IANA, después de haber dado gracias a Dios, se levantó y se arrojó en los brazos de Gabriel.
—¡Y a ti también, Gabriel, a ti también he de darte las gracias y bendecirte! —repuso la joven—. En el momento de perder el conocimiento, invoqué a mi ángel salvador, y viniste tú. ¡Gracias… gracias!
—¡Oh, Diana! ¡Cuánto he sufrido desde que no te he visto, y cuánto tiempo ha transcurrido desde que te vi la última vez!
—¡No he sufrido menos yo, Gabriel!
Y empezaron a contarse mutuamente, con prolijidad algún tanto dramática, todo lo que habían hecho, todo lo que habían sentido durante aquella cruel y dilatada ausencia.
Calais, el duque de Guisa, los vencidos, los vencedores, todo lo habían olvidado. Los rumores y el estallido de las pasiones de los soldados no llegaban hasta los enamorados, que, ensimismados, respirando una atmósfera de amor y de embriaguez, no veían ni oían lo que pasaba en otro ambiente más triste que el suyo.
Cuando se han padecido tantos dolores, cuando se han saboreado tantas amarguras, el alma, que debilitó el sufrimiento, pero que se hizo fuerte contra las penas, no sabe ya resistir la dicha. En la templada atmósfera de puras emociones que respiraban Diana y Gabriel, se abandonaron estos a las dulzuras de la calma y de la alegría, de las que tan alejados habían estado durante mucho tiempo.
A la escena de amor violento a que hemos asistido en el capítulo anterior, sucedió otra, parecida y diferente a la vez.
—¡Qué bien se está a tu lado, Gabriel querido! —decía Diana—. En vez de la presencia de ese hombre impío, a quien aborrecía y cuyo amor me causaba espanto, disfruto ahora de la tuya, que me embriaga, me enajena y me tranquiliza.
—¡Y yo, Diana! Desde los días de nuestra infancia, cuando éramos tan dichosos sin saberlo, no recuerdo haber disfrutado en mi triste vida agitada y solitaria, de un solo instante comparable a este.
Callaron durante un momento, absortos en una contemplación recíproca.
—Siéntate a mi lado, Gabriel —repuso Diana—. ¿Podrás creer que yo había soñado, previsto este instante que nos reúne de un modo tan inesperado? Lo había previsto durante mi cautiverio; abrigaba la convicción de que serías mi libertador, de que, cuando me amenazase un peligro supremo, Dios te enviaría a ti, a mi caballero, para que me librases de él.
—A mí, Diana querida, era tu recuerdo el imán que me atraía y la luz que me guiaba. ¿Te lo confesaré, ángel adorado? Sí; porque para ti y para mi conciencia no quiero tener secretos. Aun cuando otros móviles poderosos me impulsaran a tomar a Calais, jamás habría concebido esa idea, Diana, que es mía, ni la habría ejecutado apelando a medios temerarios, si tú no hubieras estado prisionera dentro de sus muros, si el presentimiento de los peligros que corrías no me hubiese animado y dado alientos. A no ser por la esperanza de socorrerte, y por otro móvil sagrado, al que también sacrifico mi vida, Calais continuaría a estas fechas en poder de los ingleses. ¡Sólo deseo que Dios no me castigue por haberme dejado guiar únicamente por miras interesadas!
El vizconde de Exmés recordaba en aquel instante la escena de la calle de Saint-Jacques, la abnegación de Ambrosio Paré y la rigidez de principios del almirante, según el cual el Cielo exige que sean puras las intenciones y las manos que se empleen en causas puras.
La voz de su adorada Diana le serenó.
—¡Castigarte Dios a ti, Gabriel! —exclamó—. ¡Castigarte Dios porque has sido grande y generoso!
—¡Quién sabe! —contestó Gabriel, elevando al cielo una mirada llena de presentimientos melancólicos.
—¡Yo lo sé! —dijo Diana sonriendo con expresión de ángel.
—Tan seductora estaba al hablar así, que Gabriel, enajenado, olvidado de todo otro pensamiento, no pudo menos de exclamar:
—¡Oh, Diana! ¡Estás hermosa como un ángel!
—¡Y tú eres tan valiente como un héroe, Gabriel! —contestó Diana.
