Capítulo XII

AÚN había, a pesar de todo, alguna esperanza para Diana y Gabriel, puesto que, aunque gravísimamente herido, el duque de Guisa respiraba todavía. Es sabido que los perseguidos por la desgracia se aterran con tanta avidez a un hilo de esperanza como los náufragos a cualquier leño u objeto flotante.

El vizconde de Exmés se despidió de Diana para ir a cerciorarse por sí mismo del alcance del nuevo golpe que acababa de herirles en el preciso momento en que su aciaga suerte parecía mitigar sus rigores.

Juan Peuquoy, que le acompañó, le refirió por el camino lo que había pasado.

Obligado lord Derby por el paisanaje amotinado a rendirse antes de la hora señalada por lord Wentworth, acababa de enviar parlamentarios al duque de Guisa para tratar de la capitulación. La lucha, sin embargo, no había cesado; antes bien en muchos puntos se proseguía con mayor encarnizamiento que nunca, porque era producto de los últimos estallidos de la cólera de los vencidos y de los esfuerzos supremos de la impaciencia de los vencedores. Francisco de Lorena, prodigio de intrepidez como soldado y de habilidad como general, acudía invariablemente al punto donde se luchaba con más furor, y de consiguiente, donde el peligro era mayor. Vio que el combate parecía haberse concentrado en la entrada de una brecha abierta en la muralla ya casi tomada, y pasando sobre un foso completamente cegado, se puso al frente de sus tropas, sin hacer caso de los tiros que le disparaban por todas partes.

Con calma y tranquilidad verdaderamente heroicas animaba a los suyos, cuando vio aparecer en la brecha la bandera blanca de los parlamentarios. Una sonrisa de triunfo animó su varonil rostro, porque la bandera blanca era la consagración de su victoria definitiva.

—¡Deteneos! —gritó en medio del estruendo, a los que se batían a su lado—. ¡Calais se rinde…! ¡Abajo las armas!

Levantó la visera de su casco y, picando a su caballo, adelantó algunos pasos, puestos los ojos en la bandera, mensajera de su triunfo y de la paz.

El sol había llegado a su ocaso y el tumulto y el estruendo continuaban.

Un soldado inglés, que probablemente no habría visto a los parlamentarios ni oído las voces del duque de Guisa, se abalanzó a las bridas del caballo, al que hizo retroceder, y mientras el duque, distraído y sin mirar al obstáculo, espoleaba al animal para seguir adelante, el soldado le dio una lanzada en la cabeza.

—No me han precisado —continuó Juan Peuquoy—, en qué sitio de la cara ha sido herido el duque de Guisa, pero sí que la herida es horrible. Se ha quebrado el palo de la lanza, y el hierro ha quedado dentro de la herida. El duque, sin pronunciar una palabra, ha caído de frente sobre el arzón de la silla. Parece que los franceses han hecho pedazos al inglés que asestó el desastroso golpe, pero esto, por desgracia, no ha salvado al duque, a quien han recogido como muerto. Aún no ha recobrado el conocimiento.

—¿De manera que Calais no es nuestro todavía? —preguntó Gabriel.

—¡Sí tal! —contestó Juan Peuquoy—. El señor duque de Nevers ha recibido a los parlamentarios y ha impuesto, como amo y señor, las condiciones más ventajosas. Pero la reconquista de tan importante plaza no compensará a Francia la pérdida de un general como el duque.

—¡Dios mío! ¿Le consideráis ya muerto? —exclamo Gabriel estremeciéndose.

—¡Ay! —fue lo único que respondió el tejedor, bajando la cabeza.

—¿Adónde me lleváis? ¿Sabéis, pues, a dónde ha sido transportado el herido?

—Al cuerpo de guardia del Castillo Nuevo, según dijo a Ambrosio Paré el hombre que nos ha dado la triste noticia. Paré ha echado a correr en seguida, Pedro le ha acompañado para servirle de guía, y yo he venido a comunicaros a vos lo que pasaba. Creí que la desgracia debía interesaros y que tal vez se os ocurriera hacer algo en estas circunstancias.

—¡No puedo hacer sino desconsolarme como todos los demás, y más que todos los demás! —exclamó el vizconde de Exmés—. Si la turbación y las sombras del crepúsculo no influyen en mi vista, creo que estamos ya cerca.

—Efectivamente; ese es el Castillo Nuevo.

Una turba inmensa de paisanos y de soldados llenaba las avenidas del cuerpo de guardia donde había sido transportado el duque de Guisa. La confusión era indescriptible; preguntas, conjeturas, comentarios, circulaban por los inquietos grupos como ráfagas de viento que cruzan una espesa arboleda.

