Capítulo L

ALOÍSA, asomada a una ventana de la planta baja del palacio, esperaba llena de angustia la vuelta de Gabriel. Cuando le vio llegar, levantó al cielo los ojos llenos de lágrimas, lágrimas de dicha, de gratitud, de júbilo.

—¡Bendito sea Dios! ¡Volvéis al fin, monseñor! —exclamó—. ¿Salís del Louvre? ¿Habéis visto al rey?

—Le he visto —respondió Gabriel.

—¿Y bien?

—Es necesario esperar más.

—¡Esperar más! —exclamó Aloísa juntando las manos—. ¡Santísima Virgen! ¡Es tan triste y tan difícil seguir esperando!

—Sería imposible si, mientras espero, permaneciese inactivo; pero obraré, gracias a Dios, y obrando, podré distraerme durante el camino, puestos los ojos en el término del viaje.

Entró en la sala y arrojó su capa sobre el respaldo de un sillón.

No vio a Martín Guerra, que estaba sentado en un rincón sumergido en profundas reflexiones.

—¡Vamos, Martín… modelo de haraganes! —exclamó Aloísa—. ¿Ni siquiera sabéis quitar la capa a monseñor?

—¡Perdón, oh, perdón! —exclamó Martín Guerra saliendo de su ensimismamiento y poniéndose en pie.

—¡Quieto, Martín; no te molestes! —dijo Gabriel—. Me disgusta, Aloísa, que riñas a mi pobre Martín. Su celo y su adhesión me son ahora más necesarios que nunca, y tengo que hablar con él de asuntos graves.

Cualquier deseo del vizconde de Exmés era para su buena nodriza obligación sagrada, así fue que perdonó al punto al escudero, y hasta le favoreció con una sonrisa, saliendo discretamente de la estancia a fin de dejar a Gabriel en libertad completa.

—Vamos a ver, Martín ¿qué hacías allá cuando yo entré? —preguntó Gabriel—. Con franqueza, ¿cuál era el objeto de tus graves meditaciones?

—Me estaba devanando los sesos, con perdón de monseñor, intentando descifrar el misterio del hombre de esta mañana —respondió Martín Guerra.

—Y qué, ¿has descifrado algo?

—Muy poco, monseñor, muy poco. Confesaré francamente que, por más que abro los ojos, no veo más que una noche muy oscura.

—Pero yo te anuncié, Martín, que creía haber vislumbrado algo que no es precisamente noche oscura.

—Verdad es, monseñor; ¿pero qué es lo que habéis vislumbrado?

—No es llegada la ocasión de decírtelo, Martín… Dime: ¿puedo contar contigo?

—¡Y lo pregunta, monseñor!

—No, Martín; de ello estoy más que persuadido. He querido decir que necesito de ti. Es preciso que por algún tiempo te olvides de ti mismo y que no te acuerdes de aquella sombra que tan malos ratos te hizo pasar, y que te garantizo que disiparemos más adelante. Por ahora me, eres necesario, Martín.

—¡Tanto mejor! ¡Me alegro! ¡Tanto mejor! —exclamó Martín Guerra.

—Pero entendámonos bien: te necesito todo entero, me hace falta tu valor, tu vida. ¿Quieres fiar en mí, aplazar para más adelante tus inquietudes personales y entregarte a mi suerte?

—¡Que si lo quiero! —exclamó Martín—. ¡Pero, monseñor… si es mi deber, mi obligación… y al mismo tiempo mi gusto! ¡Por San Martín, mi patrón! Demasiado tiempo he estado separado de vos. Necesito recobrar el tiempo perdido, y lo recobraré, granice, truene o caigan rayos. Si cada una de mis trusas ocultase legiones enteras de Martines Guerras, aun así podríais estar tranquilo, monseñor, porque me burlaría de ellos, me reiría en sus barbas. Tenga yo ante mis ojos a mi señor, y no veré a nadie más en el mundo.

—¡Corazón valiente! —exclamó Gabriel—. Ten, sin embargo, en cuenta, Martín, que la empresa en que trato de empeñarte está erizada de peligros y rodeada de abismos.

—¡Y qué! ¡Los peligros se vencen, y los abismos se salvan de un salto!

—Nos jugaremos la vida cien veces al día.

