N su primer día de viaje, Arnaldo de Thill no tuvo encuentros desagradables y pudo proseguir la marcha sin grandes obstáculos. Claro está que encontraba con frecuencia en el camino soldados enemigos, alemanes que desertaban, ingleses insolentes y españoles tan orgullosos como gloriosa había sido su victoria, pues en el desgraciado territorio de Francia desolada, abundaban más los extranjeros que los franceses, pero a las preguntas que le dirigían contestaba Arnaldo exhibiendo el salvoconducto de lord Wentworth, y todos, aunque murmurando entre dientes, respetaban al portador de la firma del gobernador de Calais.
Menos afortunado el día segundo, tropezó en las inmediaciones de San Quintín con un destacamento español que pretendió apoderarse de su caballo so pretexto de que el animal no estaba comprendido en el salvoconducto, y, por tanto, era objeto confiscable. El Martín Guerra apócrifo exigió con entereza que le presentasen al jefe, y su serenidad le valió poder continuar el viaje con su compañero, causa de la dificultad.
La aventura le sirvió de lección, y en lo sucesivo resolvió evitar dentro de lo posible los encuentros con las tropas. Difícil era conseguirlo: el enemigo, aunque no había sacado de la toma de San Quintín las ventajas decisivas que eran de temer, ocupaba todo el país. Suyos eran Le Catelet, Ham, Noyón, Chauny, y por este motivo, al llegar Arnaldo frente a las puertas de Noyón, hacia el final de su segunda jornada, decidió dejar a sus espaldas la ciudad, donde corría peligro de encontrar dificultades y disgustos, e ir a pernoctar al pueblo inmediato.
Para ello necesitaba dejar la carretera real, y como Arnaldo era poco práctico en aquella región, se extravió, y al intentar dar de nuevo con el camino, dio de hoz en coz, como suele decirse, al doblar el recodo de un sendero, con un pelotón de soldados enemigos que, por las trazas, andaban a caza de algo.
Imagínese cual sería la satisfacción de Arnaldo cuando uno de los soldados, no bien le vio, gritó a sus camaradas:
—¡Hola! ¿Será este por casualidad el miserable Arnaldo de Thill?
—¿Arnaldo de Thill a caballo? —preguntó otro con extrañeza.
—¡Dios santo! —se dijo el escudero palideciendo—. ¡Parece que soy conocido por estos andurriales, y si así es, me veo bailando en la cuerda!
Imposible retroceder ni huir, porque los soldados le rodeaban. Por fortuna para él, la noche estaba bastante oscura.
—¿Quién eres? ¿Adónde vas? —le preguntó uno.
—Me llamo Martín Guerra —contestó temblando Arnaldo—, soy escudero del señor vizconde de Exmés, prisionero en la actualidad en Calais, y voy a París con objeto de volver con la cantidad necesaria para pagar el rescate de mi amo. He aquí el salvoconducto de lord Wentworth, gobernador de Calais.
El jefe de la patrulla hizo que se acercase uno de los soldados, que llevaba una antorcha, y examinó concienzuda y gravemente el documento presentado por Arnaldo.
—El sello es auténtico y el salvoconducto verdadero —dijo—. Habéis dicho la verdad, amigo, y podéis proseguir vuestro camino.
—Muchas gracias —contestó Arnaldo, ya más tranquilo.
—Una pregunta, amigo —repuso el jefe—; ¿habéis encontrado por casualidad en vuestro camino a un sujeto, que es un pillo redomado, y dice que se llama Arnaldo de Thill?
—No conozco a Arnaldo de Thill… ni he oído pronunciar nunca ese nombre —contestó el mismo Arnaldo.
—Ya supongo que no le conoceréis, pero pudisteis encontrarle por estos caminos. Es de vuestra misma estatura, y a juzgar por lo poco que permite ver la oscuridad que nos envuelve, se os parece muchísimo, aunque viste peor que vos. Lleva una capa parda, sombrero redondo y calzas grises, y el gran tunante debe de andar oculto por estas inmediaciones. ¡Oh, como caiga en nuestras manos ese Arnaldo del infierno!…
—¿Pues qué ha hecho? —preguntó con timidez Arnaldo.
