Capítulo VIII

HUBO un momento de angustia horrible, de ansiedad suprema.

Gabriel se veía entre tres peligros: a sus pies, la mar alborotada parecía reclamar su presa con voz formidable; sobre su cabeza, doce hombres asustados, inmóviles, que no podían avanzar ni retroceder, le cerraban con su masa el paso, impidiéndole llegar al tercer peligro, las picas y los arcabuces ingleses que probablemente le esperaban en la plataforma.

Aquella escala vacilante ofrecía por todas partes el espanto y la muerte.

Felizmente no era Gabriel de los hombres que vacilaban mucho tiempo. Aun viéndose entre dos abismos, fue para él obra de contados segundos tomar una resolución. Sin pensar en que si la mano resbalaba caería precipitado y se haría pedazos contra las rocas del fondo, se aferró a una de las cuerdas laterales, y con sola la fuerza de sus puños, fue dejando atrás sucesivamente a los doce hombres que le precedían, llegando sin obstáculo, gracias a su prodigioso vigor de cuerpo y de alma, hasta Ivonnet.

—¿Quieres avanzar? —preguntó con voz breve e imperiosa, una vez hubo colocado sus pies junto a los de Martín Guerra.

—Me ha dado el vértigo —contestó el infeliz, castañeteando los dientes y con los cabellos erizados.

—¿Quieres avanzar? —repitió Gabriel.

—Imposible… Siento que mis pies… y mis manos… pierden la cuerda que… les sirve de apoyo… Caería en cuanto me moviese…

—¡Vamos a verlo ahora mismo!

Subió hasta igualar la cintura de Ivonnet y apoyó la punta de su puñal sobre la espalda de aquel.

—¿Sientes en tus carnes la punta de mi puñal? —le preguntó.

—¡Sí… monseñor…! ¡Piedad…! ¡Oh… tengo miedo…! ¡Tened compasión de mí…!

—La hoja es fina y bien templada —prosiguió Gabriel con maravillosa sangre fría—. Un movimiento insignificante bastaría para que se hunda en tu cuerpo sin el menor esfuerzo. Óyeme bien, Ivonnet: Martín Guerra va a pasar delante de ti, y yo me quedo detrás; si no sigues a Martín, fíjate en lo que te digo… si no sigues a Martín, si haces el menor movimiento de duda, te juro por Dios vivo que no caerás ni harás caer a los otros, porque te dejaré clavado con mi puñal contra la muralla hasta que todos hayamos pasado sobre tu cadáver.

—¡Piedad, monseñor! ¡Obedeceré… obedeceré! —gritó Ivonnet, curado de un espanto por otro espanto mayor.

—Martín, ya me has oído: ¡adelante! —repuso Gabriel.

Martín Guerra ejecutó el movimiento que había visto realizar a su señor, ocupando desde entonces el primer puesto.

—¡Arriba! —añadió Gabriel.

Martín empezó a subir valerosamente, e Ivonnet, amenazado por el puñal del vizconde, quien se servía para subir de la mano izquierda y de los pies, olvidó el vértigo y siguió al escudero.

Los catorce hombres subieron felizmente los ciento cincuenta escalones últimos.

—¡Pardiez! —pensaba Martín Guerra, que había recobrado su buen humor al ver que disminuía la distancia que le separaba de la plataforma—. ¡Monseñor ha encontrado un remedio soberano contra el vértigo!

Cuando acababa de hacerse esta reflexión, su cabeza se encontró al nivel de la cornisa de la plataforma.

—¿Sois vos? —preguntó a Martín una voz desconocida.

—Él mismo —respondió el escudero.

—¡Ya era hora! —repuso el centinela—. La tercera ronda pasará antes de cinco minutos.

—¡Bueno! —exclamó Martín—. La recibiremos con todos los honores del caso.

Mientras hablaba, colocaba una rodilla sobre el sillar que formaba la cornisa de la plataforma.

—¡Ah! —exclamó de pronto el centinela procurando distinguir sus facciones—. ¿Cómo te llamas?

