Capítulo XLII

EL condestable de Montmorency, a las veinticuatro horas de haber llegado a París después de haber pagado por su libertad un rescate real, habíase presentado en el Louvre con objeto de cerciorarse del estado en que se encontraba su privanza, pero Enrique II le recibió con mucha frialdad y le elogió la administración del duque de Guisa, diciendo que, gracias a él, las desventuras del reino, si no habían sido reparadas, por lo menos se iban atenuando.

Furioso el condestable, pálido de cólera y de envidia, creyó que Diana de Poitiers, menos ingrata que el rey, le prodigaría consuelos; pero también la favorita le acogió con frialdad, y como Montmorency se doliese de aquella acogida y manifestase temores de que le hubiera sido desleal durante su ausencia, concediendo sus favores a otro mortal más afortunado que él, Diana de Poitiers le preguntó con impertinencia:

—¿No ha llegado a vuestros oídos la nueva copla que canta el pueblo de París?

—Acabo de llegar, señora, y no…

—¡Pues bien! El pueblo, que a veces tiene gracia, dice:

Hoy es San Lorenzo;

La silla vacante,

Señores, sabedlo,

Se arrienda al instante.

El condestable se puso lívido. Saludó a Diana de Poitiers sin hablar más, salió del Louvre y se fue a su palacio con el corazón traspasado de dolor y de rabia.

En cuanto entró en su cámara, arrojó con violencia su sombrero al suelo.

—¡Reyes y mujeres, oh, raza ingrata! —exclamó—. ¡Sólo gustan de los vencedores…!

—Monseñor —le interrumpió un criado—, espera un hombre que desea hablaros.

—¡Que se vaya al diablo! —gritó el condestable—. ¡Estoy de buen temple para recibir a nadie! Dile que vaya a visitar al duque de Guisa.

—Monseñor; el hombre que espera me ha encargado que os diga que se llama Arnaldo de Thill.

—¡Arnaldo de Thill! —repitió el condestable con sorpresa—. Siendo Arnaldo de Thill, es diferente; hazle entrar.

El criado hizo una reverencia y salió.

—El tal Arnaldo —monologaba el condestable— es hábil, astuto y codicioso, y por añadidura, no sabe lo que son escrúpulos de conciencia… ¡Oh!… ¡Si él pudiese ayudarme a tomar venganza de esas gentes!… ¡Venganza!… ¿Y qué saldría ganando con vengarme? ¡Si gracias a su diabólica astucia encontrara un medio de recobrar mi perdida privanza! ¡Eso sería, mejor! Se me había ocurrido esgrimir el secreto de Montgomery, pero sería mejor que Arnaldo idease otra cosa que me dispensara de recurrir a aquel.

Fue introducido Arnaldo de Thill.

El gozo y la imprudencia resaltaban en el rostro de aquel bribón cuando saludó al condestable inclinándose hasta besar el suelo.

—Te creía prisionero —le dijo Montmorency.

—Lo he estado efectivamente, monseñor, como vos —respondió Arnaldo.

—Pero estás libre ya.

—Sí, monseñor. He pagado mi rescate en mi moneda, es decir, con buenas palabras y malas obras. Vos os habéis servido de vuestro dinero y yo de mi astucia, y entrambos hemos conseguido el mismo resultado: la libertad.

—¿Te atreves a venirme con indirectas impertinentes, miserable? —gritó el condestable.

—No, monseñor: es la voz de la humildad la que acaba de hablar. Mis palabras significan lisa y llanamente que no tengo dinero.

—¡Hum! —refunfuñó Montmorency—. ¿Qué quieres de mí?

—Lo que no tengo, monseñor: dinero.

—¿A santo de qué he de darte yo dinero?

—A santo de pagarme, monseñor.

—¿Pagarte… el qué?

—Las nuevas que os traigo.

—Veamos tus nuevas.

—Veamos vuestros escudos, monseñor.

