OMO los caminos de Francia eran tan inseguros para Gabriel de Montgomery como para su escudero, hubo aquel de desplegar toda la inteligencia y toda la actividad de su espíritu para evitar los obstáculos que encontró a su paso, y aun así, no entró en París hasta el cuarto día después de su salida de Calais.
Más que los peligros del viaje preocupaban a Gabriel las contingencias que le esperaban en París. Aunque poco dado a soñar despierto, su marcha solitaria le obligaba a pensar sin cesar en el cautiverio de su padre y de Diana, en los medios de libertar a aquellos seres queridos, en la promesa del rey y en el partido que habría de tomar si Enrique II se negaba a cumplirla. ¡Pero no! Enrique II pasaba por el primer caballero de la Cristiandad, y por penoso que le fuera cumplir el juramento que prestó, todo lo más esperaría a que Gabriel viniera a reclamar para perdonar al anciano conde, pero perdonaría… ¿Pero, y si no perdonaba?
Cuando esta idea angustiosa penetraba en la imaginación de Gabriel, producía en su corazón los efectos de una puñalada, sus espuelas se hundían crueles en los ijares de su noble corcel y su mano buscaba instintivamente el puño de su espada.
Por regla general, el dulce y doloroso recuerdo de Diana de Castro devolvía la calma a su espíritu agitado.
Debatiéndose entre estas incertidumbres y estas angustias llegó al fin a las puertas de París la mañana del cuarto día de viaje. Había caminado toda la noche, y las pálidas claridades del alba iluminaban apenas la ciudad cuando nuestro viajero atravesó las calles que conducían al Louvre.
Se detuvo frente a la mansión real, cerrada y dormida, preguntándose si debería esperar o seguir adelante. Pero su impaciencia se acomodaba mal con la inmovilidad, y decidió irse en derechura a su casa, sita en la calle de los Jardines de San Pablo, donde al menos podría saber alguna cosa de lo que deseaba y temía a la vez. El camino que tenía que seguir le obligó a pasar por delante de las siniestras torrecillas del Chatelet.
Hizo alto delante de la puerta fatal. Frío sudor bañaba su frente. Detrás de aquellos muros húmedos se hallaban su pasado y su porvenir. Pero Gabriel no era hombre capaz de perder mucho tiempo en vanas emociones si podía aprovecharlo consagrándolo a la acción. Desechó, pues, sus sombríos pensamientos, y reanudó la marcha diciendo:
—¡Vamos!
Cuando llegó a la puerta de su palacio, que no había visto en tanto tiempo, vio brillar a través de los cristales de la sala baja el resplandor de una luz. La vigilante Aloísa había dejado ya el lecho.
Llamó Gabriel y dijo quien era: unos minutos después le estrechaba entre sus brazos la santa mujer que le había servido de madre.
—¡Al fin os vuelvo a ver, monseñor! ¡Al fin llegáis, hijo mío!
Fue lo único que pudo decir Aloísa.
Gabriel, después de abrazarla, retrocedió un paso y la miró. En su mirada muda palpitaba una interrogación más elocuente que todos los discursos.
Comprendió perfectamente Aloísa, pero esto no obstante, bajó la cabeza y nada dijo.
—¿Conque no hay ninguna noticia de la corte? —preguntó el vizconde, como si no le bastase la revelación que entrañaba el silencio de Aloísa.
—¡Ninguna, monseñor! —respondió la santa mujer.
—¡Oh…! ¡Me lo temía! Si hubiese pasado algo, bueno o malo, tú me lo habrías dicho al darme el primer abrazo… ¿Nada sabes?
—¡Nada, ay, nada!
—¡Lo comprendo! —dijo con amargura el joven—. Me creían prisionero, acaso muerto, y las deudas no se pagan a los prisioneros, y mucho menos a los muertos. Pero van a verme vivo y libre, y será preciso que cuenten conmigo: de grado o por fuerza contarán, yo te lo fío.
—¡Tened cuidado, monseñor! —exclamó Aloísa.
—Nada temas, Aloísa. ¿Está en París el señor almirante?
—Sí, monseñor; vino y ha enviado a preguntar muchas veces si habíais llegado vos.
—Muy bien. ¿Y el señor duque de Guisa?
—También ha llegado: con su esfuerzo dicen que cuenta el pueblo para reparar las desventuras de Francia y los dolores de los ciudadanos.
—¡Quiera Dios que no encuentre dolores que no pueda reparar! —exclamó Gabriel.
—El señor condestable ha descubierto que la señora duquesa de Castro, quien se consideraba perdida, está prisionera en Calais, de donde se espera sacarla muy pronto.