Estaban sentados el uno al lado del otro. Maquinalmente se buscaron sus manos, que al fin se estrecharon con pasión. La noche empezaba a extender su velo de sombras.
Diana, con la frente encendida, se levantó y dio algunos pasos por la estancia.
—¡Te alejas de mí, Diana… me huyes! —exclamó con tristeza infinita el joven.
—¡Oh, no! —contestó ella con vivacidad, volviendo a su lado—. Contigo es diferente; no te tengo miedo.
Diana se engañaba: el peligro, aunque distinto, no dejaba de existir. El amigo es a veces más temible que el enemigo.
—¡Gracias, Diana, gracias! —dijo Gabriel, tomando la blanca y pequeña mano que ella le abandonaba de nuevo—. Después de haber sufrido tanto, justo es que disfrutemos de un poquito de felicidad. Dejemos que nuestras almas se entreguen a la confianza y a la alegría.
—¡Sí! ¡Es verdad! ¡Se está tan bien junto a ti, Gabriel! Olvidemos por un momento al mundo y no nos acordemos del bullicio que nos rodea. Saboreemos esta hora deliciosa, única; yo creo que Dios nos lo permite. Tienes razón. ¡Hemos sufrido tanto!
Haciendo un gracioso movimiento que le era familiar desde niña, dejó caer su seductora cabeza sobre el hombro de Gabriel; sus grandes y expresivos ojos se fueron cerrando gradualmente y sus sedosos cabellos rozaron los labios del joven.
Entonces fue Gabriel el que se levantó temblando.
—¿Qué te pasa? —preguntó Diana abriendo los ojos.
Gabriel, pálido como la cera, cayó de rodillas a los pies de Diana, y dijo, estrechándola entre sus brazos:
—¡Qué te amo, Diana, que te adoro!
—También te amo yo —contestó Diana con naturalidad, como obedeciendo a un impulso irresistible del corazón.
Cómo se unieron sus rostros, cómo se tocaron sus labios, cómo en aquel beso se confundieron las dos almas, solamente lo sabe Dios, porque ellos mismos no lo supieron.
Pero de improviso, Gabriel, que sentía que su razón vacilaba, que estaba a punto de abandonarse al vértigo de la felicidad, se arrancó de los brazos de Diana.
—¡Diana… déjame…! ¡Déjame huir! —gritó con acento de profundo terror.
—¡Huir…! ¿Por qué? —preguntó ella sorprendida.
—¡Diana… Diana…! ¡Si fueses hermana mía…! —exclamó Gabriel fuera de sí.
—¡Tu hermana! —repitió Diana como herida por el rayo.
Gabriel se detuvo, como si le asustasen sus propias palabras, y pasándose la mano por su abrasada frente, se preguntó en voz alta:
—¿Qué he dicho, santo Dios?
—Sí; ¿qué has dicho? —repuso Diana—. La palabra terrible que has pronunciado, ¿he de tomarla al pie de la letra? ¿Qué misterio espantoso es ese? ¡Seré yo realmente hermana tuya, Virgen Santa!
—¿Hermana mía? ¿He confesado que seas hermana mía?
—¡Oh! ¡Luego es verdad! —exclamó Diana palpitante.
—¡No! ¡No es verdad! ¡No puede ser verdad! Yo no lo sé… ¿Quién puede saberlo? Además; no debo decirte nada. Es un secreto de vida o muerte que he jurado guardar. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Tened misericordia de mí! ¡Yo, que he sabido conservar mi sangre fría y mi razón en medio de mis desventuras, en medio de mis dolores, apenas humedece mis labios la primera gota de felicidad me embriago hasta la demencia, hasta el punto de olvidar mis juramentos!
—Gabriel —dijo con gravedad Diana de Castro—; Dios sabe que no es una vana curiosidad la que mueve mi lengua, pero me has dicho demasiado, o demasiado poco, para que yo pueda conservar el sosiego. Has principiado ya, y es preciso que concluyas.
—¡Imposible!… ¡Imposible! —exclamó Gabriel como poseído de una especie de terror.
—¿Por qué es imposible? Me dice el corazón que tu secreto me pertenece tanto como a ti; de consiguiente, no tienes derecho para ocultármelo.