—Cuanto más crecido es el tanto, tanto más entretenida resulta la partida.

—Pero es que se trata de una partida terrible que no podremos abandonar, amigo mío, una vez hayamos tomado cartas, hasta que juguemos la última.

—O somos buenos jugadores o no —replicó con gallardía el escudero.

—Te felicito por tu gran resolución, pero sin duda tú no sospechas los lances terribles y los peligros espantosos que lleva consigo la lucha más que humana en que te voy a empeñar, lucha en la que tal vez se estrellarán todos nuestros esfuerzos sin que estos nos valgan ninguna recompensa. ¡Piénsalo bien, Martín! Con sinceridad te digo que la empresa que quiero acometer, cuando la estudio a sangre fría, a mí mismo me da miedo.

—¡Bah! —exclamó Martín Guerra—. Los peligros y yo nos conocemos de antiguo, somos excelentes amigos, y cuando uno ha tenido el honor de ser ahorcado…

—Es que necesitaremos desafiar a los elementos, burlarnos de las tempestades, reírnos de los imposibles…

—¡Nos reiremos! Hablando francamente, monseñor, desde que me ahorcaron, los días que vivo me parecen de gracia, y no voy a regatear con Dios el aumento que se ha servido concederme. Cuando un mercader, después de ajustado un artículo, os hace una rebaja sobre el precio convenido, no se le debe molestar con exigencias, como no sea uno un ingrato y un necio.

—Entonces, Martín, no hay más que hablar; te veo resuelto a unir tu suerte a la mía. ¿Estás decidido a seguirme?

—¡Hasta el infierno, monseñor! ¡Digo! Siempre que no sea para acariciar las barbas de Satán, que por algo es uno buen católico.

—En cuanto a eso, puedes estar tranquilo: si vienes conmigo, podré comprometer tu vida en este mundo, pero nunca tu salvación eterna en el otro.

—¡Pues no necesito más! ¿Pero, no me dijo antes monseñor que necesitaba pedirme algo más que la vida?

—Sí, Martín —contestó Gabriel riéndose de la heroica ingenuidad de la pregunta—. Además de pedirte el sacrificio de tu vida, necesito que me prestes otro servicio.

—¿De qué se trata, monseñor?

—Quiero que busques, y hagas por encontrar, lo antes posible, hoy mismo, si humanamente puedes hacerlo, una docena de compañeros de tu temple, bravos, duros, atrevidos, que no teman al hierro ni al fuego, que sepan soportar sin quejarse el hambre y la sed, el frío y el calor, que obedezcan como angelitos y se batan como demonios. ¿Podrás hacerlo?

—Según. ¿Se les pagará bien?

—Una moneda de oro por cada gota de sangre que viertan. Mi fortuna es lo que menos me importa en la piadosa y ruda empresa que voy a acometer.

—A ese precio, monseñor —contestó el escudero—, en dos horas me comprometo a reuniros unos hampones[16] que no se quejarán de las heridas que reciban: yo os lo aseguro. Otros como ellos no han de encontrarse en Francia, y menos en París. ¿Pero, a quién han de servir?

—A mí —contestó el vizconde de Exmés—, pero no como capitán de guardias. Tomaré parte en la campaña que se prepara como voluntario, como aventurero, y necesito llevar conmigo alguna gente.

—Siendo así, monseñor, puedo disponer desde luego de cinco a seis de nuestros antiguos valientes de la guerra de Lorena. Los pobres diablos se van quedando amarillos desde que vos los licenciasteis… ¡Y no se alegrarán, que digamos, cuando les diga que van a entrar nuevamente en fuego mandados por vos! Puesto que la gente que he de reclutar es para vos, esta noche os presentaré la compañía completa.

—Está muy bien —dijo Gabriel—. Exigirás, como condición necesaria a los que enganches, que deberán estar dispuestos a salir de París en todo momento y a seguirme a donde yo les lleve, sin hacer una pregunta, ni ver siquiera si caminamos hacia el Sur o hacia el Norte.

—Como caminarán hacia la gloria, y el dinero les vendará los ojos, nada verán, monseñor.

—Cuento, pues, con ellos, y contigo, Martín. Por lo que a ti toca…

—No hablemos de mí, monseñor.

