O se había engañado lord Derby en sus conjeturas. He aquí lo que había sucedido:
Las tropas mandadas por el señor de Nevers, después de realizar una unión rapidísima a favor de la noche con las que el duque de Guisa tenía a sus inmediatas órdenes, se presentaron inopinadamente, gracias a una marcha forzada, frente al fuerte de Santa Águeda, tomándolo en menos de una hora un cuerpo de tres mil arcabuceros apoyados por veinticinco o treinta caballos.
Cuando lord Wentworth y lord Derby llegaron al puente de Nieullay, vieron venir a los suyos en terrible confusión y completamente desmoralizados. Corrían en demanda de la segunda línea de defensa de Calais, que era la más fuerte.
No seríamos justos si no hiciéramos constar que lord Wentworth, pasado el primer momento de sorpresa, había recobrado todo su valor, que no en vano tenía un alma privilegiada, capaz de desplegar sublimes energías, arraigadas en el orgullo peculiar de su raza.
—Preciso es que esos franceses estén locos de remate —decía con la mejor buena fe a lord Derby—. Locos están, pero no les salvará su locura, que les hemos de hacer pagar muy cara. Calais se sostuvo un año entero contra los ingleses hace doscientos años; ahora se resistirá diez, si es necesario, contra los que entonces lo perdieron. Ni siquiera necesitaremos hacer grandes esfuerzos: antes de que termine la semana, habéis de ver, Derby, a nuestros enemigos huyendo vergonzosamente. Todo cuanto podían alcanzar, lo han logrado ya gracias a la sorpresa, pero ya estamos prevenidos. Tranquilicémonos, pues, y riámonos de la insania del duque de Guisa.
—¿Pensáis hacer venir fuerzas de Inglaterra? —preguntó lord Derby.
—¿Para qué? —contestó con arrogancia el gobernador—. Si esos insensatos persisten en su imprudencia, lo que no es de esperar, antes de tres días, mientras Nieullay les tiene en jaque, las fuerzas españolas e inglesas que operan en Francia vendrán, sin que las llamemos, en nuestro socorro. Supongamos que no es así, y que esos fieros conquistadores se empeñan en perseverar en su desatinado intento; un sencillo aviso a Inglaterra bastará para que Dover, en veinticuatro horas, ponga a nuestra disposición diez mil hombres. Pero no abriguemos temores infundados, que fuera hacer a nuestros enemigos un honor que no merecen. Nuestros novecientos soldados y nuestras fuertes murallas han de darles más que hacer del que puedan realizar. Dormid tranquilo, que yo os aseguro que no pasarán el puente de Nieullay.
Al día siguiente, 1.º de enero, los franceses llegaban al puente de Nieullay, que lord Wentworth señalara como límite máximo de su avance. Habían abierto paralelas durante la noche, y al mediodía siguiente, sus cañones expugnaban y causaban brecha en el fuerte de Nieullay.
Mientras las dos artillerías enemigas trinaban furiosas, en la antigua casa de los Peuquoy se desarrollaba una solemne escena de familia.
Las preguntas dirigidas por Pedro Peuquoy al mensajero de Gabriel habrán hecho sospechar al lector que la infeliz Babette no había podido ocultar sus lágrimas, ni la causa de las mismas, a su hermano Pedro y a su primo.
Realmente su desventura era completa, y la reparación que debía hacerle el apócrifo Martín Guerra era tan indispensable para ella como para el fruto de sus desgraciados amores.
Babette Peuquoy era madre. Confesó su falta y las terribles consecuencias de esta a su hermano y a su primo, pero no se atrevió a añadir que su situación no tenía remedio, no osó confesar que Martín Guerra era casado. ¿Cómo, si ella misma no podía convencerse de tanta infamia, si ella misma se decía que era imposible, que el señor vizconde debía estar equivocado, que Dios, que es infinitamente bueno, no podía castigar tan cruelmente a una desgraciada criatura cuyo único crimen era haber amado? Con ingenuidad pueril se repetía a cada instante este razonamiento, y la cuitada esperaba y confiaba: confiaba en el vizconde de Exmés y esperaba en Martín Guerra. ¿Qué esperaba? Ella misma no lo sabía; pero esperaba.
