Capítulo VII

EL fuerte de Risbank, llamado también la Torre Octógona por ser un polígono de ocho lados, era como un centinela avanzado que se levantaba en la entrada del puerto de Calais, delante de las dunas, descansando su negra y formidable masa de granito sobre otra masa no menos sombría y no menos gigantesca de roca.

Durante la marea alta, las olas se estrellaban contra la roca, pero nunca llegaron a besar las primeras hileras de sillares del edificio.

Bravía y amenazadora estaba la mar en la noche del 4 al 5 de enero a las cuatro de la madrugada; sus lúgubres e ingentes gemidos semejaban lamento inmenso de un alma eternamente inquieta y eternamente desolada.

Poco después de haber sido relevado el centinela que prestó su servicio en la plataforma desde las dos hasta las cuatro, por el que debía prestarlo desde las cuatro hasta las seis, se mezcló con los bramidos del Océano, destacándose distintamente una especie de grito humano lanzado por una boca metálica. El nuevo centinela pareció estremecerse al oír aquel grito, prestó oído atento, y después de reconocer la naturaleza de tan extraño sonido, arrimó su ballesta a la muralla. Seguidamente escudriñó los alrededores, y luego que se cercioró de que ningún ojo humano podía observarle, levantó con brazo poderoso la losa que formaba el piso de la garita de piedra y sacó de debajo de aquella un rollo de cuerdas, que formaban una escala larguísima, uno de cuyos extremos sujetó sólidamente a los grapones de hierro empotrados en las almenas del fuerte.

A continuación, el centinela fue empalmando diversos trozos de cuerda, y luego los descolgó por encima de las almenas. Gracias a dos balas muy pesadas sujetas al otro extremo de la escala, esta bajó hasta la roca que servía de asiento al fuerte.

Medía la escala doscientos doce pies de longitud, y la altura del fuerte era de doscientos quince.

A poco de haber concluido el centinela su operación misteriosa, apareció una ronda nocturna en lo alto de la escalera de piedra que conducía a la plataforma.

La ronda encontró al centinela en su puesto, junto a la garita, le pidió y recibió la consigna y siguió su camino sin advertir nada.

El centinela, más tranquilo que nunca, esperó. Eran las cuatro y cuarto.

En el mar, al cabo de dos horas de luchas y esfuerzos más que humanos, una barca tripulada por catorce hombres había logrado atracar a la roca del fuerte de Risbank. Una escalera de madera que los tripulantes de la barca apoyaron contra la roca les permitió ganar la primera excavación de la piedra en la que apenas si podían mantenerse en pie cinco o seis hombres. Los atrevidos aventureros de la barca fueron subiendo silenciosos como sombras uno a uno, por la escalera de madera, y sin detenerse en la excavación, continuaron trepando, sin más apoyo que el que las asperezas y accidentes de la roca ofrecían a sus manos y a sus pies.

Su objeto era llegar al pie de la torre, pero la noche estaba muy negra, la roca muy resbaladiza, así es que sus uñas se arrancaban, y sus dedos, rasgados por las asperezas de la piedra, manaban sangre en abundancia. Uno de los escaladores perdió pie y cayó rodando hasta el mar. Por fortuna, quedaba en la barca uno de los catorce hombres, intentando en vano amarrarla antes de asirse a la escalera. Gracias a esta circunstancia, el que cayó, que había tenido el valor de no lanzar un grito, nadó vigorosamente en demanda de la barca, y el que quedaba en ella le alargó una mano, teniendo la satisfacción de recogerle sano y salvo, a pesar de las violentas sacudidas del oleaje.

—¿Eres tú, Martín? —preguntó el de la barca, reconociéndole no obstante la oscuridad.

—El mismo, monseñor —respondió el escudero.

—¿Cómo has resbalado, torpe?

—Preferible es que haya sido yo.

—¿Por qué?

—Porque otro habría gritado quizá.

—Puesto que estás aquí, ayúdame a aferrar la cuerda a esa raíz. He enviado a Anselmo con los demás, y ahora comprendo que hice mal.

