Capítulo VI

GABRIEL hizo una seña a Martín Guerra apenas entró en su tienda después de haber acompañado hasta la puerta a su ilustre visitante. El escudero salió en seguida sin necesidad de más explicación.

Volvió sobre quince minutos después acompañando a un hombre extremadamente pálido y vestido miserablemente.

Martín se aproximó a su señor que había vuelto a sumergirse en sus reflexiones. Los voluntarios jugaban o dormían.

—Monseñor —dijo Martín Guerra—; tenemos aquí a nuestro hombre.

—¡Ah! ¡Muy bien! —contestó Gabriel—. ¿Sois vos el pescador llamado Anselmo, de quién me ha hablado Martín?

—Yo soy el pescador Anselmo, monseñor.

—¿Sabéis el servicio que esperamos de vos?

—Me lo ha comunicado vuestro escudero, monseñor, y estoy a vuestras órdenes.

—Martín Guerra debe de haberos dicho también que en esta expedición corréis el riesgo de perder la vida, como lo corremos nosotros.

—¡Oh! No necesitaba que él me lo dijera; lo sabía tan bien, si no mejor que vuestro escudero.

—¿Pero, con todo, habéis venido?

—Ya lo veis.

—¡Muy bien, amigo! Demostráis que tenéis un corazón valiente.

—O una existencia naufragada, monseñor.

—¡Cómo es eso! ¿Qué queréis decir?

—¡Por Nuestra Señora de la Gracia! —exclamó Anselmo—. Todos los días arrostro la muerte por traer de la mar algún pescado, y me acontece con frecuencia que nada traigo; no es, pues, grande mi mérito si hoy me juego la piel por vos, siendo así que os comprometéis, tanto si la pierdo como si vuelvo con ella, a asegurar la suerte de mi mujer y de mis tres hijos.

—Sí —observó Gabriel—; pero el peligro que afrontáis todos los días es un peligro incierto y que no contempla la vista. Seguramente no os hacéis a la mar cuando brama la tempestad. En cambio el peligro que hoy vais a correr es seguro y visible.

—No niego que se necesita estar loco o ser un santo para aventurarse en la mar en una noche como esta, pero no es de mi incumbencia escoger el día o el momento, puesto que así lo queréis vos; mi deber es seguiros y callar. Por adelantado me habéis pagado el importe de mi cuerpo y el de mi barca; nada me debéis. Únicamente habréis de ofrecer un cirio de cera a la Santísima Virgen si llegamos sanos y salvos.

—Y una vez llegados, no habrá terminado vuestra tarea, Anselmo; después de haber remado tendréis que batiros; terminada vuestra misión de marinero, habréis de cumplir la de soldado, es decir, que son dos peligros, no uno, los que vais a correr.

—Está bien, pero no tratéis de desanimarme. Tened la seguridad de que os obedeceré. Me garantizáis la existencia de los seres que me son queridos, y yo pongo a vuestra disposición la mía. Está hecho el trato y no hay necesidad de hablar más.

—Sois un valiente, amigo Anselmo. En cuanto a vuestra mujer y a vuestros hijos, podéis estar tranquilo, pues nunca han de carecer de nada: he dado mis órdenes 3 mi administrador general Elyot, y para que la garantía sea mayor, el mismo duque de Guisa se encargará de que sean fielmente ejecutadas.

—No deseo más, monseñor —contestó el pescador—. Sois más generoso que un rey. No me haré el remolón. Si no me hubieseis dado más que la cantidad convenida, que bastaba para sacarme de apuros en los tiempos duros que corremos, no se me hubiese ocurrido pediros más. Yo estoy contento de vos, y espero que vos lo quedaréis de mi.

—Decidme, Anselmo: ¿cabrán catorce hombres en vuestra barca?

—Han embarcado en ella veinte, monseñor.

—Os harán falta brazos que os ayuden a remar, ¿verdad?

—¡Oh, sí! ¡Desde luego! Yo haré bastante encargándome del timón y de la vela, suponiendo que podamos izarla.

—Disponemos de Ambrosio, de Pilletrousse y de Landry —terció Martín Guerra—, que remarán como si en su vida hubiesen hecho otra cosa. También podré ayudar yo, que manejo el remo con tanta facilidad y soltura como mis brazos cuando nado.