—¿Que qué ha hecho? Es la tercera vez que se nos escapa; dice que se le hace la vida muy dura entre nosotros, pero como logremos dar con él, juro que no vuelve a quejarse ni a escaparse. La primera vez que se nos escapó, sin duda para no aburrirse, se llevó consigo a la amiga de su amo; me parece que semejante desafuero merecía un castigo duro. Además, no tiene un ochavo para pagar su rescate, y como consecuencia, ha sido vendido y revendido cien veces, y hoy pasa constantemente de una mano a otra, porque ya no hay nadie que le quiera ni regalado. Pero ya que no puede servirnos de ningún provecho, me parece que lo menos que podría y debería hacer sería divertirnos. ¡Pues no, señor! ¡Ni eso! Se las echa de orgulloso, se niega en redondo, escapa… Tres veces ha escapado ya; pero si le atrapamos…
—¿Qué pensáis hacer con él? —preguntó Arnaldo.
—La primera vez le dimos de palos; la segunda le dejamos medio muerto; la tercera le ahorcaremos.
—¡Le ahorcaréis! —exclamó Arnaldo asustado.
—¡Pero en el acto, amigo, en el acto! Le ahorcaremos in continenti[14], sin formación de causa. De este modo nos divertiremos nosotros y él aprenderá. ¿Ves esa viga? ¡Pues bien! De ella colgaremos a Arnaldo en cuanto caiga en nuestro poder.
—¡Diantre… diantre! —exclamó Arnaldo con risa forzada.
—¡Cómo te lo digo, amigo! Si por casualidad tropiezas a ese pillo, agárrale por el pescuezo y tráenosle, que nosotros te lo agradeceremos. ¡Feliz viaje!
Alejóse la patrulla: Arnaldo, completamente tranquilo ya, llamó a los soldados.
—Dispensad, señores, si me atrevo a pediros un favor: me he extraviado y no sé donde estoy. ¿Tenéis la bondad de orientarme?
—Con mucho gusto, amigo —respondió el jefe—. Aquellas murallas y aquella poterna que, a pesar de la oscuridad, tal vez distingáis a vuestra espalda, son de Noyón… No miréis a la derecha, sino más bien a la izquierda, allá donde se ven brillar las picas de nuestros camaradas, que están de guardia en la poterna. Volveos ahora un poco y daréis frente al camino real de París, que cruza casi por la mitad del bosque. A unos veinte pasos de aquí, el sendero que habéis de tomar se divide en dos; podéis coger el de la derecha o el de la izquierda, como os acomode, pues los dos vuelven a juntarse a un cuarto de legua de aquí en el paso de la barca del Oise. Luego que hayáis atravesado el río, continuad siempre de frente. El primer pueblo que encontraréis será Auvray, que dista una legua de la barca. ¡Vaya! ¡Ya sabéis tanto como nosotros, amigo! ¡Buen viaje!
—Gracias, y buenas noches —contestó Arnaldo, poniendo su caballo al trote.
Las indicaciones que le dieron eran exactas. No habría recorrido más de veinte pasos, cuando encontró la bifurcación de senderos anunciada y dejó a su caballo en libertad de tomar el que quisiera: el animal escogió el de la izquierda.
La noche era oscura y el bosque espeso, pero al cabo de diez minutos llegó Arnaldo a un claro de la selva, y la luna, horadando las nacaradas nubes, esparció una débil claridad sobre el camino.
Iba pensando el escudero en el miedo que acababa de pasar y en la temerosa aventura que tan a prueba había puesto su sangre fría. Tranquilo en lo referente al pasado, contemplaba el porvenir con cierta melancolía.
—Ese Arnaldo de Thill, a quien tan sañudamente persiguen, no puede ser otro que el verdadero Martín Guerra —pensaba—. Y es el caso que si ese tunante se ha escapado, voy a encontrármelo en París en cuanto llegue, y el encuentro puede provocar un conflicto difícil de solución. Sé muy bien que la audacia puede salvarme, pero al mismo tiempo, no se me oculta que puede ser también mi perdición. ¿Qué necesidad tenía ese bribón de escaparse? ¡La verdad es que va resultando harto molesto! ¡Verdaderamente harían esos simpáticos enemigos de Francia una hermosa obra de caridad ahorcándole! ¡Ese hombre es decididamente mi genio malo!
