Capítulo X

CON dos cosas contaba lord Wentworth: en primer lugar, con que le quedaban dos horas antes de la rendición de Calais, o lo que es lo mismo, que lord Derby no pediría capitulación hasta las cinco de la tarde; y en segundo, con que encontraría su palacio completamente desierto, pues ya aquella mañana había adoptado la precaución de enviar a todos sus servidores a las murallas. Por orden suya había sido encerrado también Andrés, el paje francés de Diana de Castro, y, por tanto, Diana estaría sola, o con una o dos doncellas, que para el caso era lo mismo.

Y en efecto: todo estaba desierto y como sin vida cuando lord Wentworth entró en su palacio. Calais, semejante al cuerpo enfermo próximo a la muerte, había concentrado sus postreras energías en el lugar donde se peleaba.

Lord Wentworth, triste, feroz, ebrio de desesperación, se encaminó en derechura a las habitaciones que ocupaba Diana de Castro.

No se hizo anunciar, como era su costumbre; entró en aquellas con brusquedad como dueño y señor absoluto, y encontró a Diana acompañada por una de las doncellas que él mismo había puesto a su servicio.

Sin saludar a Diana, que le vio entrar presa de profundo estupor, dijo imperiosamente a la doncella:

—¡Salid al momento! Es muy posible que los franceses entren esta noche en la ciudad, y no tengo ni tiempo ni medios de protegeros. Volveos con vuestro padre, que a su lado está vuestro puesto. Id sin perder minuto, y decid de mi parte a las dos o tres mujeres que quedan en el palacio que exijo que hagan otro tanto.

—Pero… milord… —objetó la doncella.

—¡Cómo se entiende! —gritó lord Wentworth con cólera, dando una patada en el suelo—. ¡No me habéis oído! ¡He dicho exijo!

—Sin embargo, milord… —se aventuró a decir Diana.

—¿Cuántas veces he de repetir que exijo, que mando? —insistió lord Wentworth con un gesto inflexible.

La criada, asustada, salió de la estancia.

—¡En verdad, milord, que no os conozco! —exclamó Diana, después de un momento de silencio angustioso.

—Es porque hasta ahora no me habíais visto vencido, señora —contestó lord Wentworth sonriendo con amargura—. Habéis sido para mí un profeta excelente, profeta de ruinas y de maldiciones, y yo un insensato que no di crédito a vuestras profecías. ¡Ya estoy vencido! ¡Vencido totalmente! ¡Vencido sin remedio, sin esperanza! ¡Alegraos, señora, alegraos!

—¿Es tan segura como habéis dicho la victoria de los franceses, milord? —preguntó Diana, sin lograr disimular su alegría.

—¿No ha de ser segura, señora? Han caído en su poder los fuertes de Nieullay y de Risbank, son dueños del Castillo Viejo, la plaza se encuentra entre tres fuegos; ¡conque decidme si no es ya de los franceses! Os lo repito, señora: ¡regocijaos!

—Con un adversario como vos, milord, nadie puede estar seguro de la victoria. A mi pesar confieso que dudo todavía.

—¿Dudáis, señora? ¿Pues no estáis viendo que yo he abandonado ya la lucha? Después de haber tomado parte en la batalla, no he querido presenciar la derrota, y por eso me veis aquí. Lord Derby se rendirá dentro de hora y media. Dentro de hora y media, señora, los franceses entrarán triunfantes en Calais, y con ellos el vizconde de Exmés. ¡Alegraos, señora, alegraos!

—Habláis con un tono, milord, que no sé si debo creeros o no —replicó Diana, abriendo, sin embargo, su corazón a la esperanza.

—Entonces, para convenceros de la verdad de mis palabras, porque tengo necesidad de convenceros, señora, variaré de tono y os diré: Dentro de hora y media, los franceses entrarán triunfantes en Calais, y con ellos el vizconde de Exmés. ¡Temblad, señora, temblad!

—¿Qué queréis decirme? —preguntó Diana palideciendo intensamente.

—¡Pues qué! ¿No me expreso con claridad bastante? —dijo lord Wentworth acercándose a Diana con risa amenazadora—. Veamos si me entendéis mejor ahora: Dentro de hora y media, nuestros papeles respectivos se habrán trocado: vos seréis libre y yo prisionero. El vizconde de Exmés vendrá lleno de amor, radiante de dicha, a abriros las puertas de vuestra prisión, y severo, ceñudo, a sepultarme a mí en un profundo calabozo. ¡Temblad, señora, temblad!

