasión, hermano mío.
—Pues bien; van a contestarte mi cariño y mi compasión, con dolor, sí, pero también con entereza. Como quiera que, ante todas las cosas, es preciso que vivas teniendo derecho a tu estimación propia y a la de los demás, como quiera que yo prefiero que seas desgraciada a verte deshonrada, toda vez que deshonrada sería tanto como ser dos veces desgraciada, quiero, exijo yo, tu hermano mayor, el jefe de tu familia, exijo, ¿entiendes bien?, exijo que te cases con el hombre que te perdió, único que hoy puede devolverte el honor que te arrebató, suponiendo que él consienta. La ley y la religión me confieren con respecto a ti una autoridad, que emplearé, en caso necesario, para obligarte a cumplir lo que considero que es deber tuyo para con Dios, para con tu familia, para con tu hijo, y para contigo misma.
—Me condenas a muerte, hermano mío —dijo Babette con voz alterada—. Pero está bien; me resigno, ya que tal es mi destino y tal mi castigo, y ya que nadie intercede por mí. Miraba al hablar así a Gabriel y a Juan Peuquoy, los cuales escuchaban sin decir palabra, el segundo porque su sufrimiento paralizaba su lengua, y el primero porque sólo en observar pensaba. Sin embargo, ante la alusión directa de Babette, Juan no pudo contenerse más, y dirigiéndose a la joven, aunque sus ojos se volvieron hacia Pedro, dijo con amargura irónica, impropia de su carácter:
—¿Quién quieres que interceda por ti, Babette? ¿No es tan justo como prudente y acertado lo que de ti exige tu hermano? ¡En verdad que es admirable su manera de ver el asunto! Sus ojos no ven más que el honor de su familia y el tuyo, quiere salvar ese honor aunque se pierda todo, y para salvarlo, te obliga a que te cases con un falsario. ¡Es prodigioso, a fe mía! Cierto que ese miserable, ese criminal, deshonrará según todas las probabilidades con su villana conducta a nuestra familia, no bien entre a formar parte de ella; cierto que el señor vizconde de Exmés, aquí presente, habrá de exigirle cuenta estrecha, en nombre del pobre Martín Guerra, de la infame suplantación de su persona, obligándote probablemente, Babette, a pasar por la vergüenza de comparecer ante los jueces como mujer legitima de un odioso ladrón de nombre. ¡Pero qué importa! ¡No por eso se debilitará el lazo legítimo que te una a un criminal, ni tu hijo dejará de ser el hijo reconocido y legitimado del falso Martín Guerra! Como esposa, morirás tal vez de vergüenza; pero tu reputación como muchacha soltera quedará restablecida a los ojos de todos.
Juan Peuquoy se expresaba con tanto calor y tanta indignación, que hasta Babette quedó maravillada.
—¡No te conozco, Juan! —exclamó Pedro sin ocultar su asombro—. Me parece mentira que seas tú el que acaba de hablar; tú, tan moderado, tan sereno, tan tranquilo…
—Porque soy moderado, porque conservo la serenidad, veo mejor que tú la situación a que quieres arrastrar a Babette.
—¿Crees, por ventura, que toleraré con más resignación la infamia de mi cuñado que el deshonor de mi hermana? No, Juan, no. Quiero creer que el seductor de Babette no habrá causado perjuicios más que a nosotros y a Martín Guerra. Si le encontramos, confío en la abnegación del bondadoso Martín, alma generosa que renunciará, me atrevo a asegurarlo, a una venganza que, al herir al culpable, heriría también a los inocentes.
—¡Pues no faltaba más! —gritó Martín Guerra desde la cama—. No soy vengativo ni quiero la muerte del pecador. Que os pague su deuda, que yo le perdono de todo corazón la mía.
—Magnífico con respecto a lo pasado —observó Juan Peuquoy, a quien parece que no hizo mucha gracia la clemencia del escudero—, ¿pero, y el porvenir? ¿Quién nos responde del porvenir?
—Yo respondo, porque velaré —respondió Pedro—. Mi mirada seguirá constantemente al marido de Babette, y este habrá de conducirse como hombre honrado y andar muy derecho, porque de lo contrario…
—Tomarás pronta y severa justicia, ¿verdad? —interrumpió Juan—. ¡A buena hora! La justicia que tomes no impedirá que Babette haya sido sacrificada.
—¡Pero, Juan! —exclamó Pedro con alguna impaciencia—. Si la posición en que nos encontramos es difícil, ten en cuenta que no soy el que la ha creado. ¿Has encontrado tú algún medio, distinto del que yo propongo, que nos permita salir del atolladero?
—¡Claro que lo he encontrado! —contestó Juan.
—¡Habla! ¿Cuál es? —preguntaron a un tiempo mismo Babette y su hermano, con tanta ansiedad este último, hagámosle justicia, como la primera.