—Al contrario, tenemos que hablar de ti. Si salimos con vida de la empresa, me obligo solemnemente en este punto y hora a hacer por ti todo lo que tú hayas hecho por mí, a servirte a mi vez contra tus enemigos hasta librarte de ellos y dejarte tranquilo. Y ahora, venga tu mano, mi fiel escudero, que quiero estrecharla.

—¡Oh, monseñor! —exclamó Martín Guerra, besando con respeto la mano que Gabriel le tendía.

—Sin perder un momento, Martín; a cumplir mi encargo. ¡Discreción y valor! Adiós, que necesito quedarme solo.

—Dispensad la pregunta, monseñor: ¿vais a permanecer en casa? —preguntó Martín.

—Hasta las siete, sí: a las ocho debo estar en el Louvre.

—Siendo así, espero presentaros antes de las siete algunas muestras del personal de vuestra tropa.

Saludó y salió, respirando orgullo y a la vez preocupación por verse investido de tan alta misión.

Gabriel se encerró en su gabinete y dedicó el día al estudio del croquis que a su salida de Calais le entregara Juan Peuquoy, a escribir varias notas, a pasear, y a meditar. Necesitaba ponerse en condiciones de contestar cuantas objeciones pudiera hacerle el duque de Guisa. Sólo interrumpía de vez en cuando sus estudios o sus meditaciones para exclamar con voz firme y corazón inflamado:

«¡Te salvaré, padre mío! ¡Diana… te salvaré!».

Eran próximamente las seis y acababa Gabriel, cediendo a reiteradas instancias de Aloísa, a tomar algún alimento, cuando se le presentó Martín Guerra en actitud grave y ceremoniosa.

—¿Querrá monseñor recibir a seis o siete de los qué aspiran a servir a vuestras órdenes, a Francia y a su rey? —preguntó.

—¡Cómo! ¿Me traes ya seis o siete? —exclamó Gabriel.

—Son seis o siete de los que no tienen la honra de ser conocidos por monseñor, y nuestros antiguos valientes de Metz completarán la docena. Todos anhelan arriesgar su piel por un amo como vos y han aceptado, encantados, cuantas condiciones os habéis servido u os sirváis imponerles.

—¡Diablo! ¡No has perdido el tiempo, Martín! Veamos: introduce a esos hombres.

—Uno a uno, ¿verdad, monseñor? —preguntó Martín Guerra—. Así podréis juzgarles mejor.

—Uno a uno; sea —respondió Gabriel.

—Una palabra más —añadió el escudero—: No tengo necesidad de advertiros, monseñor, que todos esos hombres me son bien conocidos, unos, la mayor parte, personalmente; otros, los menos, por informes exactos y seguros que he tomado. Son de inclinaciones y temperamentos diferentes y de instintos variados, pero su característica común es la bravura a toda prueba. De esta cualidad tan esencial no tengo inconveniente en responder yo, pero me permitiré suplicar a monseñor que sea indulgente con las travesurillas de algunos.

Después de esta arenga preparatoria, salió de la estancia Martín Guerra y volvió a entrar breves segundos después acompañando a un individuo alto, de tez color de badana, ágil de movimientos y de fisonomía plácida y expresiva.

—Ambrosio —dijo Martín, haciendo la presentación de su recluta.

—¿Ambrosio? ¡Nombre extranjero! ¿Supongo que no eres francés? —preguntó Gabriel.

—¿Quién puede saberlo? —dijo Ambrosio—. Me encontraron y recogieron siendo muy niño, y he vivido en los Pirineos con un pie en Francia y otro en España, y ¡por mi vida!, que he sacado buen partido de mi doble bastardía, siempre, por supuesto, sin ofender a Dios ni a mi madre.

—¿En qué te ocupabas? —preguntó Gabriel.

—Os lo voy a decir —respondió Ambrosio—. Neutral entre mis dos patrias, procuré siempre, dentro del estrecho límite de mis recursos, anular las fronteras que las dividen, hacer que la una participase de los beneficios de la otra, y contribuir, como hijo piadoso, fomentando el intercambio de los bienes que cada una de ellas recibió de la Providencia, a su mutua prosperidad.

—En una palabra —dijo Martín Guerra—: Ambrosio era contrabandista.