Mucho trabajo costó al vizconde de Exmés y a Juan Peuquoy abrirse paso por en medio de aquel inmenso gentío para llegar al cuerpo de guardia, cuya entrada defendía un pelotón numeroso de ballesteros. Algunos de estos tenían en las manos antorchas encendidas que proyectaban resplandores rojizos sobre las movibles masas del pueblo.

Gabriel se estremeció al ver, a la luz incierta de las antorchas, a Ambrosio Paré sombrío, rígido, con el entrecejo contraído y apretando con sus brazos su pecho conmovido. En sus pestañas brillaban lágrimas de indignación y de dolor. Detrás de él estaba Pedro Peuquoy no menos triste y abatido.

—¿Vos aquí, maese Paré? —preguntó Gabriel—. ¿Qué hacéis en este sitio? Si el señor duque de Guisa conserva un soplo de vida, vuestro puesto está a su lado.

—No es a mí a quien debéis reconvenir, señor vizconde —replicó vivamente el cirujano—. Si tenéis alguna autoridad, decídselo a esos guardias estúpidos.

—¡Pues qué! ¿Os impiden la entrada?

—¡Sin atender razones! ¡Oh! ¡Pensar que una existencia tan preciosa depende tal vez de fatalidades tan miserables!

—¡Es indispensable que entréis! —afirmó Gabriel.

—Hemos suplicado al principio —terció Pedro Peuquoy—; vista la inutilidad de las súplicas, hemos amenazado, pero han contestado a nuestras súplicas con risotadas insolentes y a nuestras amenazas con golpes. Maese Paré, que ha intentado abrirse paso, ha sido rechazado violentamente y golpeado con el regatón de una alabarda.

—¡Era natural! —exclamó Ambrosio Paré con acento de amargura—. No uso collar y espuelas de oro, ni tengo sino un golpe de vista pronto y una mano segura.

—¡Esperad! —dijo Gabriel—. Yo haré que entréis conmigo.

Así diciendo, adelantó hacia los escalones del cuerpo de guardia.

Un alabardero, al mismo tiempo que le saludaba, le impidió el paso.

—Perdón —dijo el alabardero respetuosamente—. Nuestra consigna es no dejar pasar a nadie absolutamente.

—¡Bergante! —gritó Gabriel, conteniéndose a duras penas—. ¿Comprende tu consigna al vizconde de Exmés, capitán de guardias del rey y amigo de monseñor el duque de Guisa? ¿Dónde está el comandante de la guardia? ¡Que venga en seguida!

—Está guardando la puerta interior, monseñor —contestó con humildad el centinela.

—Voy a verle —repuso imperiosamente el vizconde de Exmés—. Venid, maese Paré; entrad conmigo.

—Pasad vos, monseñor, puesto que así lo exigís —dijo el alabardero—; pero ese hombre no puede pasar.

—¿Por qué no ha de pasar? —dijo Gabriel—. El cirujano debe llegar hasta el herido.

—Todos los cirujanos y médicos, a lo menos todos los que tienen título de tales —replicó el soldado—, han sido llamados y están al lado de monseñor; nos han dicho que no falta uno solo.

—¡Eso es precisamente lo que me hace temblar! —exclamó Ambrosio Paré.

—Ese que vos pretendéis hacer pasar, monseñor, no tiene título —añadió el centinela—. Cierto que ha salvado más de una vida en el campamento; pero no es cirujano para duques.

—¡Ea! ¡Basta de réplicas! —gritó Gabriel pateando con impaciencia—. Yo quiero, exijo, que maese Paré entre conmigo.

—Es imposible, señor vizconde.

—¡He dicho que lo exijo, tunante!

—Reflexionad, monseñor, que mi consigna me obliga a desobedeceros.

—¡Ah! —exclamó Ambrosio Paré—. ¡Mientras se pierde el tiempo en esta contienda ridícula, acaso el duque se está muriendo!

Habría bastado la exclamación del cirujano para disipar las vacilaciones del impetuoso Gabriel si este hubiese podido tenerlas en aquellos momentos.

—¡Os empeñáis, miserables, en que os trate como a ingleses! —gritó, dirigiéndose a los ballesteros—. ¡Peor para vosotros! La vida del señor duque de Guisa vale por veinte de las vuestras… ¡Vamos a ver si vuestras alabardas se atreven a tocar mi espada!

Brilló el acero fuera de la vaina con destellos de relámpago, y el vizconde, arrastrando tras de sí a Ambrosio Paré, subió, espada en mano, los escalones del cuerpo de guardia.

