pesar del dominio que sobre si mismo tenía Gabriel, no pudo impedir que la palidez invadiera su rostro y que la emoción hiciese temblar su voz cuando, después de una pausa, dijo al rey:
—Señor: temblando, y lleno al mismo tiempo de una confianza profunda en vuestra real promesa, me atrevo, apenas libre de mi dilatado cautiverio, a recordar a vuestra majestad el compromiso solemne que se dignó contraer conmigo. ¡El conde de Montgomery vive aún, señor! Si así no fuera, habríais atajado hace tiempo a mis palabras…
Hizo una pausa. Sentía en su pecho una opresión terrible. Como el rey continuara inmóvil y mudo, repuso Gabriel:
—¡Pues bien, señor! Supuesto que el conde de Montgomery vive, y ya que, según atestigua el señor almirante, yo prolongué más allá del plazo señalado por vuestra majestad la defensa de San Quintín, de la misma manera que yo, señor, he cumplido con creces mi promesa, no dudo que vuestra majestad me cumplirá la suya… ¡Señor…! ¡Devolvedme a mi padre!
—¡Caballero…! —dijo el rey vacilando y puestos los ojos en Diana de Poitiers, cuyo aplomo y tranquilidad continuaban inalterables.
La situación era difícil para el rey. Se había habituado a la idea de que Gabriel había muerto o sido hecho prisionero, y no esperando que viniese a recordarle la promesa, no cuidó de preparar la contestación.
Las vacilaciones del rey oprimían el corazón de Gabriel.
—¡Señor! —continuó con acento de desesperación—. Es imposible que vuestra majestad haya olvidado su palabra. Vuestra majestad recuerda, sin duda, nuestra solemne conferencia, recuerda el compromiso que eché sobre mis hombros, y recuerda también el que vuestra majestad se impuso con respecto a mí.
A su pesar, el espanto y el dolor del joven hicieron mella en el corazón del rey, cuyos instintos generosos principiaron a despertar.
—Todo lo recuerdo perfectamente —contestó a Gabriel.
—¡Ah, señor! ¡Gracias…! ¡Gracias! —exclamó Gabriel, en cuyos ojos brilló la alegría.
Diana de Poitiers terció en aquel momento en la conversación, diciendo con calma.
—Indudablemente el rey se acuerda de todo, señor de Exmés; el que, si no recuerdo mal, olvida algo, sois vos.
Si un rayo hubiese caído a los pies de Gabriel en medio de un hermoso y sereno día de junio, no habría sido mayor el espanto de nuestro héroe.
—¡Cómo…! —murmuró—. ¿Qué es lo que yo he olvidado?
—La mitad de lo que ofrecisteis, caballero —contestó Diana—. Vos dijisteis a su majestad: «Señor: a cambio de la libertad del conde de Montgomery, yo me comprometo a detener al enemigo en su marcha triunfal hacia el corazón de Francia». Quizás no fueran estas vuestras palabras, pero sí el sentido de las mismas.
—¡En efecto, señora! ¿Pero no lo he cumplido? —preguntó atónito Gabriel.
—Sí —contestó Diana—; pero añadisteis: Y en caso necesario, convirtiéndome de atacado en agresor, me apoderaré de una de las plazas fuertes de que es dueño el enemigo. A esto os comprometisteis, caballero, y si habéis cumplido la primera parte de vuestro compromiso, yo no sé que hayáis hecho buena la segunda. ¿Qué tenéis que decir a esto? Prolongasteis la resistencia de San Quintín durante cierto número de días; no lo niego. Habéis defendido una plaza; ¿pero dónde está la que habéis tomado?
—¡Oh… Dios mío…! ¡Dios mío! —fue todo lo que pudo decir Gabriel, que había quedado anonadado.
—Ya veis —continuó Diana con la misma sangre fría— que mi memoria no sólo no cede en nada a la vuestra, sino que la aventaja. Sólo me resta haceros presente que espero que vos recordaréis ya aquella circunstancia.