—Por desgracia —continuó Ambrosio—, denunciado a las autoridades españolas y conocido por las francesas, perseguido a la vez por mis ingratos compatriotas de entrambas vertientes de los Pirineos, tomé el partido de abandonarles y vine a París, ciudad donde los valientes encuentran siempre recursos…

—Y en la que Ambrosio se considerará feliz —interrumpió Martín Guerra—, si logra entrar al servicio del valiente vizconde de Exmés, a cuya disposición pone su intrepidez, su destreza y su larga costumbre de sufrir fatigas y de afrontar peligros.

—Admitido Ambrosio el contrabandista, —dijo Gabriel—: Que entre otro.

Salió Ambrosio y entró otro sujeto de cara de asceta y modales discretos, que llevaba una capa parda muy larga, y un rosario de gruesas cuentas pendiente del cuello.

Martín Guerra le presentó, bajo el nombre de Lactancio.

—Lactancio —añadió el escudero después de hecha la presentación— ha servido a las órdenes del señor almirante Coligny, quien le echa de menos y podrá dar informes a monseñor. No habría abandonado Lactancio el servicio del señor almirante, si no fuese un católico celoso y convencido, por cuyo motivo, le repugna obedecer a un caudillo tildado de hereje.

Lactancio, sin decir una palabra, hacía con la cabeza y las manos movimientos y gestos de aprobación.

—Este piadoso soldado se esmerará, como es su deber, en contentar al señor vizconde Exmés, pero pide que se le concedan toda clase de facilidades y de libertades para cumplir con todo rigor las prácticas religiosas que deben asegurar su eterna salvación. Obligado por la profesión de las armas, que ha abrazado, y por su vocación natural, a batirse contra sus hermanos en Jesucristo y a matar a todos los que pueda, estima Lactancio, muy cuerdamente por cierto, que está en la obligación ineludible de compensar, a fuerza de austeridades, aquellas necesidades crueles. Cuanto mayor ardor despliega Lactancio en las refriegas, con tanta mayor devoción oye la misa, y son incontables los ayunos y penitencias que se ha impuesto por los muertos que ha enviado antes de que les llegase su hora natural a las gradas del trono del Señor.

—¡Aceptado Lactancio el devoto! —dijo, sonriendo, Gabriel.

Lactancio, siempre silencioso, hizo una reverencia profundísima y salió murmurando una oración de acción de gracias dirigida al Altísimo, que le concedía el favor señalado de ser admitido por tan valiente capitán.

Después de Lactancio, Martín Guerra introdujo a un joven, llamado Ivonnet, de estatura regular, fisonomía distinguida y fina y manos pequeñas y bien cuidadas. Desde la gorguera hasta las botas, su indumentaria no solamente era aseada, sino coquetona y elegante. Saludó a Gabriel con la mayor gracia del mundo y se quedó delante de él en apostura respetuosa y gallarda a la vez, sacudiendo con la mano un poco de polvo que vio en su manga derecha.

—He aquí, monseñor, al hombre más decidido de todos los que os presento —dijo Martín Guerra—. Ivonnet, en cuanto principia el combate, es un león furioso a quien nada ni nadie contiene: da estocadas y reparte tajos y cuchilladas con verdadero frenesí, pero donde más se distingue es en los asaltos. Él es siempre el que primero pone el pie en la escala y el que clava el pendón francés en la más elevada de las murallas enemigas.

—¿Entonces, es un verdadero héroe? —preguntó Gabriel.

—Hago lo que buenamente puedo —respondió Ivonnet con modestia—. El señor Martín Guerra aprecia indudablemente en más de lo que valen mis modestos esfuerzos.

—No; os hago justicia —replicó Martín—, y en prueba de ello, después que he elogiado vuestros méritos, quiero manifestar vuestros defectos. Ivonnet, monseñor, sólo es el diablo sin miedo que os he descrito en el campo de batalla. Su valor no despierta si no redobla el tambor, silban las flechas o las balas y truena el cañón. Fuera de la lucha, en la vida ordinaria, Ivonnet es tímido, impresionable y nervioso como una damisela, y su sensibilidad exige los mayores cuidados. No le gusta quedarse solo en la oscuridad, las arañas y los ratones le dan un miedo horrible, y basta que reciba un rasguño en la piel para que pierda el conocimiento. Para que recobre su belicosa audacia precisa que huela a pólvora y que vea sangre; entonces se embriaga y enloquece.

