Capítulo XLIII

UN mes transcurrió sin que variase en nada la situación de los que en Calais dejamos. Pedro Peuquoy fabricaba armas con actividad febril, Juan Peuquoy tejía, y a ratos perdidos fabricaba cuerdas de longitud extraordinaria, y Babette Peuquoy lloraba sin cesar.

Por lo que se refiere a Gabriel, únicamente diremos que su espera había pasado por todas las fases predichas por Arnaldo de Thill al condestable. Esperó con paciencia los quince días primeros, pero, pasados estos, se apoderó de él la desesperación.

Rara vez iba al palacio del gobernador, y de día en día eran más cortas las visitas que a lord Wentworth hacía. La amistad entre los dos se había enfriado mucho desde el día que Gabriel pretendió mezclarse temerariamente en los asuntos del gobernador.

Este, con satisfacción lo haremos constar, estaba triste, y su tristeza aumentaba todos los días. Y no eran ciertamente los tres mensajes que el rey de Francia le había enviado después de la marcha de Arnaldo la causa de la inquietud de lord Wentworth. Los tres mensajes, que se sucedieron muy de cerca unos a otros, pedían, el primero con política, el segundo con acritud y el tercero con amenazas, la misma cosa, es decir, la libertad de la señora de Castro, previo el pago de un rescate, que debería fijar el gobernador de Calais. Lord Wentworth había dado la misma contestación a los tres mensajes: que tenía en rehenes a la señora duquesa de Castro, para canjearla, si lo consideraba oportuno, por algún prisionero importante durante la guerra, o para devolverla al rey sin rescate después de firmada la paz. Estaba en su derecho, y desafiaba, al amparo de sus inexpugnables murallas, la cólera de Enrique II.

No; no era esta cólera la causa de su inquietud, aunque se preguntaba asombrado cómo había podido el rey de Francia tener noticia del cautiverio de Diana: lo que le inquietaba, lo que le desesperaba, era la indiferencia creciente y de día en día más desdeñosa de su hermosa prisionera. Ni la sumisión más rendida ni las atenciones y galanterías más exquisitas habían conseguido suavizar ni ablandar a la altiva y desdeñosa señora de Castro. Siempre triste, siempre serena y orgullosa ante el apasionado gobernador, si alguna vez este aventuraba una palabra de amor, bien que sin salirse, justo es decirlo, de la digna reserva que le imponía su calidad de caballero, una mirada altanera y dolorida a la vez venía a clavarse como un puñal en el corazón del pobre lord Wentworth y a lastimar el orgullo del gobernador. No se había atrevido a hablar a Diana de la carta dirigida por ella a Gabriel, ni de las tentativas hechas por el rey de Francia para obtener la libertad de su hija: tal era el miedo que tenía de escuchar una palabra amarga, una frase irónica de aquella boca encantadora y cruel.

Diana, al no volver a ver a la camarera que tuvo la audacia de ser portadora de su billete, comprendió que se había frustrado la probabilidad en que al principio fundó algunas esperanzas. No perdió, empero, el valor, oraba y esperaba. Confiaba en Dios, y, en último resultado, en la muerte.

El último día de octubre, término del plazo que Gabriel se había señalado para esperar a Martín Guerra, resolvió el prisionero ir a visitar al gobernador y pedirle, como favor especial, permiso para enviar a París un segundo mensajero.

A eso de las dos de la tarde salió de la casa de los Peuquoy, dejando a Pedro pulimentando una espada, a Juan tejiendo una de sus descomunales cuerdas y a Babette con los ojos enrojecidos por las lágrimas, vagando de un lado para otro sin atreverse a hablar, y se encaminó en derechura al palacio del gobernador.

Lord Wentworth, ocupado en aquel momento, hizo decir a Gabriel que tuviese la bondad de esperar cinco minutos.

