Capítulo IV

TRES días han pasado desde el en que tuvo lugar la escena, que dejamos narrada, y estamos a 4 de enero. Contra las predicciones de lord Wentworth, los franceses no sólo han pasado el puente de Nieullay, sino que se han apoderado del fuerte del mismo nombre, así como también de todas las armas y municiones en él almacenadas, y abandonadas por los ingleses en su fuga.

Dueños del fuerte, podían cerrar el paso a los socorros españoles o ingleses que la plaza esperase recibir de tierra, ventaja enorme que valía muy bien los tres días de mortíferos y porfiados combates que había costado.

—¿Es esto un sueño? —se había preguntado el altanero gobernador de Calais, al ver huir a sus tropas hacia la ciudad en espantoso desorden no obstante sus esfuerzos heroicos para alentarlas y contenerlas.

Para que su humillación fuera mayor, se había visto él mismo en la precisión de seguir a sus desmoralizados soldados, pues su deber era morir el último de todos.

—Afortunadamente —le dijo lord Derby, luego que se encontraron al abrigo de las murallas—, Calais y el Viejo Castillo pueden sostenerse bien durante dos o tres días con la escasa guarnición que nos queda. Somos dueños del fuerte de Risbank y del mar, y no está lejos Inglaterra.

El Consejo de Guerra, convocado por lord Wentworth, declaró que la plaza podía salvarse, pero que para ello precisaba imponer silencio a la voz del orgullo, y enviar, sin perder momento, un aviso a Dover. Veinticuatro horas más tarde se recibirían socorros importantes que obligarían a los sitiadores a levantar el cerco y Calais se habría salvado.

Lord Wentworth se vio obligado a adoptar el partido propuesto por el Consejo: una embarcación se hacía instantes después a la mar, llevando un mensaje urgente para el gobernador de Dover.

Los ingleses tomaron seguidamente excelentes disposiciones para la defensa del Viejo Castillo, donde concentraron todas sus energías. Realmente era aquel el lado vulnerable de Calais, porque para la defensa del fuerte de Risbank, bastaban el mar, las dunas y un puñado de soldados de las milicias urbanas.

Pero dejemos a los sitiados organizando la defensa de Calais, y hagamos una visita al campamento de los sitiadores, deteniéndonos ante todo en la tienda del vizconde de Exmés, donde encontraremos a nuestro antiguo amigo Gabriel, a su escudero Martín Guerra y a los valientes reclutados por este.

Como eran soldados y no minadores, y su puesto estaba en los combates y en los asaltos y no en las trincheras ni en los trabajos de sitio, tenían derecho a descansar durante la noche, y descansando estaban. Si alzamos un poco la lona que cubre la entrada de una tienda algún tanto aislada que veremos a la derecha del campamento francés, encontraremos a Gabriel y a su poca numerosa tropa de voluntarios. El cuadro que presentan es pintoresco y variado. Gabriel, sentado en un taburete colocado en un ángulo de la tienda, está con la cabeza baja y parece absorto en profundas meditaciones. Martín Guerra arregla la hebilla de un cinturón, y de vez en cuando vuelve con solicitud los ojos hacia su señor, pero nada le dice, porque respeta la silenciosa meditación en que le ve sumergido. No lejos de ellos, sobre un lecho improvisado con capas, gime y suspira un herido; es el infortunado Mala Muerte. El piadoso Lactancio, puesto de rodillas al otro extremo de la tienda, pasa las cuentas de su rosario con ardor febril y fervor ejemplar; es que aquella misma mañana, en la toma del fuerte de Nieullay, había enviado al otro mundo a tres hermanos suyos en Jesucristo, y era deudor a su conciencia de trescientos Padrenuestros y otras tantas Avemarías, correspondientes a la tasa reglamentaria que le había impuesto por los muertos su confesor. En cuanto a los heridos, se despachaba rezando la mitad. Muy cerca de estos se hallaba Ivonnet, el cual, después de haber limpiado escrupulosamente las manchas de barro y de polvo de su vestido, buscaba el pedazo de terreno menos húmedo para tenderse y descansar, reponiéndose de las vigilias y fatigas demasiado prolongadas y demasiado contrarias a su delicado temperamento. A dos pasos de Ivonnet, los Scharfenstein, tío y sobrino, contaban con sus dedos enormes y hacían cálculos complicados sobre la cantidad que podría valerles el botín cogido aquella mañana. Scharfenstein había tenido la suerte de apoderarse de una armadura de precio, y aquellos dignos teutones se entusiasmaban pensando en la cantidad de plata que les valdría presa tan rica. El resto de los soldados formaba un corro apretado en el centro de la tienda y jugaban a los dados. Una antorcha clavada en el suelo, proyectaba alguna claridad sobre las caras alegres o tristes de los jugadores, según les eran favorables o adversos los lances del juego, y hasta permitía ver en la penumbra los rostros de expresiones opuestas de los personajes cuyos retratos acabamos de hacer.