—¡Magnífico! —exclamó alegremente Anselmo—. Tantos y tan excelentes compañeros a mi servicio me darán aspecto de patrón de pretensiones… Lo único que me ha reservado maese Martín es el punto donde debemos desembarcar.

—El fuerte de Risbank —contestó sencillamente el vizconde de Exmés.

—¿El fuerte de Risbank? —repitió el pescador mirando a Gabriel con estupor—. ¿Habéis dicho el fuerte de Risbank, o he entendido mal?

—El fuerte de Risbank he dicho; ¿tenéis alguna objeción que hacer? —preguntó Gabriel.

—Ninguna —contestó el pescador—. Únicamente os haré presente que es un sitio poco abordable y que yo nunca arrojé mi ancla en él. Aquello es todo roca viva.

—¿Os negáis a conducirnos? —preguntó Gabriel.

—¡No, a fe mía! Aunque no conozco bien aquellos sitios, haré lo que pueda. Mi padre, que era pescador como yo, solía decir: «No se pescan truchas a bragas enjutas». Yo os conduciré al fuerte de Risbank, si puedo… ¡Va a ser un paseo delicioso!

—¿A qué hora deberemos estar preparados? —preguntó Gabriel.

—Creo que deseáis llegar a las cuatro, ¿no es cierto? —interrogó Anselmo.

—Entre cuatro y cinco; de ningún modo antes.

—Desde el sitio donde embarcaremos para no ser vistos ni despertar sospechas, hasta el fuerte de Risbank, podemos contar, así, a ojo de buen cubero, unas dos horas de navegación; lo esencial es no fatigarnos más de lo necesario en el mar, y desde aquí al embarcadero, calculemos una hora de marcha…

—Entonces, convendrá salir de aquí a la una de la madrugada —dijo Gabriel.

—Eso es, monseñor.

—Voy a prevenírselo a mi gente —repuso el vizconde de Exmés.

—Hacedlo, monseñor —dijo el pescador—. Yo desearía que me permitieseis dormir entre ellos hasta la una. Me he despedido ya de todos los míos; la barca nos espera cuidadosamente oculta y sólidamente amarrada, así es que nada tengo que hacer.

—Descansad, Anselmo, que bastantes fatigas os esperan esta noche. Martín; prevé en seguida a tus camaradas.

—¡Arriba, dormilones del diablo y jugadores de Satanás! —gritó Martín Guerra.

—¿Qué pasa? ¿Qué hay? —preguntaron todos rodeándole.

—Dad las gracias a monseñor; a la una tenemos expedición particular —dijo Martín.

—¡Bueno! ¡Bien! ¡Magnífico! —contestaron a coro los voluntarios.

También Mala Muerte lanzó sus hurras de alegría con muestras de satisfacción.

Por su desgracia, en aquel momento entraron cuatro practicantes enviados por Ambrosio Paré, manifestando que venían a buscar al herido para transportarlo a la ambulancia.

Mala Muerte principió a gritar desaforadamente, paro a pesar de sus protestas y de su resistencia desesperada, le colocaron en la parihuela. En vano dirigió a sus camaradas los improperios más duros, llamándoles incluso desertores, traidores y cobardes, porque iban a batirse sin él; nadie hizo caso de sus insultos y se lo llevaron sin tener en cuenta sus maldiciones y juramentos.

—Sólo nos resta adoptar las últimas disposiciones y asignar a cada uno el papel que ha de desempeñar.

—¿Qué clase de faena vamos a hacer? —preguntó Pilletrousse.

—Se trata de una especie de asalto —contestó Martín.

—Entonces, me corresponde a mí subir el primero —dijo Ivonnet.

—Concedido —respondió el escudero.

—¡Protesto! ¡Esto es injusto! —reclamó Ambrosio—. ¡Ivonnet monopoliza siempre el primer puesto en los peligros, sin dejarnos nada a los demás! ¡No parece sino que todo ha de ser para él!

—Dejadle por esta vez —terció el vizconde de Exmés—. En la ascensión peligrosa que vamos a acometer, el que suba primero será el que menos riesgos corra. Prueba de ello es que yo pienso ocupar el último lugar.

—En ese caso, Ivonnet se ha llevado chasco —observó Ambrosio riendo.