Eran tan amenazadoras su actitud y sus miradas, irradiaba tanta influencia la serena calma del cirujano, y por otra parte, gozaba de tanto prestigio un caballero por aquella época, que los guardias, subyugados, abrieron paso y bajaron sus armas, no tanto ante el acero cuanto ante el nombre del vizconde de Exmés.

—¡Dejadles! —gritaron las turbas desde la calle. ¡Dios les envía para salvar al duque de Guisa!

Gabriel y Ambrosio Paré llegaron sin tropezar con nuevos obstáculos hasta la puerta interior del cuerpo de guardia.

En el estrecho vestíbulo que precedía a la gran sala, estaban el comandante de la guardia y tres o cuatro soldados más; pero el vizconde, sin detenerse, dijo con entonación decidida que no admitía réplica.

—Traigo a monseñor un nuevo cirujano.

El comandante de la guardia se inclinó y les dejó pasar sin inconveniente.

Entraron Gabriel y Ambrosio Paré.

La atención general estaba demasiado ocupada para que nadie reparase en su entrada.

Ofrecióse a sus ojos un espectáculo terrible. En el centro de la sala, tendido sobre una camita de campaña, estaba el duque de Guisa, inmóvil, sin conocimiento, cubierto de sangre.

Tenía atravesado el rostro de parte a parte; el hierro de la lanza había penetrado en la mejilla por debajo del ojo derecho, llegando hasta la nuca por debajo de la oreja izquierda, y la astilla rota sobresalía medio pie sobre la cabeza tan horriblemente destrozada. La herida daba miedo.

Rodeaban al mísero lecho diez o doce médicos y cirujanos cuyos rostros eran espejos de consternación. Miraban al herido, hablaban entre sí, pero nada hacían.

Cuando entraron Gabriel y Paré, uno de ellos decía en alta voz:

—Examinada la herida, todos somos del mismo parecer: nos vemos en la necesidad dolorosa de declarar que la herida del señor duque de Guisa es mortal de necesidad. Para que hubiese alguna posibilidad de salvar su vida, sería precisa la extracción del pedazo de lanza; pero intentar sacar ese hierro equivaldría a adelantar la muerte de monseñor.

—Según eso, ¿preferís dejarlo morir? —preguntó con osadía Ambrosio Paré, que desde lejos había podido apreciar el estado casi desesperado del ilustre herido.

El cirujano que había hablado levantó la cabeza para buscar a su temerario interruptor, y no viéndole, repuso:

—¿Quién será el osado que se atreva a poner sus manos impías sobre ese rostro augusto, y a aventurar una operación que probablemente no podría terminar?

—¡Yo! —contestó Ambrosio Paré, avanzando, con la frente erguida, hacia el círculo formado por los cirujanos.

Sin hacer caso de los que le rodeaban ni de los murmullos de sorpresa que provocaron sus palabras, se inclinó sobre el duque para examinar la herida desde cerca.

—¡Ah! ¡Es Ambrosio Paré! —dijo con acento desdeñoso el cirujano jefe, reconociendo al insensato que se permitía tener una opinión distinta de la suya—; olvida, sin duda, maese Paré que no tiene el honor de ser cirujano de cámara de monseñor el duque de Guisa.

—Decid más bien que soy su cirujano único, puesto que todos los demás le abandonan —replicó Ambrosio Paré—. Pero, además, hace muy pocos días, el señor duque de Guisa, a raíz de haber presenciado una operación practicada por mí, tuvo la dignación de decirme, si no oficialmente, al menos con toda formalidad, que en lo sucesivo, en caso de necesidad, reclamaría mis servicios. El señor vizconde de Exmés, que se hallaba presente, puede atestiguarlo.

—Es la verdad; yo lo afirmo —dijo Gabriel.

Ambrosio Paré, inclinado de nuevo sobre el paciente, examinaba por segunda vez la herida.

—¿Y bien? —interrogó el cirujano jefe con sonrisa irónica—. Después del examen que habéis hecho, ¿insistís en vuestro proyecto de arrancar la lanza de la herida?

—Insisto después del examen —contestó Ambrosio Paré con resolución.

—¿De qué maravilloso instrumento pensáis serviros?

—De mis manos.

—¡Protesto con toda energía contra la profanación de esa agonía! —gritó furioso el cirujano.

—Protestamos todos como vos —contestaron a coro todos sus colegas.

—¿Tenéis algún medio de salvar al duque? —preguntó Ambrosio Paré.

—¡No! ¡La salvación es imposible! —respondieron todos.

—Entonces, me pertenece —dijo Paré, extendiendo la mano sobre el cuerpo inanimado del herido como para tomar posesión de él.