La sala donde quedó esperando el vizconde de Exmés daba a un patio interior. Gabriel se acercó a la ventana para mirar al patio, y maquinalmente se puso a jugar con los dedos sobre el cristal. De pronto llamaron su atención algunas letras trazadas sobre el cristal con algún diamante; se aproximó para verlas mejor, y pudo leer distintamente el nombre siguiente: Diana de Castro.

Era la firma que faltaba a la carta que recibió el mes anterior.

Una nube pasó por delante de los ojos de Gabriel, quien se vio obligado a apoyarse en la pared para no caer. Sus presentimientos no le habían engañado. ¡Diana, sí, Diana, su novia o su hermana, estaba en poder del licencioso lord Wentworth, y era a ella, a aquella criatura pura y angelical, a quien el gobernador osaba hablar de amor!

Maquinalmente llevó Gabriel la mano a la empuñadura de su espada.

En aquel momento entró lord Wentworth.

Repitiendo lo que había hecho cuando recibió la carta, Gabriel, sin despegar los labios, llevó al gobernador junto a la ventana y puso el índice sobre la inscripción acusadora.

Palideció al principio el gobernador, pero recobrando al punto el dominio sobre sí mismo, cualidad que poseía en grado eminente, preguntó:

—¿Y qué?

—¿Es este el nombre de aquella parienta loca que os veis obligado a guardar aquí, milord? —interrogó Gabriel.

—Puede. ¿Qué más? —replicó secamente y con altanería.

—Que si es el nombre de esa parienta, la conozco… aunque el parentesco que con vos pueda tener debe de ser muy lejano. La he visto con frecuencia en el Louvre, y soy uno de sus adictos, como todo caballero francés está obligado a serlo de una hija de la casa real de Francia.

—¿Qué más? —repitió lord Wentworth.

—Que os pediré cuenta, milord, del trato que deis a una prisionera de ese rango.

—¿Y si yo me negara a daros esa cuenta como me he negado ya a darla al rey de Francia?

—¡Al rey de Francia! —exclamó Gabriel asombrado.

—Al rey de Francia, caballero —repitió lord Wentworth con su inalterable sangre fría—. Un inglés no tiene por qué responder de sus actos a un soberano extranjero, sobre todo si su nación está en guerra con ese soberano. Y vos, señor vizconde de Exmés, ¿qué haríais si yo me negase a daros cuenta?

—Os exigiría una reparación, milord.

—Y pretenderíais matarme, sin duda, con la espada que ceñís merced a un permiso que puedo retiraros en cualquier momento; ¿no es cierto?

—¡Oh, milord, milord! ¡Me daréis también cuenta de esas palabras!

—¡Sea! No negaré yo mi deuda, pero entiendo que no podéis recordármela hasta después que vos hayáis liquidado la vuestra.

—¡Impotente! —exclamó Gabriel retorciéndose las manos—. ¡Impotente en un momento en que quisiera tener la fuerza de diez mil hombres!

—Sí; comprendo que debe de ser muy desagradable para vos ver que las conveniencias y el deber os tienen atadas las manos, pero confesad que sería demasiado cómodo para un prisionero de guerra y para un deudor obtener su libertad y cancelar la obligación sin más que cortar la cabeza a su acreedor y enemigo.

—Milord —dijo Gabriel, esforzándose por recobrar su calma—; no ignoráis que hace un mes envié a mi escudero a París para que me trajera la suma que tanto os preocupa, por lo visto. ¿Ha sido herido o muerto Martín Guerra en el camino, a pesar de vuestro salvoconducto? ¿Le han robado el dinero que traía? Lo ignoro: lo que sí sé es que no vuelve, y por este motivo he venido hoy para suplicaros que me permitierais enviar a París un segundo mensajero, ya que tan escasa confianza os inspira la palabra de un caballero y no queréis que vaya yo en persona a buscar mi rescate. Menos que nunca podéis negarme ahora el permiso que venía a pediros, porque negándomelo, podría yo decir, con motivo justificado, que os da miedo mi libertad, y que no os atrevéis a ponerme en condiciones de servirme de mi espada.