—Es verdad; el mismo derecho que yo tienes en compartir estos dolores; pero puesto que su peso únicamente a mí me abruma, no exijas que eche sobre tus hombros la mitad.
—Sí, lo quiero, lo exijo. Quiero ayudarte a llevar la mitad de tus penas. Y si mi demanda no basta, Gabriel, añadiré a ella mis súplicas. Te lo implora Diana; ¿se lo rehusarás, Gabriel?
—¡He jurado al rey no revelarlo! —exclamó Gabriel con ansiedad.
—¿Has jurado? ¡Está muy bien! Cumple fiel y lealmente ese juramento con los extraños, con los indiferentes, hasta con los amigos; es tu deber. Pero conmigo, tan interesada como tú en el misterio, según confesión tuya, ¿crees que debes guardar un silencio injurioso? No, Gabriel, si en tu alma queda un vestigio de compasión hacia mí. Las dudas, las inquietudes, están torturando ya mi corazón; soy otro tú, si no en este, en otros muchos accidentes de tu vida. Pues bien: ¿eres, por ventura, perjuro, cuando cuentas tu secreto a tu propia conciencia? ¿Crees que mi alma profunda y sincera, probada por tantos dolores, no sabrá, como la tuya, encerrar y guardar con celo el depósito que le confíes, sea de alegría, sea de amargura, que es tan suyo como tuyo?
La voz dulce y arrulladora de Diana continuó conmoviendo las fibras más delicadas del corazón del joven.
—Además, Gabriel: ya que la fatalidad nos veda fundirnos en el amor y en la dicha, ¿tendrás valor para negarme lo único común a los dos que nos está permitido, la tristeza? ¿No sufriremos menos si compartimos los padecimientos? ¿No te parece que es doloroso pensar que el único lazo que debiera unirnos nos separa?
Viendo que Gabriel, casi vencido, luchaba todavía con sus vacilaciones, añadió:
—Ten entendido, Gabriel, que si te obstinas en callar, volveré yo a emplear el lenguaje que tanto terror te causa ahora, yo no sé por qué, y que en otro tiempo me enseñaste tú mismo. Para abreviar: tu prometida tiene derecho para repetirte mil veces que te adora, que te adorará siempre, y que nadie ha de adorar más que a ti. Tu prometida tiene derecho ante Dios para prodigarte castas caricias, para acercar, como lo hace, su cabeza a tu hombro, para posar sus labios en tu frente, así…
Gabriel, con el corazón oprimido, se apartó de Diana estremeciéndose.
—¡Ten piedad de mi razón, Diana, te lo suplico! —exclamó—. ¿Te empeñas en saber nuestro horrible secreto? ¿Quieres que a toda costa te lo revele? ¡Pues bien! ¡Mis labios, ante un crimen posible, lo dejan escapar! ¡Sí, Diana! ¡Debes dar una interpretación literal a las palabras que, en mi extravío, dejé escapar hace un momento! ¡Es posible que seas como yo hija del conde de Montgomery! ¡Es muy posible que seamos hermanos!
—¡Virgen Santa! —balbuceó Diana, anonadada por la revelación—. ¿Pero, cómo puede ser eso?
—No quería yo que tu vida tranquila y pura conociera esta historia, llena de espanto y de crímenes, pero ¡ay!, conozco que mis fuerzas no son bastantes para defenderme contra s voz del amor. Será preciso que me ayudes contra ti misma, Diana, y para ello, voy a decírtelo todo.
—Te escucho; aterrada, pero toda atención.
Gabriel entonces refirió a Diana cómo su padre había amado a Diana de Poitiers y cómo ella le había correspondido a presencia de toda la corte; cómo el que era delfín por aquel tiempo, y rey en la actualidad, había llegado a ser rival suyo; cómo el conde de Montgomery desapareció misteriosamente un día, y cómo Aloísa, que sabía todo lo sucedido, se lo había revelado. Pero Aloísa no sabía más, y como Diana de Poitiers se negaba en absoluto a confesar, únicamente el conde de Montgomery, si vivía todavía, podía esclarecer el misterio del nacimiento de Diana.