Martín Guerra señaló a cada uno el puesto que debía ocupar en la marcha, en la barca y en el asalto; advirtió a Ambrosio, a Pilletrousse y a Landry que tendrían que empuñar los remos, y lo dispuso todo del mejor modo posible para prevenir confusiones y desorden.

Lactancio llamó aparte a Martín Guerra y le dijo:

—¿Creéis que tendremos que matar a alguien?

—No puedo asegurarlo, pero es muy posible —contestó Martín.

—Gracias. Por si llega el caso, voy a rezar adelantada la penitencia correspondiente a tres o cuatro muertos y a otros tantos heridos.

Ultimados todos los preparativos, Gabriel aconsejó a su gente que descansara una o dos horas, quedando en que les despertaría él mismo cuando fuera necesario.

—Yo dormiré un poco —dijo Ivonnet—; mis pobres nervios están hoy horriblemente excitados, y necesito estar tranquilo cuando me bato.

Minutos después, en la tienda de campaña no se oían sino los ronquidos más o menos acompasados de los durmientes y los Padrenuestros de Lactancio. Pronto, sin embargo, cesaron los rezos; Lactancio, vencido por el sueño, había concluido por quedarse aletargado.

Sólo Gabriel velaba y meditaba.

A la una de la madrugada despertó sin ruido a sus voluntarios, los cuales se levantaron y armaron en silencio. Momentos después salían sigilosos de la tienda y del campamento.

Las palabras de Carlos y Calais, pronunciadas en voz baja por Gabriel cuando encontraban centinelas, les allanaban todos los obstáculos.

El reducido grupo, guiado por Anselmo el pescador, caminó a lo largo de la costa sin despegar los labios. No se oían más que los mugidos quejumbrosos del viento y el sordo rumor de la mar, que parecía lamentarse en la lejanía.

La noche estaba lóbrega y brumosa. A nadie encontraron nuestros aventureros, aunque lo probable es que, si alguien les hubiese visto deslizándose entre las sombras a semejantes horas, les hubiera tomado por fantasmas.

En el interior de la ciudad sitiada había también una persona que velaba: lord Wentworth, el gobernador. Velaba aunque, contando con recibir al día siguiente los auxilios que había pedido a Dover, habíase recogido en su dormitorio con ánimo de descansar algunos momentos.

Tres días hacía que no había dormido, tres días durante los cuales pudo vérsele —hagámosle esta justicia— en los sitios de mayor peligro, derrochando valor y acudiendo siempre a los lugares donde su presencia pudiera ser necesaria.

La noche del 4 de enero había visitado la brecha abierta por el enemigo en el Viejo Castillo, colocado por sí mismo a los encargados del servicio de facción y pasado revista a las tropas de la milicia urbana encargada de la fácil defensa del fuerte de Risbank.

A pesar de su cansancio, y no obstante abrigar la convicción de que todo estaba tranquilo y de que no eran de temer sorpresas, le fue imposible conciliar el sueño. Un temor vago, absurdo, si se quiere, persistente como una idea fija, le tenía despierto en su lecho. Se decía a sí mismo que todas las precauciones habían sido tomadas, que era materialmente imposible que el enemigo intentase un asalto nocturno utilizando una brecha tan poco adelantada como la del Viejo Castillo, que todos los demás puntos los defendían eficazmente las ciénagas y el mar, pero es lo cierto que el sueño huía implacable de sus ojos.

Presentía en el silencio de la noche la vaga presencia de un peligro imprevisto, de un enemigo invisible, con la particularidad de que este enemigo no era para él, ni el mariscal Strozzi, ni el duque de Nevers, ni el gran Francisco de Lorena. ¿Sería, por ventura, su antiguo prisionero, a quien la vista prodigiosa de su odio había reconocido varias veces, ora desde lo alto de las murallas, ora en lo más recio de la pelea? ¿Sería tal vez el insensato vizconde de Exmés, el amante correspondido de Diana de Castro?

¡Risible adversario para el gobernador de Calais, encerrado en una ciudad formidablemente defendida y guardada!

A pesar de todo, lord Wentworth, por más esfuerzos que hacía, no podía dominar ni acertaba a explicarse el espanto instintivo que se había apoderado de él. Lo sentía, y el sueño huía de sus ojos.