Capítulo XLV

MI muerte? —preguntó Martín Guerra palideciendo al oír las terribles palabras de Aloísa.

—¡Jesús! ¡Dios mío! —exclamó el campesino en cuanto vio al escudero.

—¿Habrá muerto mi otro yo? —repuso Martín—. ¡Bondad divina! ¿Habré perdido mi existencia de repuesto? ¡Bah! Bien pensado, aunque tengo motivos para afligirme, los tengo mayores para alegrarme. Hable, amigo mío, hable —añadió, dirigiéndose al campesino.

—¡Pero es posible! —dijo el campesino, después de mirar y remirar a Martín con ojos espantados—. ¿Cómo habéis podido llegar antes que yo? Os juro que me he dado toda la prisa que puede darse una persona para desempeñar a conciencia la comisión que me confiasteis y ganar los diez escudos. A no ser que hayáis hecho el viaje a caballo, es absolutamente imposible que me dejarais atrás en el camino, aparte de que, aun viniendo a caballo, os habría visto pasar.

—¡Pero, hombre de Dios! —exclamó Martín Guerra—. ¡Si yo no te he visto en los días de mi vida! Hablas como si me conocieses…

—¡Cómo si os conociese! —repitió el campesino estupefacto—. ¿Habéis olvidado que me confiasteis el encargo de venir aquí y anunciar que Martín Guerra había muerto ahorcado?

—¡Está bueno, amigo mío! Martín Guerra soy yo.

—¿Vos? ¡Imposible! ¿Cómo habíais de anunciar vos mismo vuestro propio ahorcamiento?

—¿Pero, por qué, cómo, dónde y cuándo te he anunciado yo semejante atrocidad? —preguntó Martín.

—¿Lo digo todo? —preguntó a su vez el campesino.

—Todo; absolutamente todo —respondió Martín.

—¿A pesar del encargo que me hicisteis?

—A pesar del encargo.

—¡Vaya! Pues entonces, ya que tan flaco sois de memoria, voy a decirlo todo. Peor para vos que me obligáis. Hace de esto seis días. Por la mañana, estaba yo escardando mi campo…

—Antes de seguir adelante, dinos dónde está tu campo —dijo Martín Guerra interrumpiendo al narrador.

—¿Pero he de decir la verdad… verdadera? —preguntó el campesino.

—¡Claro que sí, animal!

—Pues bien: mi campo está a espaldas de Montargis. Repito que estaba yo escardando, cuando pasasteis vos por el camino, llevando a la espalda un saco de viaje.

«—¡Eh, amigo! ¿Qué se hace? —preguntasteis.

»—Aquí estoy escardando —contesté.

»—¿Y cuánto te vale ese trabajo?

»—Un día con otro, sobre cuatro sueldos.

»—¿Quieres ganarte veinte escudos en dos semanas?

»—¡Oh! ¡Oh!

»—Te pregunto para que me contestes sí o no.

»—Contesto lo primero: sí.

»—Pues bien: vas a emprender inmediatamente la marcha a París. Si andas regularmente, tardarás en llegar de cinco a seis días. Preguntarás por la calle de los Jardines de San Pablo y por el palacio del vizconde de Exmés; a este palacio es adonde te envío. No encontrarás al vizconde, pero sí a una señora, Aloísa, buena mujer, que fue la nodriza del vizconde. Cuando se te presente la señora Aloísa, le dirás: Escucha bien. Le dirás: “Llego de Noyón”. ¿Te vas fijando? No de Montargis, sino de Noyón. “Llego de Noyón, en donde fue ahorcado hace quince días una persona conocida vuestra. Esa persona se llamaba Martín Guerra”. Cuidado con olvidar este nombre: Martín Guerra. “Ahorcaron a Martín Guerra después de robarle el dinero que llevaba, a fin de que no pudiese descubrir a los ladrones. Pero antes de ser llevado a la horca, Martín Guerra tuvo tiempo de encargarme que viniera a participaros su desgracia, a fin, me dijo, de que vos pudierais reunir nuevamente la cantidad necesaria para pagar el rescate de su amo. Como le habían robado, no tenía dinero, pero me prometió que vos me entregaríais diez escudos por mi trabajo. Le he visto ahorcar yo mismo, y después de verle ahorcado y muerto, he venido.

»Estas palabras, sin cambiar una sola, dirás a la buena mujer. ¿Has comprendido? —me preguntasteis.

»—Sí —respondí—. Pero creo que antes me hablasteis de veinte escudos y ahora decís que me darán diez.

»—¡Imbécil! —replicasteis—. ¡Toma los otros diez adelantados!

»—¡Sea en buena hora! ¿Pero qué contesto si la buena mujer Aloísa me pregunta cómo era el señor Martín Guerra, a quien no he visto en mi vida?

»—¡Mírame!

»—Ya os miro.

»—Hazte mi retrato, quiero decir, da mis señas, y esas son las de Martín Guerra.