—¡Y nosotros nos retiramos! —exclamó el cirujano jefe, dando media vuelta y principiando a marcharse con todos sus colegas.

—¿Qué vais a hacer? —preguntaron varias voces a Ambrosio Paré.

—El duque de Guisa está muerto para todos —contestó Paré—; voy a tratarle como si efectivamente lo estuviera.

Así diciendo, se quitó el jubón y se levantó las mangas de la camisa.

—¡Qué atrocidad! ¡Hacer semejante experimento en monseñor, tanquam in anima vili! —exclamó escandalizado un médico viejo, juntando las manos.

—En efecto —respondió Ambrosio Paré, sin apartar los ojos del herido—; voy a tratarle, no como a un hombre, no como a un alma vil, sino como a una cosa. ¡Mirad!

Y puso el pie sobre el pecho del duque.

Fuertes murmullos, mezcla de terror, de duda y de amenaza, resonaron en la sala.

—¡Cuidado, Paré, cuidado con lo que hacéis! —exclamó el duque de Nevers, tocando a Ambrosio en un hombro—. ¡Si salís mal, no respondo de las consecuencias de la cólera de los amigos y servidores del duque!

—¡Bah! —contestó Paré, volviendo hacia el de Nevers su cara, animada por una sonrisa triste.

—¡Os jugáis la cabeza! —dijo otra voz.

Paré levantó los ojos al cielo, y con solemne gravedad, respondió:

—No me importa. Arriesgaré mi cabeza por salvar la vida del duque; pero, al menos —añadió con mirada altanera—, que se me deje tranquilo.

Todos se separaron cediendo al respeto que siempre merece el genio.

Ya no se oían, en medio del silencio que reinaba en la sala, más que respiraciones anhelantes.

Ambrosio Paré puso la rodilla izquierda sobre el pecho del duque; en seguida cogió con las uñas únicamente, tal como había dicho, el extremo roto de la lanza, y lo sacudió con suavidad al principio y después con fuerza.

El herido se estremeció, como si sufriera dolores agudos.

El espanto había hecho palidecer a todos los testigos de la escena.

Ambrosio Paré se detuvo un instante, como espantado de su obra; un sudor copioso bañaba su frente. Su indecisión, sin embargo, fue momentánea.

Reanudada su tarea, al cabo de un minuto, que para todos fue más largo que una hora, el hierro salió de la herida. Ambrosio Paré lo arrojó lejos de sí con decisión, y rápido, se encorvó sobre la ancha boca de la herida.

Cuando volvió a enderezarse, un rayo de alegría brillaba en su rostro; pero recobró su seriedad habitual al instante, y cayendo de rodillas, juntó las manos y elevó los ojos al cielo mientras una lágrima de felicidad resbalaba por sus mejillas.

Fue aquel un momento sublime. Sin que el gran cirujano hubiese dicho una palabra, todos comprendieron que podían entregarse a la esperanza. Los servidores del duque lloraban a lágrima viva, otros besaban disimuladamente los vestidos de Ambrosio Paré, pero todos callaban en espera de las palabras del portentoso operador.

Al fin resonó la voz de este, grave y conmovida.

—¡Yo respondo ahora de la vida de monseñor el duque de Guisa! —exclamó.

En efecto: una hora después el herido había recobrado el conocimiento y hasta el uso de la palabra.

Paré acababa de vendar la herida y Gabriel estaba a la cabecera de la cama a la que el cirujano había mandado transportar al paciente.

—¿De manera, Gabriel, que os soy deudor no sólo de la toma de la plaza de Calais —preguntó el duque—, sino de la vida, puesto que fuisteis vos quién a viva fuerza trajisteis a Paré a mi lado?

—Sí, monseñor —contestó el cirujano—. No habría podido llegar hasta vos de no haber sido por el señor de Exmés.

—¡Sois mis dos salvadores! —exclamó el duque.

—No habléis tanto, monseñor, os lo suplico —repuso el cirujano.

—Obedezco y callo… Pero permitiréis que haga una pregunta: una sola.

—Decid, monseñor.

—¿Creéis que las consecuencias de mi horrible herida no influirán en mi salud ulterior ni alterarán mi razón?

—Garantizo que no, monseñor. Tan sólo os quedará una cicatriz horrenda.

—¡Una cicatriz! —repitió el duque—. ¡Bah! ¡Eso no es nada! Digo mal: una cicatriz es un adorno cuando está en el rostro de un guerrero. No me desagradará que me llamen de sobrenombre El Acuchillado.

Los contemporáneos y la posteridad han dado gusto al duque de Guisa, pues su siglo y la historia le han llamado desde entonces El Acuchillado.