Capítulo XLIX

DESDE que el duque de Guisa llevaba el título de teniente general del reino, vivía en el mismo palacio real: en la morada de los reyes de Francia dormía, o dicho con más propiedad, velaba todas las noches el ambicioso jefe de la Casa de Lorena.

¡Cómo soñaría despierto aquel hombre bajo los ricos artesonados cuajados de quimeras! Pero, a decir verdad, ¿no había adelantado mucho terreno aquellos sueños desde el día en que confió a Gabriel dentro de su tienda de campaña sus proyectos sobre el trono de Nápoles? ¿Se conformaría ahora con lo que constituía el colmo de sus ambiciones cuando se hallaba frente a los muros de Civitella? ¿El huésped de la mansión real no se diría a sí mismo que podría tal vez ocuparla como dueño y señor? ¿Se sentiría vagamente en sus sienes el tentador roce de una corona? ¿No miraría con sonrisa de complacencia su excelente espada que, más segura que la varita de un mago, ponía sus esperanzas en realidades?

Séanos lícito suponer que, por aquella época, Francisco de Lorena alimentaba ya estos pensamientos. El mismo rey, al llamarle en su socorro, ¿no daba pábulo sobrado a sus ambiciones, por atrevidas e ilimitadas que fueran? Confiarle la salvación de Francia en trance tan desesperado como el que la nación se hallaba era tanto como reconocerle por el primer general de su época. Bien seguro es que Francisco I no hubiese obrado con tanta modestia, que habría desenvainado aquella espada que supo vencer en Marignan, pero Enrique II, aunque personalmente valeroso, carecía de la voluntad que manda y de la fuerza que ejecuta.

El duque de Guisa se decía a sí mismo todo esto, pero comprendía al propio tiempo que no bastaba justificar ante su propia conciencia sus temerarias esperanzas, que era preciso justificarlas a los ojos de la nación entera, que era indispensable comprar sus derechos y conquistar su destino al precio de servicios señalados, de empresas brillantes.

El venturoso general, que había tenido la suerte de detener en Metz la segunda invasión del gran emperador Carlos V, tenía conciencia de que no había hecho aún bastante para atreverse a todo. Aun cuando en la ocasión crítica presente la fortuna continuase siendo su aliada, y lograra rechazar hasta la frontera a los españoles y a los ingleses, no sería tampoco bastante. Para que Francia se le entregase o se dejase tomar, además de reparar sus desastres, era preciso que la deslumbrase con brillantes victorias.

Tales eran las reflexiones que de ordinario embargaban al duque de Guisa desde que regresó de Italia, las mismas que se repetía una vez más el día mismo en que Gabriel de Montgomery formalizaba con Enrique II su nuevo pacto audaz y sublime.

Francisco de Guisa, solo en su cámara, de pie junto a una ventana, miraba al patio sin verle y golpeaba maquinalmente el cristal con las yemas de los dedos.

Uno de sus servidores llamó discretamente a la puerta y anunció, luego que el poderoso duque le dio permiso para entrar, al vizconde de Exmés.

—¡El vizconde de Exmés! —repitió el duque de Guisa, cuya memoria nada tenía que envidiar a la de César, y que, por añadidura, tenía motivos para no haber olvidado a nuestro héroe—. ¡El vizconde de Exmés! ¡Mi joven compañero de armas de Metz, de Renty y de Valenza! ¡Hazle entrar, Thibault, hazle entrar al momento!

El servidor hizo una reverencia y salió para introducir a Gabriel.

Nuestro héroe, y conste que tenía sobrados títulos para que le demos este nombre, sin vacilar un segundo, cediendo a la voz de ese instinto que ilumina el alma en horas de crisis, y que se llama genio cuando envuelve con sus resplandores todo el curso ordinario de la existencia, en cuanto salió del gabinete del rey, como si hubiese presentido los secretos pensamientos que en aquel momento acariciaba el duque de Guisa, se había encaminado en derechura a las habitaciones del teniente general del reino.

Realmente era el único mortal capaz de comprenderle y ayudarle.

El recibimiento que le dispensó su antiguo general le llenó de gozo, y con razón, pues el omnipotente duque de Guisa salió a recibirle a la puerta y le estrechó entre sus brazos.

—¡Sois vos, amigo mío, mi valiente compañero de armas! —exclamó con efusión—. ¿De dónde salís? ¿Qué ha sido de vos desde la pérdida de San Quintín? ¡Cuántas veces me he acordado de vos, y cuántas he preguntado por mi buen amigo Gabriel!

—¿Conque es cierto, monseñor, que he tenido la dicha de ocupar un lugar en vuestra memoria? —contestó Gabriel profundamente conmovido.

