Capítulo V

CUANDO el vizconde de Exmés se vio, puede decirse que a solas, con el duque de Guisa, le preguntó:

—¿Estáis contento, monseñor?

—Sí, amigo mío —contestó el de Guisa—; contento del resultado obtenido, pero intranquilo, lo confieso, acerca de lo que nos falta que conseguir. Esta inquietud me ha obligado a salir de la tienda, a caminar errante por el campamento, y últimamente a venir a buscar a vuestro lado buenos ánimos y buenos consejos.

—Pues qué: ¿hay alguna novedad? Me parece que el éxito ha superado todas nuestras esperanzas. Cuatro días nos han bastado para hacernos dueños de los dos escudos principales de Calais. Los defensores de la Plaza y del Viejo Castillo no han de prolongar la resistencia más de cuarenta y ocho horas.

—Es verdad; pero se sostendrán durante esas cuarenta y ocho horas, tiempo más que suficiente para perdernos a nosotros y salvarse ellos.

—¡Oh! ¡Monseñor me permitirá que lo dude!

—No, amigo mío: mi antigua experiencia no me engaña: Si no ocurre algo imprevisto, si no sobreviene un incidente afortunado que no dependa ni puedan prever los cálculos humanos, podemos dar por fracasada nuestra empresa. Cuando yo lo digo podéis creerme.

—¿Pero, por qué? —preguntó Gabriel con sonrisa de alegría que contrastaba con la actitud triste del duque.

—Os lo demostraré con dos palabras, que tienen su fundamento en vuestro proyecto mismo; prestadme atención.

—Soy todo oídos.

—La tentativa singular y aventurada a que vuestro juvenil ardor ha arrastrado a mi prudente ambición, no tenía a su favor más probabilidades que las del aislamiento de la plaza inglesa y el estupor que nuestro brusco ataque debía producir en la guarnición. Calais era inexpugnable, sí, pero no insorprendible. Sobre esta idea emplazamos todo el edificio de nuestra locura; ¿no es cierto?

—Y hasta el presente, los hechos no han desmentido nuestros cálculos.

—Reconozco que no, y ello demuestra, Gabriel, que sabéis juzgar a los hombres tan bien como las cosas, y que estudiasteis el corazón del gobernador de Calais tan a la perfección como el interior y las fortificaciones de la plaza. Lord Wentworth no ha desmentido ninguna de vuestras conjeturas: ha creído que sus novecientos hombres y sus formidables defensas avanzadas bastarían para hacer que nos arrepintiéramos de nuestra temeraria empresa. Nos ha estimado en poco para alarmarse y no se ha dignado llamar en su auxilio una sola compañía, ni del continente ni de Inglaterra.

—Tenía yo motivos para prejuzgar cómo obraría su desdeñoso orgullo en tales circunstancias.

—Por eso, gracias a su exceso de confianza, conseguimos apoderarnos del fuerte de Santa Águeda casi sin disparar un tiro, y del de Nieullay después de tres días de combates afortunados.

—Y nuestra situación es hoy tan ventajosa, que si las fuerzas españolas o inglesas intentasen acercarse a Calais por la parte de tierra, con objeto de auxiliar a su compatriota o a su aliado, encontrarían, en vez de los cañones de lord Wentworth para protegerlos, los del duque de Guisa para barrerlos.

—Desconfiarán y tendrán buen cuidado de no asomar, como no sea a larga distancia —observó el duque de Guisa, que iba contagiándose del buen humor del joven.

—Lo que en medio de todo significa para nosotros otra ventaja importante.

—Desde luego, sí; pero, por desgracia, quedan al enemigo otras ventajas que no podemos tomarles. Hemos conseguido cerrar uno de los caminos a los socorros que la plaza pueda recibir de fuera, pero les queda otro abierto, demasiado abierto y expedito.

—¿Cuál, monseñor? —preguntó Gabriel fingiendo ignorarlo.

—Mirad este plano, hecho por el mariscal Strozzi con arreglo al que vos mismo le disteis. Calais puede ser socorrido por dos puntos: uno de ellos es el fuerte de Nieullay, que bate las calzadas y avenidas por tierra…

—Pero que en la actualidad las batiremos nosotros, puesto que somos dueños del fuerte —interrumpió Gabriel.