Todavía duraba este edificante monólogo, cuando Arnaldo, que gozaba de una vista penetrante y estaba acostumbrado a ver en las tinieblas, distinguió delante, a unos cien pasos de distancia, a un hombre que, al verle, desapareció rápido como un relámpago en el foso.
—¡Hola! —pensó Arnaldo—. ¡Otro mal encuentro! ¿Alguna emboscada?
Intentó penetrar en el bosque, pero para ello había de atravesar el foso, y este era impracticable para el caballo y para el jinete. Durante algunos minutos no se atrevió a mirar; decidióse al fin a fijar sus ojos en el sitio donde había visto al fantasma, y este, que había vuelto a levantar la cabeza, desapareció con tanta rapidez como antes.
—¿Tendrá miedo de mí como lo tengo yo de él? —se preguntó mentalmente Arnaldo—. ¿Será recíproco nuestro deseo de no encontrarnos? Y ello es que no hay más remedio que adoptar un partido, toda vez que esta maldita zanja me impide ganar el otro camino atravesando el bosque. ¿Retrocedo? Sería lo más prudente. ¿Pongo mi caballo a galope y paso delante de ese hombre con la rapidez del rayo? Será lo más breve. Él está desmontado, y a no ser que me descerraje un arcabuzazo… Pero no le daré tiempo.
Dicho y hecho: Arnaldo hundió entrambas espuelas en los ijares de su caballo y cruzó veloz por delante del hombre escondido o emboscado.
El hombre no se movió.
El miedo de Arnaldo, al ver la inmovilidad del fantasma, desapareció como por encanto. Detuvo su corcel, e iluminado por una idea repentina, volvió sobre sus pasos.
El del foso continuó inmóvil.
Arnaldo, dueño ya de todo valor, echó a andar en derechura al foso.
No bien llegó al borde y sin darle tiempo a decir ¡Jesús!, el desconocido cayó sobre él de un salto, y sacándole súbitamente del estribo el pie derecho, levantó con violencia por encima de la silla la pierna del jinete y le derribó en tierra. Inmediatamente se precipitó sobre él, le echó una mano a la garganta y casi simultáneamente puso una rodilla sobre su pecho.
Todo esto vendría a tener escasamente veinte segundos de duración.
—¿Quién eres? ¿Qué buscas? —preguntó el vencedor al vencido.
—¡Dejadme, por favor! —suplicó Arnaldo con voz apagada—. Soy francés y llevo un salvoconducto de lord Wentworth, gobernador de Calais.
—Si eres francés —replicó el desconocido—, y creo que no me engañas, pues no tienes el acento de esos endiablados extranjeros, ninguna necesidad tengo de ver tu salvoconducto. ¿Pero por qué te acercabas a mí con esa cautela?
—Me pareció ver a un hombre en el foso —respondió Arnaldo—, y me acercaba por si estaba herido y tenía necesidad de un alma caritativa que le socorriese.
—La intención era buena —dijo el desconocido, retirando la mano del cuello y la rodilla del pecho—. Vamos, camarada; levantaos —añadió, tendiendo su mano a Arnaldo, quien se puso en pie en seguida—. Os he sacudido con alguna… con demasiada brusquedad; dispensadme: lo hice porque me subleva que nadie intente meterse en mis asuntos personales. Pero sois un compatriota, y ya la cosa varía, porque lejos de molestarme, acaso podáis servirme. Nos explicaremos con franqueza y veréis cómo nos entendemos al momento. Yo me llamo Martín Guerra; ¿y vos?
—¿Yo…? ¿Que cómo me llamo yo? —contestó Arnaldo balbuceando y muerto de miedo, porque a solas, en una noche oscura y en el corazón de una selva, el hombre a quien dominaba por la astucia le dominaba a él por la fuerza y el vigor—. Yo… me llamo Beltrán.
Por dicha para Arnaldo, la noche, muy oscura, garantizaba su incógnito, y por otra parte, él fingía todo lo posible la voz.