—¡Y me lo pregunta, pardiez! —exclamó el duque—. Pues qué, ¿no poseéis un sistema especial de hacer que no os olviden fácilmente las gentes? Coligny, que, entre paréntesis, vale más él solo que todos los Montmorency juntos, me ha referido, aunque con palabras ambiguas y frases poco claras, yo no sé por qué, una parte de vuestras gloriosas hazañas de San Quintín, y eso que, según me decía él mismo, callaba las mejores.

—¡Pues con todo eso, no he hecho bastante! —contestó Gabriel sonriendo con melancolía.

—¡Ambicioso! —exclamó el duque.

—Sí… muy ambicioso; es verdad.

—Pero, gracias a Dios, ya estáis de vuelta, ya estamos reunidos, mi buen amigo. ¿Recordáis aquellos famosos proyectos que hacíamos juntos en Italia? ¡Ay, mi pobre Gabriel! ¡Hoy más que nunca necesita nuestra desgraciada Francia de todo el valor de vuestro brazo! ¡A qué extremos tan tristes la han reducido!

—Todo lo que soy y todo lo que puedo está consagrado a su defensa —respondió Gabriel—. Sólo espero una indicación vuestra, monseñor.

—Gracias, amigo mío. Acepto el ofrecimiento, del que os aseguro que haré uso, y la indicación a que os referís no se hará esperar mucho tiempo.

—En ese caso, seré yo quien deba daros las gracias, monseñor.

—Hablando con franqueza —dijo el duque de Guisa—, cuando más miro en derredor mío, más grave me parece la situación. He tenido que atender a lo más urgente, es decir, organizar la resistencia alrededor de París, presentar al enemigo una liga formidable, detener, en una palabra, sus progresos. Pero todo esto es poca cosa, nada, mejor dicho. Tenemos un San Quintín… Tenemos un Norte… Debo y quiero obrar… ¿pero, cómo?

Se detuvo como esperando la opinión de Gabriel. Conocía los arrestos del joven y en más de una ocasión había seguido sus consejos; pero esta vez guardó silencio el vizconde de Exmés y quedó a la expectativa, como deseando ver venir, por decirlo así, al duque.

Francisco de Lorena prosiguió de esta suerte:

—No me acuséis de lento, amigo mío, que no pertenezco al número de los que vacilan, como sabéis muy bien, sino al de los que piensan y reflexionan. Pero a bien que sobra la recomendación, porque vos os parecéis a mí, sois a la vez resuelto y prudente. Hasta me parece que los pensamientos que encierra vuestra frente juvenil son más austeros que los que guardaba en fechas pasadas; pero no me atrevo a preguntaros. Recuerdo, sí, que teníais grandes deberes que cumplir y que deseabais descubrir y castigar a enemigos poderosos. ¿Tenéis, por ventura, que deplorar otras desgracias además de las que afligen a la patria? Mucho me lo temo, porque os despedí serio y os encuentro triste.

—No hablemos de mí, monseñor; os lo suplico: hablemos de Francia, que aun así hablaremos también de mí.

—Sea. Voy a exponeros con toda franqueza lo que pienso, lo que quiero y lo que me preocupa. Opino que, dadas las circunstancias, es de absoluta necesidad reanimar, por medio de algún éxito ruidoso, la moral de nuestras tropas y nuestra antigua reputación de gloria: precisa pasar de la defensiva a la ofensiva, no limitarse a atenuar nuestros reveses, sino atreverse a compensarlos con una victoria brillante.

—Vuestra opinión, monseñor, es la mía —contestó Gabriel, sorprendido y encantado de una coincidencia tan favorable a sus propios designios.

—¿Sois de mi opinión, verdad? Lo celebro de todas veras. Y decidme: ¿habéis pensado alguna vez en los peligros de Francia y en los medios de salvarla?

—He pensado, no alguna vez, sino muchas.

—Otra pregunta: ¿estaréis, por fortuna, amigo mío, más adelantado que yo? ¿Habéis medido y pesado bien lo enorme de la dificultad? Ese éxito ruidoso, que como yo, opináis que debemos obtener a toda costa, ¿dónde, cuándo y cómo se podría buscar?

—Monseñor, creo saberlo.

—¿Es posible? ¡Oh! ¡Hablad, hablad, amigo mío!

—¡Dios mío! ¡Quizá he hablado demasiado pronto! —contestó Gabriel—. La proposición que deseo someter a vuestro talento es de aquellas cuya ejecución exige largos y laboriosos trabajos de preparación. Muy grande sois, monseñor; y con todo, creo que lo que voy a deciros a vos mismo ha de pareceros desmesurado, enorme.

—Nunca fui propenso a vértigos, amigo mío —dijo el duque sonriendo.