El vizconde de Exmés continuó guardando silencio, pero redobló su atención.
—Vamos a ver —dijo Juan Peuquoy—: ¿No puede encontrarse un hombre honrado que, condolido, más bien que asustado, de la desgracia de Babette, consienta en darle su nombre?
Pedro movió la cabeza con expresión de incredulidad.
—¡No, Juan, no! —contestó—. ¡Si no nos ofreces otra esperanza…! Para que un hombre cerrase así los ojos, sería preciso o que estuviera enamorado de Babette o que fuese un miserable. En uno y otro caso, nos veríamos en la precisión de iniciar en nuestro doloroso secreto a un extraño, o a un indiferente, y esto no lo haría yo nunca. ¡Ya ves! Amigos de toda confianza son el señor vizconde de Exmés y Martín Guerra, y, sin embargo, lamento con toda mi alma que las circunstancias les hayan revelado lo que nunca debió haber salido del sagrado de la familia.
Juan Peuquoy replicó con emoción que en vano intentó disimular:
—Jamás propondría yo a Babette que se casase con un miserable, pero no negarás, Pedro, que el otro término propuesto es admisible. Si estuviera enamorado de mi prima un hombre, a quien las circunstancias hubiesen revelado la falta y al propio tiempo el arrepentimiento, si ese hombre estuviera resuelto, para asegurarse un porvenir tranquilo y dichoso, a olvidar un pasado que Babette procuraría borrar a fuerza de virtudes… si esto que estoy diciendo fuera un hecho, ¿qué dirías, Pedro? Y tú, Babette, ¿qué dirías?
—Digo, Juan, que no es posible, que lo que indicas es un sueño —contestó Babette, aunque en sus ojos brilló un rayo de esperanza.
—¿Conoces a ese hombre, Juan? —preguntó Pedro Peuquoy, más práctico que su hermana—. ¿O es que hablas en hipótesis, que te haces eco de un sueño, como dice Babette?
Turbóse Juan Peuquoy, vaciló y tartamudeó algunas palabras.
No reparaba en la atención silenciosa y profunda con qué Gabriel acechaba sus movimientos, pues estaba absorto en la contemplación de Babette que, palpitante y con los ojos bajos, parecía sentir una emoción intensa que el buen tejedor, poco experto en semejantes materias, no sabía cómo interpretar.
Sin duda no se atrevió a darle una interpretación favorable a sus deseos, pues contestó con tono compungido a la interpelación directa de su primo en estos términos:
—¡Tienes razón, Pedro! Es muy posible que lo que acabo de decir no sea más que un sueño. No bastaría, para que este tuviera realización, que Babette fuese amada; sería preciso que también ella amase, que en cierto modo correspondiera a ese amor, sin cuya circunstancia, continuaría siendo desgraciada. El que aspirase a comprar a Babette su dicha, al precio, sin duda, del olvido, necesitaría probablemente hacerse perdonar alguna desventaja, quiero decir, que no sería joven, ni esbelto, ni guapo… en una palabra, carecería de atractivos físicos, y por tanto, no es de creer que Babette se resignase a ser su mujer… ¡Sí! ¡Tienes razón! ¡Sueño es lo que he dicho!
—Efectivamente es sueño —contestó con triste acento Babette—, pero no por las razones que tú expones, primo mío. El hombre dotado de generosidad bastante para concederme su afecto en las circunstancias en que me encuentro, aun cuando fuera viejo lleno de achaques, a mí habría de parecerme joven, porque su acción evidenciaría una lozanía de alma que no suele tenerse a los veinte años; habría de parecerme guapo, porque pensamientos tan santos y caritativos como el suyo por necesidad han de dejar impresa en el rostro la imagen de un alma hermosa y noble; habría de parecerme amable, porque me habría dado la prueba más grande de amor que una mujer puede recibir. Mi deber y mi alegría me obligarían de consuno[19] a amarle mientras me durase la vida y con toda mi alma, sin que tuviese necesidad de hacer ningún sacrificio, sino más bien abandonándome a mis inclinaciones. Pero lo que es inverosímil, casi imposible, es encontrar una abnegación como la que tú imaginas, Juan, respecto a una pobre joven sin hermosura y sin honor. Hombres hay de corazón bastante grande para concebir en un momento dado la idea de semejante sacrificio, y aun esto es mucho; pero viene la reflexión, y dudan, vacilan, se arredran y retroceden al fin. Estas son las razones, primo mío, y no las que tú expusiste, que hacen que no sea más que un sueño lo que has propuesto.
—¿Y si no fuese sueño, sino realidad? —dijo de pronto Gabriel levantándose.
—¡Cómo! ¡Qué decís! —exclamó Babette conmovida.
—Digo, Babette, que ese hombre abnegado, ese hombre generoso, existe.