—¿Y a quién podéis decirlo, caballero, mientras os halléis en una plaza inglesa, sujeto a mi autoridad inmediata, y en calidad de prisionero de guerra y de enemigo?

—Lo diré en voz alta, milord, a todo el que siente y piensa, a todo el que ostente un apellido noble o tenga un corazón noble, a vuestros oficiales, que saben lo que es honor, a vuestros menestrales, que comprenderán por instinto de parte de quien está la razón, y todos opinarán que, al arrebatarme los medios de salir de aquí, quedáis descalificado y no merecéis mandar a los valientes soldados que guarnecen la plaza.

—Olvidáis sin duda, caballero —replicó con frialdad lord Wentworth—, que antes que pudierais esparcir entre los míos esos gérmenes de indisciplina, bastaría una palabra mía, un gesto, para que pasaseis a una prisión y no pudierais dirigir vuestras acusaciones como no fuese a las paredes.

—¡Es verdad, ira de Dios! —exclamó Gabriel, rechinando los dientes y apretando los puños.

El hombre de sensibilidad exquisita y propenso a la emoción se estrellaba contra la impasibilidad del hombre de hierro y de bronce.

Una sola frase varió radicalmente la escena y restableció de pronto la igualdad entre lord Wentworth y Gabriel.

—¡Querida Diana… querida Diana! —exclamó el último—. ¿No he de poder hacer nada para salvarte del peligro?

—¿Qué habéis dicho, caballero? —preguntó el gobernador tartamudeando—. Me parece que he oído «Querida Diana», ¿habéis pronunciado esas dos palabras o es que he oído mal? ¿Amáis, por ventura, a la señora de Castro?

—¿Por qué he de negarlo? ¡Sí, la amo! —contestó Gabriel—. También la amáis vos, pero mi amor es tan puro y santo como indigno y cruel el vuestro. ¡Sí! ¡Ante Dios y los ángeles la adoro con idolatría!

—¿Y porque la amáis me hablabais antes de la adhesión que todo caballero francés debe a una hija de la casa real de Francia? —gritó lord Wentworth fuera de sí—. ¡Conque la amáis! ¡Y vos sois, sin duda, el que ella ama, el que ella invoca cuando quiere torturarme! ¡Sois el hombre por el cual me desprecia! ¡El hombre sin el cual ella tal vez me amaría! ¡Sois el dueño de su corazón! ¿No es verdad?

Lord Wentworth, segundos antes tan burlón y desdeñoso, contemplaba ahora con una especie de terror respetuoso al mortal amado por Diana, al paso que Gabriel, oyendo las palabras de su rival, alzaba poco a poco su frente radiante de alegría.

—¡Ah! ¿Es cierto que Diana me ama? —exclamó—. ¿Qué piensa todavía en mí? ¿Qué me llama? ¡Oh! ¡Si me llama, fuerza será que la socorra, y la socorreré! ¡La salvaré! ¡Podéis recogerme la espada, milord! ¡Podéis amordazarme, atarme, sepultarme en un calabozo, que yo sabré, pese al universo entero, pese a vuestras violencias, auxiliarla y librarla de vuestras manos! Dueño de su amor, os desafío, y vos armado, y sin armas yo, estoy seguro de venceros, porque Diana será para mí una égida divina.

—¡Es verdad… es verdad! ¡Lo creo! —murmuraba lord Wentworth completamente amilanado.

—Revelaría yo ahora poca generosidad provocándoos a un duelo —repuso Gabriel—. Llamad a vuestros soldados y mandadles que me encierren, si os place, que sufrir los rigores de una cárcel cerca de Diana y al mismo tiempo que Diana será para mí una felicidad.

Siguió un largo silencio al que puso término lord Wentworth diciendo:

—Si no me engaño, veníais a pedirme que os autorizase para enviar a París un segundo mensajero.