—Sin la menor duda; pero hacia la parte del mar, protegido por el Océano, las ciénagas y las dunas, se alza el fuerte de Risbank, o si preferís que le dé otro nombre, la Torre Octógona, que domina todo el puerto y puede dar paso o cerrarlo a las embarcaciones. Con que los sitiados envíen un simple aviso a Dover, a las pocas horas entran en el puerto los navíos ingleses con tropas y víveres para asegurar la defensa de la plaza durante años enteros. El fuerte de Risbank protege eficazmente la plaza y el Océano defiende con no menor eficacia al fuerte de Risbank. Y ahora, Gabriel, queréis que os diga ¿qué hace lord Wentworth después del descalabro sufrido hoy?

—Lo adivino —contestó con calma el vizconde de Exmés—. Lord Wentworth, conformándose con la opinión unánime del Consejo de Guerra, ha despachado a toda prisa un aviso, que ha tardado demasiado, a Dover, y espera recibir dentro de veinticuatro horas los auxilios que considera indispensables.

—¿Y el porvenir? ¿Por qué no termináis? —preguntó el duque de Guisa.

—Confieso, monseñor, que no leo nada más en el porvenir: no me dio Dios la menor participación en su presciencia.

—Ni es necesario, pues para leer en el porvenir, dada la situación presente, basta la previsión humana —replicó Francisco de Lorena—. Veo que la vuestra se detiene a medio camino, así que recorreré yo el trecho que ella dejó sin andar.

—Tened la bondad de predecirme, monseñor, lo que, a vuestro entender, ha de ocurrir.

—Es muy sencillo. Los sitiados socorridos en su apuro por Inglaterra, desde mañana podrán oponernos fuerzas superiores, fuerzas que no podremos vencer. Si a pesar de todo, nos obstinamos en mantener el cerco, saldrán tropas de Ardres, de Ham, de San Quintín, de todas las regiones y plazas ocupadas por los españoles o por los ingleses, y esas tropas se amontonarán, como la nieve en el invierno, en los alrededores de Calais, y cuando se consideren bastante fuertes, nos sitiarán a su vez. Concedo que no tomarán al momento el fuerte de Nieullay, pero sí es seguro que se apoderarán del de Santa Águeda, y este será más que bastante para que nos cojan entre dos fuegos y nos asen a fuego vivo.

—Tal catástrofe sería espantosa, en efecto —contestó con tranquilidad Gabriel.

—Y, sin embargo, es muy probable —dijo el duque de Guisa con evidente desaliento.

—Pero yo dudo, monseñor, que habréis pensado en los medios de prevenirla.

—¡A fe que no pienso en otra cosa!

—¿Y habéis encontrado…?

—El único medio, sí; medio que juzgo harto precario, harto desesperado, pero no creo que nos quede otro. Consiste en intentar mañana un asalto contra el Viejo Castillo. Claro está que nos faltará la preparación necesaria, aunque nos multipliquemos esta noche y activemos todo lo humanamente posible los preparativos; pero no está en nuestra mano la elección, no podemos tomar otro partido que el que indico, partido desafinado, lo reconozco, pero menos insensato que el de esperar la llegada de los refuerzos que enviará Inglaterra. Quién sabe si la furia francesa, como dicen en Italia, logrará con su prodigiosa impetuosidad escalar esas murallas inabordables.

—No; la furia francesa caerá hecha pedazos al pie de esas murallas, si intenta tomarlas por asalto —replicó con frialdad Gabriel—. Perdonad, monseñor, pero opino que las fuerzas francesas ni son bastante fuertes ni bastante débiles para aventurarlo todo en una empresa imposible. Sobre vos pesa una responsabilidad tremenda, monseñor. Pudiera ocurrir que, después de haber perdido la mitad de nuestros efectivos, fuésemos rechazados. Si ocurriera esta desgracia, ¿qué partido adoptaría el duque de Guisa?

—No afrontar al menos la ruina total, el exterminio completo —respondió con acento de dolor el duque de Guisa—; alejar de esos malditos muros a las tropas que me quedasen, conservándolas al rey y a la patria para emplearlas en días mejores.

