L duque de Guisa, aunque no podía creer en el buen resultado de una empresa tan temeraria como la ideada por el vizconde de Exmés, quiso que sus mismos ojos le dijeran si el arrojado joven había triunfado o no. En situaciones tan difíciles como la en que él se encontraba, nada tiene de extraño que un hombre espere hasta lo que conceptúa imposible.
No eran las ocho cuando montó a caballo y, seguido de una escolta poco numerosa, llegó al sitio que Gabriel le había indicado, desde el cual podía verse, recurriendo a un anteojo de larga vista, el fuerte de Risbank.
A la primera mirada que el duque dirigió en dirección al fuerte, sus labios dejaron escapar un grito de alegría y de triunfo.
¡No se engañaba! ¡Sobre el fuerte ondeaba la bandera de Francia! ¡Sí; aquellos eran los colores! ¡Imposible confundirlos! Si se trataba de una ilusión, la compartían con él todos los que le acompañaban.
—¡Mi valiente Gabriel! —exclamó—. ¿Es posible que hayas llevado a cabo ese prodigio? ¡Más vales tú que yo, porque yo dudaba! Gracias a ti, disponemos del tiempo necesario para asegurar la toma de la plaza… ¡Ya pueden llegar los socorros de Inglaterra, que Gabriel se encargará de recibirlos!
—Monseñor —dijo uno de los que le acompañaban—. ¡Parece que los habéis llamado! Mirad con el anteojo hacia el mar, y veréis dibujadas en el horizonte las velas inglesas.
—¡Diligentes han sido, vive Dios! —exclamó el duque—. ¡Veamos… veamos!
Tomó el anteojo y miró.
—¡Efectivamente, son nuestros ingleses! —repuso—. ¡Poco tiempo han perdido! La verdad es que no les esperaba tan pronto. Si a estas horas estuviésemos atacando el Viejo Castillo, la llegada súbita de esos refuerzos nos habría jugado una pasada de las que forman época. ¡Doble motivo de gratitud hacia el vizconde de Exmés! No sólo nos da la victoria, sino que nos libra de la vergüenza de una derrota segura… ¡Vaya! Puesto que no tenemos prisa, veremos qué tal se portan los que llegan, y cómo les recibe el nuevo gobernador del fuerte de Risbank.
Era día claro cuando los navíos ingleses dieron vista al fuerte. La luz de la mañana les presentó la bandera francesa con todas las características de un espectro amenazador, y como si no fuera bastante la vista silenciosa del espectro, Gabriel quiso hacer más profunda la impresión, saludándoles con tres o cuatro cañonazos.
Imposible dudar; sobre la orgullosa torre inglesa ondeaba la bandera francesa, y puesto que la torre estaba en poder del enemigo, forzosamente había de estarlo también la ciudad. Luego los refuerzos, a pesar del apresuramiento verdaderamente febril con que fueron enviados, llegaban tarde.
Los navíos ingleses, después de algunos momentos de irresolución, fruto lógico de la sorpresa, fueron alejándose poco a poco con rumbo a Dover. Traían fuerzas más que suficientes para defender la plaza, pero no para reconquistarla.
—¡Vive Dios que es un prodigio ese Gabriel! —exclamó alborozado el duque—. ¡Si conquista como un ángel, defiende como un dios! Nos ha puesto a Calais en la mano; no tenemos más que cercarla, para que esa hermosa ciudad quede en poder nuestro.
Volvió a montar a caballo y emprendió el regreso al campamento, con objeto de activar los preparativos de asalto.
Por regla general, todos los sucesos humanos tienen dos caras; de aquí que casi siempre el acontecimiento que hace reír a unos, haga llorar a otros. A la hora misma en que el duque de Guisa se frotaba las manos de gusto, lord Wentworth se arrancaba los cabellos de desesperación.
Después de una noche agitada, noche de funestos presentimientos, lord Wentworth había conseguido conciliar el sueño hacia la madrugada, y salía de su dormitorio a poco de haber despertado, cuando los falsos vencidos del fuerte de Risbank llevaban a la ciudad la nueva fatal. El último que la supo fue el gobernador.
