Capítulo II

HABRÁN adivinado, sin duda, los lectores, por qué Pedro Strozzi había encontrado a lord Wentworth tan triste y disgustado, y por qué el gobernador de Calais hablaba del vizconde de Exmés poniendo en su actitud tanta altanería y en sus palabras tanto resentimiento.

Diana de Castro le aborrecía más y más a medida que pasaban los días.

Cuando él pedía permiso para visitarla, casi siempre encontraba ella pretextos para dispensarse de recibirle, y si alguna vez se veía precisada a sufrir su presencia, la acogida fría y ceremoniosa que le hacía bien a las claras revelaba los sentimientos que hacia él abrigaba, tanto que de ellas salía el gobernador siempre desconsolado.

Dio un día en su honor una fiesta espléndida, a la que fueron invitadas todas las personas de distinción de la plaza. En su deseo de que la fiesta resultase brillantísima, las invitaciones cruzaron el Estrecho. La concurrencia fue enorme, pero dejó de asistir la festejada; pese a las instancias de lord Wentworth, Diana de Castro permaneció en sus habitaciones.

No por esto disminuía el amor de lord Wentworth, quien, si es cierto que nada esperaba, no lo es menos que se obstinaba en no entregarse a la desesperación. Ya que no otra cosa, deseaba ser para Diana el cumplido caballero que tan alta reputación de galante había dejado en la corte de María de Inglaterra. Colmaba de agasajos y de obsequios a su prisionera, la abrumaba, debiéramos decir, sirviéndola con consideraciones y lujo verdaderamente regios. Había puesto a su servicio un paje francés, había contratado para ella uno de aquellos músicos italianos que tan solicitados eran por la época del Renacimiento, hacía colocar en la cámara de Diana vestidos y joyas de exquisito gusto y de gran valor, que mandaba traer de Inglaterra, pero Diana no quería servirse del paje francés, ni escuchar al músico italiano, ni favorecer con una mirada los vestidos y las joyas.

En vista de tantos desaires y de tan manifiestos desdenes, lord Wentworth se dijo más de una vez que quizás fuera mejor para su reposo aceptar el rescate regio que le ofrecía Enrique II y devolver la libertad a Diana; pero sus celos le hacían pensar que ponerla en libertad equivalía a entregarla al amor dichoso del vizconde de Exmés, y el inglés no encontraba en su corazón fuerza bastante para imponerse semejante sacrificio.

—¡No, no! —se decía—. ¡Ya que no sea mía, que no sea tampoco de nadie!

Entre estas irresoluciones y estas angustias iban deslizándose los días, las semanas y hasta los meses.

El día 31 de diciembre de 1557, lord Wentworth había conseguido que Diana de Castro le recibiese en sus habitaciones. Hemos dicho ya que sólo al lado de Diana respiraba, aun cuando siempre se alejaba de ella más triste que había llegado. Ver a Diana, aunque severa y ceñuda, y escucharla, aunque irónica y desdeñosa, era para él una necesidad imperiosa.

De pie él, y sentada ella junto a la chimenea, hablaban del único asunto que les reunía y les separaba a la vez.

—¿No comprendéis, señora —decía el enamorado gobernador—, que si desesperado por vuestras crueldades, exasperado por vuestros desdenes, llegase a olvidar que soy caballero…?

—Os deshonraríais, milord, pero no me deshonraríais a mí —contestó Diana con entereza.

—¡Nos deshonraríamos los dos, señora! —gritó lord Wentworth—. ¡Estáis en mi poder! ¿Dónde encontraríais refugio?

—En la muerte —respondió con tranquilidad Diana.

Lord Wentworth se puso pálido, tembló al solo pensamiento de ser él el causante de la muerte de Diana.

—Semejante obstinación no es, no puede ser natural —repuso el gobernador moviendo la cabeza—. Seguro estoy de que temeríais impulsarme a extremos desesperados si no conservaseis alguna esperanza… insensata, señora. ¿Es que confiáis en alguna intervención imposible? Con franqueza: ¿de quién esperáis socorro, señora?

—De Dios, del rey…

Calló Diana, suspendiendo la exteriorización de su pensamiento, pero si no terminó la frase, los celos del gobernador leyeron claro en el fondo de su alma.

—Confía en el vizconde de Exmés —dijo para sí lord Wentworth.