—Sabía que se hallaba en Calais, y también abrigo la misma esperanza que ellos —contestó Gabriel con acento singular—. Pero nada me dices de la causa o motivo de la prolongación de mi cautiverio, es decir, de Martín Guerra, de su mensaje y de su retraso. ¿Qué ha sido de Martín?
—Aquí está, monseñor; tan imbécil y haragán como siempre.
—¿Pues cómo está aquí? ¿Cuándo ha venido? ¿Qué hace?
—Arriba se pasa la vida durmiendo —respondió Aloísa con acritud—. Pretexta que le ahorcaron y dice que está malo.
—¡Qué le ahorcaron! ¿Para robarle el dinero de mi rescate, eh?
—¿El dinero de vuestro rescate, monseñor? ¡Sí, sí! ¡Habladle a ese idiota del dinero de vuestro rescate, y veréis lo que contesta! Dirá que no sabe de qué le habláis. Figuraos, monseñor, que llegó aquí presuroso, alardeando de celo, que me da vuestra carta, reúno los diez mil escudos contantes y sonantes, se los entrego y se va con ellos sin detenerse un minuto. Pasan unos días y veo llegar a Martín Guerra, con las orejas bajas y en estado lastimoso, a Martín Guerra, que pretende hacerme creer que no le he dado un solo escudo. Dice que le hicieron prisionero antes de la toma de San Quintín, que desde entonces no os ha visto y que ignora qué ha sido de vos de tres meses a esta parte. Que no le encargasteis ninguna comisión, ni vino antes a París, que le han golpeado brutalmente, que al fin le ahorcaron, que revivió no sabe cómo y que logró escaparse, entrando por primera vez en París desde que principió la guerra. Esos son los cuentos que nos está repitiendo a todas horas Martín Guerra cuando se habla de vuestro rescate.
—No lo comprendo, Aloísa. Martín Guerra no ha podido distraer el dinero; lo juraría. Estoy firmemente convencido de su honradez, de su afecto y de su lealtad.
—Decís bien, monseñor: Martín Guerra es honrado, pero está loco, y eso es peor, loco sin ideas, loco sin memoria, loco de atar, en una palabra: creedme. No es un bribón, convengo en ello, pero sí un hombre peligroso. Por fortuna, no soy la única que lo ha visto en este palacio: pesa contra él el testimonio unánime de toda la servidumbre. Él podrá negar, pero es lo cierto que recibió de mi mano los diez mil escudos, que por cierto le costó a maese Elyot algún trabajillo reunirlos con la premura que se deseaba.
—Será preciso —dijo Gabriel— que reúna de nuevo, y lo más pronto posible, otra cantidad igual, y, si puede ser, mayor. Pero no se trata de eso por el momento. El día va avanzando y me voy al Louvre: necesito hablar con el rey.
—¡Cómo, monseñor! ¿Sin descansar un rato? Además, monseñor, sin duda no reflexionáis que son poco más de las siete, y que hasta las nueve no se abren las puertas.
—¡Tienes razón! —exclamó Gabriel—. ¡Dos horas más de espera! ¡Dios mío! ¡Dad paciencia para que espere dos horas al que ha tenido que esperar dos meses! Pero, en fin, ya que no puedo ir al palacio real, iré a encontrar al señor de Coligny y al duque de Guisa.
—Es probable que estén en el Louvre —objetó Aloísa—. Además; el rey no suele recibir antes del mediodía, y temo que no podréis verle más pronto. Tenéis, pues, tiempo sobrado para hablar con el señor almirante y con el señor Teniente General del Reino, que este es el nuevo título con que el rey, en las circunstancias difíciles porque atravesamos, ha investido a monseñor el duque de Guisa. Entretanto, monseñor, me atrevo a esperar que no rehusaréis algún alimento, y que recibiréis a vuestros leales servidores, que tanto tiempo hace que suspiran por vuestro regreso.
En aquel momento, como si la Providencia hubiese querido ocupar y distraer la impaciencia del joven, Martín Guerra, advertido sin duda de la llegada de su señor, se precipitó en la cámara, más pálido por efecto de su alegría que por sus padecimientos.
—¡Vos… vos aquí, monseñor…! ¡Oh, qué alegría! —exclamó.
Gabriel recibió con marcada frialdad los transportes de júbilo de su escudero.
—Si felizmente me encuentro aquí, Martín —le dijo—, convendrás conmigo en que no te lo debo a ti, que has puesto todos los medios para que mi cautiverio fuese eterno.