—¿Yo? Martín Guerra…

No pudo terminar. Pedro Peuquoy, que él era el centinela, sin darle tiempo para que sentase sobre la piedra la otra rodilla, le dio un empellón formidable y le envió precipitado al abismo.

—¡Jesús! —fue lo único que pudo decir Martín Guerra.

Sublime hasta el último momento, hizo un esfuerzo sobrehumano para no caer sobre sus compañeros, y lo consiguió.

Ivonnet, que le seguía, y que, al tocar terreno firme había recobrado todo su valor y toda su audacia, saltó sobre la plataforma, y en seguida lo hicieron Gabriel y todos los demás.

Pedro Peuquoy no les opuso la menor resistencia: allí les esperaba en pie, inmóvil, como petrificado.

—¡Desventurado! —le dijo el vizconde de Exmés, asiéndole por un brazo y sacudiéndole—. ¿Qué furor insano se ha apoderado de vos? ¿Qué os había hecho Martín Guerra?

—¡A mí, nada —contestó el armero—; pero a Babette… a mi hermana…!

—¡Oh! ¡Lo había olvidado! —exclamó Gabriel con expresión de vivo dolor—. ¡Pobre Martín… no fue él…! ¿No podríamos salvarle?

—¡Salvar a quien ha caído de una altura de doscientos cincuenta pies sobre un lecho de roca! —exclamó Pedro Peuquoy con voz estridente—. ¡Dejadle, señor vizconde, y pensad en vuestra propia salvación y la de vuestros compañeros!

—¡Mis compañeros, y mi padre, y Diana! —se dijo Gabriel, recordando los deberes y los peligros de su situación—. ¡Pobre Martín! —exclamó en voz alta.

—¡No es este el momento de llorar al culpable! —interrumpió Pedro Peuquoy.

—¡Culpable! Yo os demostraré que era inocente, pero no es esta la ocasión oportuna; tenéis razón. ¿Continuáis dispuesto a servirnos? —preguntó Gabriel al armero con cierta aspereza.

—Me he consagrado a Francia y a vos —respondió Pedro Peuquoy.

—Decid, pues; ¿qué debemos hacer?

—Va a pasar una ronda nocturna —contestó el armero—. Será preciso sujetar y amordazar a los cuatro hombres que la forman… Pero ya no es posible sorprenderles… Están ahí.

Aún estaba hablando Pedro Peuquoy, cuando entraba en la plataforma por la escalera interior una patrulla formada por individuos de la milicia urbana. Si la patrulla daba la voz de alarma, todo estaba perdido.

Por fortuna, los dos Scharfenstein, tío y sobrino, que eran curiosos por temperamento, andaban husmeando por aquella parte. Los individuos de la ronda no tuvieron tiempo de dar un grito: una mano disforme tapó inopinadamente las bocas a los cuatro, a tiempo que los derribaban de espaldas. Acudieron al punto Pilletrousse y dos más, y en un abrir y cerrar de ojos los desarmaron, amarraron y amordazaron.

—¡Buena faena! —exclamó Pedro Peuquoy—; ahora, monseñor, es necesario asegurar a los demás centinelas y sorprender el cuerpo de guardia. Hay que acudir a dos puntos importantes, pero no temáis ni os importe la superioridad numérica; pues más de la mitad de la milicia urbana, trabajada por Juan y por mí, espera a los franceses para pelear a su lado. Bajaré yo primero para comunicar a mis amigos la nueva feliz de vuestra llegada. Entretanto, podéis ocuparos de los centinelas y de las patrullas. Cuando yo vuelva a subir, mis palabras habrán realizado las tres cuartas partes de la obra.

—¡Ah! ¡Cuán agradecido os estaría, Pedro Peuquoy, si no hubieseis causado la muerte de Martín Guerra! —exclamó Gabriel—. ¡Creísteis realizar un acto de justicia, y cometisteis un verdadero crimen!

—Os suplico por segunda vez, monseñor, que no juzguéis un acto del que sólo Dios y mi conciencia tienen derecho a pedirme cuentas —replicó con gravedad el rígido armero—. Os dejo. Trabajad por vuestra parte, que yo trabajaré todo lo posible por la mía.

