AREMOD con el pensamiento un salto de sesenta leguas de distancia y de quince días de tiempo, y nos trasladamos a Calais hacia fines del mes de noviembre de 1557.
No habían transcurrido veinticinco días desde la partida del vizconde de Exmés, cuando se presentó en las puertas de la plaza fuerte inglesa un mensajero suyo, que pidió ser conducido a presencia del gobernador lord Wentworth, a quien debía hacer entrega del rescate de su antiguo prisionero.
Muy torpe o muy necio debía de ser el tal mensajero a juzgar por sus trazas y movimientos, porque, después de indicarle veinte veces el camino, otras tantas había pasado por delante de la puerta principal que le indicaban, y sin embargo, en vez de llamar en ella, iba como un idiota a aporrear poternas y puertas condenadas. Pero a bien que en el pecado de la torpeza llevó la penitencia, pues el gran imbécil dio tontamente la vuelta completa a los baluartes y fortificaciones del recinto exterior sin encontrar la puerta que buscaba.
Por fin, a fuerza de datos más o menos precisos, consiguieron ponerle en camino, siendo de observar que era tal el poder mágico de su majestad el dinero ya por aquellos tiempos remotos, que cuando se presentó en la puerta principal de la plaza y dijo: «Traigo diez mil escudos para el gobernador», cumplidas a medias las precauciones de rigor, registrado el mensajero y después de recibir órdenes de lord Wentworth, dejaron entrar libremente en Calais al portador de una suma tan respetable.
No cabe dudar que sólo el siglo de oro dejó de ser el siglo del dinero.
El torpe enviado de Gabriel se extravió con frecuencia increíble en las calles de Calais antes de lograr dar con el palacio del gobernador, aunque a cada paso se lo indicaban almas compasivas. No veía cuerpo de guardia que no le pareciera el palacio que buscaba y donde no entrase.
Después de haber perdido así una hora larga para recorrer un camino que otro menos torpe que él habría podido recorrer en menos de diez minutos, quiso Dios que llegase al palacio, objeto de sus afanes.
Casi en el acto fue llevado a presencia de lord Wentworth, quien le recibió con gravedad rayana en tristeza sombría.
Luego que el enviado hubo explicado el objeto de su mensaje y puesto sobre la mesa el saco repleto de oro de que era portador, le preguntó lord Wentworth:
—¿No os ha dado el señor vizconde de Exmés, además del importe de su rescate, otro encargo para mí?
Pedro, que así dijo llamarse el mensajero, miró a lord Wentworth con estupefacción que hacía poco honor a su inteligencia.
—Milord —respondió—; he cumplido la comisión que me encargaron. Mi señor me ordenó que pusiera en vuestras manos este dinero; he cumplido su encargo, y no comprendo, en verdad…
—¡Está muy bien! —exclamó lord Wentworth sonriendo desdeñosamente—. Parece que el señor vizconde de Exmés se ha hecho más razonable, por lo cual le felicito. El aire de la corte de Francia es el del olvido… ¡Tanto mejor para los que lo respiran!
Y bajando la voz, y como hablando consigo mismo, añadió:
—¡El olvido es muchas veces la mitad de la felicidad!
—¿No tiene milord nada que mandarme para mi amo? —preguntó el mensajero, que parecía escuchar con indiferencia estúpida los apartes melancólicos del gobernador.
—Nada he de decir al vizconde de Exmés, toda vez que él nada me dice —contestó secamente lord Wentworth—. No obstante, prevenidle, si queréis, que por espacio de un mes más, es decir, hasta el día primero de enero, esperaré y me tendrá a sus órdenes como caballero y como gobernador de Calais. Él comprenderá.
—¿Hasta el primero de enero? —repitió Pedro—. Se lo diré, milord.
—Ahí tenéis vuestro recibo y esta pequeña gratificación por las molestias del viaje… Tomadla sin reparo.
El mensajero, que al principio había parecido poco dispuesto a aceptar la gratificación, lo pensó mejor y tomó el bolsillo que le ofrecía lord Wentworth.
—Gracias, milord —dijo—. ¿Me permitirá el señor gobernador que le pida un favor?
—¿Qué deseáis?
—Además de la deuda que acabo de pagar, milord, el señor vizconde de Exmés contrajo otra, durante su permanencia aquí, con uno de los habitantes de la ciudad, un tal… ¡Qué cabeza la mía! He olvidado el nombre… ¡Ah, ya me acuerdo! Con un tal Pedro Peuquoy, en cuya casa estuvo hospedado.
—¿Y bien? —preguntó lord Wentworth.
—El favor que deseo solicitar es que milord me permita presentarme en la casa de Pedro Peuquoy para devolverle las cantidades que prestó a mi amo.