Tales fueron su cólera y su dolor, que no queriendo dar crédito a lo que oía, mandó que inmediatamente fuese llevado a su presencia el jefe de los fugitivos.
Momentos después era introducido en su cámara Pedro Peuquoy, quien entró con la cabeza baja y el rostro compungido, como lo requerían las circunstancias.
El astuto armero refirió, fingiendo terrores mortales, la historia del asalto nocturno, trazó un cuadro espantoso de los trescientos feroces aventureros que habían escalado el fuerte de Risbank, ayudados sin duda por algún traidor, que él, Pedro Peuquoy, no había tenido tiempo de descubrir.
—Pero ¿quién mandaba a esos trescientos demonios? —preguntó lord Wentworth.
—¡Ah! ¡A ese le conocí bien! ¡Vuestro antiguo prisionero, milord; el vizconde de Exmés! —contestó Pedro Peuquoy con ingenuidad.
—¡Oh! ¡No me engañaban mis presentimientos! —exclamó el gobernador.
Poco a poco fue enarcando las cejas, hasta que dijo, herido por un recuerdo inevitable:
—¿No estuvo hospedado en vuestra casa el señor vizconde de Exmés, durante su permanencia en Calais?
—Sí, señor —respondió Pedro sin vacilar—. Esta circunstancia me hace sospechar, no quiero ocultároslo, que mi primo Juan, el tejedor, ha tenido en el fatal complot más parte de la que debiera.
Lord Wentworth dirigió al armero una mirada atravesada, pero Pedro continuó mirando de frente, con fijeza y sin pestañear, al gobernador.
Tal como Pedro Peuquoy había supuesto, así sucedió. Sospechó, sí; pero comprendió que contaba con pocas fuerzas y sabía que el armero era muy poderoso en la ciudad; tuvo, pues, por conveniente hacer que no se trasluciesen sus sospechas. Se limitó a pedirle algunos informes, y le despidió con palabras tristes, pero amistosas.
Cuando quedó solo, lord Wentworth se entregó al más profundo abatimiento. Motivos sobrados tenía para desesperarse: la ciudad, reducida a una guarnición escasa, imposibilitada de recibir socorros por tierra o por mar, encerrada entre los fuertes de Nieullay y de Risbank, que la amenazaban en vez de defenderla, podría sostenerse muy corto número de días, acaso muy pocas horas.
¡Situación horrible para el desmesurado orgullo de lord Wentworth!
—¡No importa! —gritó de pronto, pálido de furor y de desesperación—. ¡Les venderé cara la victoria! ¡Calais es suyo, fuera necio forjarse ilusiones, pero me defenderé hasta el último extremo y haré que paguen su preciosa conquista con miles de cadáveres! En cuanto al enamorado de la hermosa Diana de Castro…
Hizo una pausa. Un pensamiento infernal penetró en su mente, iluminando con destellos de alegría satánica su rostro sombrío.
—En cuanto al amante de la hermosa Diana —continuó con feroz complacencia—, si yo quedo sepultado, como es mi deber y mi voluntad, debajo de las ruinas de Calais, antes habré tomado mis medidas para que no le produzca un regocijo excesivo mi muerte. Su rival agonizante y vencido le reserva una sorpresa poco grata.
Poco después salió de su palacio con objeto de reanimar el valor de las tropas y de dar órdenes. Sereno y enérgico, como quien abriga designios siniestros, desplegó tanta sangre fría, que hasta consiguió inocular cierta esperanza a los mismos que las habían perdido por completo.
No entra en el plan de este libro referir detalladamente los incidentes del sitio de Calais; el que desee enterarse de ellos, puede leer las Guerras de Bélgica de Francisco de Rabutin, donde los encontrará prolijamente historiados.
Los días 5 y 6 de enero transcurrieron en medio de esfuerzos tan enérgicos por parte de los sitiados como por la de los sitiadores; trabajadores y soldados de uno y otro lado se portaron con igual denuedo y con idéntica obstinación.