—No importa —respondió Gabriel—. Como no vamos a un baile sino a una fiesta de carnicería, me quedo con Ivonnet el delicado.

Ivonnet hizo al vizconde de Exmés un saludo en toda regla, y salió sonriente y atusándose las guías de su bigote negro.

Entraron a continuación dos colosos tiesos y flemáticos. Entrambos tenían el pelo rubio y su edad respectiva sería aproximadamente de cuarenta y veinticinco años.

—Heinrich Scharfenstein y Frantz Scharfenstein, tío y sobrino, respectivamente —anunció Martín Guerra.

—¡Diantre! —exclamó Gabriel—. ¿Quiénes sois vosotros?

Wir versteen nur ein wenig das franzosich[17] —dijo el mayor de los colosos.

—¡No entiendo! —exclamó Gabriel.

—Nosotros hablar sólo un poco francés —tradujo el coloso menor.

—Son reitres alemanes, condottieri en italiano y mercenarios en español —explicó Martín Guerra—. Venden su brazo al que mejor les paga, y su valentía es proporcionada al precio. Han servido ya a los españoles y a los ingleses, pero dicen que los españoles pagan mal y que los ingleses regatean mucho. Compradlos, monseñor, seguro de que no os habéis de arrepentir de la adquisición. Jamás discuten una orden, y son capaces de colocarse delante de la boca de un cañón con una sangre fría admirable. Para ellos, el valor es asunto de probidad, y con tal de que se les pague con puntualidad la suma estipulada, sufren sin quejarse todas las eventualidades peligrosas o mortales al género de comercio al que se dedican.

—Me quedo con estos dos negociantes del valor, y para mayor seguridad, les pago un mes adelantado —dijo Gabriel—. Pero el tiempo vuela… vengan otros.

Los dos Goliats germánicos llevaron militar y mecánicamente las manos a los sombreros y se retiraron juntos marcando el paso con precisión.

—El que va a entrar ahora se llama Pilletrousse.

Seguidamente entró un individuo de tipo de bandido, vestido haraposamente, y de cara patibularia. Avanzaba con paso incierto, mirando furtivamente a todas partes y desviando la mirada de Gabriel.

—¿A qué viene esa vergüenza, Pilletrousse? —le preguntó Martín Guerra—. Monseñor desea hombres de corazón, y aunque es verdad que eres un poco más… acentuado que todos los otros, en rigor no tienes motivos para sonrojarte.

Volviéndose hacia su señor, prosiguió con gravedad:

—Pilletrousse, monseñor, es lo que pudiéramos llamar un salteador de salteadores. Mientras el país en masa hace la guerra contra los españoles y los ingleses, él la hace, contra quien puede, por cuenta propia. Pilletrousse vigila los caminos reales, visitados por salteadores nacionales y extranjeros, y asalta y roba a los salteadores. A los que nada llevan, no sólo los respeta, sino que los protege. Malas lenguas dicen que es ladrón, pero yo opino que, dado su sistema especial de maniobrar, no roba, sino conquista, porque en rigor, no vive del robo, sino del botín. Se ha penetrado, sin embargo, de la necesidad de regularizar su profesión… errante y de ser menos molesto a los… amigos de lo ajeno, y ha aceptado gustosísimo la proposición que le hice de alistarse bajo las banderas del señor vizconde de Exmés…

—Y el vizconde de Exmés, Martín —contestó Gabriel—, le recibe bajo tu garantía, siempre que en lo sucesivo olvide los caminos y busque teatro para sus hazañas en las plazas fuertes y en los campos de batalla.

—Da las gracias a monseñor, tunante —dijo Martín Guerra al presentado—. Ya eres de los nuestros.

—Gracias, monseñor —dijo efusivamente Pilletrousse—. Prometo no batirme en lo sucesivo contra dos o tres enemigos sino contra diez por lo menos.

—¡Qué me place! —contestó Gabriel.