—¡Qué extraño es todo esto! —exclamó Gabriel, que escuchaba con profunda atención al narrador.

—He venido —continuó el campesino— dispuesto a repetir la lección que me obligasteis a aprender de memoria, y me encuentro con que habéis llegado antes que yo. Verdad es que me he aburrido en el viaje, y que algún rato he pasado en las tabernas, cercenando un poco los diez escudos que me disteis, en la confianza de cobrar pronto los otros diez, pero he tenido buen cuidado de no rebasar el plazo que me fijasteis. Seis días de tiempo me concedisteis, y seis días hace hoy que nos separamos en Montargis.

—¡Seis días! —exclamó Martín Guerra melancólico y pensativo—. ¡Pasé por Montargis hace seis días! ¡Estuve hace seis días en el camino de mi pueblo! Tu narración es tan verosímil, amigo mío, que desde luego te digo que la creo verdadera.

—¡Pues yo no! —exclamó Aloísa—. ¡Ese hombre es un impostor! Dice que habló con vos en Montargis hace seis días, y yo juro que llegasteis hace doce a esta casa, y que no habéis salido de ella.

—Eso es verdad —respondió Martín—; pero mi número dos…

—Además —insistió Aloísa—: Según vuestras afirmaciones, fuisteis ahorcado en Noyón hace más de un mes, y no quince días, como dice este hombre.

—También es verdad: hoy precisamente hace el mes, y en eso estaba pensando cuando desperté esta mañana… Pero mi otro yo…

—¿Volvemos a los disparates? —increpó Aloísa.

—No son disparates, Aloísa —intervino Gabriel—. Creo, por el contrario, que este hombre nos pone en camino de descubrir la verdad.

—¡Oh, mi buen señor! —exclamó el campesino—. Vos estáis en lo cierto… ¿Puedo contar con los diez escudos?

—Sí —contestó Gabriel—; pero necesito que nos dejes tu nombre y las señas del lugar donde podamos encontrarte algún día. Entre la bruma, todavía muy turbia, de las sospechas, comienzo a vislumbrar la comisión de muchos crímenes.

—Sin embargo, monseñor —intentó objetar Martín.

—Dejemos esto —dijo Gabriel interrumpiendo a su escudero—. Tú cuidarás, mi buena Aloísa, de que este hombre se vaya contento. El asunto queda aplazado, pero le llegará su turno. Le aplazo —continuó bajando la voz—, porque, como comprenderás, antes de castigar la traición hecha al escudero, debo vengar la que se ha hecho al señor.

—¡Ay de mí! —murmuró Aloísa.

—Son las ocho —repuso Gabriel—. Hasta mi regreso no recibiré a la servidumbre, porque quiero encontrarme en el Louvre cuando abran sus puertas. Si no logro ver al rey hasta las doce, me entretendré hablando con el almirante y el duque de Guisa.

—En viendo al rey regresaréis al momento, ¿verdad? —preguntó Aloísa.

—Sin perder un minuto. Tranquilízate, mi buena nodriza: una voz interior me dice que saldré vencedor de todos esos obstáculos tenebrosos que la intriga y la audacia acumulan en torno mío.

—¡Así será, si Dios escucha mis ardientes plegarias! —respondió Aloísa.

—Me voy —repuso Gabriel—. Quédate, Martín, porque debo ir solo, y alégrate, porque no tardaremos en justificarte y en librarte de tu pesado opresor. Antes, como ves, debo llevar a cabo otra justificación y otra liberación. Hasta luego, Martín… hasta muy pronto, Aloísa.

Los dos besaron la mano que el joven señor les tendió. Gabriel salió solo, a pie y envuelto en holgada capa, y tomó, grave y altanero, el camino del Louvre.

—¡Ay! —decía para sí la nodriza—. ¡Así vi salir a su padre y no ha vuelto aún!

En el momento en que Gabriel, después de haber pasado el Pont-au-Change, continuaba su camino a lo largo de la Gréve, divisó a lo lejos a un hombre, embozado como él en una capa, más ordinaria que la suya. Aquel hombre llevaba el embozo muy subido y muy encasquetado el sombrero, como si quisiera ocultar su rostro con el embozo de la primera y las anchas alas del segundo.

Aunque Gabriel creyó reconocer al principio el porte y los movimientos de una persona amiga, continuó su camino dispuesto a dejar atrás al embozado, pero este, no bien vio al vizconde de Exmés, hizo un movimiento, titubeó, y deteniéndose al fin, llamó con precaución:

—¡Gabriel! ¡Amigo mío!

Dejó ver parte del rostro y Gabriel le conoció al punto.

—¡Señor de Coligny! —exclamó sin levantar la voz—. ¡Vos aquí, y a estas horas!

