Capítulo XLVII

LAS primeras palabras que Gabriel oyó al llegar con Coligny a las puertas del Louvre, le dejaron consternado: el rey no recibía aquel día.

El almirante, no obstante ser sobrino de Montmorency, se había hecho muy sospechoso de herejía y gozaba de muy escaso favor en la corte, y Gabriel de Exmés, el antiguo capitán de guardias del rey, no era ya conocido por ujieres, los cuales habían olvidado su fisonomía y hasta su nombre. Los dos amigos encontraron dificultades sin cuento para que les permitieran rebasar las puertas exteriores, pero mayores y más invencibles fueron los obstáculos que encontraron dentro. Más de una hora de tiempo hubieron de perder en contestaciones, promesas y amenazas; apenas acababan de conseguir que alzasen una alabarda, otra nueva venía a cerrarles el paso. Es decir, se les multiplicaban espantosamente esos dragones, más o menos invencibles, que guardan a los reyes.

A fuerza de instancias consiguieron llegar a la gran galería que precedía al gabinete de Enrique II, pero les fue imposible pasar de allí: la consigna era demasiado severa y terminante. El rey, encerrado con el condestable y con Diana de Poitiers, había ordenado estrictamente que no se le molestase bajo ningún pretexto.

Si Gabriel quería ser recibido por el rey, tendría que esperar toda la noche.

¡Esperar aún, cuando creía tocar el término de tantas luchas, de tantos dolores! La nueva espera era desesperante para aquel joven que tantos peligros había sabido desafiar y vencer.

Sin hacer caso de las palabras con que el almirante procuraba consolarle, y desoyendo las exhortaciones que le dirigía para que tuviese paciencia, Gabriel, próximo a una ventana, miraba tristemente las gotas de agua que empezaba a enviar a la tierra un cielo encapotado, y lleno de cólera y de angustia, apretujaba convulsivamente el puño de su espada.

¿Cómo arrollar a los guardias que le impedían llegar hasta la cámara del rey, dónde probablemente le esperaba la libertad de su padre?

De pronto se alzó el cortinón de la antecámara real y se dejó ver una aparición blanca y radiante que, a juicio del triste joven, iluminó la atmósfera gris y lluviosa.

La juvenil reina-delfina, María Estuardo, atravesaba la galería.

Instintivamente dejó Gabriel escapar un grito y tendió los brazos hacia ella.

—¡Oh, señora! —exclamó, sin darse cuenta de su movimiento ni de sus palabras.

Volvióse María Estuardo, reconoció al almirante y a Gabriel y se dirigió hacia ellos con la sonrisa en los labios, como tenía por costumbre.

—Al fin estáis de vuelta, señor vizconde de Exmés —dijo—. Me alegro de volveros a ver. He oído hablar mucho de vos de algún tiempo a esta parte… ¿Pero, qué buscáis en el Louvre tan temprano? ¿Qué deseáis?

—¡Hablar al rey, señora, hablar al rey! —contestó Gabriel con voz sofocada.

—El señor de Exmés tiene, en efecto, necesidad absoluta de hablar al rey —dijo Coligny—. El asunto es grave y urgente, tanto para él como para el mismo rey, y esos guardias le impiden el paso, diciendo que hasta la noche no hay audiencia.

—¡Como si yo pudiera esperar hasta la noche! —exclamó Gabriel.

—Creo —dijo María Estuardo— que es cierto que el rey acaba de dar en este momento órdenes terminantes. Está con el rey el señor condestable de Montmorency, y francamente… no me atrevo…

Una mirada suplicante de Gabriel impidió que terminase la frase.

—¡Vaya! —repuso—. Si se molesta, tendremos paciencia. ¡Me arriesgo!

Hizo con su diminuta mano una señal a los guardias, que se apartaron respetuosamente, y Gabriel y el almirante pudieron pasar.