Sin embargo, el silencio que por espacio de dos meses enteros habían guardado amo y criado había sido para ella un golpe rudísimo, y desde el día que oyó las palabras del mensajero de Gabriel anhelaba con impaciencia y temía al mismo tiempo que llegase el día 1.º de enero, plazo que Pedro Peuquoy tuvo el atrevimiento de señalar al vizconde.
Como no podía menos de suceder, los rumores que se difundieron por la ciudad el día 31 de diciembre, vagos al principio, consistentes más tarde y ciertos al fin, referentes a la marcha de los franceses sobre Calais, produjeron en el corazón de la joven estremecimientos de alegría indecible. Oía decir a su hermano y a su primo que entre los invasores se encontraba, a no dudar, el vizconde de Exmés, y era evidente que, encontrándose el vizconde, también estaría su escudero Martín Guerra. Consecuencia para la seducida; había hecho bien en no perder las esperanzas.
Sintió que se le oprimía el corazón cuando, en la mañana del día 1.º de enero, su hermano Pedro la invitó a bajar a la sala de la planta baja, con objeto de convenir en presencia suya con su primo Juan la línea de conducta que deberían adoptar en aquellas circunstancias. La infeliz se presentó pálida y temblorosa ante aquella especie de tribunal doméstico formado por los dos únicos seres que la profesaban un amor casi paternal.
—Aquí me tenéis a vuestras órdenes, primo y hermano míos —dijo con voz conmovida.
—Siéntate, Babette —respondió Pedro, indicándole una silla dispuesta de antemano para ella.
Seguidamente prosiguió con dulzura y gravedad al mismo tiempo:
—En un principio, Babette, cuando vencida por nuestras instancias y nuestras alarmas, te decidiste a confesarnos la dolorosa verdad, recuerdo con sentimiento que no pude dominar mi primer impulso de cólera y de dolor, y te injurié y amenacé: felizmente medió Juan entre nosotros.
—¡Dios bendiga y premie su generosidad y su indulgencia! —exclamó Babette, volviéndose hacia su primo, con las manos juntas y los ojos llenos de lágrimas.
—No hables de eso, Babette, no hables de eso: olvídalo —respondió Juan, más conmovido de lo que quería aparentar—. Lo que yo hice no pudo ser más sencillo y natural, aparte de que no era el mejor medio de remediar tus penas causarte otras mayores.
—Así lo he comprendido más tarde —dijo Pedro—. Por otra parte, Babette, tu arrepentimiento y tus lágrimas me han conmovido, mi furor primero se ha trocado en compasión, y mi compasión en ternura. Te he perdonado de todo corazón el borrón que has echado sobre nuestro apellido, hasta hoy inmaculado.
—El Señor será tan bueno contigo como tú lo eres conmigo, hermano mío.
—Además, Juan me hizo observar que tu desventura quizás pudiera tener remedio, y que el mismo que te arrastró a la comisión de la falta estaba en el deber de repararla.
Babette dobló su frente enrojecida: ella, que esperaba en la reparación, cuando otro creía en ella, desesperaba de alcanzarla.
—A pesar de esa esperanza —repuso Pedro—, que yo acogí con la alegría que es de suponer, llegué a temer que nunca vería la rehabilitación de tu honor y del nuestro, y se fundaba mi temor en el silencio obstinado de Martín Guerra y en que el mensajero que hace un mes envió a Calais el señor vizconde de Exmés ninguna noticia nos trajo de tu seductor. Pero tenemos a los franceses delante de los muros de la ciudad, y yo imagino que entre ellos se hallan el señor vizconde y su escudero.
—Asegúralo, Pedro; asegúralo sin temor de equivocarte —interrumpió Juan.
—No seré yo quien te contradiga, primo. Demos, pues, por cierto que el señor de Exmés y su escudero están cerca de nosotros, tan cerca, que únicamente les separan de esta casa los fosos y las murallas que nos defienden, o, mejor dicho, que defienden a los ingleses. Dime, Babette: ¿cómo opinas que debemos portarnos con ellos? ¿Hemos de recibirles como amigos o como enemigos?
—Lo que tú hagas, hermano mío, bien hecho estará —respondió Babette, temblando de terror al ver el giro que tomaba la conversación.
—¿Pero no presumes cuáles sean sus intenciones?
—Las desconozco en absoluto, ¡ay de mí! Espero: no puedo decir más.