—¿Pero por qué he de temblar? —preguntó Diana retrocediendo hasta la pared, llena de espanto a la vista de la mirada ardiente y sombría de aquel hombre.

—¡Bien fácil es de comprender! En este momento soy el señor, pero seré el esclavo dentro de hora y media, o mejor dicho, dentro de una hora y un cuarto, porque los minutos van pasando. Dentro de setenta y cinco minutos estaré en vuestro poder, pero ahora lo estáis vos en el mío. Dentro de cinco cuartos de hora, estará aquí el vizconde de Exmés, pero el que se encuentra aquí en este momento soy yo. ¡Alegraos, pues, y temblad, señora!

—¡Milord… milord! —exclamó Diana, rechazando a lord Wentworth—. ¿Qué queréis de mí?

—¿Deseas saber qué quiero de ti? —dijo con voz sorda el gobernador—. ¡A ti!

—¡No os acerquéis! ¡Si dais un solo paso, grito, llamo, os deshonro, miserable! —dijo Diana en el paroxismo del espanto.

—Grita y llama, que me da lo mismo —replicó el gobernador con sonrisa siniestra—. En el palacio no hay nadie, las calles están desiertas. Nadie acudirá a tus gritos, nadie, hasta dentro de una hora. Ya ves: tan seguro estoy de que nadie ha de acudir, que ni me he tomado la molestia de cerrar las puertas ni las ventanas.

—Pero vendrán dentro de una hora, os acusaré, os denunciaré, y os matarán.

—No lo creas: me mataré yo antes —dijo con frialdad lord Wentworth—. ¿Crees que quiero sobrevivir a la pérdida de Calais? Me mataré dentro de una hora; estoy resuelto, así que, no hablemos de ello. Pero, antes de matarme, quiero robarte a tu amante y satisfacer a la vez, saboreando una voluptuosidad suprema, mis ansias de venganza y mis ansias de amor. Así, pues, hermosa, deja tus desdenes, que no encajan en tu situación, porque ya no suplico; ordeno; ya no imploro, exijo.

—¡Y yo muero! —gritó Diana sacando del seno un puñal.

Sin darle tiempo para hundirlo en su pecho, lord Wentworth se abalanzó sobre ella, arrancó el puñal de sus manos y lo arrojó lejos.

—¡Todavía no! —exclamó el gobernador con risa espantosa—. No quiero que os hiráis aún, señora; dentro de poco, podréis hacer lo que os acomode; morir conmigo, o vivir con él: por mi parte, os dejaré en libertad completa. Pero esta hora última, porque ya no queda más que una hora, esta hora última de vuestra existencia me pertenece, es mía. No me resta otra para desquitarme de la eternidad del infierno que me espera, y podéis tener la seguridad más completa de que no renunciaré a ella.

Intentó sujetarla por los brazos, y Diana, que se sintió desfallecer, se dejó caer a sus pies, clamando:

¡Piedad, milord! ¡De rodillas imploro vuestra compasión! ¡Por vuestra madre! ¡Acordaos de que sois caballero!

—¡Caballero! —repitió lord Wentworth moviendo la cabeza—. ¡Sí! ¡Era caballero, y como caballero me he conducido mientras triunfante esperaba y vivía! Pero he dejado de serlo; en este momento no soy un caballero, sino un hombre, un hombre que va a morir y que quiere vengarse.

Y estrechando frenético a Diana, que se arrastraba a sus pies, la levantó. El cuero de búfalo del cinturón del gobernador lastimaba las delicadas carnes de la infeliz joven. Esta quería rezar, gritar, llorar, y no podía.

En aquel momento se oyó en la calle un estruendo formidable.

—¡Ah! —pudo exclamar Diana, en cuyos ojos brilló un rayo de esperanza.

—¡Muy bien! —dijo lord Wentworth, riendo con risa infernal—. Si no me engaño, los habitantes comienzan a saquearse unos a otros en espera de que lo haga el enemigo. ¡Hacen bien! Es mi opinión que hacen bien. Su gobernador les da ejemplo.

Así diciendo, tomó en sus brazos a Diana, como pudiera hacerlo con una niña, y la condujo a un lecho que cerca había.

—¡Piedad! —pudo exclamar ella.

—¡No… no! ¡Eres demasiado hermosa!

La infeliz perdió el sentido.

Antes de que el gobernador hubiera tenido tiempo de acercar su boca a los descoloridos labios de Diana, se abrió la puerta con estrépito.