—¡El vencedor de Metz y de Renty batirse en retirada! —exclamó Gabriel.

—Preferible es batirse en retirada que obstinarse en la derrota, como hizo el condestable en la jornada del día de San Lorenzo.

—De todas suertes, la gloria de la nación y la reputación de monseñor recibirían un golpe desastroso.

—¡Ah! ¡Nadie lo sabe como yo! ¡Ved lo que son los triunfos, ved lo que es la fortuna! Si yo hubiese vencido, sería un héroe, un genio como no se ha visto otro, un semidiós; pero fracaso, y seré para todo el mundo un espíritu tan lleno de presunción y de vanidad como vacío de talento y de habilidad, un insensato que he merecido la vergüenza de mi caída. La misma tentativa que habrían llamado grandiosa y sorprendente, si hubiese terminado con felicidad, va a atraerme las burlas de la Europa entera y a retrasar, más que a retrasar, a destruir en su germen, todos mis proyectos y todas mis esperanzas. ¡Cuán poco valen las míseras esperanzas y ambiciones de este mundo!

Calló el duque doblegado bajo el peso de la consternación, y siguió a sus palabras un silencio prolongado y penoso que Gabriel, de propósito, se guardó de interrumpir. Quería que el duque de Guisa midiese con su mirada experta toda la extensión de las terribles dificultades de su situación.

Cuando creyó que su interlocutor las había sondeado bien, dijo:

—Os estoy viendo, monseñor, en uno de esos momentos de duda que acometen a los grandes hombres en medio de sus obras más brillantes. Una observación me permitiré haceros: un genio superior, un general consumado como vos, no ha podido empeñarse a la ligera en una empresa tan grave como la que tenemos delante. Los menores detalles, las eventualidades más improbables han debido ser previstas y resueltas en París, en el Louvre mismo. Allí encontrasteis, de seguro, la solución de todas las peripecias y el remedio de todos los males. ¿Cómo, pues, dudáis y buscáis ahora?

—¡Ah, Gabriel! ¡Temo que me dejé fascinar entonces por vuestro entusiasmo y vuestra seguridad juvenil!

—¡Monseñor…!

—No os ofendáis, amigo mío, que mis palabras no envuelven la menor queja contra vos. Admiro y admiraré siempre vuestro proyecto, porque fue grandioso y patriótico; pero la realidad, Gabriel, suele tronchar y destruir los sueños más lisonjeros. Sin embargo, recuerdo que la previsión del extremo en que nos encontramos me sugirió algunas objeciones, que os sometí, y que vos supisteis rebatir.

—¿Recordáis en qué forma las rebatí, monseñor?

—Me prometisteis que si conseguíamos hacernos dueños en pocos días de los fuertes de Santa Águeda y Nieullay, los amigos que vos teníais dentro de la plaza nos entregarían el de Risbank, en cuyo caso, Calais no podría recibir socorros ni por tierra ni por mar. Sí, Gabriel; os recuerdo esta promesa, aunque creo que no la habréis olvidado.

—¿Y bien? —preguntó Gabriel sin inmutarse.

—Pues que doy por supuesto que el viento se ha llevado vuestras esperanzas; ¿no es verdad? Vuestros amigos de Calais han faltado a su palabra, y no me admira: ¡cosas de la vida! No han podido convencerse de que la victoria sería nuestra, han tenido miedo, y no nos ofrecerán su cooperación sino cuando ninguna necesidad tengamos de ellos; es lo corriente en estos casos.

—Perdonad, monseñor; pero ¿quién os ha dicho semejante cosa?

—Vuestro silencio, amigo mío. Ha llegado el momento en que vuestros auxiliares secretos deberían servirnos y podrían salvarnos; ellos callan y vos no habláis, y de ello infiero que no contáis con ellos y que es preciso renunciar a su concurso.

—Si me conocieseis mejor, monseñor —replicó Gabriel—, sabríais que soy refractario a hablar cuando puedo obrar.

—Pues qué: ¿conserváis alguna esperanza?

—La conservo, monseñor, puesto que vivo todavía —respondió Gabriel con entonación melancólica y grave.

—¿De modo que el fuerte de Risbank…?