Triste, dolorido, se limitó a decir:

—Sí; contad con el rey, y contad con Dios, pero no olvidéis que si Dios hubiese querido socorreros, lo habría hecho el primer día de vuestro cautiverio, y estamos a fin de año, hoy termina, sin haber extendido sobre vos su protección.

—Espero en el año que comienza mañana —replicó Diana, elevando al cielo sus hermosos ojos, como implorando su auxilio.

—En cuanto al rey de Francia, vuestro padre —prosiguió lord Wentworth—, sospecho que embargan toda su atención y reclaman todo su poder otros asuntos demasiado graves para que pueda favorecer a su hija: corre más peligro el reino de Francia que la hija de su soberano.

—¿Será cierto? —interrogó Diana con acento de duda.

—¡Lord Wentworth no miente nunca, señora! ¿Conocéis el estado de los asuntos del rey vuestro padre?

—¿Cómo es posible que lo conozca una prisionera, milord? —replicó Diana sin poder disimular su interés.

—Dispensándome el honor de preguntármelo —contestó lord Wentworth, para quien era motivo de alegría ser escuchado, aunque fuese en calidad de mensajero de desgracias—. Sabed, señora, que el regreso del duque de Guisa a París en nada ha mejorado la triste situación de Francia. Es cierto que han organizado algunas tropas, que han reforzado las guarniciones de algunas plazas, pero nada más. En este momento vacilan, están desorientados, no saben qué hacer. Todas las fuerzas de Francia se han concentrado en el Norte, y han logrado contener la marcha triunfal de los españoles, pero a eso han quedado reducidos sus esfuerzos, puesto que no han emprendido ninguna operación ofensiva. ¿Se dirigirán sobre Picardía? Nadie lo sabe. ¿Intentarán la reconquista de San Quintín, de Ham…?

—¿O de Calais? —interrumpió Diana, mirando con fijeza al gobernador como para ver el efecto que aquel nombre le producía.

Lord Wentworth no pestañeó: con sonrisa desdeñosa, con ademán soberbio, replicó:

—Me permitiréis, señora, que no piense siquiera en tal eventualidad. Quien tenga una idea, por imperfecta que sea, de lo que es guerra, se reirá de tan absurda suposición, y el señor duque de Guisa tiene demasiada experiencia para exponerse, intentando una empresa tan insensata como irrealizable, a ser objeto de la irrisión de todos los que ciñen espada en Europa.

En este punto estaba la conversación, cuando llamaron a la puerta y entró un arquero precipitadamente en la estancia.

Lord Wentworth se dirigió a él con acritud.

—¿Qué pasa para que se atrevan a venir a molestarme? —preguntó.

—Perdonad, milord —respondió el arquero—; lord Derby me envía a toda prisa.

—¿Tan urgente es el motivo? Explicaos… veamos.

—Acaban de anunciar a lord Derby que ayer fue vista una vanguardia de dos mil arcabuceros franceses a unas diez leguas de Calais, y lord Derby me ha mandado que inmediatamente viniera a comunicar la noticia a milord.

—¡Ah! —exclamó Diana sin poder disimular un movimiento de alegría.

—¿Y para comunicarme esa tontería has tenido el atrevimiento de perseguirme hasta aquí, bergante?

—¡Milord…! —exclamó el pobre arquero—. ¡Cómo lord Derby…!

—¡Lord Derby —interrumpió el gobernador— es un ciego que confunde los granos de arena con las montañas! ¡Vete y díselo de mi parte!

—Entonces, milord —dijo el arquero—, las guardias que lord Derby quería reforzar sin pérdida de momento…

—Continuarán como están. Que me dejen tranquilo y no me vengan con pánicos ridículos.

El arquero hizo una reverencia y salió.

—Viendo estáis, milord —observó Diana—, que mis suposiciones que tan insensatas e irrealizables os parecieron, pudieran realizarse, en opinión de uno de vuestros mejores tenientes.

—Me ponéis en el caso de desengañaros de una vez y para siempre con respecto a ese punto, señora —contestó el gobernador con acento de seguridad imperturbable—. Dos palabras mías bastarán para haceros comprender el porqué de esa falsa alarma, que no comprendo que haya podido engañar a lord Derby.

—Decid —instó Diana de Castro, deseosa de adquirir noticias acerca de un punto del que podía depender su suerte o su desgracia.