—¡Tunante! ¿Y si te mando ahorcar?

—Recurriríais al medio más detestable para desatarme la lengua, monseñor.

—Cuando tan insolente está —se dijo Montmorency—, de fijo que se considera necesario… ¡Vaya! —dijo alzando la voz—. No tengo inconveniente en hacerte algún adelanto.

—Monseñor es muy bueno —contestó Arnaldo—. Yo le recordaré el ofrecimiento generoso que acaba de hacerme cuando haya liquidado las cuentas atrasadas.

—¿Qué cuentas?

—Detalladas las traigo en esta nota, monseñor —contestó Arnaldo presentando la famosa cuenta cuyas partidas le hemos visto aumentar con tanta frecuencia.

El condestable de Montmorency ojeó la nota.

—Aquí veo —dijo— junto a servicios quiméricos e ilusorios, otros que realmente habrían podido serme útiles si no se hubiese modificado esencialmente mi situación desde que me los prestaste, pero hoy para nada me sirven, como no sea para aumentar mi aflicción.

—¡Bah, monseñor! Yo creo que exageráis el alcance de vuestra desgracia.

—¡Cómo! ¿Sabes… se sabe ya que he caído en desgracia?

—Lo saben y lo sé, monseñor.

—Entonces, Arnaldo —repuso con amargura el condestable—, también debes de saber que para nada me sirve ahora que el vizconde de Exmés y Diana de Castro fueron separados gracias a ti en San Quintín, toda vez que, según todas las probabilidades, ni el rey ni la gran senescala concederán ya a mi hijo la mano de su hija.

—Lo que yo creo, monseñor, es que el rey os concedería radiante de satisfacción a su hija si vos pudierais devolvérsela.

—¿Qué quieres decirme?

—Digo, monseñor, que nuestro buen rey Enrique II debe de estar muy triste en estos momentos, no ya sólo por la pérdida de la batalla del día de San Lorenzo y por la de la ciudad de San Quintín, sino también por la de su muy querida hija Diana de Castro, que desapareció el día de la toma de San Quintín y nadie sabe qué ha sido de ella. Acerca de su desaparición circulan mil rumores, pero contradictorios. Como vos llegasteis ayer, monseñor, ignoráis esta noticia, que tampoco supe yo hasta esta mañana.

—¡Tengo tantas cosas en que pensar! —exclamó el condestable—. Comprenderás que debía preocuparme antes de la desgracia presente que de la privanza pasada.

—Naturalmente —contestó Arnaldo—: ¿Pero no reconquistaríais esa privanza si pudierais presentaros al rey y decirle, por ejemplo: «Señor: lloráis a vuestra hija, la buscáis en vano por todas partes, preguntáis a todos por ella y sólo yo sé dónde est»?

—¿Lo sabes tú, por ventura, Arnaldo? —preguntó con vivacidad Montmorency.

—Saber es mi oficio, monseñor —respondió el espía—. Os anuncié que tenía noticias que venderos, y viendo estáis que no es mi mercancía de mala calidad. ¿Estáis reflexionando? ¡Reflexionad, reflexionad, monseñor!

—Reflexiono, sí; pienso que los reyes no olvidan nunca los fracasos de sus servidores, pero sí, con mucha facilidad, sus merecimientos. Cuando yo devuelva a Enrique II la hija que ha perdido, experimentará una alegría delirante y creerá, en el primer momento, que todo el oro y todos los honores de su reino no serán suficientes para recompensarme. Pero pasarán los días, Diana llorará, Diana dirá que quiere morirse antes que pertenecer a un hombre que no sea el vizconde de Exmés, y el rey, hostigado por ella y aconsejado por mis enemigos, se acordará de la batalla que perdí y no de la hija que le habré devuelto. Consecuencia: todos mis esfuerzos vendrán a la postre a redundar en favor del vizconde de Exmés.