—¿De manera que no sabes si vienen con ánimo de salvarte o resueltos a consumar tu abandono? ¿Ignoras si el cañón que acompaña con su ronca voz mis palabras anuncia a nuestra familia a los libertadores que debemos bendecir o a los infames a quienes es preciso castigar? ¿Nada sabes, Babette?
—¡Dios mío! ¿Por qué me haces esas preguntas a mí, triste joven sin experiencia de la vida, que no sé más que orar y resignarme?
—¿Por qué te pregunto, quieres saber? Escúchame: sabes cuáles fueron los sentimientos que nuestros padres nos inculcaron con respecto a Francia y a los franceses. Los ingleses nunca fueron nuestros compatriotas, sino nuestros opresores, tanto, que puedo jurarte que hace tres meses, no habría habido para mis oídos música más deliciosa que la de los cañones que truenan en este momento.
—Para mí —exclamó Juan—, hoy como siempre, es la voz de mi patria que me llama.
—La patria, mi querido Juan —replicó Pedro—, es un hogar grande, es la familia multiplicada, es la fraternidad ensanchada indefinidamente: pero ¿es que debemos hacerle el sacrificio de la otra fraternidad, del otro hogar, de la otra familia?
—¡Virgen santa! —exclamó Babette—. ¿A dónde quieres ir a parar, Pedro?
—Vas a saberlo, Babette: En las manos rudas, plebeyas y laboriosas de tu hermano, está quizá en este momento la suerte de la ciudad de Calais. ¡Sí! Estas pobres manos, curtidas y ennegrecidas por el trabajo diario, pueden poner en las del rey de Francia la llave de Francia.
—¿Será posible que vacilen? —interrogó Babette, que había mamado con la leche el odio al yugo extranjero.
—¡Oh, noble prima mía! —exclamó Juan Peuquoy—. ¡Sí! ¡Digna eras y eres de toda nuestra confianza!
—Ni mi corazón ni mis manos vacilarían —contestó Pedro imperturbable— si me fuera posible restituir esta hermosa ciudad directamente al rey Enrique II o a su representante el duque de Guisa. Pero las circunstancias lo han combinado en forma que forzosamente hemos de utilizar como intermediario al señor vizconde de Exmés, y…
—¿Y qué? —preguntó Babette, a quien alarmó la reticencia de su hermano.
—Que si es cierto que me llenaría de orgullo y de dicha el poder asociar a esta empresa gloriosa al que fue nuestro huésped, y cuyo escudero debería ser mi hermano, me repugnaría dispensar honor tan grande al caballero sin entrañas que hubiera contribuido a que nos robasen la honra.
—¡El señor de Exmés…! —exclamó Babette—. ¡Tan compasivo…! ¡Tan leal!
—Tan leal y compasivo como quieras, Babette, pero no es menos cierto que señor y escudero supieron tu desventura, el primero porque se lo confesaste tú, el segundo porque se lo dijo su conciencia, y, sin embargo, viendo estás que los dos se callan.
—¿Pero, qué podía decir o hacer el señor vizconde? —objeto Babette.
—Podía, hermana mía, obligar a su escudero, tan pronto como llegó a París, a que volviese al punto y te diese su nombre. Podía haberle enviado, en vez de preferir a un desconocido, con su rescate, y así hubiese liquidado al mismo tiempo la deuda de su bolsillo y la de su conciencia.
—¡No, no! ¡No podía! —dijo con sinceridad Babette, bajando la cabeza.
—¿Cómo que no podía? ¿No manda él en su criado? ¿No tenía derecho a darle esa orden?
—¿Qué sacaba con darle esa orden? —replicó Babette.
—¿Qué sacaba? ¡Me maravilla tu pregunta! ¿No es nada reparar un crimen? ¿No es nada salvar una reputación? ¿Pero te has vuelto loca, Babette?
—¡No, ay, no! ¡Por mi desgracia no me he vuelto loca! —exclamó la pobre joven deshecha en llanto—. ¡Los locos olvidan!
—Entonces, si no estás loca, si conservas la razón, ¿cómo puedes decirme que obró bien el señor de Exmés no haciendo uso de su autoridad, no obligando a su escudero, a tu seductor, a casarse contigo?
—¡Casarse conmigo…! ¡Ah! ¿Podría hacerlo aunque quisiera? —gritó Babette cediendo a su desesperación.
—¿Quién puede impedírselo? —preguntaron a dúo los dos primos.