—Pues bien, señora; voy a ofreceros dos hipótesis, respondiéndoos de que una de ellas es reflejo fiel de la verdad —continuó lord Wentworth—. O los señores de Guisa y de Nevers, que son generales hábiles y prudentes, no me duele confesarlo, pretenden abastecer las plazas de Ardres y de Boulogne, y con ese objetivo a la vista dirigen hacia aquí las tropas que han sido vistas, o bien simulan un movimiento sobre Calais para tranquilizar a Ham y a San Quintín, con objeto de volver bruscamente hacia atrás y sorprender una de las dos ciudades mencionadas.

—Decidme, milord —replicó Diana, cuya impaciencia era mayor que la prudencia—: ¿No pudiera ocurrir que hubiesen simulado un avance sobre San Quintín o Ham con objeto de sorprender a Calais?

Por dicha hablaba Diana con un hombre cuya convicción arraigada en su orgullo nacional y en su orgullo individual, era inconmovible.

—He tenido ya el honor de manifestaros, señora —contestó lord Wentworth con desdén—, que Calais es una de las plazas de guerra que no pueden ser ni sorprendidas ni tomadas. Antes de aproximarse a sus muros, necesitaría el enemigo apoderarse del fuerte de Santa Águeda y hacerse dueño del de Nieullay. Enseñoreado de los dos fuertes, serían precisos quince días de lucha victoriosa en todos los puntos del recinto para tener probabilidades de tomar la plaza, y en esos quince días, Inglaterra, advertida por el gobernador, dispondría de quince veces el tiempo suficiente para acudir en masa al socorro de su preciosa ciudad. ¡Tomar Calais…! ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Perdonad, señora, pero me es imposible contener la risa cuando pienso en semejante desatino!

Ofendida Diana, dijo con cierta amargura:

—Lo que para mí es motivo de dolor, lo es para vos de alegría. ¿Cómo es posible que nuestras almas lleguen a entenderse jamás?

—¡Oh, señora! ¡Sentiría haberos molestado! —exclamó lord Wentworth palideciendo—. ¡Mi intención fue desvanecer ilusiones de imposible realización, y ojalá al desvanecerlas lograse disipar todo lo que puede influir en que nuestras almas no se entiendan! Yo quería demostraros, haceros ver con claridad meridiana, que las esperanzas que abrigáis son quimeras, convenceros de que para concebir la idea de una tentativa como la que vos soñáis sería necesario que en la corte de Francia reinasen vientos de locura.

—Hay locuras heroicas, milord —replicó con arrogancia Diana—. Insensatos grandiosos conozco que no retrocederían ante esta sublime extravagancia impulsados por un amor a la gloria o simplemente por otro amor cualquiera.

—¡Ah, sí! ¡El señor vizconde de Exmés, por ejemplo! —exclamó lord Wentworth, llevado de un furioso arrebato de celos que le fue imposible dominar.

—¿Por quién conocéis ese nombre? —preguntó Diana estupefacta.

—Confesad, señora, que el nombre que yo acabo de pronunciar es el que tenéis en el pensamiento de nuestra conversación, el que invocáis, desde el fondo de vuestra alma, al propio tiempo que lo hacéis a Dios y a vuestro padre, confiando en él como en vuestro tercer libertador posible.

—¿Exigís también que os dé cuenta de mis pensamientos?

—No exijo que me deis cuenta de nada, pero quiero que no ignoréis que lo sé todo, incluso lo que desconocéis vos misma, señora, y que voy a tener el gusto de revelaros hoy, para demostraros cuan poca confianza debéis cifrar en el objeto de vuestros románticos amores. Sé, por ejemplo, que el vizconde de Exmés, prisionero en San Quintín al mismo tiempo que vos, fue, a la par que vos, traído a Calais.

—¡Es posible!

—Es rigurosamente exacto; pero hay más, señora, y conste que os lo voy a decir porque ya no está aquí: el vizconde de Exmés salió de Calais hace dos meses.

—¡Y he ignorado que un amigo mío sufría al mismo tiempo que yo y tan cerca de mí!

—En efecto; lo habéis ignorado, pero no le sucedía otro tanto a él con respecto a vos. Debo confesar que, cuando lo supo, me hizo el honor de dirigirme amenazas formidables; no contento con desafiarme a singular combate, llevando hasta la insania el amor de que vos hablabais hace poco con simpatía admirable, me declaró abiertamente su resolución de tomar a Calais.

—¡Ahora tengo más esperanza que nunca! —exclamó Diana.