—Todo tiene remedio —insinuó Arnaldo—. Si al mismo tiempo que apareciera la señora de Castro desapareciese el vizconde de Exmés, el golpe sería magistral.

—Sin duda; pero me repugnan los recursos extremos. Sé que tu brazo es seguro y tu boca discreta, pero…

—¡Monseñor interpreta torcidamente mis palabras! —exclamó Arnaldo fingiendo una indignación que no sentía—. ¡Monseñor me calumnia! ¡Monseñor me hace la injuria de suponer que yo sería capaz de librarme de ese hombre por procedimientos… violentos! (Acompañó la última palabra con un gesto expresivo). ¡No! ¡Mi intención es otra!

—Explícate —dijo el condestable.

—A la explicación debe preceder un convenio, monseñor. Yo os revelo el lugar donde se encuentra la gacela perdida, y os garantizo la ausencia y el silencio del peligroso rival de vuestro hijo por todo el tiempo necesario para asegurar la conclusión del matrimonio de la señora de Castro con el duque Francisco de Montmorency. A cambio de estos dos servicios, servicios valiosísimos, ¿verdad?; a cambio de estos dos servicios, ¿qué pensáis hacer por mí?

—¿Qué pides tú? Veamos.

—Veo que os ponéis en razón y no he de ser yo menos. Me abonaréis sin regatear la nota que he tenido el honor de presentaros; ¿no es cierto?

—Conforme —contestó el condestable.

—Bien sabido me tenía yo que este primer punto no daría lugar a dificultades. El total es una miseria, lo indispensable para sufragar los gastos de mi viaje y adquirir algunas cosillas que necesito comprar antes de salir de París. ¡Pero, por desgracia, monseñor, el oro no basta en este mundo!

—¡Cómo! —exclamó el condestable, admirado y casi espantado—. ¿Es Arnaldo de Thill quién me dice que el oro no basta en este mundo?

—Arnaldo de Thill en persona, monseñor, pero no el Arnaldo de Thill mendigo y codicioso que habéis conocido, sino otro Arnaldo de Thill que, satisfecho con la humilde fortuna que ha… adquirido, y cifrando todos sus anhelos en vivir tranquilamente en el país que le vio nacer, en volver al hogar paterno, suspira por los amigos de su infancia y por su familia. Esta ha sido siempre mi ambición, monseñor, el sueño hermoso de mi existencia… un tanto agitada.

—Si, como dicen, para gozar de la calma precisa sufrir antes los rudos embates de la tormenta, no dudo que serás dichoso, Arnaldo. ¿Pero, de veras te has hecho rico?

—Así, así, monseñor —contestó Arnaldo—. Diez mil escudos para un pobre diablo como yo son una fortuna, sobre todo viviendo en un lugarejo como el mío y dedicándome en absoluto a mi humilde familia.

—¡Tu familia! ¡Tu lugarejo! —repitió el condestable—. Siempre te creí sin patria ni hogar, hombre que vivías del azar y bajo un nombre supuesto.

—Realmente Arnaldo de Thill es un nombre supuesto, monseñor: mi verdadero nombre es Martín Guerra y soy natural del lugar de Artigues, donde dejé a mi mujer y a mis hijos.

—¡Tu mujer! ¡Tus hijos! —repitió el condestable estupefacto.

—Sí, señor —contestó Arnaldo con el tono sentimental más cómico que quepa imaginar—. Debo prevenir a monseñor que, de hoy en adelante, no deberá contar con mis servicios, porque los dos asuntos de que nos ocupamos en este momento serán los últimos en que intervenga. Me retiro de los negocios, monseñor, quiero vivir honradamente en adelante, rodeado del cariño de mis parientes y de la consideración de mis conciudadanos.

—¡Sea en buena hora! —exclamó el condestable—. Pero si te has hecho tan modesto, si tanto te entusiasman las costumbres bucólicas que no quieres oír hablar de dinero, ¿qué precio pones a los dos secretos que dices que posees?