Sin embargo, algo así como una fuerza superior paralizaba la hermosa resistencia de lord Wentworth; el mariscal Strozzi, que dirigía los trabajos de sitio, parecía adivinar todos los medios defensivos que los ingleses podían poner en juego así como también todos los movimientos de los sitiados, como si los muros de la plaza hubieran sido transparentes.
Por imposible que pareciera, el enemigo debía disponer de algún plano perfecto de la plaza.
Nosotros sabemos quién había facilitado el plano en cuestión al duque de Guisa; así es que el vizconde de Exmés, ausente del campamento, reducido a la inacción, continuaba siendo útil a los suyos. Como decía el de Guisa, general recto y justo, su influencia prodigiosa ejercía benéficos efectos hasta cuando se hallaba lejos.
Fuerza es confesar que la impotencia a que se veía condenado el arrojado joven le era insoportable: encerrado dentro del fuerte mismo conquistado por el esfuerzo de su brazo, veíase obligado a dedicar su actividad a servicios de vigilancia, que le parecían demasiado fáciles de llenar.
Cuando concluía de hacer su ronda, poniendo en ella toda la sagacidad que había aprendido durante el sitio de San Quintín, iba a sentarse a la cabecera del lecho de Martín Guerra, para consolarle y darle ánimos.
El valiente escudero sufría sus dolores con paciencia y entereza de ánimo verdaderamente admirables. Una cosa le afligía sobremanera, le irritaba, le desesperaba; y era el proceder que Pedro Peuquoy había tenido con él.
La ingenuidad de su dolor, la candidez de su sorpresa cuando hacía preguntas sobre un punto que necesariamente había de ser oscuro para él, hubiesen bastado para disipar las sospechas que Gabriel hubiera podido conservar acerca de la buena fe de su escudero, si alguna hubiese tenido.
Decidióse un día Gabriel a contar a Martín Guerra su propia historia, la del escudero, a lo menos tal como la conocía o como la conjeturaba. Ya no dudaba que un infame, un truhán, un pillo redomado, se había aprovechado de su maravillosa semejanza física con Martín para cometer, escudado con el nombre de este, toda clase de maldades y villanías, cuya responsabilidad le importaba muy poco, toda vez que recaía sobre otro, así como también para disfrutar de las ventajas y beneficios que pudiese robar a su alter ego.
Quiso Gabriel hacer sus revelaciones en presencia de Juan Peuquoy, y este se afligía y lloraba, como hombre honrado que era, con las consecuencias de la fatal equivocación. Más que nada, empero, le preocupaba el individuo que tan miserablemente les había engañado a todos. ¿Quién sería aquel canalla? ¿Estaría casado? ¿Dónde estaría oculto?
Martín Guerra, por su parte, se estremecía a la sola idea de una perversidad tan inaudita. Al mismo tiempo que se regocijaba al ver descargada su conciencia del peso de la infinidad de actos perversos que por espacio de tanto tiempo fueron su desesperación, se desconsolaba pensando que su nombre y su reputación habían sido comprometidos por un miserable. ¿Quién podía saber los excesos a que el malvado se entregaría en aquellos momentos, escudado por su seudónimo, mientras Martín estaba sufriendo por él en el lecho del dolor?
El episodio de Babette Peuquoy entristecía e inundaba de lástima el corazón de Martín Guerra, quien excusaba, cuando en él pensaba, la brutalidad de Pedro. No solamente se la perdonaba, sino que la aprobaba, y decía que había hecho lo que debía vengando de ese modo su honor indignamente ultrajado. Los papeles se habían trocado: era el buen escudero el que consolaba y tranquilizaba al consternado Juan Peuquoy. Sólo una cosa olvidaba Martín en sus felicitaciones al hermano terrible de Babette, y era que él había sido quien purgó los delitos del verdadero culpable.
Cuando Gabriel, sonriendo, le hizo esta observación, contestó Martín Guerra:
—¡No importa! ¡Si yo bendigo este accidente! Al menos así, si sobrevivo, mi pobre pierna coja o ausente servirá para que nadie me confunda con ese infame impostor.