—Bueno sería que la perdierais, señora —replicó lord Wentworth—. Debo recordaros que han transcurrido dos meses desde el día en que vuestro vizconde me obsequió con sus terroríficas despedidas. Cierto que he tenido noticias suyas, pues a fin de noviembre, me envió con escrupulosa exactitud el importe de su rescate; pero si liquidó su deuda material, no se acordó siquiera de nuestro aplazado desafío.

—Tened paciencia, milord, que si no me engaño, el señor de Exmés sabrá pagar todas sus cuentas, sean de la clase que sean.

—Me permito dudarlo, señora, porque la fecha del vencimiento está muy próxima.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Diana.

—Hice saber al señor vizconde de Exmés por conducto del mensajero que me envió, que esperaría el efecto de su provocación hasta el día primero de enero de mil quinientos cincuenta y ocho. Estamos a treinta y uno de diciembre…

—Y el plazo no ha expirado; queda una porción de horas…

—Cierto; pero si mañana a esta misma hora no he recibido noticias suyas, me consideraré…

Lord Derby, que penetró precipitadamente, descompuesto y azorado, le impidió terminar la frase.

—¡Milord! —exclamó—. ¡Bien lo decía yo! ¡Son los franceses y su objetivo es Calais!

—¡Quimeras! —replicó lord Wentworth mudando de color a pesar de su fingida seguridad—. ¡No es posible! ¿En qué se fundan vuestros temores? ¡Mentira parece que os hagáis eco de rumores, de hablillas, de terrores quiméricos!

—¡Por desgracia me fundo en hechos, milord! —respondió lord Derby.

—Siendo así, hablad más bajo —dijo el gobernador acercándose a su teniente—. Veamos… ¡Mucha sangre fría! ¿A qué hechos os referís?

Lord Derby contestó en voz baja, tal como le había ordenado su superior.

—Los franceses han atacado de improviso el fuerte de Santa Águeda. Como quiera que ni las murallas ni los hombres estaban preparados para recibirlos, temo mucho que a estas horas sean ya dueños del primer baluarte de Calais.

—Aunque así fuera, todavía les tendríamos muy lejos —replicó con viveza lord Wentworth.

—Es verdad; pero desde el fuerte de Santa Águeda hasta el puente de Nieullay no encontrarían ningún obstáculo, y conviene no olvidar que el puente de Nieullay dista dos millas escasas de la plaza.

—¿Habéis enviado refuerzos a los nuestros?

—Sí, milord; los envié sin vuestra orden y hasta contrariando vuestras órdenes.

—Habéis hecho bien.

—Pero los refuerzos que envié han debido de llegar demasiado tarde.

—¡Quién sabe! No debemos exagerar la gravedad de los hechos. Vais a acompañarme al momento a Nieullay… ¡Esos temerarios van a pagar cara su osadía! Si han tomado ya el fuerte de Santa Águeda, peor para ellos, pues no sólo se lo quitaremos, sino que les escarmentaremos duramente.

—¡Dios lo haga! —exclamó lord Derby—. Por lo pronto, no puede negarse que han entablado la partida con decisión y fiereza.

—No hay que apurarse; el desquite será espantoso. ¿Sabéis quién los manda?

—Se ignora, milord; probablemente serán el duque de Guisa o el señor de Nevers. El alférez que vino a rienda suelta a traer la nueva increíble de la brusca presencia del enemigo me ha dicho que pudo reconocer, no obstante la distancia, en la primera fila de la vanguardia enemiga, a vuestro antiguo prisionero el vizconde de Exmés…

—¡Maldición! —exclamó el gobernador apretando los puños—. ¡Vamos, Derby, vamos volando!

Diana de Castro, con esa finura de percepción que dan las graves circunstancias, había oído casi todo el diálogo, a pesar de que los interlocutores lo sostuvieron en voz muy baja.

Lord Wentworth se despidió de ella diciendo:

—Me dispensaréis, señora, pero me obliga a dejaros un asunto importante…

—Id, milord —interrumpió Diana, poniendo en su acento cierta malicia femenina—. Id, y procurad destruir las ventajas de que tan cruelmente os han privado. Pero tened siempre muy presentes dos cosas: que las ilusiones, cuanto más arraigadas están, tanto mayor confianza inspiran, y segundo, que un caballero francés no suele faltar nunca a su palabra. Aún no estamos a primero de enero, milord.

Lord Wentworth salió furioso sin contestar.