—Pido algo que vale más que el dinero, monseñor: pido un poquito de honor, no digo honores, entendámonos, sino un poquito de honor, del que confieso que tengo urgente necesidad.

—Explícate; porque hasta aquí tu lenguaje es bastante enigmático.

—Obedezco, monseñor. Aquí traigo redactado un escrito que atestigua que yo, Martín Guerra, he pertenecido a vuestro servicio durante… tantos años, en calidad de… en calidad de escudero (de algún modo hay que dorar mis ocupaciones); que durante todo ese tiempo me he conducido como servidor fiel y leal, y que vos, monseñor, deseando premiar mi fidelidad, me habéis hecho donación de una cantidad bastante crecida para ponerme a cubierto de toda necesidad durante el resto de mis días. Estampad al pie de este escrito vuestra firma y vuestro sello, y quedamos en paz.

—¡Imposible! —contestó el condestable—. Yo no puedo firmar tales patrañas sin ser falsario, es decir, sin exponerme a ser llamado falsario y felón.

—No son patrañas, monseñor, puesto que es rigurosamente exacto que os he servido con fidelidad… dentro de mi sistema especial de servir, y, por otra parte, os juro que, si yo hubiese economizado todo el dinero que hasta hoy me habéis dado, el total excedería mucho de los diez mil escudos. Por lo tanto, no corréis peligro de ser desmentido, y aun cuando alguno corrierais, tened presente que yo los he afrontado muy grandes para proporcionaros éxitos que os convenían, y que no serán pequeños los que habré de correr para conseguir los dos fines que he indicado, de los cuales vos solamente recogeréis el fruto.

—¡Miserable! ¡Esa comparación…!

—Es justa, monseñor —interrumpió Arnaldo—. Nos necesitamos el uno al otro, y todos sabemos que la igualdad es hija de la necesidad. El espía os devuelve vuestro crédito: lógico y natural es que vos devolváis el suyo al espía. ¡Fuera falsas vergüenzas, monseñor, que nadie nos oye, y terminemos de una vez el negocio, que si bueno es para mí, mejor y más ventajoso es para vos! ¡Toma y daca, monseñor, firmad!

—¡No, no! ¡Después! —replicó Montmorency—. ¡Toma y daca, como dices! Quiero antes conocer los medios con que cuentas para conseguir el doble resultado que me prometes: quiero saber qué ha sido de Diana de Castro y qué será del vizconde de Exmés.

—Pues bien, monseñor: aparte de algunas reticencias, que considero necesarias, voy a satisfaceros sobre estos dos puntos concretos, seguro de que os veréis obligado a confesar que entre la casualidad y yo hemos arreglado las cosas a medida de vuestros intereses.

—Puedes principiar.

—Por lo que respecta a la señora de Castro, ni ha sido muerta, ni secuestrada, ni raptada; la hicieron prisionera en San Quintín y fue comprendida entre los cincuenta personajes notables que se reservó el vencedor para obtener de ellos el rescate correspondiente. Sí me preguntáis por qué causa la persona que la tiene en su poder no ha hecho pública su situación, y por qué la misma señora de Castro no ha dado noticias suyas, os contestaré sencillamente que lo ignoro. Hablando con sinceridad, yo la creía en libertad, y suponía que la encontraría en París a mi llegada. Esta mañana he sabido que en la corte ignoraban el paradero y la suerte de la hija del rey, y que era esta una de las causas, y no la menor, de pesadumbre de Enrique II. Posible es que en estos días de turbulencias, en las circunstancias azarosas porque atravesamos, los mensajes que la señora de Castro habrá enviado hayan sufrido extravío o sido interceptados, o bien que su silencio envuelva algún misterio. Sea lo que fuere, yo puedo despejar la incógnita, yo puedo decir positivamente el lugar donde está prisionera la hija del rey.

—Reconozco que la noticia es preciosa —dijo el condestable—. Dime ahora el sitio donde Diana de Castro se encuentra, y quién es el hombre que la tiene en su poder.

