PENAS entraron en la calle de Saint-Jaques, Coligny se detuvo frente a una casa de humilde apariencia. Llamó a su puerta, pequeña y baja, abrióse al punto un ventanillo, y luego que el invisible portero hubo reconocido al almirante, franqueó la puerta.
Gabriel, siguiendo a su noble guía, atravesó un pasillo largo y oscuro, y subió por una escalera carcomida hasta llegar a los desvanes. Coligny llamó a la puerta de la habitación más alta y miserable de la casa dando tres golpes, no con la mano, sino con el pie.
Abrieron al instante la puerta y nuestros visitantes entraron en una cámara de grandes proporciones, pero triste y desnuda. Dos ventanas estrechas, una de las cuales daba a la calle de Saint-Jaques y otra al patio interior, dejaban pasar apenas una claridad opaca. En cuanto a muebles, no había más que cuatro escabeles y una mesa de encina de pies torneados.
Al entrar el almirante, salieron a recibirle dos hombres que, al parecer, le estaban esperando. Otro tercero se quedó discretamente a cierta distancia, delante de la ventana que daba a la calle, y solamente hizo desde allí una reverencia profunda a Coligny.
—Teodoro, y vos, capitán —dijo el almirante a los dos hombres que habían salido a su encuentro—; os traigo y presento a un amigo, que si no ha sido antes de los nuestros, ni lo es ahora, no dudo que ha de serlo en el porvenir.
Los dos desconocidos se inclinaron silenciosos ante el vizconde de Exmés, y seguidamente el más joven, el llamado Teodoro, se puso a hablar en voz baja pero con animación con Coligny.
Retiróse un poco Gabriel para que pudiesen hablar con más libertad, y entonces pudo examinar a su sabor a los hombres a quienes acababa de ser presentado por el almirante, y cuyos nombres ignoraba aún.
El capitán, caballero de facciones pronunciadas y de movimientos decididos, tenía todas las características de los hombres resueltos y de acción. Era alto, moreno y nervudo. Cualquiera, sin poseer grandes dotes de observación, podía leer en su frente la audacia, el ardor en sus ojos y la energía de voluntad en los pliegues de sus labios contraídos.
El compañero de este aventurero altivo parecía más bien un cortesano; era un tipo gracioso, de cara ovalada, regordeta y alegre, de mirada dulce, de gestos y modales finos y elegantes. Su traje, perfectamente ajustado a las leyes de la última moda, formaba singular contraste con el sencillo y austero del capitán.
Llamaba la atención el tercer personaje, el que había permanecido en pie y separado de los demás, a pesar de su actitud reservada, pues las enérgicas líneas de su rostro, su frente espaciosa, la limpidez y profundidad de su mirada, indicaban muy a las claras que era hombre de gran potencialidad mental, un verdadero genio.
Coligny, después de haber cambiado algunas frases con su amigo, se acercó a Gabriel.
—Os pido perdón —le dijo—, pero no soy el único que mando aquí. He tenido que contar con el beneplácito de mis hermanos antes de deciros dónde y en compañía de quién os halláis.
—¿Puedo saberlo ya? —preguntó Gabriel.
—Podéis saberlo, amigo mío.
—¿Dónde estoy?
—En la humilde estancia donde el hijo del tonelero de Noyón, Juan Calvino, celebró las primeras reuniones secretas de los reformados.
—¿Y quiénes son los que me rodean? —preguntó Gabriel.
—Los discípulos del reformador: Teodoro de Beza, que es su pluma, y La Rénaudie, que es su espada.
Gabriel saludó al elegante escritor que debía ser el historiador de las Iglesias reformadas, y al capitán aventurero que sería, poco tiempo después, el provocador del motín de Amboise.
Teodoro de Beza, después de devolver el saludo, dijo:
—Aunque hayáis sido introducido hasta aquí con algunas precauciones, señor vizconde de Exmés, no veáis en nosotros hombres muy peligrosos ni conspiradores tenebrosos. Tres veces por semana nos reunimos en esta casa, pero únicamente para cambiar impresiones, para recibir a los neófitos, o bien para idear los medios de ganar para nuestra causa a aquellos que por el mérito personal que les reconocemos, consideramos que nos conviene que militen en nuestro campo. Agradecemos al almirante que os haya traído aquí, caballero, porque tenemos la seguridad de que figuráis entre los últimos.
—Yo pertenezco a los primeros, es decir a los neófitos —dijo, adelantando con modestia el desconocido que hasta entonces había permanecido separado del grupo—. Yo soy uno de esos soñadores humildes que se aficionan a todo lo nuevo y anhelan acercarse a él y conocerlo.
—No pasará mucho tiempo sin que seáis uno de nuestros miembros más ilustres, Ambrosio —contestó La Rénaudie—. Os presento, señores, a este amigo, que es un cirujano hoy oscuro y apenas conocido, joven todavía, como estáis viendo, pero que será una de las glorias de la cirugía, porque estudia, piensa, y trabaja mucho. Viene espontáneamente a nosotros, y debemos abrirle nuestros brazos, porque no dudo que en breve se hablará con orgullo del eminente cirujano Ambrosio Paré.
—Me hacéis demasiado favor, señor capitán —respondió Ambrosio.