—¡Gracias, señora! —exclamó el impetuoso joven—. ¡Gracias a vos, que, semejante a un ángel, os aparecéis a mí siempre que tengo necesidad de que me consuelen en mis aflicciones y calmen mis dolores!

—Ya tenéis libre el paso —dijo sonriendo María Estuardo—. Si su majestad se incomoda demasiado, no reveléis la intervención del ángel, como no sea en último extremo.

Y saludando graciosamente a Gabriel y a su compañero, desapareció.

Gabriel estaba ya a la puerta del gabinete del rey, pero también allí había un ujier dispuesto, al parecer, a cerrarle el paso. Por fortuna, se abrió en aquel instante la puerta y apareció en el dintel Enrique II, dando las últimas instrucciones al condestable.

Nunca fue la resolución la cualidad más saliente del rey. Al tropezar súbitamente con el vizconde de Exmés, retrocedió, y ni siquiera supo irritarse.

Gabriel, cuyo carácter entero hemos tenido varias ocasiones de apreciar, hizo una profunda reverencia y dijo:

—Señor; dignaos recibir la expresión de mi respetuoso homenaje.

Volviéndose a continuación hacia Coligny, que le había seguido, y con objeto de evitarle la dificultad de las primeras palabras, repuso:

—Venid, señor almirante, y cumpliendo la promesa que me habéis hecho, tened la bondad de recordar al rey la parte que tomé en la defensa de San Quintín.

—¡Qué es esto! —exclamó Enrique II, que principiaba a recobrar la sangre fría—. ¿Cómo osáis llegar hasta mí sin estar autorizado? ¿Cómo entráis en esta cámara sin previo anuncio? ¿Cómo os atrevéis a interpelar al señor almirante en mi presencia?

Gabriel, tan audaz en estos casos decisivos como cuando se hallaba en presencia del enemigo, contestó con tono respetuoso pero resuelto:

—He pensado, señor, que vuestra majestad en todo momento está dispuesto a recibir y a escuchar a quien viene a pedir justicia, aunque este sea el último de vuestros vasallos.

Habíase aprovechado del primer retroceso del rey para penetrar atrevidamente en el gabinete donde Diana de Poitiers, pálida y sin rozar apenas al asiento del sillón de encina primorosamente tallado, veía y oía las palabras del temerario vizconde, sin poder, tales eran su furor y su sorpresa, pronunciar una palabra.

Coligny había entrado también, siguiendo a su impetuoso amigo, y Montmorency, compartiendo el estupor general, había tomado el partido de imitarles.

Reinó un momento de silencio. Enrique II, vuelto hacia su manceba, procuraba interrogarla con la vista; pero antes de que el rey hubiese tomado, o aquella le hubiese dictado una resolución, Gabriel, que sabía muy bien que en aquel minuto se jugaba la partida suprema, dijo de nuevo a Coligny, con acento suplicante y digno a la vez:

—Os suplico que habléis, señor almirante.

Montmorency hizo rápidamente señas negativas a su sobrino, pero este, sin prestarles la menor atención, dijo, dirigiéndose al rey:

—Señor: repetiré en síntesis delante del señor vizconde de Exmés lo mismo que creí que era deber mío referiros detalladamente antes de su regreso. A él, y sólo a él, somos deudores de la prolongación de la defensa de San Quintín más allá del plazo señalado por vuestra majestad.

El condestable se encogió desdeñosamente de hombros, pero Coligny, mirándole fijamente, prosiguió con calma:

—Sí, señor: en tres ocasiones, en más de tres ocasiones, el señor vizconde de Exmés ha salvado la ciudad, y sin su valor, sin su energía, Francia, a estas fechas, no se encontraría, como felizmente se encuentra, en vías de salvación.

—Pecáis de exceso de modestia o de exceso de complacencia, sobrino —exclamó el condestable sin poder contener más tiempo su irritación.