—No hay inconveniente; haré que os enseñen la casa —contestó el gobernador—. Tomad el pase para que podáis salir de Calais. Con gusto os daría permiso para que permanecieseis algunos días entre nosotros, pues no dudo que necesitaríais descansar de las fatigas de vuestro viaje, pero los reglamentos de la plaza no permiten a ningún extranjero, y menos a un francés, vivir dentro de sus muros. ¡Adiós, pues, amigo mío, y buen viaje!
—¡Adiós, milord! ¡Buena suerte y muchas gracias!
El mensajero, después de salir del palacio del gobernador y de perderse diez veces más, llegó al fin a la calle de Martroi, donde vivía, como recordarán los lectores, el armero Pedro Peuquoy.
El enviado de Gabriel encontró a Pedro en su taller, más triste aún que había encontrado a lord Wentworth en su despacho. Le recibió el armero, tomándole por un cliente, con fría indiferencia, pero cuando aquel anunció que venía de parte del vizconde de Exmés, la frente del bravo artesano se despejó de repente.
—¿De parte del señor vizconde de Exmés? —repitió.
Dirigiéndose a uno de sus aprendices, que se encontraba bastante cerca para poder oír lo que en el taller se hablase, le dijo con negligencia:
—Quintín; déjanos, y vete a decir a mi primo Juan que acaba de llegar un mensajero del señor vizconde de Exmés.
El aprendiz salió al momento a cumplimentar la orden.
—Ya podéis hablar, amigo mío —repuso con vivacidad Pedro Peuquoy—. ¡Oh! ¡Seguros estábamos de que no nos olvidaría el digno señor vizconde! ¡Hablad, hablad pronto! ¿Qué nos traéis de parte suya?
—Sus cariñosos recuerdos, la expresión de su agradecimiento, esta bolsa de oro y estas palabras: Acordaos del cinco. Me ha asegurado que comprenderíais.
—¿Nada más? —preguntó Pedro Peuquoy.
—Nada más, maestro. ¡Pues no son poco exigentes en este país! —pensó el mensajero—. Parece que no conceden valor a los escudos… En cambio todos tienen pretensiones misteriosas que el diablo entenderá…
—En esa casa vivimos tres personas —repuso el armero—: Mi primo Juan, mi hermana Babette y yo. Habéis desempeñado la comisión que os encargó para mí; ¿pero, no os confió alguna otra para Juan o para Babette?
Juan Peuquoy el tejedor, que entró en aquel momento, tuvo ocasión de oír la siguiente respuesta del mensajero:
—Nada absolutamente me encargó para vos, y su encargo lo he cumplido al pie de la letra.
—¡Ya lo oyes, hermano! —dijo Pedro volviéndose hacia Juan—. El señor vizconde de Exmés nos da las gracias; el señor vizconde de Exmés nos devuelve sin demora este dinero; el señor vizconde de Exmés nos dice: Acordaos, pero el señor vizconde de Exmés no se acuerda.
—¡Ay de mí! —gimió una voz débil detrás de la puerta.
Era la infeliz Babette que lo había oído todo.
—¡Un momento! —exclamó Juan Peuquoy, que se resistía a desesperar—. Decidme, amigo —prosiguió dirigiéndose al mensajero—: Si pertenecéis a la servidumbre del vizconde de Exmés, conoceréis, sin duda, a uno de vuestros compañeros, escudero de vuestro, amo, a un tal Martín Guerra…
—¿A Martín Guerra? ¡Ya lo creo!
—¿Continúa al servicio del señor vizconde?
—Sí.
—¿Y tuvo noticia de que vos veníais a Calais?
—La tuvo, si. Cuando salí del palacio del señor vizconde acompañaba a su… a nuestro amo, y los dos salieron conmigo para dejarme en el camino.
—¿Y ningún encargo os dio para mí ni para ninguna persona de esta casa?
—Vuelvo a repetir que ninguno.
—Ten calma, Pedro, y no te impacientes todavía —observó Juan—. Decid, amigo: ¿es que Martín Guerra os recomendó que dierais en secreto el recado que indudablemente debió confiaros? Si así es, sabed que la precaución es inútil: hoy sabemos todos la verdad. La pesadumbre de la persona… a quien Martín Guerra debe una reparación, nos lo ha descubierto todo; podéis, pues, hablar sin inconveniente en nuestra presencia. No obstante, si algún escrúpulo os quedase, nos retiraremos nosotros, y la persona a quien yo me refiero, y para quien Martín Guerra os ha dado el encargo, entrará inmediatamente y quedará a solas con vos.
—¡Os juro, por mi fe, que no entiendo una palabra de lo que me estáis diciendo! —replicó el mensajero.