Todo sucedió tal como Pedro Peuquoy había anunciado: la mayor parte de los milicianos eran franceses de corazón: tan sólo uno intentó resistir, y fue agarrotado y puesto en estado de no poder molestar.

Cuando el armero volvió a subir, acompañado por su primo Juan y algunos amigos de toda su confianza, toda la parte alta del fuerte de Risbank estaba en poder del vizconde de Exmés.

Faltaba apoderarse de los cuerpos de guardia, empresa que acometió Gabriel tan pronto como recibió los refuerzos conducidos por los Peuquoy.

Fueron aprovechados magistralmente los primeros momentos de sorpresa y de indecisión. La inmensa mayoría de los que, bien por su nacimiento, bien por interés eran partidarios de los ingleses, dormían todavía, tranquilos y sin temor, en sus lechos de campaña, y antes de que pudieran despertar, por decirlo así, se encontraron agarrotados.

El tumulto, pues no se le puede llamar combate, duró muy contados minutos. Los amigos de Pedro Peuquoy gritaban: ¡Viva Enrique II! ¡Viva Francia!, y los neutrales y los indiferentes se colocaron, como acontece siempre, al lado del vencedor. Algunos hubo que intentaron oponer resistencia, pero tuvieron que ceder inmediatamente. De la lucha no resultaron más que dos muertos y cinco heridos, habiéndose disparado tan sólo tres tiros de arcabuz. El piadoso Lactancio tuvo el dolor de poner en su cuenta dos de los heridos y uno de los muertos, pero felizmente había cumplido por adelantado la penitencia.

No eran todavía las seis, y ya el fuerte de Risbank estaba en poder de los franceses. Los que se resistieron y los sospechosos habían sido encerrados en sitio seguro, y todo el resto de la milicia urbana se agrupaba en derredor de Gabriel, aclamándole como a libertador.

Así fue tomado en menos de una hora, y casi sin disparar un tiro, el fuerte que los ingleses no habían querido reforzar, seguros de que el mar era su defensa mejor y más eficaz, el fuerte no sólo era la llave del puerto de Calais, sino de la plaza misma.

Tan admirablemente fue llevada a feliz término la operación, que el fuerte era francés y Gabriel había colocado centinelas nuevos sin que en la plaza se hubiesen dado cuenta de nada.

—Hemos conseguido una gran ventaja —observó Pedro Peuquoy—; pero mientras no se rinda también Calais, no estará terminada nuestra tarea. Así, pues, señor vizconde, soy de parecer que debéis quedaros con Juan y con la mitad de nuestros hombres para cuidar de la defensa del fuerte, y dejar que yo, con la otra mitad, baje a la ciudad, donde podremos ser más útiles que en el fuerte. Después de haber utilizado las cuerdas de Juan, preparémonos a sacar partido de las armas de Pedro.

—¿No teméis que lord Wentworth, furioso por lo sucedido, os juegue una mala pasada? —preguntó Gabriel.

—¡Estad tranquilo! —replicó Pedro Peuquoy—. Recurriré a la astucia y al engaño, armas de buena ley cuando se esgrimen contra los que han sido nuestros opresores durante dos siglos. En caso necesario, acusaré a Juan, diciendo que nos ha vendido. Sorprendidos por fuerzas superiores, debido a la traición de Juan, no obstante nuestra resistencia, hemos sido vencidos. No hemos tenido más remedio que rendirnos a discreción. Los vencedores han arrojado del fuerte a los que no hemos querido confesar su victoria, lord Wentworth, que tendrá demasiado que hacer para ocuparse de nosotros, nos creerá, y hasta es posible que nos dé las gracias.

—Volved, pues, a Calais, puesto que así lo deseáis —contestó Gabriel—. Sois tan entendido como bravo, y reconozco que, en efecto, podéis secundarme ventajosamente desde la plaza, si yo intento alguna salida.

—¡No intentéis semejante cosa! —exclamó Pedro Peuquoy—. Las fuerzas con que contáis son muy escasas, y en la salida os expondríais a perderlo todo y a no ganar nada. Ocupáis una torre inexpugnable, podéis reíros de todos los ataques mientras os protejan las robustas murallas de que sois dueño; no comprometáis las ventajas de vuestra posición. Si tomaseis la ofensiva, es muy probable que lord Wentworth consiguiese reconquistar el fuerte, y la verdad es que, después de haber hecho tanto, sería una locura deshacerlo todo.