—¡Paciencia, monseñor, paciencia! —replicó Arnaldo—. ¿No preferís que os revele antes en dónde se halla el vizconde de Exmés? Porque si interesante es saber donde están los amigos, más interesante es conocer el sitio donde están los enemigos.

—¡Deja para mejor ocasión las máximas! —exclamó con impaciencia Montmorency—. ¿Qué es del vizconde de Exmés?

—Prisionero también, monseñor —respondió Arnaldo—. ¿Quién no se ha dado el gusto de caer prisionero en estos últimos tiempos? ¡Se puso tan en moda…! Pues bien, el vizconde de Exmés, por seguir la moda, fue hecho prisionero.

—Pero sabrá dar noticias suyas, y como es rico y tiene amigos, y deseará con impaciencia recobrar la libertad, sin dificultad encontrará el dinero necesario para pagar su rescate, y el día menos pensado tropezáremos con él.

Conjeturáis admirablemente, monseñor. Sí, el vizconde de Exmés es rico, quiere recobrar la libertad lo más pronto posible, quiere pagar sin pérdida de momento su rescate, y para evitar entorpecimientos, envió a París a un individuo de toda su confianza, con encargo de reunir la cantidad necesaria y de llevársela sin dilación.

—¿Y qué hacemos nosotros?

—Nada, porque por fortuna para nosotros, y por desgracia para él, el individuo de toda su confianza enviado a París soy yo, monseñor; ¡yo! Yo, que servía al vizconde de Exmés bajo mi verdadero nombre de Martín Guerra, en calidad de escudero. Ya veis que puedo pasar por escudero sin inverosimilitud.

—¿Y no has desempeñado la comisión que te confiaron, bribón? —increpó el condestable—. ¿No has reunido el precio de la libertad de tu pretendido señor?

—Al contrario, monseñor; he reunido esa cantidad, que no son cosas esas que se dejen así. Debéis considerar, monseñor, que dejar sin reunir y recoger ese dinero, era despertar sospechas. Lo he recogido, pues, escrupulosamente… con objeto de asegurar el éxito de nuestra empresa. Pero tranquilizaos, que estoy resuelto a no llevarlo a su destino en mucho tiempo. Esos diez mil escudos eran los que me hacían falta para vivir piadosa y honradamente el resto de mis días, y son los que vuestra generosidad inagotable me ha donado, según reza el documento que vais a firmarme.

—¡No lo firmaré, infame! —gritó el condestable—. ¡Jamás me haré cómplice a sabiendas de un robo!

—¡Oh, monseñor! —replicó Arnaldo—. ¿Cómo calificáis tan duramente lo que es una necesidad a la que no tengo más remedio que sucumbir si he de serviros? Llevo mi abnegación por vos hasta el extremo de imponer silencio a mi conciencia, ¿y ese es el pago que me dais? ¡Está bien! Llevaré al vizconde de Exmés el precio de su rescate, y así podrá llegar a París al mismo tiempo que la señora Diana de Castro, si no llega antes. En cambio, si no se lo llevo…

—¿Si no se lo llevas…?

—Ganaremos tiempo, monseñor. El vizconde de Exmés esperará con paciencia los quince días primeros, comprendiendo que no se reúnen diez mil escudos en un quítame allá esas pajas[15]. No pensará mal, pues a decir verdad, hasta esta mañana no me los ha entregado su nodriza.

—¿Y se ha fiado de ti esa pobre mujer?

—De mí y de un anillo y una carta del vizconde, monseñor. Además, ella me conoce bien y de larga fecha. Decíamos que esperará a los quince días primeros con paciencia, y a estos seguirán ocho de espera impaciente, ocho de espera desesperada, lo que arroja un total de un mes. Dentro de un mes, o de mes y medio, el vizconde de Exmés enviará otro mensajero con la misión de buscar al que envió antes: pero este no será habido, y si diez mil escudos son difíciles de reunir, diez mil veces más difícil, por no decir imposible, será reunir los segundos diez mil. Dispondréis, pues, de tiempo sobrado para casar, no una, sino veinte veces a vuestro hijo, monseñor, porque el vizconde de Exmés parecerá que ha muerto durante un período de dos o más meses, y no ha de reaparecer vivo y furioso hasta el año que viene.