—Será nuestro, si no muero, cuando sea necesario.

—¡Es que nos sería necesario mañana, Gabriel, mañana por la mañana!

—En ese caso, será nuestro mañana por la mañana, monseñor —contestó Gabriel con calma—, a menos, repito, que yo muera en la demanda. En este caso, no podréis decir que faltó a su palabra quien dio la vida por cumplirla.

—¡Gabriel, amigo mío! ¿Qué pensáis hacer? ¿Intentáis arrostrar algún peligro mortal, correr algún riesgo desesperado? ¡No lo consiento! ¡De ninguna manera! ¡Francia no abunda en hombres como vos!

—No os preocupéis, monseñor. Si grande es el peligro que correré, no lo es menos el objeto que persigo; creed que la partida que estoy jugando vale bien los riesgos que consigo lleva. No penséis sino en aprovecharos de los resultados y dejadme árbitro de los medios. Yo no respondo más que de mi persona, al paso que vos debéis responder del ejército que confiaron a vuestra prudencia.

—¿Qué puedo hacer para ayudaros? ¿No me concederéis alguna participación en vuestros designios?

—Si no me hubieseis dispensado el honor de venir esta noche a mi tienda, monseñor, mi intención era visitaros en la vuestra para dirigiros una súplica.

—¡Hablad… hablad! —dijo con verdadera ansiedad el duque de Guisa.

—Mañana, día cinco del mes, tan pronto como sea día claro, es decir, a eso de las ocho, porque las noches son eternas en enero, tened la bondad de apostar a algunos de vuestros subordinados en la cima del promontorio desde donde se ve el fuerte de Risbank. Si ondea en este la bandera inglesa, podéis aventurar el asalto desesperado de que hablabais poco ha, porque mi plan habrá fracasado, o, en otras palabras, yo habré muerto.

—¡Qué habréis muerto! —exclamó Francisco de Lorena—. ¿Luego estaba yo en lo cierto cuando os decía que corríais a vuestra perdición?

—Y si me pierdo, os suplico que no perdáis tiempo lamentando mi suerte. Tenedlo todo preparado para intentar vuestro último esfuerzo, y quiera Dios concederos el triunfo. Los socorros de Inglaterra no pueden llegar antes del mediodía, de manera que dispondremos de cuatro horas para demostrar al mundo entero que los franceses, antes de batirse en retirada, saben ser tan intrépidos como prudentes.

—¡Pero, y vos, Gabriel! ¡Aseguradme, al menos, que tenéis algunas probabilidades de éxito!

—Sí; las tengo, monseñor. Podéis estar tranquilo, debéis no perder la calma y la paciencia, como hombre enérgico que sois. Os ruego que no precipitéis la orden de asalto, que no recurráis a ese extremo, desde luego aventurado, sino cuando la necesidad os obligue a ello. Procurad que vuestros minadores y vuestros soldados continúen tranquilamente los trabajos de sitio, que los artilleros y tropas ligeras estén prevenidas para dar el asalto cuanto llegue el momento favorable, suponiendo que a las ocho no ondee en el fuerte de Risbank la bandera de Francia.

—¡La bandera de Francia en el fuerte de Risbank! —repitió el duque de Guisa.

—Es de creer que su vista hará que los navíos que lleguen de Inglaterra varíen inmediatamente de rumbo.

—Soy de vuestra misma opinión, amigo mío; pero ¿cómo pensáis…?

—Os suplico que me permitáis guardar el secreto, monseñor. Si os revelase mi extraño proyecto, probablemente procuraríais disuadirme de él, y no es ocasión ya de reflexionar ni de vacilar. Por otra parte, la ejecución de mi plan ni compromete al ejército ni a vos. Los hombres que veis ahí, únicos que deseo emplear, son mis voluntarios, y vos os habéis comprometido a dejarme en libertad absoluta con respecto a ellos. Deseo llevar a feliz término mi proyecto sin ayuda de nadie, o morir.

—¿Y por qué ese orgullo? —preguntó el duque de Guisa.

—No es orgullo, monseñor, sino voluntad de que podáis hacerme el favor inestimable que tuvisteis la bondad de prometerme en París, y que espero que no habréis olvidado.