—En efecto, caballero; esa era mi intención cuando llegué aquí.

—Y me habéis echado en cara el haber desconfiado de vuestra palabra de caballero, porque no os he permitido, fiado en aquella garantía, ir en persona a buscar vuestro rescate.

—Es cierto, milord.

—Pues bien, caballero: libre sois de partir cuando os acomode. Las puertas de Calais os serán franqueadas; vuestra demanda está concedida.

—¡Comprendo! —replicó Gabriel con cierto dejo de amargura—. ¡Queréis alejarme de ella! ¿Y si yo me negase a salir de Calais?

—Soy aquí el dueño, el único que tiene derecho para mandar. Vos, en cambio, no podéis ni rehusar ni aceptar mi voluntad, sino sufrirla.

—Está bien, milord. Partiré, pero sin agradeceros esa generosidad; os lo prevengo.

—Ninguna falta me hace vuestra gratitud, caballero.

—Partiré, sí, pero tened entendido que no seré vuestro deudor mucho tiempo, que pronto volveré, milord, para pagar de una vez todas mis deudas; y como entonces no seré ya vuestro prisionero, ni vos seréis mi acreedor, ningún pretexto tendréis para negaros a cruzar vuestra espada con la mía, porque entonces la ceñiré con derecho.

—Podría rehusar el duelo, caballero —contestó lord Wentworth con melancolía—, porque no son iguales las circunstancias entre nosotros. Si yo os mato, ella me aborrecerá más que hoy, y si me matáis vos, ella os amará más que hoy; pero, no importa; ¡acepto, acepto! ¿Y no teméis —añadió con expresión sombría— empujarme con vuestra actitud a… extremos deplorables? Cuando todas las ventajas están de vuestra parte, ¿no tenéis miedo de que yo abuse de las que me restan?

—¡Dios en el cielo, y los nobles de todas las naciones de la tierra os juzgarán, milord —contestó Gabriel estremeciéndose—, si sois capaz de vengaros villanamente en los que no pueden defenderse de aquellos a quienes no hayáis podido vencer!

—Suceda lo que suceda, yo os recuso de entre mis jueces —dijo lord Wentworth—. Son las tres, caballero; hasta las siete, hora en que se cierran las puertas, tenéis tiempo para hacer los preparativos de viaje y salir de la ciudad. Yo daré órdenes oportunas para que os dejen franco el paso.

—A las siete, milord, habré salido de Calais —contestó Gabriel.

—Y sabed que no volveréis a entrar nunca más en ella, y que, aun cuando yo sucumba en el duelo, que reñiremos fuera de las murallas, tendré tomadas mis precauciones, que serán como dictadas por los celos, para que jamás volváis a ver a la señora de Castro.

Gabriel, que había dado ya algunos pasos en dirección a la puerta, se detuvo y dijo:

—Os comprometéis a un imposible, milord. Es de necesidad absoluta que un día, lejano o próximo, vuelva a ver a Diana.

—Y yo os juro que no la volveréis a ver, o han de valer muy poco la orden de un gobernador de plaza de guerra o la última voluntad de un moribundo.

—La veré, milord. No sé cómo ni cuándo, pero tengo la seguridad de que la veré.

—Para eso, caballero —replicó lord Wentworth sonriendo desdeñosamente—, será preciso que toméis a Calais por asalto.

Gabriel reflexionó breves instantes, y dijo al fin.

—Tomaré por asalto a Calais. ¡Hasta la vista, milord!

Y salió dejando a lord Wentworth petrificado y sin saber si asustarse o reírse.

Gabriel se fue en derechura a la casa de Pedro Peuquoy, donde encontró a este bruñendo la hoja de una espada, a Juan haciendo nudos a su cuerda y a Babette llorando.

Repitió a sus amigos la conversación que acababa de tener con el gobernador, y les anunció su partida inmediata, sin callar las palabras temerarias con que se había despedido de lord Wentworth.