Cuando Gabriel concluyó su lúgubre relato, dijo Diana:
—Es espantoso, porque sea el que sea el desenlace, no veo más que desventuras en nuestro destino futuro. Si soy hija del conde de Montgomery, eres mi hermano, y si soy hija del rey, eres el enemigo mortal, justamente irritado, de mi padre. En uno y otro caso, las circunstancias nos obligarán a separarnos.
—No, Diana. Nuestra desventura no nos arrebata, gracias a Dios, todas las esperanzas. Puesto que te he dicho una parte, quiero revelártelo todo. A decir verdad, ahora reconozco que tenías razón; la revelación me ha consolado, y mi secreto, si ha salido de mi corazón, ha sido para quedar encerrado en el tuyo.
Gabriel hizo entonces historia del pacto extraño y peligroso que había hecho con el rey, y de la promesa solemne empeñada por este de devolver la libertad al conde de Montgomery si su hijo, después de haber defendido a San Quintín contra los españoles, arrancaba a Calais del poder de los ingleses. Calais era ya ciudad francesa, y a su conquista creía el vizconde de Exmés haber contribuido muy eficazmente.
A medida que hablaba Gabriel, la esperanza disipaba poco a poco la tristeza del semblante de Diana, a la manera que la aurora disipa las tinieblas de la noche.
Cuando Gabriel terminó, Diana quedó pensativa un momento, y luego, tendiendo a Gabriel su mano, le dijo con entereza:
—¡Mi pobre Gabriel! En nuestro pasado y en nuestro porvenir tenemos materia sobrada para nuestras reflexiones y nuestros padecimientos, pero no nos amilanemos, amigo mío. Por mi parte, procuraré mostrarme fuerte y valerosa, como tú, y contigo. Lo esencial, hoy, es obrar, y procurar disipar las sombras que ennegrecen nuestro destino. Creo que nuestras angustias tocan a su fin. Has cumplido con exceso los compromisos que adquiriste con el rey; es de esperar que el rey cumpla los que contrajo contigo. Sobre esta base hemos de fundamentar en lo sucesivo todos nuestros sentimientos y todos nuestros pensamientos. ¿Qué piensas hacer ahora?
—El duque de Guisa ha sido el confidente y el cómplice de todo cuanto hice hasta hoy —contestó Gabriel—. Sé que sin su concurso, nada habría hecho, pero también sabe él que, sin mí, nada hubiese realizado. Él, y únicamente él puede decir al rey la parte que en la conquista de Calais he tenido. Seguro estoy de que el duque ha de realizar este acto de justicia, pues hace muy pocos días se comprometió solemnemente, por segunda vez, a darme el testimonio que tanto necesito. Voy a recordar su promesa al señor de Guisa, a pedirle una carta para su majestad, y a emprender inmediatamente mi marcha para París, toda vez que ya mi presencia no es necesaria aquí.
Aún hablaba Gabriel con fuego y animación, cuando se abrió la puerta de la estancia, apareció Juan Peuquoy, pálido y con muestras visibles de consternación.
—¿Qué ocurre, Juan? ¿Está peor Martín Guerra? —preguntó Gabriel.
—No, señor vizconde —respondió el tejedor—. Martín Guerra, transportado a nuestra casa, ha sido visitado ya por Ambrosio Paré. Aunque cree que será necesaria la amputación de la pierna fracturada, el cirujano se atreve casi a asegurar que vuestro escudero sobrevivirá a la operación.
—¡Buena noticia! —exclamó Gabriel—. ¿Ambrosio Paré está ahora al lado de Martín?
—No, monseñor; ha tenido que dejarle para acudir a otro herido de más consideración y gravedad.
—¿Quién es? ¿El mariscal Strozzi? ¿El señor de Nevers?
—El señor duque de Guisa, que se está muriendo en este momento —contestó Juan Peuquoy.
Gabriel y Diana lanzaron al mismo tiempo un grito de dolor.
—¡Y decía yo que nuestras desgracias tocaban a tu término! —exclamó Diana, después de un momento de silencio—. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!
—¡No invoques a Dios, Diana! —dijo Gabriel sonriendo melancólicamente—. Dios es justo y castiga con justicia mi egoísmo. He tomado a Calais puesto mi pensamiento en mi padre y en ti; Dios quiere que lo hubiese tomado puesto mi pensamiento en Francia.