Entrambos se habían puesto en pie, impulsados por un movimiento irresistible.
Babette cayó de rodillas.
—¡Perdóname! —exclamó, anegada en lágrimas—. ¡Perdóname una vez más, hermano mío! ¡Quería ocultarlo… ni a mí misma me atrevía a confesarlo… pero me hablas de nuestro honor mancillado y perdido, de Francia, del señor de Exmés, del indigno Martín Guerra… ¿qué sé yo?, y mi cabeza se extravía…! ¿Me preguntabas si me había vuelto loca? Creo que, en efecto, la demencia se apodera de mí. Decidme vosotros, que estáis más serenos, si me engaño, si se trata de una ilusión mía, de un sueño, o si dentro de lo humanamente posible cabe lo que me anunció el señor vizconde de Exmés.
—¿Qué fue lo que te anunció? —preguntó Pedro asustado.
—En mi habitación… el día de su marcha… le rogaba yo que entregase a Martín Guerra una sortija… No me atrevía a confesarle a él, un extraño a la familia, mi falta… Pero él debió adivinar, pues de otra suerte no me habría dicho…
—¿Pero qué te dijo? ¡Acaba! —gritó Pedro.
—¡Ay de mí! ¡Qué Martín Guerra estaba casado!
—¡Desgraciada! —bramó Pedro Peuquoy, abalanzándose fuera de sí sobre su hermana y levantando su robusta mano.
—Tu furor me hace comprender que era verdad —repuso con voz moribunda la desgraciada—. ¡Ah, sí! ¡Demasiada verdad!
Y cayó desvanecida sobre el pavimento.
Juan había tenido tiempo de sujetar a su primo por la cintura.
—¿Qué ibas a hacer, Pedro? —le dijo con severidad—. ¡No es esta desdichada la que merece el castigo, sino el miserable que la engañó!
—¡Dices bien! —murmuró Pedro Peuquoy, avergonzado de su ciego arrebato.
Sombrío y taciturno se dirigió hacia un rincón, mientras Juan, inclinado sobre Babette, la prodigaba auxilios con tierna solicitud.
El silencio duró largo rato. Fuera continuaba tronando el cañón.
Babette abrió al fin los ojos y procuró reunir sus ideas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, fijando su mirada vaga en el rostro de Juan inclinado sobre ella.
¡Cosa extraña! Juan no parecía demasiado triste. Su semblante bonachón reflejaba, a la par que un enternecimiento profundo, algo así como un contentamiento secreto.
—¡Qué bueno eres, primo mío! —exclamó Babette estrechando su mano.
La primera frase que el tejedor dirigió a su prima fue:
—¡Ten esperanza, Babette, ten esperanza!
Los ojos de la joven repararon en la expresión sombría y desolada de su hermano, y se estremeció violentamente, porque recordó de improviso todo lo que acababa de suceder.
—¡Perdón, Pedro, perdón! —exclamó.
A una seña de Juan, exhortando a su primo a la conmiseración, Pedro avanzó hacia su hermana, la levantó y la hizo sentar.
—Tranquilízate, que no eres tú el objeto de mi odio. ¡Pobrecilla! ¡Has debido de sufrir tanto…! Serénate y espera, como te recomendaba Juan hace un instante.
—¿Qué puedo esperar ya? —preguntó la joven.
—Reparación, ninguna, es cierto, pero nos queda al menos el recurso de vengarnos —dijo Pedro con torvo ceño.
—Y yo te ofrezco algo más —dijo Juan en voz baja—; yo te brindo venganza y reparación a un mismo tiempo.
Miró Babette sorprendida a Juan, pero antes de que pudiera interrogarle, repuso Pedro:
—De nuevo te perdono, pobre hermana mía, que no es más grave tu falta porque un cobarde te haya engañado dos veces. Mi cariño, Babette, es el mismo de siempre; no ha sufrido disminución.
Babette, alborozada en medio de su dolor, se arrojó en los brazos de su hermano.
—Pero no vayas a creer que mi cólera se ha extinguido —añadió Pedro después del abrazo—. Ha variado de objeto, eso es todo. Hoy no aspira más que a descargar terrible sobre tu infame seductor, sobre el miserable Martín Guerra…
—¡Hermano mío! —interrumpió con voz suplicante Babette.
—¡No! ¡No hay piedad para él! —gritó el artesano—. En cambio debo una reparación a su señor, al vizconde de Exmés, y se la daré.