—¡Sí…, es cierto… lo recuerdo ahora! —exclamó con amargura Gabriel—. Sin embargo, al hablar como lo hice, quise dar a entender que, en caso de necesidad, me obligaría a hacer cosas imposibles. ¿Porque cabe en lo humano, señor, apoderarse en estos momentos de una plaza fuerte de los españoles o de los ingleses? ¡Yo os conjuro a que me lo digáis con franqueza, señor! Vuestra majestad, al permitirme partir, tácitamente aceptó el primero de mis ofrecimientos, sin que yo pudiese imaginar que, después de llevar a cabo esfuerzos heroicos, después de mi dilatado cautiverio, me obligaría a ejecutar el segundo. ¡Señor…! ¡A vos, a vos me dirijo! ¿No es bastante una ciudad para pagar la libertad de un hombre? ¿No os satisface un rescate tan rico? Porque pronuncié una palabra imprudente en un momento de exaltación, ¿me impondréis a mí, pobre Hércules humano, la obligación de acabar una empresa cien veces más difícil que la primera, de una empresa humanamente irrealizable?
El rey hizo un movimiento para hablar, pero Diana de Poitiers se le adelantó diciendo:
—¿Por ventura es más fácil y realizable, o entraña menos peligro o menos locura, devolver la libertad a un cautivo temible, a un reo del crimen de lesa majestad? Para conseguir un imposible ofrecisteis otro, señor de Exmés, y no es justo que exijáis el cumplimiento de la palabra del rey cuando vos no habéis cumplido todavía la vuestra. No son menos sagradas las obligaciones de un soberano que las de un hijo, caballero; y únicamente servicios inmensos, servicios sobrehumanos prestados al Estado podrían justificar en último extremo a un rey que impusiera silencio a las leyes del reino. Como hijo, estáis en la obligación de intentar la salvación de vuestro padre: conformes; pero no me negaréis que su majestad, como rey de Francia, está en la obligación, no menos sagrada que la vuestra, de guardar a Francia.
La mirada expresiva de Diana, que parecía comentar sus palabras, recordaba de dos modos distintos a Enrique los peligros a que se expondría si dejaba salir vivo de la tumba al viejo conde de Montgomery y el secreto enterrado con él.
Gabriel, apelando al último esfuerzo, dijo tendiendo sus manos hacia el rey:
—¡Señor! ¡Es a vos, a vuestra equidad, a vuestra clemencia, a lo que apelo! ¡Más adelante, con la ayuda del tiempo y de las circunstancias, me comprometo una vez más a dar una plaza fuerte a mi patria o a morir en la demanda; pero entretanto, señor, concededme la gracia de que yo vea a mi padre!
Enrique, aconsejado por la mirada fija y la actitud de Diana, contestó afirmando la voz:
—Cumplid vuestra promesa por entero, y juro a Dios que entonces, no antes, cumpliré yo la mía. Mi palabra, caballero, vale tanto como la vuestra.
—¿Es vuestra última resolución, señor? —preguntó Gabriel.
—¡Mi última resolución!
Gabriel inclinó la cabeza anonadado, vencido, y rebelándose al mismo tiempo contra la terrible derrota sufrida. En un minuto hicieron irrupción en su mente mil pensamientos.
¿Se vengaría de aquel rey ingrato y de aquella pérfida mujer? ¿Se arrojaría en las filas de los reformados? ¿Cumpliría el destino de los Montgomery, asestando a Enrique el golpe mortal, de la misma manera que Enrique lo había dado a su padre? ¿Envolvería a Diana de Poitiers en un mar de vergüenza y de deshonra? ¡Sí! A esta empresa consagraría toda su voluntad y su vida entera, y por lejana e inverosímil que su realización pareciera, la alcanzaría.
¿Pero, y su padre? Antes de que él hubiese cumplido su obra de venganza habría muerto veinte veces. Vengar agrada, pero es mil veces más grato salvar. Dada su posición, quizás fuese menos imposible tomar al enemigo una plaza fuerte que vengarse del rey, con la circunstancia de que la empresa primera era santa y gloriosa y la acción segunda criminal e impía.
Además, hiriendo al rey, perdía para siempre a Diana de Castro, y tomando una plaza fuerte, acaso la ganase.
Cuantos acontecimientos presenció desde aquel día de la rendición de San Quintín pasaron por delante de sus ojos como un relámpago.
En menos tiempo del que hemos tardado en describir el estado de su alma, esta, siempre valiente, siempre enérgica, había tomado ya una resolución, trazado un plan y vislumbrado un éxito.
El rey y su amante vieron con admiración, casi con espanto, que Gabriel alzaba su frente, pálida, sí, pero serena, radiante.
—¡Sea! —dijo solamente Gabriel.
—¿Os resignáis? —preguntó Enrique.
—Me decido —contestó nuestro amigo.
—¡Cómo! ¡Explicaos! —dijo el rey.