—¿Y he de permanecer aquí ocioso mientras el señor duque de Guisa y todos los nuestros se baten y exponen la vida?

—Exponen lo que es suyo, porque su vida les pertenece, señor de Exmés; pero vos no podéis exponer el fuerte, que no es vuestro, sino de Francia —replicó el prudente armero—. Escuchadme, señor vizconde: cuando llegue el momento favorable, cuando juzgue yo que un golpe de audacia, golpe decisivo, puede arrancar de las garras de los ingleses la plaza de Calais, haré que se subleven todos los que me acompañaban y todos los que comulgan en mis ideas. Entonces, como la fruta estará sazonada y la victoria será casi segura, podréis salir del fuerte y ayudarnos a dar el golpe de gracia, el que abrirá las puertas de la ciudad al duque de Guisa.

—¿Quién me advertirá que llegó la hora de la salida? —preguntó Gabriel.

—Vais a devolverme la bocina que os regalé —contestó Pedro Peuquoy—, y cuya voz me sirvió para reconoceros. Cuando la oigáis sonar desde el fuerte de Risbank, salid sin temor, seguro de que vais a participar por segunda vez del triunfo que tan admirablemente habéis preparado.

Gabriel dio efusivamente las gracias a Pedro Peuquoy, escogió, de acuerdo con este, los hombres que debían volver a la plaza para secundar a los franceses en caso necesario, y les acompañó hasta las puertas del fuerte de Risbank fingiendo que los expulsaba ignominiosamente.

Eran las siete y media y comenzaba a aclararse el horizonte.

Quiso Gabriel izar la bandera de Francia que debía llevar la tranquilidad al duque de Guisa y obligar a virar en redondo a los buques ingleses que vinieran al puerto de Calais, y a este efecto subió a lo alto de la plataforma que había sido testigo de los acontecimientos de aquella noche terrible y gloriosa.

Temblando de emoción se acercó al sitio que pendía la escala de cuerda y desde el cual había sido precipitado el desdichado Martín Guerra, víctima inocente de una equivocación fatal. Se asomó, seguro de ver sobre la roca del fondo el cadáver destrozado de su fiel escudero, pero por más que buscaba, no lograba encontrarle. Concibió alguna esperanza, su mirada ansiosa le buscó por todas partes, y al fin, con viva sorpresa, vio que una gárgola de plomo, que daba salida a las aguas de la torre, había recibido su cuerpo poco más o menos a la mitad de su viaje formidable. Sobre la gárgola estaba el cuerpo del infeliz Martín Guerra, doblado por la mitad, suspendido, inmóvil, probablemente muerto.

Ya que no otra cosa, quiso Gabriel recoger el cadáver y darle cristiana sepultura. Pilletrousse, que estaba a su lado llorando desconsolado, porque quería sinceramente a Martín Guerra, quiso llevar a la práctica las piadosas intenciones de su jefe. Inmediatamente hizo que le atasen a la escala de cuerda y se dejó descolgar al abismo.

Cuando volvió a subir, llevando trabajosamente el cuerpo de su amigo, observaron con alegría que Martín respiraba todavía. Un médico, el del fuerte, llamado a toda prisa, prodigó al escudero los auxilios del caso, consiguiendo que recobrase un poco de conocimiento.

Lastimoso era el estado del pobre Martín: tenía un brazo dislocado y una pierna fracturada. El cirujano redujo la dislocación, pero afirmó que se imponía la amputación de la pierna, añadiendo que no se atrevía a ejecutar por sí solo una operación tan difícil.

Se centuplicó la desesperación de Gabriel, al verse encerrado, siendo vencedor, en el fuerte de Risbank; su inactividad, si antes de recoger a Martín Guerra le era penosa, después le parecía atroz.

—¡Oh! —se decía—. ¡Si yo pudiera traer a Ambrosio Paré, Martín Guerra se salvaría!