—No, señor —replicó Coligny—; me limito a ser justo y veraz: nada más. He contribuido por mi parte con todas mis fuerzas a la defensa de la plaza confiada a mi lealtad; pero el vizconde de Exmés reanimó el valor de los habitantes cuando yo lo veía extinguido para siempre; el vizconde de Exmés introdujo en la plaza socorros que yo ni sabía siquiera que estuviesen tan próximos, y, finalmente, el vizconde de Exmés burló una sorpresa del enemigo que yo no había previsto. Y no hablo de su brillante comportamiento en los combates, porque todos hicimos cuanto pudimos. Quiero, sí, proclamar muy alto lo que ha hecho él solo, aun cuando el inmenso caudal de gloria que adquirió en aquella ocasión disminuya o haga ilusoria la mía.

Volviéndose hacia Gabriel, continuó:

—¿No es así como debo hablar, amigo mío? ¿He cumplido lealmente mi promesa? ¿Estáis contento de mí?

—¡Oh! ¡Os doy las gracias!… no; no basta: bendigo tanta lealtad y virtud —exclamó Gabriel hondamente conmovido, dando un apretón de manos al almirante—. No esperaba menos de vos; pero contad conmigo y con mi eterno reconocimiento. ¡Sí! El que hasta hoy fue vuestro acreedor, se convierte en deudor y os jura que jamás olvidará su deuda.

Mientras tanto, el rey, que tenía fruncido el entrecejo y bajos los ojos, golpeaba impaciente el pavimento con el pie y parecía profundamente contrariado.

El condestable se había acercado a Diana de Poitiers y cambiaba con esta algunas palabras en voz baja. Sin duda se habían puesto de acuerdo, pues Diana sonrió placentera. Su sonrisa, seductora y diabólica, hizo estremecer a Gabriel, que en el aquel momento dirigió por casualidad su vista hacia la bella manceba de Enrique II.

Gabriel, sin embargo, encontró fuerzas para decir:

—No debo deteneros más, señor almirante. Habéis hecho en mi obsequio más de lo que debíais, y si su majestad se digna ahora concederme, como primera recompensa, la honra de una conferencia particular…

—Más tarde, caballero… más tarde, no digo que no —contestó vivamente el rey—. Por el memento es imposible.

—¡Imposible! —repitió con acento de dolor Gabriel.

—¿Por qué imposible, señor? —terció con dulzura Diana, llenando de sorpresa al rey y a Gabriel.

—¡Pues qué… señora… —balbuceó Enrique—, creéis…!

—Creo, señor, que lo más urgente, lo más perentorio para un rey, es dar a cada uno de sus vasallos lo que le es debido. Ahora bien, a mi entender, la deuda que presumo que viene a recordar el señor vizconde de Exmés es de las más legítimas y sagradas.

—¡Sin duda… sí… sin duda! —respondió Enrique II, cuyos ojos intentaban leer en los de su manceba—. Mi voluntad es…

—Escuchar al señor de Exmés sin dilación —interrumpió Diana—. ¡Muy bien, señor! ¡Eso es hacer justicia!

—¿Pero, sabe su majestad —preguntó Gabriel cada vez más atónito—, que yo necesito hablarle a solas?

—El señor de Montmorency se retiraba cuando vos entrabais, caballero —respondió la de Poitiers—. En cuanto al señor almirante, vos mismo os habéis tomado la molestia de decirle que no le detenéis más, y con respecto a mí, que fui testigo del empeño contraído por el rey, y en caso de necesidad podré recordarle los términos precisos del vuestro, espero que no tendréis inconveniente en que me quede.

—Ninguno, señora; antes por el contrario, os lo suplico —murmuró Gabriel.

—Mi sobrino y yo nos despedimos de su majestad y de vos, señora —dijo Montmorency.

Al inclinarse delante de Diana, hizo una seña como para alentarla, aunque presumimos que no necesitaba ella que la estimulasen.

Coligny estrechó la mano de Gabriel y salió siguiendo a su tío.

El rey y la favorita quedaron solos con Gabriel, que no acertaba a comprender la imprevista y misteriosa protección que parecía dispensarle la madre de Diana.