—Pues bien, camarada Beltrán —repuso Martín Guerra—. Sabed que soy un prisionero, que esta mañana me he escapado, por segunda vez (otros dicen que es la tercera) del poder de los españoles, ingleses, alemanes, flamencos, en una palabra, de toda esa plaga de enemigos que han caído en nuestro país como una nube de langosta. A estas horas, Francia padece, ¡Dios me confunda si exagero!, una Torre de Babel. Aquí, donde me veis, desde hace un mes he pertenecido a veinte individuos de diferentes naciones y cada amo nuevo hablaba una jerga nueva y cada jerga nueva que sonaba en mis oídos era más difícil de entender que la anterior. Me he cansado de pasar de un amo malo a otro peor; pero en una cosa coincidían todos: en divertirse atormentándome. A todas horas y con maravillosa unanimidad; me echaban en cara no sé qué diablillo con faldas que parece que se llamaba Gúdula, la cual me aseguraban que me amó con tal frenesí, que no tuvo inconveniente en fugarse conmigo.
—¿Es posible?
—Repito lo que me han dicho. Tantas burlas llegaron a molestarme en tales términos, que un día, estando en Chauny, me escapé, pero solo. Tuve la desgracia de que me cogieran, y me dieron tantos palos, que yo mismo me tenía lástima. ¿De qué me servía tenérmela? ¡De nada! Me amenazaron con ahorcarme si volvía a las andadas, y como nunca desee como entonces volver a ellas, esta mañana, pareciéndome que la ocasión era excelente cuando me conducían a Noyón, he dejado con un palmo de narices a mis tiranos. ¡Las ganas con que estos me andaban buscando para ahorcarme! Pero yo, que soy poco aficionado a bailar en el aire, me subí a la copa de un árbol, y desde aquel elevado observatorio, riendo a más no poder, aunque un poquito pálido, les veía pasar maldiciendo y jurando como condenados. Bajé de mi observatorio cuando cerró la noche, pero me extravié en el bosque, que no conozco: primera desgracia; y luego y esta es la segunda y la más cruel, me muero de hambre, pues hace más de veinticuatro horas que por mi gaznate no han pasado más que algunas hojas y raíces, ¡buen regalo… para el vecino!, y como es natural, me caigo de debilidad, como sin esfuerzos podéis ver.
—¡Diablo! —exclamó Arnaldo—. No pude ver esa debilidad hace un momento; antes por el contrario, me pareció, os lo confieso, que teníais un vigor que yo quisiera para mí.
—¡Ah! ¿Lo decís porque os sacudí un poco? No me guardéis rencor: era la fiebre del hambre; sí, la fiebre del hambre me sostenía. Pero en este momento, vos sois mi Providencia, porque siendo un compatriota mío, no habéis de consentir que caiga de nuevo en manos de mis enemigos, que son también los vuestros.
—Contad conmigo si algo puedo hacer en vuestro obsequio —contestó Arnaldo de Thill, pensando en el partido que podría sacar del discurso de Martín, principiando a entrever el modo de vengarse del que momentos antes le había vencido con su puño de hierro.
—Mucho podéis hacer por mí —repuso el bonachón de Martín Guerra—. ¿Conocéis bien estos sitios?
—Soy natural de Auvray, que dista un cuarto de hora de aquí —contestó Arnaldo.
—¿Ibais ahora a vuestro pueblo?
—Al contrario; venía —respondió Arnaldo después de un momento de duda.
—¿Entonces Auvray cae hacia allá? —preguntó Martín extendiendo el brazo en dirección a Noyón.
—Precisamente: es el primer pueblo, pasado Noyón, que se encuentra en el camino de París.
—¡En el camino de París! —repitió Martín Guerra—. ¡Parece mentira cómo se pierde uno en los bosques! Yo creía que volvía la espalda a Noyón y caminaba en derechura hacia él; creía que me encaminaba a París, y me alejaba. Vuestro maldito país me es, como decía antes, completamente desconocido. Entonces, para no meterme yo mismo en la boca del lobo, necesito escapar en dirección opuesta a la que vos traíais, ¿no es cierto?
—¡Exacto! Yo voy a Noyón, pero podéis venir por ahora conmigo, porque cerca de aquí, poco antes de llegar a la barca del Oise, encontraremos un camino, que yo os indicaré, que os conducirá en línea recta a Auvray.
—Gracias, muchas gracias, amigo Beltrán. Me conviene más que nunca economizar camino, porque estoy rendido, sin fuerzas y en ayunas. ¿Tendríais por casualidad algunas provisiones a mano, amigo Beltrán? ¡Me salvaríais dos veces! Una de los ingleses, y otra del hambre, que es peor todavía que los ingleses.