Siguió a Pilletrousse un sujeto pálido, de expresión melancólica, que parecía contemplar al universo con angustia y tristeza. Daban un sello lúgubre a su rostro las profundas cicatrices y costurones que lo llenaban, cruzándose en todas direcciones.

Martín Guerra le presentó bajo el nombre, tan fatídico como su cara, de Mala-Muerte.

—Cometería el señor vizconde de Exmés una injusticia tremenda —añadió Martín—, si rehusase a Mala-Muerte. Si me es permitido emplear un lenguaje mitológico, diré que Mala-Muerte rinde una pasión sincera y profunda a Belona, pero hasta el presente, ha sido muy desgraciado en su pasión. El desventurado cifra todo su placer en la guerra, no halla contento más que en los combates, no goza más que en medio de las más atroces carnicerías, pero ¡ay!, hasta aquí, puede decirse que únicamente ha conseguido aplicar los labios a los bordes de la copa que contiene el néctar divino de su felicidad. Con tal furia, con frenesí tan ciego se arroja en lo más recio de la contienda, que su cuerpo recoge invariablemente la primera cuchillada que reparten, y cae in continenti en tierra, viéndose obligado a pasar el resto del combate en la ambulancia. Mientras los demás continúan batiéndose, él gime y se desespera, no por el dolor de la herida, sino por hallarse ausente de la pelea. Todo su cuerpo es una cicatriz, pero gracias a Dios es robusto y cura y se repone con pasmosa facilidad. Eso sí, tiene que esperar otra ocasión; y sus ansias no satisfechas le postran y debilitan más que la pérdida de su sangre que gloriosamente vertió. Comprenderá monseñor que sería un cargo de conciencia privar a este melancólico batallador de una alegría que, a la par que repondrá sus agotadas fuerzas, nos proporcionará a nosotros ventajas positivas.

—Acepto con entusiasmo a Mala-Muerte, Martín —dijo Gabriel.

Una sonrisa de satisfacción brilló en el rostro amarillento de Mala-Muerte. Con el fuego del entusiasmo en sus ojos apagados, fue a reunirse con sus camaradas, más animado y alegre que cuando había entrado.

—¿Me los has presentado ya a todos? —preguntó Gabriel a su escudero.

—A todos, monseñor; por el momento, no puedo ofreceros otros. Añadiré que tenía mis dudas, pues no me atrevía a esperar que los aceptarais a todos.

—Descontentadizo habría sido, Martín. Has demostrado tener buen gusto: recibe mi enhorabuena.

—La recibo con alegría, monseñor. Mi opinión es que Mala-Muerte, Pilletrousse, los dos Scharfenstein, Lactancio, Ivonnet y Ambrosio son siete buenos mozos dignos de ser apreciados en mucho.

—Lo creo —dijo Gabriel.

—Y si monseñor se digna recibir a Landry, a Chesnel, a Aubriot, a Contamine y a Balu, nuestros veteranos de la guerra de Lorena, tengo la seguridad de que, puestos a las inmediatas órdenes de monseñor, y secundados por cuatro o cinco buenos mozos de aquí, que se encargarán de servirnos, hemos de formar una compañía que podrá presentar con orgullo nuestro jefe a los amigos, y con más que orgullo aún a nuestros enemigos.

—Tienes razón, Martín; una compañía de brazos y de cabezas de acero. Tú te encargas de armar y de equipar a los doce valientes lo más pronto posible, Martín, pero vete ahora a descansar, que ya has empleado bien el día. Mis tareas, aunque también han sido numerosas, variadas y dolorosas, no han terminado todavía.

—¿Ha de salir aún esta noche monseñor? —preguntó Martín.

—Sí; he de ir al Louvre. El señor duque de Guisa me espera a las ocho —dijo Gabriel poniéndose en pie—. Sin embargo, gracias a tu actividad y celo, creo deshechas de antemano algunas de las dificultades que pudieran presentarse en el curso de la conferencia.

—¡Cuánto me alegro, monseñor!

—Y yo, Martín. No sabes, no puedes saber cuánto me interesa, cuan necesario me es poner en ejecución mi proyecto y acabarlo victoriosamente… ¡Oh! ¡Triunfaré!

Mientras el noble joven sé dirigía al Louvre, no cesaba de repetirse:

—¡Te salvaré, padre mío! ¡Diana, te salvaré!