—Y ahora —terminó diciendo—, subo a mi habitación para hacer mis preparativos de marcha, y os dejo a vos con vuestras espadas, Pedro; a vos, Juan, con vuestras cuerdas, y a vos, Babette, con vuestros suspiros.

Subió sin hablar más a su habitación con objeto de disponerlo todo para la marcha: ahora que se veía libre, anhelaba ir a París para salvar a su padre y regresar a Calais para libertar a Diana.

Media hora después, al salir de su habitación, encontró a Babette en la meseta de la escalera.

—¿Conque os vais, señor vizconde? —preguntó la joven—. ¿Y no me preguntáis por qué lloro?

—No, hija mía; no os lo pregunto porque abrigo la esperanza de que, cuando yo regrese, dejaréis de llorar.

—También la abrigo yo, señor —dijo Babette—. ¿Pensáis, pues, regresar, a pesar de las amenazas del gobernador?

—Os lo aseguro, Babette.

—¿Supongo que os acompañará vuestro escudero Martín Guerra?

—Indudablemente.

—¿De modo que tenéis la seguridad de encontrarle en París? ¿Verdad que no es un malvado? ¿Que no se ha apropiado vuestro rescate? ¿Qué es incapaz de cometer una… infidelidad?

—Pondría por él las manos en el fuego —contestó Gabriel, admirado de aquellas preguntas—. Es de un carácter muy variable, particularmente desde algún tiempo a esta parte; parece como si en él vivieran dos hombres, uno sencillo, dócil y morigerado, y otro ladino, trapacero y vicioso; pero, aparte de esas alternativas de carácter, es un servidor leal y fiel.

—Y tan incapaz de engañar a una mujer como de vender a su señor, ¿verdad?

—¡Ya no me atrevo a asegurar tanto! En asuntos de esa índole, confieso, con franqueza, que no respondería de su fidelidad.

—En fin, señor: ¿tendréis la bondad de entregarle esta sortija? —preguntó Babette poniéndose pálida—. Él sabrá quien se la envía y qué significa.

—Cumpliré el encargo, Babette —respondió Gabriel sorprendido y recordando de pronto lo acaecido en el cuarto de su escudero la noche que precedió a su marcha—. Quedo en entregarla a su destinatario, pero ¿sabe la persona que la envía… que Martín Guerra es casado?

—¡Casado! —exclamó Babette—. ¡Entonces, monseñor, guardad esa sortija, tiradla, pero no se la entreguéis!

—¡Babette…!

—¡Gracias, monseñor, y adiós! —murmuró la pobre joven.

Y con paso vacilante subió a su cuarto, donde, a poco de haber llegado, cayó desvanecida sobre una silla.

Gabriel, en cuya imaginación acababa de penetrar una sospecha, bajó triste y pensativo la escalera de madera que ponía en comunicación los pisos de la casa. Al pie de la misma encontró a Juan Peuquoy, quien se le acercó con aire de misterio.

—Señor vizconde —le dijo en voz baja el tejedor—: Me preguntabais todos los días para qué hacía aquellas cuerdas tan largas; yo callaba, pero no quiero dejaros partir, sobre todo después de haber oído la admirable despedida que dirigisteis a lord Wentworth, sin entregaros la clave del enigma. Uniendo con pequeñas cuerdas transversales otras dos muy largas y resistentes, como la que estoy haciendo, se obtiene, señor vizconde, una escala inmensa. Cuando uno forma parte de la guardia urbana durante veinte años, como Pedro, o durante algunos días, como yo, no es imposible transportar esa escala, por trozos, y ocultarla bajo la garita de la plataforma de la Torre Octógona. Pasan los días; y una mañana oscura de diciembre o de enero, puede el centinela, por curiosidad, amarrar sólidamente uno de los cabos de la escala a las gruesas abrazaderas de hierro que sujetan los sillares de las almenas, y dejar caer el otro cabo al mar, a trescientos pies de profundidad, en sitio al que la casualidad haya llevado algún atrevido que lo encuentre.