—¡Vos también, monseñor! —gimió el pobre escudero completamente consternado—. ¿También vos, en vez de justificarme pronunciando una palabra, como yo esperaba, afirmáis que yo recibí los diez mil escudos? ¿Y acaso seréis capaz de decir también que me encargasteis que viniera a recogerlos y os los llevase?
—¡Claro que sí! —contestó Gabriel estupefacto.
—¿De modo, monseñor —prosiguió Martín Guerra con voz sorda—, que me creéis capaz a mí, a Martín Guerra, de apropiarme villanamente de un dinero que no me pertenecía, de un dinero destinado a pagar la libertad de mi señor?
—No, Martín; eso no —respondió vivamente Gabriel, a quien conmovió el acento de su leal servidor—. Mis sospechas, te lo juro, jamás me hicieron dudar de tu probidad, y en este mismo instante se lo estaba diciendo así a Aloísa. Pero han podido robarte esa suma, has podido perderla en el camino cuando emprendiste el viaje de regreso.
—¡Cuando emprendí el viaje de regreso! —repitió Martín—. ¿El viaje de regreso para dónde? Porque desde la noche que salimos juntos de San Quintín, ¡que Dios me mate si sé dónde habéis estado! ¿A qué viaje de regreso os referís, monseñor?
—Tu regreso a Calais, Martín, tu regreso a Calais. Por lgera y perdida que tengas la cabeza, no es posible que hayas olvidado a Calais.
—Es verdad; no he olvidado a Calais, porque yo no sé que pueda olvidarse lo que nunca se ha visto —contestó con tranquilidad Martín Guerra.
—¡Pero, desventurado! ¿También me niegas eso? —exclamó Gabriel.
Mandó salir de la habitación a Aloísa, y acercándose a Martín Guerra preguntó:
—¿Y Babette, ingrato?
—¡Babette! ¿Quién es Babette? —preguntó el escudero estupefacto.
—¡La infeliz a quien has seducido, tunante!
—¡Ah, sí! ¡Gúdula! Habéis confundido el nombre, monseñor: la que llamáis Babette es Gúdula… ¡Tenéis razón, sí! ¡Pobre muchacha! Aunque si he de hablar con franqueza, no la seduje yo; se sedujo ella espontáneamente.
—¡Cómo! ¡Otra seducida! Pero, en fin, a esa Gúdula no la conozco, y de consiguiente, no puede inspirarme tanta lástima como la infeliz Babette Peuquoy.
No se atrevió Martín a encolerizarse, pero si hubiese sido del rango del vizconde, a buen seguro que habría perdido la paciencia.
—¡Mirad, monseñor! —dijo—. Desde que llegué, todos me dicen que estoy loco, y tanto me lo repiten, que, ¡por San Sebastián!, seguro estoy de que cuando esto haya terminado seré loco de atar. Por hoy, sin embargo, conservo toda mi razón y toda mi memoria, ¡qué diablo!, y aunque sufro pruebas terribles y llueven sobre mí desgracias… todas las desgracias que debieran repartirse entre dos hombres, en caso de necesidad, sabré contar, punto por punto, todo lo que me ha sucedido durante los tres meses últimos, es decir, desde el día que me separé de vos para no volveros a ver hasta hoy.
—¡Cuenta, Martín, cuenta! Tengo curiosidad de saber cómo explicas tu extraña conducta.
—Cuando salimos de San Quintín para ir a buscar los socorros del señor de Vaulpergues —dijo Martín Guerra—, tomamos diferentes caminos, como supongo que recordaréis, y me aconteció lo que vos habíais previsto: topé con una patrulla enemiga. Fiel a vuestras recomendaciones, probé a ser audaz, pero ¡cosa extraña!, los enemigos me reconocieron al punto. Parece que, antes de encontrarme, había sido ya su prisionero.
—¡Vaya! —interrumpió Gabriel—. ¡Empiezan las divagaciones!
—¡Oh, monseñor! Yo os suplico que me dejéis contar lo que sé y del modo que lo sé, que harto grande es mi desgracia de no ser creído y de no entenderme yo mismo. Después podéis criticar lo que os parezca. Cuando me convencí de que los enemigos me reconocían, monseñor, me resigné, porque yo sabía, y vos lo sabéis como yo, que yo soy dos, y que mi otro yo, sin tomarse la molestia de advertirme, hace de las suyas cuando a bien lo tiene. Digo, pues, que aceptamos resignados nuestra suerte, y hablo en plural, porque en lo sucesivo hablaré de mí, digo, de nosotros, en plural. También nos reconoció Gúdula, una linda flamenca que habíamos raptado, reconocimiento y rapto que nos valieron, dicho sea entre paréntesis, una paliza monumental. En una palabra, nos reconocieron perfectamente todos, todos excepción hecha de nosotros. Referiros todas las calamidades que cayeron sobre nosotros, y enumerar los diferentes amos, cada uno de los cuales hablaba distinta lengua, en cuyo poder caímos, sería, monseñor, el cuento de nunca acabar.