—Escuchadme, señor. La empresa, que desde luego me obligo a acometer, de devolveros una plaza fuerte que compense la pérdida de la que tomaron los españoles, os parece desatinada, imposible, desesperada, insensata; ¿no es cierto? Apelo a vuestra buena fe, señor, y a la vuestra también, señora: ¿No lo creéis así?
—Ciertamente —respondió Enrique.
—Así lo creo —dijo Diana.
—Según todas las probabilidades —prosiguió Gabriel—, la tentativa me costará la vida, sin producir otro resultado que de hacerme pasar por un loco ridículo.
—No soy yo quien os la propongo —observó el rey.
—Más prudente sería que renunciaseis a vuestro proyecto —terció Diana.
—He dicho, sin embargo, que estaba resuelto —contestó Gabriel.
Enrique y Diana no pudieron contener un movimiento de admiración.
—¡Tened cuidado! —exclamó el rey.
—¿Cuidado de qué? ¿De perder la vida? —preguntó sonriendo con amargura Gabriel—. ¡Ha mucho tiempo que hice el sacrificio de ella! Lo que no quisiera, señor, es exponerme de nuevo a sufrir decepciones originadas por malas inteligencias o subterfugios. Los términos del compromiso que contraemos ante Dios son ahora claros y precisos. Yo, Gabriel, vizconde de Exmés y vizconde de Montgomery, me obligo a conseguir que una plaza fuerte, que actualmente esté en poder de los españoles o de los ingleses, caiga en el vuestro. No podrá ser una villa o una plaza insignificante, sino tan importante como podáis desearla. Me parece que en mi compromiso no existe ambigüedad.
—Ninguna —contestó el rey.
—Por vuestra parte, vos, Enrique II, rey de Francia, os comprometéis a abrir las puertas del calabozo a mi padre, a entregarme al conde de Montgomery tan pronto como yo reclame su persona. ¿Os obligáis a hacerlo así, señor?
El rey, viendo la sonrisa de incredulidad de Diana, respondió:
—Me obligo.
—Yo doy las gracias a vuestra majestad, pero no es bastante, bien podéis otorgar una garantía más a un pobre insensato que, con los ojos abiertos, va a precipitarse en un abismo. Con los que van a morir, nunca es excesiva la indulgencia. No os pediré un documento firmado por vos, que podría comprometeros y que desde luego me negaríais; pero aquí hay una Biblia. Poned, señor, sobre ella vuestra real mano, y haced el siguiente juramento: «A cambio de una plaza fuerte de primer orden, que deberé al vizconde Gabriel de Montgomery, me obligo, sobre este santo libro, a otorgar al vizconde de Exmés la libertad de su padre, y declaro de antemano, si violo el juramento que presto, absuelto y desligado al mencionado vizconde de la fidelidad y obediencia que hoy debe a mí y a los míos; doy por bueno y justo cuanto hiciere para castigar mi perjurio y le absuelvo ante Dios y ante los hombres aun cuando cometiera un crimen contra mi real persona». Prestad este juramento, señor.
—¿Y con qué derecho me lo pedís? —interrogó Enrique.
—Lo he dicho antes, señor: con el derecho del que va a morir.
El rey dudaba aún; pero la de Poitiers le decía con su sonrisa desdeñosa que podía comprometerse sin temor. Sin duda creía firmemente que Gabriel había perdido la razón, y que más digno era de inspirar lástima que temor.
—¡Consiento! —dijo Enrique, como arrastrado por la fatalidad.
Y repitió, puesta la mano sobre los Santos Evangelios, la fórmula del juramento que le dictó Gabriel.
—Si no para otra cosa —dijo Gabriel luego que terminó el rey—, el juramento que habéis prestado me servirá para evitarme remordimientos. El testigo de nuestro nuevo convenio no es ya sólo la señora Diana de Poitiers, sino el mismo Dios. Debo aprovechar el tiempo. ¡Adiós, señor! Dentro de dos meses habré muerto o abrazaré a mi padre.
Hizo una reverencia al rey y otra a la de Poitiers y salió precipitadamente.
Enrique II, a su pesar, quedó preocupado y triste: Diana rompió a reír a carcajadas.
—¿No os reís como yo, señor? —dijo Diana—. Bien veis que ese loco se pierde y que su padre morirá en el calabozo. ¡Reíd, reíd a vuestro gusto, señor!
—Así lo hago —contestó el rey riendo como su favorita.