El vizconde de Exmés, los dos primos Peuquoy y tres o cuatro arqueros franceses aparecieron en el umbral.

De un salto formidable cayó Gabriel, espada en mano, junto a lord Wentworth, gritando con acento terrible:

—¡Miserable!

Lord Wentworth, rechinando los dientes, tomó la espada que había dejado sobre un sillón.

—¡Atrás! —gritó Gabriel a los suyos, que se aprestaban a intervenir—. ¡Quiero ser solo para castigar al infame!

Los dos adversarios, sin hablar una palabra más, cruzaron los aceros con furor.

Pedro y Juan Peuquoy y los que les acompañaban, formaron círculo en derredor, siendo testigos mudos, aunque no indiferentes, de aquel combate mortal.

Diana continuaba privada de conocimiento.

Habrá adivinado el lector cómo pudo llegar a la triste prisionera aquel socorro providencial antes de lo que pensaba lord Wentworth. Pedro Peuquoy, cumpliendo la promesa hecha a Gabriel, había excitado y armado, durante los dos días anteriores, a todos los que en secreto eran partidarios de Francia. Como la victoria de los franceses era segura, sus partidarios fueron naturalmente muy numerosos. Componíanse en su mayor parte de vecinos avisados y prudentes que, persuadidos de la inutilidad de la defensa, creyeron que lo más acertado era hacer méritos para que la capitulación les valiese todas las ventajas posibles.

El armero, que no quería intentar el golpe decisivo hasta tanto tuviese asegurado el éxito, esperó a que su tropa fuera bastante numerosa y fuerte, y a que el sitio estuviese bastante adelantado para no comprometer estérilmente la vida de los que habían puesto en él su confianza. Cuando cayó en poder de los franceses el Viejo Castillo, consideró que era llegado el momento de obrar, pero no consiguió su propósito con la premura que deseaba por la dificultad con que tropezó de reunir a los comprometidos, diseminados por toda la ciudad. Por esta causa no se manifestó la agitación interior hasta momentos después de haber abandonado el mando de los sitiados el gobernador de la plaza.

Pero cuanto más lenta fue la preparación del movimiento, tanto más violenta e irresistible fue su acción. Desde el primer momento, el estridente sonido de la bocina de Pedro Peuquoy precipitó, como por artes mágicas, fuera del fuerte de Risbank, al vizconde de Exmés, a Juan y a la mitad de los hombres que lo guarnecían. El débil destacamento que defendía la ciudad por aquella parte fue desarmado en un instante, quedando la puerta franca a los franceses.

A continuación, los que seguían a Pedro Peuquoy, reforzados con aquel socorro, y envalentonados con la fácil ventaja obtenida, cayeron como una avalancha sobre las tropas que defendían la brecha que lord Derby procuraba defender con tesón verdaderamente heroico.

¿Qué podía hacer el segundo jefe de la plaza al verse atacado por la espalda, al encontrarse entre el fuego de los sublevados y el de los cañones franceses? Con el vizconde de Exmés había entrado ya en Calais la bandera francesa; la milicia urbana, declarada en rebelión abierta, pretendía abrir las puertas al enemigo; la plaza estaba perdida. Lord Derby prefirió rendirse inmediatamente. En medio de todo, no hacía más que adelantar un poco la ejecución de las órdenes dadas por el gobernador, sin perjuicio alguno, antes bien con beneficio posible, pues cesar una hora antes en una resistencia inútil, acaso imposible, en nada atenuaría el desastre de la derrota, y en cambio podía disminuir el rigor de las represalias.

Lord Derby envió al punto parlamentarios al duque de Guisa.

Era lo que ardientemente deseaban por entonces Gabriel y los Peuquoy, inquietos en grado máximo desde que observaron la ausencia de lord Wentworth. Inmediatamente abandonaron el teatro de la contienda, donde aún sonaban algunos tiros sueltos, e impulsados por un presentimiento misterioso, se dirigieron corriendo, seguidos por tres o cuatro soldados, al palacio del gobernador.

Como encontraron abiertas todas las puertas pudieron llegar sin dificultad hasta la cámara de Diana de Castro.

Ya hemos visto cuan oportunamente llegaron y cómo la espada del vizconde de Exmés se interpuso entre la hija de Enrique II y el gobernador de Calais, salvando a la primera del más cobarde de los atentados.

El combate singular de Gabriel y del gobernador duró bastante tiempo. Los dos adversarios eran muy diestros en el manejo de la espada, los dos daban pruebas de la misma serenidad, los dos sabían conservar la sangre fría en medio de su furor. Sus aceros se enroscaban como si fueran serpientes y se cruzaban como dos relámpagos.