—¡Cuánto lo siento! —contestó Arnaldo—. Ni una migaja de pan llevo en las alforjas. Lo que sí podría daros, si lo deseáis, es un trago, pues llevo la calabaza llena.
En efecto: Babette había tenido la precaución de llenar la calabaza del infiel Arnaldo de un vino de Chipre de bastantes grados, y el viajero la había tratado hasta entonces con prudencia a fin de conservar despejada su razón, de suyo frágil, en medio de los peligros del camino.
—¡Con mucho gusto beberé! —exclamó Martín Guerra alborozado—. El vino me reanimará un poco.
—Bebed, pues —dijo Arnaldo alargándole la calabaza.
—Gracias, y que Dios os lo pague.
En seguida aplicó a sus labios el cuello de la calabaza y bebió una cantidad respetable de aquel vino, tan traidor como quien se lo daba, cuyos vapores perturbaron casi en el acto su debilitado cerebro.
—¡Hola! —exclamó riendo—. No deja de dar calor vuestro vinillo.
—¡No digáis eso, por Dios! —contestó Arnaldo—. Es muy flojo, inofensivo como el agua. En cada comida me bebo yo dos botellas… Pero, esperad; la noche está deliciosa; sentémonos sobre la hierba y así podréis descansar y beber a vuestro gusto. Tenemos tiempo de sobra; por mi parte, con que llegue a Noyón antes de las diez, hora en que cierran las puertas, no necesito más, y vos, aunque Auvray continúa siendo de Francia, podríais tropezar, si os aventuráis tan temprano por el camino real, con patrullas enemigas que os dieran un disgusto, y si dejáis el camino real y tomáis algún atajo o sendero, de fijo os perdéis otra vez. Lo más prudente es detenernos aquí algunos minutos y charlar en buena paz y compañía. Decidme: ¿dónde fuisteis hecho prisionero?
—No lo sé de cierto —respondió Martín Guerra—, porque en esto, como en todo lo que tiene relación con mi pobre existencia, hay dos versiones contradictorias: la que yo creo y la que los demás me dicen. Habéis de saber, amigo mío, que me aseguran que fue en la batalla del día de San Lorenzo cuando yo me entregué y fui hecho prisionero, pero yo juraría que no asistí a semejante batalla y que fue después, bastante después cuando me prendió un destacamento enemigo.
—¿Pero, cómo puede ser eso? —interrogó Arnaldo de Thill como maravillado—. ¿Tenéis, por ventura, dos historias? Me parece que vuestras aventuras deben de ser interesantes y distraídas, y yo os advierto que los cuentos me entusiasman hasta la locura. Bebed cinco o seis tragos para que despierte vuestra memoria y contadme algo de vuestra vida. ¿Sois de Picardía?
—No; no soy picardo —contestó Martín, haciendo una pausa después de haber vaciado tres cuartas partes del contenido de la calabaza—. Soy del Mediodía; de Artigues.
—¡Hermoso país, según he oído decir! ¿Tenéis allí a vuestra familia?
—A mi familia y a mi mujer, querido amigo —contestó Martín, que, gracias al vinillo de Chipre, se había hecho confiado y expansivo.
Y excitado en parte por las preguntas de Arnaldo, y en parte por el mosto, empezó a contar su historia con todos sus detalles. Habló de su juventud, de sus amores, de su matrimonio; dijo que su mujer era encantadora, aunque tenía un pequeño defecto, el de ser muy ligera y muy pesada a la vez de mano. Observó que ciertamente no deshonraba a un hombre un bofetón de una mujer, pero que molestaba a la larga, y que por aquella causa, es decir, por ser su mujer expresiva en exceso con la mano, se había Martín alejado de ella. Narró circunstancialmente las causas, accidentes y consecuencias de la ruptura, haciendo constar que, a pesar de todo, no había dejado de amar a su querida Beltrana, y que todavía llevaba en el dedo el anillo de hierro que selló su unión ante Dios y ante los hombres. También conservaba, muy guardaditas en el pecho, sobre el corazón, las dos o tres cartas que Beltrana le había escrito a raíz de su separación primera. Al decir esto, lloraba el buenazo de Martín Guerra, sin duda porque tenía un vino sentimental. Quiso asimismo referir todo lo que le había acontecido desde que entró a servir al señor vizconde de Exmés, y juró que le perseguía tenaz un demonio; que él, Martín Guerra, no era un Martín Guerra, sino dos, y que le confundían y enloquecían los sucesos contradictorios de sus dos existencias. Esta parte de la historia pareció interesar menos a Arnaldo de Thill, que procuraba que el narrador desmenuzase bien los incidentes de la infancia, y que hablase muy por extenso de la casa paterna, de los amigos y parientes que Martín tenía en Artigues, y de las gracias y defectos de Beltrana.