—¡Basta, Juan! —exclamó Pedro Peuquoy—. ¡Te supongo más que convencido! ¡Por la memoria de mi padre! ¡Yo no sé qué gusto encuentras en insistir sobre la afrenta que nos hace sufrir!
Juan bajó la cabeza sin responder: comprendía que su primo tenía razón.
—¿Os dignáis contar este dinero, maestro? —preguntó el mensajero, no poco turbado a la vista de la actitud de aquellos dos hombres.
—No hay necesidad —respondió Juan, más sereno, pero no menos triste que Pedro—. Tomad esto para vos, amigo. Voy a disponer que os den de comer y de beber.
—Gracias por la gratificación que me dais —dijo el mensajero, que la aceptó con repugnancia, al parecer—. En cuanto a comer y beber, almorcé hace poco en Nieullay y no tengo hambre ni sed. Además necesito irme en seguida, porque vuestro gobernador me ha prohibido que permanezca mucho tiempo en vuestra ciudad.
—Siendo así, no queremos deteneros más —contestó Juan Peuquoy—. Adiós, amigo. Decid a Martín Guerra… ¡Pero no! ¡Nada tenemos que decirle! Decid al señor vizconde de Exmés que le damos las gracias y que nos acordamos del cinco, pero que esperamos que también él tendrá memoria.
—Y añadidle —dijo Pedro Peuquoy, saliendo por un momento de sus sombrías meditaciones— que continuaremos esperándole durante todo un mes. Treinta días bastan y sobran para que vos podáis llegar a París y vuelva de París un mensajero. Si termina el año sin que recibamos noticias suyas, nos persuadiremos de que en su corazón no cabe la memoria, y lo lamentaremos tanto por él cuanto por nosotros. Ya que su probidad de caballero ha hecho que no olvidara el dinero que le anticipamos, debió recordar con doble motivo los secretos que le fueron confiados. Nada más tengo que decir, amigo mío. Andad con Dios.
—Con Él quedad —contestó el mensajero de Gabriel, poniéndose en pie para partir—. Todas vuestras preguntas y todas vuestras palabras serán repetidas fielmente a mi señor.
Juan Peuquoy acompañó al mensajero hasta la puerta de la calle; Pedro permaneció como aterrado en un rincón.
El torpe mensajero, después de mil nuevas equivocaciones, que le obligaron a rodar mucho tiempo por las confusas e intrincadas calles de Calais, consiguió llegar al fin a la puerta principal, donde exhibió su pasaporte. Previo un registro minucioso de su persona, le permitieron salir al campo.
Recorrió sobre tres cuartos de legua con paso rápido y expresión alegre, y entonces se permitió descansar. Sentado sobre una mullida alfombra de césped, se puso a reflexionar. Gratos sin duda eran sus pensamientos, puesto que sonreía y en sus ojos brillaba la alegría.
—No sé qué diablos les pasa a los habitantes de esa ciudad de Calais, que todos me han parecido tristes, o misteriosos, o entrambas cosas a la vez. Por lo visto, lord Wentworth tiene alguna cuenta que arreglar con el vizconde de Exmés, y los Peuquoy, o mucho me equivoco, o guardan rencor a Martín Guerra… Pero ¡bah!, dejemos esto, que a mí maldito si me interesa. Allá ellos con sus tristezas, de las que no me contagio, porque no debe estar triste quien como yo ha conseguido todo lo que deseaba. No llevo ni un pedazo de papel, ni una letra escrita, pero aquí, en la cabeza, guardo la representación completa. Merced al croquis del señor vizconde de Exmés y a las ideas que he recogido, me siento capaz de dibujar con toda clase de detalles el plano de esa plaza, que tanto entristece a los otros y tanto me alegra a mí.
Recorrió rápidamente con su imaginación las calles, plazas, baluartes y fortificaciones que su torpeza le había permitido visitar, y añadió:
—¡Eso es! ¡Tan claro y preciso como si lo estuviese viendo ahora! El duque de Guisa quedará contento. Gracias a este viaje y a las preciosas indicaciones del capitán de guardias del rey, el vizconde de Exmés y su escudero podrán acudir a la cita que para dentro de un mes les dan lord Wentworth y los Peuquoy. Dentro de seis semanas, si Dios y las circunstancias nos favorecen, seremos dueños de la plaza de Calais, o yo habré dejado de ser quien soy.
Nuestros lectores comprenderán que hubiese sido muy sensible que se realizara el segundo término de la disyuntiva, cuando sepan que quien así hablaba era el mariscal Pedro Strozzi, uno de los ingenieros más hábiles del siglo XVI.
Después de descansar durante algunos minutos, Pedro Strozzi se volvió a poner en marcha como si le urgiera llegar cuanto antes a París. Debemos decir que pensaba mucho en Calais y muy poco en sus habitantes.