—¡Silencio! Os confieso que no quisiera que me reconociesen, espiasen y siguiesen en este momento. Pero, al veros, amigo mío, después de tan larga separación y de lo inquieto que estaba por vuestra suerte, no he podido resistir la tentación de llamaros y de estrecharos la mano. ¿Desde cuándo estáis en París?

—Llegué hace algunas horas y quería ir ante todo al Louvre.

—En este caso, si no tenéis otras ocupaciones, bien podéis acompañarme un trecho, y me referiréis lo que os ha acaecido durante vuestra eterna ausencia.

—Os diré todo lo que pueda decir al más leal y sincero de los amigos, pero antes, señor almirante, quisiera que me permitierais dirigiros una pregunta acerca de un asunto que me interesa vivamente.

—Preveo la pregunta, amigo mío, y creo que también vos debéis prever la respuesta. Deseáis preguntarme si cumplí la promesa que os hice; ¿no es cierto? Queréis saber si referí al rey la parte gloriosa y eficaz que tomasteis en la defensa de San Quintín: ¿acierto?

—No, señor almirante; no es eso lo que deseaba preguntaros, palabra de honor. Os conozco bien, he aprendido a confiar en vuestra palabra, y estoy seguro de que vuestro primer cuidado, al llegar a París, fue cumplir lo que me prometisteis, declarando generosamente al rey, al rey sólo, que en algo contribuí a la defensa de San Quintín. Es más: juraría que exagerasteis los servicios que presté. Todo esto, señor almirante, lo sabía ya, sin necesidad de preguntarlo; pero desconozco, y me importa saberlo, lo que Enrique II contestó al escuchar vuestras nobles palabras.

—¡Ah, Gabriel! —exclamó el almirante—. Enrique II, por toda contestación, me preguntó por vuestro paradero. Me vi en un apuro para contestarle, pues la carta que para mí dejasteis al salir de San Quintín para Calais era muy poco explícita, y se limitaba a recomendarme mi promesa. Contesté al rey asegurándole que no habíais muerto, pero que, según todas las probabilidades, habíais sido hecho prisionero, y que vos, por delicadeza sin duda, no quisisteis advertírmelo.

—¿Qué dijo el rey entonces?

—El rey, amigo mío, dijo: «¡Está bien!», y sus labios dibujaron una sonrisa de satisfacción. Como yo insistiera en ponderar el mérito de vuestros gloriosos hechos de armas y aludiera a las obligaciones que con vos habían contraído el rey y Francia, Enrique II me interrumpió con un «¡Basta!», imperioso, varió de conversación y me obligó a hablar de otra cosa.

—¡Sí… lo que yo presumía! —exclamó con entonación sarcástica Gabriel.

—¡Valor, amigo mío! —repuso el almirante—. Recordaréis que ya en San Quintín os previne que era expuesto a amargos desencantos poner confianza en la gratitud de los grandes de este mundo.

—¡Oh! —exclamó Gabriel con acento de amenaza—. ¡El rey ha podido olvidar impunemente sus promesas mientras me ha creído muerto o prisionero, pero cuando dentro de breves horas reclame yo el cumplimiento de aquellas, será preciso que se acuerde!

—¿Y si a pesar de todo continúa faltándole la memoria? —preguntó el señor de Coligny.

—Señor almirante: cuando un caballero sufre una ofensa, se dirige al rey, para que este haga justicia; pero, cuando el ofensor es el mismo rey, no queda más remedio que dirigirse a Dios para que nos vengue.

—Y yo creo —observó el almirante— que, en caso de necesidad, seríais voluntariamente el instrumento de la venganza divina.

—Vos los habéis dicho, señor almirante.

—Pues bien, creo que es llegada la ocasión de recordaros una conferencia que tuvimos acerca de la religión de los oprimidos, en el curso de la cual os hablé de un medio infalible de castigar a los reyes, sirviendo al mismo tiempo la causa de la verdad.

—Recuerdo muy bien aquella conversación, pues no es la memoria la que me falta. Es muy posible que recurra a vuestro medio, si no precisamente contra Enrique II, al menos contra sus sucesores. El medio en cuestión tiene la misma eficacia contra todos los reyes.

—Siendo así, ¿podéis concederme una hora de tiempo?

—El rey no recibe hasta las doce; disponed de mí hasta el mediodía.

—Venid, pues, conmigo. Sois caballero, me habéis dado pruebas de vuestro carácter, y por tanto, no os exigiré juramento. Basta que me prometáis guardar un secreto inviolable sobre las personas que vais a ver y sobre las cosas que vais a escuchar.

—Prometo un silencio absoluto —contestó Gabriel.

—Seguidme, pues; y si en el Louvre os hacen objeto de alguna injusticia, sabréis al menos que tendréis el desquite en vuestras manos. Seguidme, amigo mío.

Coligny y Gabriel se internaron juntos por el laberinto de callejas estrechas y tortuosas que por aquel tiempo formaban una red alrededor de la calle de Saint-Jaques.