—Esa raíz tiene poca resistencia, monseñor: una sacudida cualquiera la tronchará y se perderá la barca, y nosotros con ella.

—No se puede hacer otra cosa, por lo tanto vamos a ello y no hablemos más.

Amarrada la barca, dijo Gabriel a su escudero:

—¡Ea! Sube.

—Después de vos, monseñor —contestó Martín Guerra—; si subo yo antes, ¿quién os tendrá la escalera?

—¡Te he dicho que subas! —insistió Gabriel con impaciencia.

No era el momento muy propicio para entablar discusiones ni para andarse con ceremonias. Martín Guerra subió hasta la excavación, y desde allí sostuvo los dos montantes de la escalera mientras subía Gabriel. Ponía este el pie sobre el último travesaño, cuando una ola, que vino a reventar contra la barca, rompió el cabo y se llevó, al retirarse, la escalera y la embarcación. Gabriel estaba perdido sin remedio si Martín, exponiéndose a perecer con él, no se hubiese inclinado sobre el abismo y, rápido como el pensamiento, no hubiera agarrado a su amo por el cuello del vestido. Con esa fuerza sobrehumana que únicamente da la desesperación, atrajo hacia sí a su señor y logró colocarle sobre la roca.

—Ahora te tocó a ti salvarme a mí, valiente Martín —dijo Gabriel.

—Sí, pero la barca se ha perdido —contestó el escudero.

—¡Bah! ¡Pagada está, como dice Anselmo! —exclamó Gabriel, disimulando la contrariedad que le causaba aquel contratiempo.

—Después de todo, es igual —dijo Martín bajando la cabeza—. Si arriba no está de centinela vuestro amigo, o si la escala no aparece colgada de la torre, o si se rompe bajo nuestro peso, o si encontramos ocupada la plataforma por fuerzas superiores, con la maldita barca desapareció hasta la más remota esperanza de salvación para nosotros.

—¡Mejor que mejor! —respondió Gabriel—. Tal como se han puesto las cosas, no tenemos más remedio que triunfar o morir.

—Sea —dijo Martín Guerra con indiferencia y sencillez heroica.

—¡Adelante! —repuso Gabriel—. Nuestros compañeros han debido ganar el pie de la torre, puesto que ya no oigo ruido alguno. Ten mucho cuidado, Martín; mira dónde pones los pies y no sueltes una mano hasta que estés bien agarrado con la otra.

—Subid tranquilo, monseñor, que yo procuraré no volver a caer.

Al cabo de diez minutos de peligrosa ascensión, no sin vencer dificultades y peligros sin cuento, consiguieron reunirse a los doce compañeros que les esperaban, llenos de ansiedad, al pie del fuerte de Risbank, agrupados sobre la roca.

Eran las cinco menos cuarto.

Con alegría que no es para describirla vio Gabriel una escala de cuerda que pendía de lo alto.

—Viendo estáis, amigos míos —dijo a sus voluntarios—, que nos esperan arriba. Dad gracias a Dios, porque la mar nos habla cortado la retirada, arrebatándonos la barca. ¡Adelante, pues, y que Dios nos salve!

—¡Amén! —contestó con unción religiosa Lactancio.

Preciso era que fuesen hombres determinados e insensibles al miedo todos los que rodeaban a Gabriel. La empresa, que hasta entonces era temeraria, entraba ahora de lleno dentro del terreno de la insensatez, y sin embargo, al saber que era imposible volverse atrás, nadie habló, nadie hizo el menor movimiento.

Gabriel, a la opaca claridad que siempre proyecta el cielo, por nublado y tétrico que esté, contempló los enérgicos semblantes de aquellos hombres y tuvo la satisfacción de hallarlos a todos impasibles.

—¡Adelante! —dijo.

—¡Adelante! —repitieron todos a una.

—¿Recordáis el orden convenido? —repuso—. Tú, Ivonnet, subirás el primero, luego Martín Guerra, y así sucesivamente, cada uno ocupará el puesto previamente designado, quedándome yo el último de todos. Es de esperar que la cuerda y los nudos tengan toda la solidez que hace falta.