—¿A qué favor inestimable os referís? Me precio de tener buena memoria, sobre todo cuando se trata de servir a mis amigos, pero, aunque me cause vergüenza decirlo, confesaré que no recuerdo…

—Sin embargo, monseñor, para mí es cuestión de vida o muerte que no lo olvidéis. Lo que yo solicité de vuestra generosidad fue lo siguiente: si se demostraba que, tanto por la idea cuanto por la ejecución de la misma, se me debía a mí, a mí solo la toma de Calais, tendríais la dignación de declarar, no públicamente, que semejante honor no me corresponde a mí, sino a vos, jefe de la empresa, sino ante el rey Enrique II, la parte que yo tuviere en la realización del glorioso hecho de armas. Vos, monseñor, me hicisteis concebir esperanzas de que tan alta merced me sería concedida.

—¡Cómo! ¿Y es ese el inaudito favor a que hacíais referencia, Gabriel? ¡Cómo diablos podía yo caer en la cuenta! Pedís como favor lo que no sería premio, recompensa, sino justicia estricta; y secreta o públicamente, según sea vuestro deseo, siempre estaré dispuesto a reconocer y a atestiguar lo que hayáis hecho, pues a ello y a mucho más os darán derecho vuestros merecimientos y vuestros servicios.

—Es lo único que ambiciono, monseñor. Tenga el rey noticia de mis esfuerzos, y él sabrá cómo recompensarme, pues en su mano tiene un premio que para mí vale más que todos los honores y todas las distinciones del mundo.

—El rey sabrá todo lo que hayáis hecho por él, Gabriel. ¿Pero yo, amigo mío, nada puedo hacer por vos?

—Mucho, monseñor; aún tengo algunas mercedes que solicitar de vuestra benevolencia.

—Hablad, Gabriel.

—En primer lugar, necesito saber el santo y seña a fin de poder salir del campamento a cualquier hora de la noche con mis gentes.

—Decid Carlos y Calais y los centinelas os dejarán libre el paso.

—Segundo: Si yo sucumbo y vos triunfáis, me atrevo a recordaros que la señora Diana de Castro, hija del rey, es prisionera de lord Wentworth, y tiene los más legítimos derechos a vuestra cortés protección.

—No olvidaré mis deberes de hombre y de caballero. ¿Qué más?

—Tercero y último: Esta noche contraeré una deuda de importancia con un pobre pescador de estas inmediaciones llamado Anselmo. Por si este hombre perece conmigo, he escrito a mi administrador general Elyot que provea a la subsistencia y asegure el bienestar de la familia del infeliz pescador, que quedará sin apoyo, pero, para mayor seguridad, os agradecería muchísimo, monseñor, que os dignaseis velar por la exacta ejecución de mis órdenes.

—Se hará: ¿no deseáis más?

—Nada más, monseñor. Es decir; otra cosa deseo, y es que, si no nos vemos más, quisiera que os acordaseis alguna vez de mí con cierto sentimiento y hablaseis de mí con algún afecto, bien sea al rey, que se alegrará de mi muerte, bien a la señora de Castro, que probablemente la sentirá. No os detengo más, monseñor. Adiós.

El duque de Guisa se puso en pie.

—Alejad de vos tan tristes ideas, amigo mío —le dijo a Gabriel—. Me separo de vos para dejaros entregado a vuestro misterioso proyecto, llevando conmigo una inquietud que durará hasta mañana a las ocho y no me dejará dormir un instante, yo os lo aseguro. Pero la causa de mi inquietud no será tanto por vuestra suerte cuanto por la oscuridad en que me dejáis con respecto a lo que vais a hacer. Tengo el presentimiento de que he de volveros a ver, así que no me despido de vos más que momentáneamente.

—Gracias mil por vuestro augurio, monseñor —respondió Gabriel—. Si me veis, será en Calais, y siendo Calais ciudad francesa.

—En cuyo caso podréis jactaros de haber sacado de un gran peligro el honor de Francia y el mío.

—Las barquillas, monseñor, salvan a veces a los navíos —dijo Gabriel inclinándose.

El duque de Guisa estrechó una vez más la mano de Gabriel y se dirigió pensativo a su tienda.