—¡Pero… mi valiente Juan…! —interrumpió Gabriel.

—No hablemos más del asunto, señor vizconde —repuso el tejedor—. Quisiera, sin embargo, que, antes de despedirnos, os dignarais aceptar un recuerdo insignificante de vuestro leal servidor Juan Peuquoy. He aquí un croquis que representa el plano de los muros y de las fortificaciones de Calais. Es obra mía; lo hice por distracción mientras me entregaba a aquellos eternos paseos que tanto os sorprendían. Ocultadlo por ahora, y cuando lleguéis a París, honradle de tanto en tanto con alguna mirada, no por lo que vale, sino por deferencia y en recuerdo de vuestro amigo.

Quiso interrumpirle otra vez Gabriel, pero Juan Peuquoy, sin darle tiempo, estrechó la mano que el joven le tendía y se alejó diciendo:

—Hasta la vista, señor vizconde. En la puerta encontraréis a Pedro, que os espera para despedirse de vos. Su despedida completará la mía.

En efecto: en la calle, junto a la puerta de la casa, esperaba el armero teniendo de las riendas el caballo de Gabriel.

—Os doy las gracias por vuestra hospitalidad, Pedro —le dijo Gabriel—. Dentro de poco os enviaré, si no me es posible traerlo en persona, el dinero que habéis tenido la bondad de adelantarme, al que añadiré, si me lo permitís, una pequeña gratificación para vuestros servidores. Entretanto, ofreced de mi parte este diamante a vuestra querida hermana.

—Lo acepto en su nombre, señor vizconde —contestó el armero—, pero con la condición de que vos habéis de aceptar también un objeto cualquiera construido por mí, esta bocina, por ejemplo, que me he permitido colgar del arzón de vuestra silla. Como es obra de mis manos, os garantizo que reconoceré su voz aunque llegue a mis oídos mezclada con los bramidos de una mar tempestuosa, lo que pudiera ocurrir, por ejemplo, cualquiera de las noches de los días cinco de cada mes, cuando, de cuatro a seis de la mañana, estoy de centinela en la Torre Octógona que da al mar.

—¡Gracias, gracias! —dijo Gabriel, dando a entender a Pedro por medio de un apretón de manos especial que había comprendido.

—En cuanto al gran número de armas que me habéis visto fabricar de algún tiempo a esta parte, y que tanto asombro os causaban por su cantidad —repuso Pedro—, he de confesar que me arrepiento del exceso de producción y que siento tenerlas en mi casa. Cualquier día puede ser sitiado Calais, en cuyo caso, el partido francés, que todavía es numeroso y fuerte, podría apoderarse de esas armas y producir, en el seno mismo de la plaza, perturbaciones que seguramente comprometerían la defensa de la misma.

—¡Es verdad! ¡Es verdad! —exclamó Gabriel, estrechando con más fuerza la mano del valiente armero.

—Sólo me resta desearos buen viaje, señor vizconde, mucha suerte, y un pronto regreso. ¡Adiós, señor!

—¡Hasta muy pronto! —contestó Gabriel.

Después de montar a caballo se volvió el viajero y se despidió con la mano de Pedro Peuquoy, que estaba de pie sobre el umbral de la puerta de Juan, asomado a la ventana del primer piso, y de Babette, que le miraba con ojos llorosos desde detrás de una cortina del piso segundo.

Gabriel picó espuelas y partió a galope.

Lord Wentworth había dado órdenes a los encargados de la vigilancia de las puertas de la ciudad. Nadie puso obstáculos a la salida del prisionero, el cual se encontró muy pronto en el camino de París, sin más compañía que la de sus ansiedades y esperanzas.

¿Lograría libertar a su padre al llegar a París? ¿Podría salvar a Diana volviendo a Calais?