—La cuerda es de hierro, monseñor —dijo Ambrosio—. La hemos probado y puedo asegurar que lo mismo sostendría a treinta hombres que a catorce.

—¡Vaya, pues, Ivonnet! —prosiguió Gabriel—. ¡Rompe la marcha! No es tu sitio el menos peligroso… ¡Arriba, y valor!

—Valor no me falta, monseñor, particularmente cuando redobla el tambor y truena el cañón —contestó Ivonnet—. Confesaré, sin embargo, con franqueza que estoy poco acostumbrado a los asaltos silenciosos, y menos todavía a llevar a cabo ascensiones por cuerdas flotantes. Me consuela subir el primero, porque me animará la idea de que podrán apoyarme los que siguen detrás.

—Es un pretexto que te inspira tu modestia para asegurarte el puesto de honor —observó Gabriel, que no deseaba entablar una discusión peligrosa—. Demos reposo a las lenguas, que aunque el viento y la mar ahogan el ruido de nuestras voces, es llegado el momento de obrar y de callar. ¡Arriba, Ivonnet! No olvides que hasta que llegues al escalón ciento cincuenta no se permite descansar. ¡Listos todos! Los mosquetes en banderola y las espadas entre los dientes… ¡Mirad siempre arriba, nunca abajo, y pensad en Dios pero no en el peligro…! ¡Adelante!

Ivonnet puso el pie en el primer travesaño de la escala.

Eran las cinco, y arriba, en lo alto de la torre, acababa de pasar la segunda ronda nocturna por delante del centinela de la plataforma.

Lentamente y silenciosos, aquellos catorce hombres fueron subiendo, unos tras otros, por aquella escala libre que se balanceaba sobre el abismo.

Grande, inmenso era el peligro desde el primer momento; pero a medida que los catorce hombres avanzaban, aquel racimo vivo se balanceaba con mayor violencia, y el riesgo adquiría proporciones aterradoras.

Era un espectáculo grandioso y terrible a la vez el que ofrecían aquellos catorce hombres mudos, aquellos catorce demonios, que en medio del huracán y de las tinieblas escalaban la negra muralla, con probabilidades de encontrar arriba la muerte y dejando a sus pies una muerte cierta.

Ivonnet se detuvo en el nudo ciento cincuenta; los demás hicieron lo mismo. Se había convenido que descansarían, al ganar aquel punto, el tiempo necesario para rezar dos Padrenuestros y dos Avemarías.

Cuando Martín Guerra terminó su rezo, vio con asombro que Ivonnet no se movía. Creyó que se habría equivocado, y reconviniéndose mentalmente por su equivocación, rezo el tercer Padrenuestro y la tercera Avemaría.

Ivonnet continuó inmóvil.

Entonces, aunque se encontraba a unos cien pies de la plataforma, y comprendió que era peligroso hablar, Martín Guerra resolvió decir a Ivonnet, tocándole al mismo tiempo en las piernas:

—¡Arriba!

—¡No puedo! —contestó Ivonnet con voz ahogada.

—¿Que no puedes, bergante? ¿Por qué?

—Me ha dado el vértigo.

Un sudor frío inundó la frente de Martín.

Más de un minuto estuvo sin saber qué partido adoptar. Si Ivonnet, dominado por el vértigo, caía, arrastraría a todos en su caída. Volver a bajar era punto menos que imposible. No atreviéndose a afrontar una responsabilidad tan terrible en aquellas circunstancias, Martín se volvió hacia Anselmo, y le dijo:

—A Ivonnet le ha dado el vértigo.

Anselmo, no menos asustado que Martín, dijo a su vecino Scharfenstein:

—A Ivonnet le ha dado el vértigo.

Y cada uno, quitándose la espada de la boca, repetía al que venía detrás:

—A Ivonnet le ha dado el vértigo.

La fatal nueva llegó al fin a Gabriel, que palideció y tembló al oírla.