¡Infeliz Martín Guerra! ¡Hasta el débil consuelo que se forjaba era muy problemático! ¿Sobreviviría? El médico del fuerte no se atrevía a responder de ello. Habrían sido necesarios los auxilios prontos de un hábil cirujano, y pronto transcurrirían dos días sin que se atendiera al herido más que con paliativos y remedios ineficaces e insuficientes.
Y no era este el menor motivo de intranquilidad y de impaciencia de Gabriel, el que menos contribuía a que con frecuencia, de día y de noche, prestase oído atento por si sonaba la bocina que debía poner fin a su inactividad forzada. Por desgracia, ningún sonido de aquel género daba variación al eco monótono de los cañones franceses e ingleses.
En la noche del 6 de enero, después de treinta y seis horas de hallarse en posesión del fuerte de Risbank, creyó oír en la ciudad un ruido mayor que el de costumbre y clamores, inusitados que podían ser de angustia o de triunfo.
Los franceses, después de una lucha encarnizada, acababan de entrar vencedores en el Viejo Castillo.
Perdida aquella defensa, era imposible que los ingleses se sostuviesen más de veinticuatro horas. Sin embargo, todo el día 7 se pasó en esfuerzos inútiles por parte de los ingleses para recobrar una posición tan importante y por mantenerse en las últimas posiciones que conservaban.
El duque de Guisa, en lugar de dejar que el enemigo reconquistase una pulgada de terreno, iba avanzando lenta pero constantemente, y tales progresos hacían sus tropas; y con tal tesón se batían, que dio por cierto y averiguado que al día siguiente dejaría Calais de ser ciudad inglesa.
Eran las tres de la tarde: lord Wentworth, que apenas si aparecía en su palacio desde hacía algunos días, que había estado constantemente en los puntos de más peligro, despreciando la muerte y dándola a sus enemigos, calculó que apenas si restaban a los suyos dos horas de fuerzas físicas y de energías morales, y entonces mandó llamar a lord Derby.
—¿Cuánto tiempo opináis que podremos sostenernos? —le preguntó.
—Menos de tres horas, según mis cálculos —respondió con triste acento lord Derby.
—Pero, vos me respondéis de dos horas, ¿no es verdad?
—Si no sobreviene algún suceso imprevisto, respondo de ese tiempo —contestó lord Derby, calculando la distancia que los franceses tenían que recorrer todavía.
—Pues bien, amigo mío: os confío el mando y me retiro —repuso lord Wentworth—. Si dentro de dos horas, ¡en manera alguna antes!, si dentro de dos horas no ha mejorado la situación de los nuestros, lo que conceptúo altamente improbable, quedáis autorizado… mejor dicho, os ordeno, para que vuestra responsabilidad quede a salvo, que mandéis tocar a retirada y pidáis capitulación.
—Comprendido, milord; dentro de dos horas —contestó lord Derby.
Lord Wentworth instruyó a su segundo acerca de las condiciones que podría pedir y que el duque de Guisa aceptaría sin duda alguna.
—Os olvidáis de vos, milord —observó lord Derby—. Deberé pedir al duque de Guisa que os reciba como prisionero con derecho a rescate; ¿verdad?
En la triste miraba de lord Wentworth brillaron fulgores sombríos.
—No, amigo mío; no os ocupéis de mí —respondió con una sonrisa extraña—. Me he procurado yo mismo todo lo que me hace falta, todo lo que puedo desear.
—Con todo… —quiso objetar lord Derby.
—¡Basta! —interrumpió el gobernador con tono autoritario—. Haced tan sólo lo que os he dicho, y nada más. Adiós. Daréis testimonio en Inglaterra de que hice cuanto humanamente era posible para defender la plaza que me había sido confiada, y que sólo la fatalidad me ha vencido. Con respecto a vos, luchad hasta el último momento, pero no prodiguéis inútilmente la sangre inglesa. Y ya sabéis cuáles son mis postreras instrucciones, Derby: Adiós.
Y sin querer hablar ni escuchar más, lord Wentworth estrechó la mano a su segundo, abandonó el teatro de la lucha y se retiró solo, sin acompañamiento, a su palacio, prohibiendo severamente que nadie le siguiera bajo ningún pretexto.
Estaba seguro de disponer de dos horas.