—Sí; pero reaparecerá al fin, y el día que reaparezca, ha de remover el cielo y la tierra hasta averiguar qué ha sido de su fiel escudero Martín Guerra.

—¡Ay, monseñor! —contestó Arnaldo con acento lastimero—. Averiguará que su fiel Martín Guerra, al hacer el viaje de regreso llevando el rescate de su señor, tuvo la desventura de caer en manos de una patrulla española que, después de robarle y saquearle, le ahorcó cruelmente frente a las puertas de Noyón, para asegurarse, sin duda, de su silencio:

—Me han ahorcado ya, monseñor: ¡ved hasta dónde llega mi celo! Únicamente acerca de la fecha de mi muerte ofrecen alguna contradicción las versiones que circulan por el país; pero ¿qué fe merecen los bandidos que me hicieron bailar en la horca? Ninguna, puesto que están interesados en disfrazar la verdad. ¡Vamos, monseñor! —continuó con alegría y resolución el insolente Arnaldo—. Ved que mis precauciones están muy bien tomadas, y que con un pícaro tan experto como yo, no existe el menor peligro de que vuestra excelencia se vea comprometido. Si la prudencia fuese proscrita en la tierra, no dudéis que buscaría refugio en el corazón de un… ahorcado. A mayor abundamiento, al firmar el escrito que os presento, no certificaréis, os lo repito, más que la verdad. Hace mucho tiempo que os sirvo, según pueden atestiguar todos vuestros criados, y en cuanto a la suma de diez mil escudos, podéis tener la seguridad de que es inferior a la que en realidad me habéis dado. No tengo inconveniente en firmaros el oportuno recibo.

El condestable no pudo contener una sonrisa.

—Eres un bribón, sí —dijo—; pero…

—Pero es la forma, y no la esencia de la cosa lo que causa las vacilaciones de monseñor: ¿pero es que significa algo la forma para los espíritus superiores? ¡Firmad, monseñor, firmad sin más cumplidos!

Al mismo tiempo, colocó sobre la mesa el documento al cual no faltaba más que la firma.

—Necesito saber antes el nombre de la ciudad donde Diana está prisionera, y el del hombre en cuyo poder se halla —dijo el condestable.

—Nombre por nombre, monseñor. Estampad el vuestro al pie del escrito, y sabréis los que os interesan.

—¡Conformes! —exclamó Montmorency, trazando el rasgo que le servía de firma.

—¿Y el sello, monseñor?

—Complacido… ¿Estás contento?

—Como si monseñor me hubiese dado los diez mil escudos.

—¡Y bien! ¿Dónde está Diana?

—En Calais y en las manos de lord Wentworth —contestó Arnaldo, intentando apoderarse del documento, que el condestable no soltó todavía.

—¡Espera un poco! ¿Y el vizconde de Exmés?

—En Calais, y también en las manos de lord Wentworth.

—¿Luego se ven Diana y el vizconde?

—No, monseñor. El vizconde vive en la casa de un armero llamado Pedro Peuquoy, y la señora de Castro debe residir en el palacio del gobernador. Puedo jurar que el vizconde de Exmés no sospecha siquiera que su bella está tan cerca de él.

—Voy corriendo al Louvre —dijo el condestable soltando al fin el documento.

—Y yo a Artigues —exclamó Arnaldo triunfante—. ¡Buena suerte, monseñor! ¡Procurad no ser un condestable… de papel!

—¡Buena suerte, bribón! Y cuida de que tus mañas no te lleven a la horca.

Salieron cada uno por su lado.