—¡Sí, sí! ¡Abrevia tus duelos!
—Los he sufrido, y bastante peores que los narrados. Mi número dos se había escapado una vez, por cuyo delito le molieron muy lindamente las costillas: mi número uno, el único de quien tengo conciencia y cuyos martirios cuento, logró escaparse de nuevo, pero cometió la torpeza de dejarse atrapar, y el lance le valió que le dejasen por muerto. No escarmenté: me escapé por tercera vez, pero me capturaron de nuevo, merced a una traición doble: la del vino y la de un labriego del país. Quise defenderme, y en efecto, impulsado por el furor de la desesperación y el de la borrachera, cerré contra mis verdugos, los cuales, después de haberme atormentado durante toda la noche de la manera más brutal, me ahorcaron bonitamente poco antes de amanecer.
—¡Qué te ahorcaron! —exclamó Gabriel, creyendo que su pobre escudero recaía en su monomanía—. Dices que te ahorcaron… ¿qué entiendes tú por ahorcar, Martín?
—Entiendo, monseñor, que me izaron, dejándome suspendido entre el cielo y la tierra, después de ajustar a mi cuello el nudo corredizo que previamente hicieron en uno de los extremos de una cuerda de cáñamo, y de sujetar sólidamente el otro extremo a una viga horizontal, apoyada sobre un pie derecho y afianzada por medio de una palomilla, aparato que vulgarmente llaman horca. Creo que a lo que hicieron conmigo, y dejo explicado, en todas las lenguas y dialectos del mundo lo llaman ahorcar, monseñor. ¿No os parece? ¿Hablo con claridad?
—No tan grande como yo desearía, Martín, porque, en realidad, para haber sido ahorcado…
—Me hallo bastante bien de salud, ¿no es cierto? Tenéis razón, pero es porque todavía no conocéis el final de mi historia. Mi dolor y mi rabia, cuando me vi colgado, debieron de contribuir a que perdiese más pronto el conocimiento. Cuando volví en sí, me encontré tendido sobre la fresca hierba y cortada la cuerda que rodeaba mi cuello. Algún viandante, sin duda, me vio bailar en el aire, se compadeció de mi situación, y quiso librar a la horca de aquel fruto humano, aunque confieso que mi misantropía actual me impide dar crédito a semejante versión. Más bien creo que algún ladrón quiso despojarme, y cortó la cuerda para poder registrar más cómodamente mis bolsillos. Me afirma en esta opinión, aunque no es mi ánimo ofender demasiado a la raza humana, el hecho de que desaparecieron mi anillo de boda y mis documentos. De todos modos, agradecido debo de estar a quien me descolgó, porque lo hizo a tiempo. Aunque quedé con el cuello algo dislocado, pude huir por cuarta vez a través de los campos, permaneciendo escondido durante el día y caminando durante la noche, siempre con precaución, y alimentándome con raíces y hierbas, detestable alimento, al que las mismas bestias no creo que puedan acostumbrarse sin trabajo. En fin, después de haberme extraviado cien veces al cabo de quince días tuve la satisfacción de volver a ver a París y de encontrar esta casa, donde me dispensaron un recibimiento peor de lo que creía tener derecho a esperar después de haber pasado por tantas y tan terribles pruebas. He terminado mi historia, monseñor.
—Pues bien —dijo Gabriel—; frente a esa historia podría yo poner otra muy diferente, que he visto con mis propios ojos.
—Será la de mi número dos, monseñor —replicó tranquilamente Martín—. Si no es indiscreción, y tenéis la bondad de narrármela en cuatro palabras, creed, monseñor, que la escucharé con gusto.
—¡Te burlas de mí, bribón!
—¡Oh, monseñor! ¡Bien conocido os es el profundo respeto que me merecéis! Es particular lo que me sucede: mi número dos me ha causado mil trastornos, me ha jugado tretas bien crueles; pues bien, a pesar de todo, me interesa el gran tunante, y… ¡palabra de honor!, estoy seguro de que tendré la debilidad de quererle.
Disponíase Gabriel a contar las fechorías de Arnaldo de Thill, pero achacándolas a Martín Guerra, cuando fue interrumpido por Aloísa, que entró en la estancia seguida de un hombre vestido de campesino.
—¡Otro misterio se nos viene encima! —exclamó Aloísa—. Este hombre dice que ha sido enviado para anunciar vuestra muerte, Martín Guerra.