Un gemido más doloroso exhalado por el desventurado Mala Muerte obligó a Gabriel a levantar la cabeza.

—¿Qué hora será, Martín? —preguntó a su escudero.

—No lo sé de cierto, monseñor —contestó Martín—. La noche está lluviosa y en el cielo no brilla una estrella. Calculo, sin embargo, que no deben de andar lejos las seis, pues hace más de una hora que cerró la noche.

—¿El cirujano te prometió que vendría a las seis?

—En punto a las seis, monseñor… y cumple con exactitud su palabra, pues debe de ser él el que en este instante levanta la lona de la puerta… ¿No os lo decía yo? ¡Él es!

El vizconde de Exmés dirigió una mirada al recién venido y le conoció al punto. Una sola vez le había visto en su vida, pero el rostro del cirujano era uno de esos que nunca se olvidan.

—¡Ambrosio Paré aquí! —exclamó Gabriel levantándose.

—¡El señor vizconde de Exmés! —dijo Ambrosio Paré, haciendo un saludo respetuoso.

—Lejos estaba yo de pensar que estuvierais tan cerca de nosotros —repuso Gabriel.

—Procuro estar siempre allí donde mis servicios pueden ser más útiles —contestó el cirujano.

—No puede hacer menos quien tiene un corazón tan generoso como vos. De ello me felicito hoy doblemente, pues voy a recurrir a vuestra ciencia y a vuestra habilidad.

—No sois vos quien necesitáis de ellas, según veo. ¿De qué se trata?

—De uno de mis valientes voluntarios que, esta mañana, al lanzarse con un especie de frenesí rabioso sobre los ingleses fugitivos, recibió de uno de ellos una lanzada en un hombro.

—¿En un hombro? Entonces es de suponer que la herida no sea grave.

—Yo temo lo contrario —replicó Gabriel bajando la voz—, pues uno de los camaradas del herido, Scharfenstein, al intentar extraer el trozo de lanza de la herida, se ha dado tan mala maña, que ha quebrado el palo dejando el hierro dentro.

Ambrosio Paré hizo un gesto como de mal agüero, pero esto no obstante, dijo con su calma habitual:

—Vamos a ver el herido.

Le condujeron al lado del paciente. Todos los voluntarios se habían levantado y rodeaban al cirujano, excepción hecha de Lactancio, que continuaba rezando de rodillas en su rincón, y es que aquel soldado piadoso por nada del mundo interrumpía sus penitencias como no fuera para contraer otras nuevas.

Ambrosio Paré retiró los trapos que vendaban la herida de Mala Muerte, reconoció con atención el hombro y movió la cabeza con expresión de duda y de descontento; sin embargo, dijo en voz alta:

—Esto no será nada.

—Entonces, si no es nada —murmuró Mala Muerte—, podré batirme mañana, ¿verdad?

—No lo creo —respondió el cirujano, sondando la herida.

—¡Ay! ¿Sabéis que me hacéis un poquito de daño?

—Lo creo, amigo mío; es preciso que tengáis valor.

—No me falta —dijo Mala Muerte—. No es tan vivo hasta ahora el dolor que no pueda soportarlo; ¿verdad que será infinitamente mayor cuando intentéis sacar esa condenada lanza?

—No, amigo mío, no, porque la he sacado ya —contestó Ambrosio Paré con expresión de triunfo, enseñando al herido el hierro que acababa de extraer de la herida.

—¡Os quedo muy reconocido, señor! ¡Gracias! —exclamó Mala Muerte con exquisita finura.

Murmullos de asombro y de admiración siguieron al prodigio de habilidad del cirujano.

—¡Cómo! —exclamó Gabriel—. ¿Es posible? ¡Parece milagro!

—Conviene tener en cuenta que el herido no es muy delicado —observó, sonriendo, Ambrosio Paré.

—¡Ni torpe el operador, por vida mía! —exclamó una persona que había presenciado la operación sin que nadie la hubiese visto entrar. Su voz, sin embargo, era tan conocida, que todos se separaron con muestras de profundo respeto.

—¡El señor duque de Guisa! —dijo Paré, reconociendo al general en jefe.