—¿Le conocéis vos? —preguntó Pedro no menos conmovido que su hermana.
—Le conozco —respondió sonriendo Gabriel—. Os ama, en efecto, Babette, pero con cariño paternal y tierno al propio tiempo, con cariño que no sólo desea proteger, sino perdonar, olvidar. Así, pues, podéis aceptar sin temor su sacrificio, que no lleva aneja ninguna idea de menosprecio, sino que nace de la compasión más dulce y del amor más sincero. Por otra parte, Babette, vos daréis tanto como recibiréis, puesto que si él os da honra, vos le daréis la dicha, porque habéis de saber que el hombre que os adora está solo en el mundo, no tiene ni alegrías, ni intereses, ni porvenir, y vos le aportaréis todos estos tesoros. Si aceptáis a ese hombre, le haréis tan feliz desde este instante como él os lo hará a vos más adelante… ¿No es verdad, Juan Peuquoy?
—Pero… señor vizconde… yo no sé —balbuceó el tejedor, temblando como la hoja en el árbol.
—Sí, Juan, sí; decid que sí —continuó Gabriel sonriendo—. Tal vez ignoráis una cosa, y es que Babette profesa al hombre que la ama no sólo una estimación profunda, sino también una ternura dulce. Babette, si no ha adivinado, ha presentido al menos de una manera vaga el amor de que es objeto, y ese presentimiento ha bastado para que al principio se haya considerado rehabilitada a sus propios ojos, luego se haya sentido conmovida, y al fin haya llegado a creerse feliz. Desde que adivinó, desde que presintió, concibió una aversión violenta hacia el miserable que la ha engañado, y porque adivinó, porque presintió, suplicaba de rodillas hace un momento a su hermano que no la uniera con un malvado a quien creyó amar y aborrece hoy con toda su alma, a quien execra en este momento, porque sólo tiene ternura para la persona que trata de salvarla. ¿Me equivoco, Babette?
—En verdad, monseñor… yo no sé… —balbuceó Babette, blanca como la nieve.
—La una no sabe, y el otro ignora —repuso Gabriel—. ¿Pretendéis hacerme creer, Babette, y vos, Juan, que no sabéis lo que pasa en vuestros corazones? ¿Que son para vosotros un secreto impenetrable vuestros sentimientos? ¡Vamos! ¡Esto es imposible! No soy yo, Babette, quien os revela que Juan os ama, y vos, Juan, antes de que yo pronunciase una palabra, sospechabais que erais amado por Babette.
—¡Pero, será posible! —exclamó Pedro Peuquoy radiante de alegría—. ¿Puedo abrir el pecho a la esperanza?
—Ellos os están contestando… ¡Miradles! —dijo Gabriel.
Juan y Babette, irresolutos y como incrédulos, se miraban uno a otro. Juan leyó en los ojos de Babette un reconocimiento tan ferviente, y Babette en los de Juan una súplica tan elocuente, tan conmovedora, que entrambos quedaron convencidos al mismo tiempo, y in saber cómo, se encontraron estrechamente abrazados.
Pedro Peuquoy, en su acceso de júbilo, se encontraba sin fuerzas para pronunciar una sola palabra, pero estrechaba la mano de su primo de una manera más elocuente que todos los discursos del mundo.
Martín Guerra se había incorporado con los ojos llenos de lágrimas y palmoteaba con entusiasmo al ver tan inesperado desenlace.
Cuando se hubieron calmado algún tanto los primeros transportes, dijo Gabriel:
—Esto está terminado. Juan Peuquoy se casará lo antes posible con Babette, y antes de instalarse definitivamente, la feliz pareja vendrá a París con objeto de pasar algunos meses en mi casa. De esta manera, el secreto de Babette, triste causa de tal feliz matrimonio, quedará encerrado dentro de los pechos leales de los que aquí estamos presentes. Queda otro individuo que podría descubrirlo, pero ese, si se toma la molestia de informarse de la suerte de Babette, lo que dudo mucho, yo os respondo de que no podrá molestar aunque quiera. Por lo tanto, mis buenos amigos, podéis vivir tranquilos y contentos de hoy en adelante y entregaros con toda seguridad en los brazos del porvenir.
—¡Mi noble y generoso huésped! —exclamó Pedro Peuquoy besando la mano a Gabriel.
—¡A vos, y sólo a vos, somos deudores de nuestra felicidad, de la misma manera que a vos, y sólo a vos, es el rey de Francia deudor de la ciudad de Calais! —dijo Juan.
—Todos los días rogaremos a Dios por nuestro salvador —dijo Babette.
—¡Oh, sí, Babette! —exclamó Gabriel conmovido—. ¡Os agradezco ese pensamiento! ¡Pedid a Dios que vuestro salvador pueda salvarse a sí mismo!