Al cabo de algunos minutos, la espada de lord Wentworth se le escapó de las manos, arrancada por un vigoroso quite del vizconde de Exmés.

Quiso retroceder lord Wentworth, pero resbaló sobre el pavimento y cayó.

El furor, el desprecio, el odio, todas las pasiones violentas que fermentaban en el corazón de Gabriel, amordazaron los sentimientos de generosidad de nuestro héroe, quien no pensó siquiera en guardar la menor consideración a semejante enemigo. Por eso, no bien cayó lord Wentworth, se fue sobre él con la espada levantada, dispuesto a hundírsela en el pecho.

Los testigos de la escena, indignados por lo poco antes visto, permanecieron inmóviles, sin pensar en detener el brazo vengador.

Pero Diana de Castro había recobrado el uso de sus facultades durante el combate. Al ver a lord Wentworth caído y a Gabriel en actitud de herirle, se precipitó entre los dos, y por una coincidencia sublime, el último grito que dejaron escapar sus labios en el momento de perder el sentido, fue el primero que lanzó al recobrarlo:

—¡Piedad!

¡Intercedía por el mismo a quien había suplicado en vano!

Gabriel, ante la imagen de su idolatrada Diana, al oír el poderoso acento de su voz, ya no pudo pensar más que en su ternura y en su amor. Instantáneamente desapareció de su corazón la rabia para dejar el puesto a la clemencia.

—¿Queréis que viva, Diana? —preguntó.

—Sí, Gabriel; que viva —contestó ella—. Debemos darle tiempo para que se arrepienta.

—¡Sea! —dijo Gabriel—. El ángel salva al demonio.

Sin levantar la rodilla victoriosa del pecho de lord Wentworth, que rugía de furor, dijo tranquilamente a los Peuquoy y a los soldados:

—Acercaos y atad a este hombre, mientras yo le tengo sujeto. Una vez amarrado, le encerrarás en uno de los calabozos de su propio palacio, hasta que el señor duque de Guisa disponga de su suerte.

—¡No! ¡Matadme! ¡Matadme! —bramaba lord Wentworth.

—Haced lo que os digo —dijo Gabriel con la misma calma de antes—. Principio a creer que la vida será para él un castigo más terrible que la muerte.

Obedecieron al vizconde de Exmés, dejando en un momento al gobernador de Calais atado, sin hacer el menor caso de sus injurias y denuestos. Seguidamente se hicieron cargo de él dos soldados, que, sin la menor ceremonia, le transportaron al calabozo.

Gabriel se dirigió entonces a Juan Peuquoy en presencia de su primo.

—Amigo mío —le dijo—; en presencia vuestra referí a Martín Guerra su singular historia. Actualmente poseéis pruebas palpables de su inocencia. Habéis deplorado la cruel equivocación que hirió al inocente sin alcanzar al culpable, y vuestro anhelo es aliviar lo más pronto posible los atroces dolores que en este instante sufre por otro. Os ruego, pues, que me hagáis un favor…

—Lo adivino —interrumpió el bravo Juan Peuquoy—. Queréis que busque y traiga a Ambrosio Paré, para que salve a vuestro escudero: ¿acierto? Pues voy volando; y a fin de que podamos atenderle mejor, haré que inmediatamente sea transportado a nuestra casa, si puede hacerse sin peligro del infeliz.

Pedro Peuquoy, estupefacto, miraba y escuchaba a Gabriel y a su primo como dudando si se hallaba bajo la influencia de un sueño.

—Ven conmigo, Pedro —le dijo Juan—: Ven y me ayudarás. ¡Ah, sí! Ya veo que te asombra, que no comprendes, pero yo te explicaré en el camino y quedarás tan convencido como yo. Una vez convencido, serás el primero, te conozco bien, Pedro, serás el primero que ansiarás reparar el daño que involuntariamente causaste.

Después de haber saludado a Diana y a Gabriel, salió Juan llevando consigo a Pedro, que en su impaciencia le instaba ya para que le explicase el extraño misterio.

Cuando Diana de Castro quedó a solas con Gabriel, lo primero que hizo fue caer de rodillas, impulsada por un movimiento de piedad y de gratitud, y alzando los ojos y las manos, y dirigiéndose al propio tiempo al cielo y a su libertador, exclamó:

—¡Bendito seáis, Dios mío! ¡Bendito seáis dos veces, porque me habéis salvado, y porque me salvasteis para él!