—Lo sé, monseñor; pero… A primera vista, mi proyecto os parecerá, a no dudar, extraño, insensato… hasta irrealizable, aunque en realidad no es más que de difícil ejecución y muy peligroso.

—¡Un atractivo más! —exclamó Francisco de Lorena.

—Quedamos, pues —prosiguió Gabriel—, en que mi idea no os asustará. Repito que los peligros son grandes, pero dispongo de los medios que pueden darnos la victoria. Esta es mi opinión, que espero compartáis cuando os haya hecho una exposición detallada de aquellos.

—Siendo así, hablad, amigo mío… Pero ¿quién viene a interrumpirnos ahora? —preguntó con impaciencia—. ¿Llamas tú, Thibault?

—Sí, monseñor —respondió el servidor dejándose ver sobre el dintel—. Me encargó monseñor que le advirtiese cuando sonase la hora del consejo y acaban de dar las dos. El señor de Saint-Remy y los demás señores vendrán dentro de un momento para acompañar a monseñor.

—Es verdad… es verdad —contestó el duque—. Tenemos consejo a esta hora, y consejo importante. Mi asistencia a él es indispensable. Déjanos, Thibault; introduce aquí a esos señores cuando lleguen. Viendo estáis, Gabriel, que mi obligación me llama cerca del rey. Pero, en espera de que podáis detallarme cómodamente vuestro plan, que debe de ser grande, como vuestro, yo os suplico que satisfagáis brevemente mi curiosidad e impaciencia. En dos palabras, Gabriel, ¿qué es lo que proyectáis?

—En dos palabras, monseñor: Tomar Calais —contestó con tranquilidad Gabriel.

—¡Tomar Calais! —repitió el duque de Guisa dando un salto.

—Olvidáis, por lo visto, monseñor, que me prometisteis no asustaros —repuso Gabriel con la misma sangre fría.

—¿Pero, lo habéis pensado bien? —interrogó el duque—. ¡Tomar Calais, defendido por una guarnición formidable, por murallas inexpugnables y por la mar! ¡Tomar Calais, que pertenece a Inglaterra hace doscientos años! ¡Tomar Calais, guardado como se guardan las llaves de Francia cuando uno las tiene en su poder! Me entusiasma todo lo que es audaz; ¿pero, no os parece que vuestro proyecto entra de lleno en el campo de lo temerario?

—Sí, monseñor —contestó Gabriel—; pero precisamente porque la empresa es temeraria, porque no puede concebirla el pensamiento, porque no ha de imaginarla la sospecha, tiene mayores probabilidades de éxito.

—Pudiera ser… sí… Bien pensado… —murmuró el duque.

—Cuando me hayáis escuchado, monseñor, en vez de decir pudiera ser, diréis será. En cuanto a la conducta que debemos observar, no puede ser más que una: guardar el secreto más impenetrable, engañar al enemigo por medio de alguna maniobra falsa y llegar frente a la ciudad de improviso. Obrando así, en quince días es nuestro Calais.

—Pero no bastan esas indicaciones generales —replicó vivamente el duque—. Necesito que me expliquéis vuestro plan, Gabriel, porque doy por supuesto que tenéis un plan completo…

—Sí, monseñor: un plan sencillo y de seguros resultados.

No pudo principiar Gabriel la exposición de su plan, porque en aquel momento se abrió la puerta de la cámara y entró Saint-Remy seguido de varios caballeros adictos a la Casa de los Guisa.

—Su majestad espera en el consejo al señor teniente general del reino —dijo Saint-Remy.

—Soy con vosotros, señores —contestó Francisco de Lorena, saludando a los recién llegados—. Ya veis que me veo precisado a dejaros —añadió en voz baja volviéndose rápidamente hacia Gabriel—. Pero la idea inaudita y soberbia que habéis sembrado en mi espíritu no me dejará descansar en todo el día; os lo aseguro. Si realmente creéis que vuestro proyecto es viable, yo me siento digno de comprenderos. ¿Podréis volver esta noche a las ocho? Sería nuestra la noche entera y no correríamos riesgo de ser interrumpidos.

—A las ocho en punto estaré aquí —contestó Gabriel—. De aquí a entonces, no desperdiciaré el tiempo.

—Me permito hacer presente a monseñor que son más de las dos —terció Saint-Remy.

—¡Voy! ¡Voy! —contestó el duque.

Dio algunos pasos en dirección a la puerta, se detuvo, volvióse hacia Gabriel, le miró, y acercándose de nuevo a él como si quisiera convencerse de que no había oído mal, repitió con voz muy baja y en tono de interrogación:

Gabriel inclinó afirmativamente la cabeza y contestó sonriendo y con calma perfecta:

—Tomar Calais.

El duque de Guisa salió, y el vizconde de Exmés abandonó el Louvre.