—Bien te decía yo —terció Juan Peuquoy.
—Sí, Juan; me lo decías y tenías razón, como la tienes siempre. Fui yo quien juzgué mal a ese dignísimo señor. Ahora es cuando veo la explicación de todo. Su mismo silencio fue un rasgo de delicadeza. ¿No habría sido cruel hablarnos de una desgracia irreparable? ¡Yo era el equivocado! ¡Oh! Cuando pienso que ese error mío, error funesto, ha estado a punto de hacerme renegar de mis convicciones de toda la vida, cuando me acuerdo de que estaba casi decidido a hacer pagar a Francia, a quien tanto adoro, una falta que no existía…
—¡Qué base tan incierta, santo Dios, tienen muchas veces los grandes acontecimientos humanos! —exclamó filosóficamente Juan—. Por dicha, nada se ha perdido todavía, gracias a la sinceridad de Babette, que nos ha convencido de que el vizconde de Exmés ha sido siempre digno de nuestra amistad. ¡Ah! Yo conocía bien su noble corazón, pues siempre, en todas las ocasiones y en todos los trances, he tenido ocasión de admirarle, excepto cuando le propusimos el desquite por la pérdida de San Quintín. Su falta de entusiasmo me disgustó sobremanera, pero hoy repara con usura la indecisión que demostró entonces.
El bravo tejedor calló e hizo señas a su primo para que escuchase la voz de los cañones, cuyos estampidos eran por momentos más frecuentes.
—¿Sabes, Juan, lo que nos dice ese cañoneo? —preguntó Pedro.
—Nos dice que tenemos cerca de nosotros al vizconde de Exmés.
—Cierto; pero dice algo más —añadió Pedro al oído de su primo—. Su ronca voz nos repite: Acordaos del cinco.
—Y nos acordaremos, Pedro, ¿verdad?
Las confidencias cambiadas en voz baja alarmaron a Babette, la cual, embebida constantemente en su idea fija, murmuró:
—¿Qué estarán tramando, Virgen Santa? ¡Quiera Dios que si entre los sitiadores está el señor vizconde de Exmés, no le acompañe su escudero!
—¿Te refieres a Martín Guerra? —preguntó Juan, que había oído pronunciar aquel nombre—. ¡Bah! El señor vizconde habrá despedido ignominiosamente a un servidor tan indigno, y habrá hecho muy bien. De ello podrá felicitarse el cobarde seductor, porque nosotros le habríamos muerto como a un perro en cuanto le hubiésemos visto en Calais; ¿no es verdad, Pedro?
—Si no es en Calais, será en París —dijo el inflexible Pedro—, en una u otra parte ha de morir a mis manos.
—¡Oh, Dios mío! ¡Esa era la venganza que yo temía! —exclamó Babette—. Y no es ciertamente por él, a quien desprecio, sino por vosotros, que tan buenos y compasivos sois para mí.
—Es decir, Babette, que si riñésemos él y yo un combate singular, ¿no harías votos por él sino por mí? —preguntó Juan conmovido.
—Esa pregunta, Juan, es el castigo más cruel que podías imponerme. ¿Cómo había yo de vacilar entre tú, tan bueno, tan misericordioso, y él, tan villano, tan canalla?
—Gracias, Babette —dijo Juan—. Es para mí un gran consuelo lo que acabas de decirme, y ten por seguro que Dios ha de premiártelo.
—De lo que estoy seguro es de que Dios castigará al culpable —observó Pedro—. Pero no pensemos ahora en él, que tenemos otras cosas más importantes que reclaman nuestra atención, y sólo disponemos dé tres días para prepararlo todo. Necesitamos salir, conferenciar con nuestros amigos, contar las armas…
Y repitió, bajando mucho la voz:
—¡Juan… acordémonos del cinco!
Un cuarto de hora más tarde, mientras Babette, retirada a su habitación, daba gracias a Dios sin saber de qué, el armero y el tejedor recorrían las calles de la ciudad. Parecía que habían olvidado por completo a Martín Guerra, el cual, dicho sea de paso, ni remotamente soñaba en lo que le preparaban en la ciudad de Calais, donde en su vida había puesto los pies.
Los cañones continuaban tronando, o para decirlo como Rabutin, cargaban y descargaban con furia maravillosa su tempestad de artillería.