—Con vuestra venia, señores, voy a pronunciar algunas palabras —dijo Gabriel—. Ahora sé ya donde estoy, y adivino los motivos que han impulsado a mi amigo el señor almirante para traerme a esta casa, donde se reúnen los hombres que Enrique II llama sus mortales enemigos. Pero correspondería mal a la confianza de mi noble amigo si no hiciera constar que, dadas las circunstancias que en mí concurren, me es imposible prestar atención a ideas o principios filosóficos o teológicos, porque necesito dedicarla por entero a las personas y a los hechos. La causa que aquí se defiende no puede ser mi causa, aunque quien sabe si será el medio por el cual llegue yo a conseguir el fin que me he propuesto, y en este caso, si combato a vuestro lado lo haré, no en defensa de vuestros principios, sino por mi propio interés. Me diréis que me llevan a vosotros motivos egoístas, motivos demasiados personales, y yo contestaré diciendo que tenéis razón, y que lo mejor que podéis hacer es rechazarme, arrojarme de vuestro lado.
—No, señor de Exmés —contestó Teodoro de Beza—. Preferiríamos, como es natural, que os guiasen fines más puros y elevados, pero vuestra franqueza es ya un mérito que os hace acreedor a pertenecer a los nuestros.
—Cierto —terció La Rénaudie—. No siempre se nos contesta con profesiones entusiastas de fe cuando dirigimos a nuestros neófitos la siguiente pregunta: «¿Qué pedís?».
—¡Ah! —exclamó Gabriel sonriendo con melancolía—. Ambrosio Paré contestaría seguramente: «Pido el reinado de la justicia y del derecho». ¿Adivináis qué respondería yo? Yo contestaría vuestra pregunta con esta otra: «¿Contáis con poder material y numérico bastante, si no para vencer, al menos para luchar?».
Los reformados se miraron sorprendidos.
—Ignoro el móvil de la pregunta —contestó Teodoro de Beza—; no quiero saber el sentimiento que la dicta, porque sea el que sea, estoy pronto a satisfaceros. Contamos con la fuerza material, gracias a Dios, necesaria para luchar, y quien sabe si para vencer. Formamos un partido numeroso, y sin presunción creemos que inspiramos alguna confianza a nuestros amigos y algún terror a nuestros enemigos.
—Si así es —dijo con frialdad Gabriel—, acaso dentro de poco figure yo entre los primeros y os ayude a combatir a los segundos.
—¿Y si no hubiésemos contado con la fuerza material? —preguntó La Rénaudie.
—Habría buscado aliados más poderosos —respondió Gabriel con calma.
Teodoro de Beza y La Rénaudie se miraron consternados.
—Amigos míos —dijo Coligny—; suspended vuestros juicios, que probablemente serían severos en exceso. Testigo he sido de las hazañas del vizconde de Exmés en San Quintín, y quien como él se bate con desprecio tan completo de la vida, dista mucho de tener un alma vulgar. Sé que debe cumplir una misión sagrada y terrible que monopoliza todas sus facultades y no le deja libre ni un átomo de adhesión para que pueda consagrarlo a ninguna otra causa.
—Pero quiero suplir mi falta de adhesión con mi sinceridad —dijo Gabriel—. Si los acontecimientos me obligan a ser de los vuestros, el señor almirante podrá atestiguar si os ofreceré un brazo y un corazón fuertes. Pero declaro una vez más que no puedo entregarme sin cálculo, porque pertenezco por entero a una obra necesaria y terrible que me han impuesto la justicia de Dios y la maldad de los hombres, y mientras esa obra no esté cumplida, me perdonaréis si os digo que no soy dueño de mi suerte. Reclama toda mi existencia el destino de otra persona.
—Será para nosotros motivo de satisfacción serviros, y de orgullo servirnos de vos —observó Coligny.
—Nuestros votos os acompañarán, y nuestras voluntades os ayudarán en caso de necesidad —dijo La Rénaudie.
—¡Oh, gracias, gracias! —exclamó Gabriel—. ¡Gracias, señores, porque no habéis intentado alterar con vuestras palabras la confianza que debo tener en la dura empresa que he de llevar a cabo! ¡Gracias, amigos míos, porque ponéis a mi disposición los medios de obligar a cumplir una palabra empeñada, aunque quién la empeñó sea un rey coronado! No me es posible permanecer más tiempo entre vosotros, necesito despedirme, pero no os diré «adiós», sino «hasta la vista». Pudiera acontecer que vuestras palabras fuesen una semilla que germinase más tarde.
—Lo deseamos porque, sería una felicidad para nosotros —contestó Teodoro de Beza.
—Pero no para mí —replicó Gabriel—, porque os confieso ingenuamente que únicamente la desgracia podrá arrojarme en vuestros brazos. Adiós, señores: debo hallarme en el Louvre a esta hora.
—Y yo os acompaño —dijo Coligny—. Necesito repetir a Enrique II en presencia vuestra lo mismo que tuve el placer de decirle en vuestra ausencia. La memoria de los reyes es flaca, y es preciso que, en el caso presente, el nuestro no olvide ni niegue. Os acompaño.
—No me atrevía a pediros ese favor, señor almirante —contestó Gabriel—; pero acepto reconocido vuestro ofrecimiento.
—Vamos, pues —dijo Coligny.