—Sí, doctor; el duque de Guisa, que queda maravillado de vuestra habilidad. ¡Por San Francisco mi patrón!, acabo de ver en la ambulancia unos señores asnos a los que sólo faltan las albardas, que presumen de médicos y me atrevería a jurar que hacen más daño a nuestros soldados con sus instrumentos que los ingleses con sus armas. En cambio, vos habéis arrancado ese lanzón con tanta facilidad como quien arranca una cana. ¡Es particular que no os conociese yo! ¿Cómo os llamáis, doctor?

—Ambrosio Paré, monseñor.

—Pues bien, Ambrosio Paré; os juro que vuestra fortuna está hecha, pero ha de ser con una condición.

—¿Puedo saberla, monseñor?

—La condición es la siguiente: si recibo alguna herida, como es muy posible, sobre todo en estos días, os habéis de encargar vos de mi curación, pero tratándome con tan poca ceremonia como acabáis de tratar a ese pobre diablo.

—Prometo hacerlo así, monseñor —contestó Ambrosio Paré inclinándose—. Ante el sufrimiento, todos los hombres son iguales.

—Lo que os recomiendo es que, si llegase el caso de que hablo, procuréis que lo seamos también ante la curación.

—¿Me permitirá monseñor que continúe vendando la herida de nuestro paciente? ¡Son tantos los desgraciados que necesitan hoy de mis cuidados!

—Hacedlo, Ambrosio Paré; hacedlo sin ocuparos de mí. También tengo yo prisa de enviaros a libertar el mayor número posible de soldados nuestros de las manos de esos Esculapios tan llenos de títulos y diplomas como vacíos de ciencia. Además, necesito conferenciar con el señor vizconde de Exmés.

Ambrosio Paré se dedicó exclusivamente a la curación de Mala Muerte.

—Os doy de nuevo las gracias, señor cirujano —dijo el herido—; pero quisiera pediros otro favor.

—¿Qué deseáis?

—Desde que no siento en mi carne las caricias del endiablado hierro que tan atrozmente me hace sufrir, yo creo que estoy casi curado; ¿verdad?

—Sí… no falta mucho —contestó Ambrosio Paré acabando de sujetar el vendaje.

—Pues bien —repuso Mala Muerte con la mayor sencillez del mundo—; el favor que os pido es que tengáis la bondad de decir a mi señor que, si mañana hay combate, estoy en disposición de batirme.

—¡Batiros mañana! —exclamó Paré—. ¡No penséis en semejante disparate!

—¡Oh, sí! ¡Pienso y pensaré! —dijo con acento de melancolía Mala Muerte.

—¡Pero, desgraciado! ¡Si es imposible! Sabed que os impongo ocho días de quietud absoluta, ocho días de cama, ocho días de dieta.

—Me conformo con la dieta de comida pero os suplico que me dispenséis de la de batallas.

—Estáis loco, amigo mío. Bastaría que os levantarais para que os abrasara la fiebre, y en ese caso estabais perdido. He dicho ocho días y no rebajo una hora.

—¡Triste de mí! —gimió Mala Muerte—. Dentro de ocho días habrá terminado el sitio. ¡Está visto que no he de poder batirme nunca hasta saciarme!

—¡Vaya un mozo duro y valiente! —exclamó el duque de Guisa, que no había perdido palabra del singular diálogo.

Mala Muerte es así —respondió Gabriel sonriendo—. Yo quisiera suplicaros, monseñor, que ordenarais que fuese trasladado a la ambulancia, donde podrán vigilarle mejor que aquí, porque si se entera de que se ha entablado algún combate, es muy capaz de querer levantarse, pese a las prescripciones del doctor.

—Nada más sencillo —dijo el duque—; que le lleven sus mismos camaradas.

—Es el caso, monseñor —replicó Gabriel con cierta turbación—, que es muy posible que esta noche necesite de toda mi gente.

—¡Ah! —exclamó el duque de Guisa fijando en el vizconde una mirada de sorpresa.

—Si al señor de Exmés le parece bien —dijo Ambrosio Paré—, yo enviaré a dos de mis practicantes con una parihuela.

—Gracias mil, y acepto —contestó Gabriel—. Os recomiendo mucha vigilancia, doctor.

—¡Ay! —gritó Mala Muerte con desesperación.

Salió Ambrosio Paré después de haberse despedido del duque de Guisa. A una señal de Martín Guerra, las gentes del vizconde se retiraron a un extremo de la tienda y Gabriel pudo conferenciar con el general que dirigía el sitio sin que nadie les oyera.