En menos de dos horas, el pérfido Arnaldo de Thill, por medio de un interrogatorio habilísimo, supo cuanto deseó saber sobre las antiguas costumbres y actos más secretos del pobre Martín Guerra. Este se levantó, o mejor dicho, quiso levantarse, al cabo de dos horas; pero la cabeza le pesaba horriblemente, sus piernas se negaban a sostenerle y cuantas veces conseguía ponerse en pie, volvía a caer en tierra.
—¡Es particular! ¿Qué es lo que me pasa? —dijo soltando una carcajada estrepitosa que resonó por todos los ámbitos del bosque—. Dios me perdone, pero sospecho que ese vinillo impertinente ha hecho de las suyas. Dadme la mano, amigo mío, y veré si consigo tenerme en pie.
Gracias al auxilio que caritativo le prestó Arnaldo, Martín logró sostenerse sobre sus piernas, aunque su equilibrio nada tenía de clásico.
—¡Cuernos del diablo! ¡Cuántas linternas! —gritó Martín—. ¡Pero, qué estúpido soy! ¿Pues no tomaba las estrellas por linternas?
Y seguidamente entonó con voz de trueno la siguiente copla:
¿De dónde sacaste el vino que me
has dado a beber?
En el infierno lo hicieron y lo trajo
Lucifer.
—¿Queréis callar? —exclamó Arnaldo—. ¿No comprendéis que puede pasar por las inmediaciones alguna patrulla enemiga y oíros?
—¿Y qué te importa? ¡Me río de todos los enemigos presentes, pasados y futuros! ¿Qué pueden hacerme? ¿Ahorcarme? Bien mirado, no creo que se esté tan mal colgado de una cuerda. Me habéis hecho beber demasiado, camarada. Yo, que de ordinario soy tan sobrio como un corderillo, aguanto poco vino. Y lo peor es que no sé batirme bien cuando estoy borracho. Hace dos horas, estaba en ayunas y tenía hambre, pero ahora, aunque no he comido, sólo tengo sed.
¿De dónde sacaste el vino que me
has…?
—¡Silencio! ¡Vaya! Probemos a andar… ¿No decíais que pensabais dormir en Auvray?
—¿Dormir? Naturalmente que quiero dormir, pero no en Auvray, sino aquí mismo, bajo las linternas del cielo colgadas en lo alto por el mismo Dios.
—Lo más indicado para que mañana os descubra alguna patrulla española y os envíe a pernoctar con el diablo.
—¿Con el marrullero Lucifer? No; no me gusta su compañía. Veo que habré de hacer un esfuerzo y procurar arrastrarme como pueda hasta Auvray. Cae hacia aquella parte, ¿no es verdad? ¡Pues en marcha!
Echó a andar; pero eran tantos los traspiés que daba, que Arnaldo comprendió que, si no le ayudaba, Martín se iba a perder una vez más, es decir, a salvarse, y esto no entraba en los cálculos del canalla.
—¡Vaya! —dijo al infeliz Martín—. Soy caritativo por temperamento, y como por otra parte Auvray no está lejos, os acompañaré hasta dejaros en el pueblo. Esperad un poco: desataré el caballo, lo llevaré de las riendas y os cederé uno de mis brazos para que os sirva de apoyo.
—Acepto de muy buena gana —respondió Martín—. Como no soy orgulloso ni tengo amor propio, os confesaré sinceramente que estoy un poquito alumbrado. Dije antes que vuestro vinillo es bastante fuerte, y sigo en mis trece. Estoy contento, la alegría me retoza en el cuerpo, pero me achispé…
—En marcha, que se hace tarde —interrumpió Arnaldo, tomando el camino que conducía directamente a Noyón—. Para entretener el camino convendría que me contarais alguna de vuestras divertidas historias de Artigues.
—¿Queréis que os refiera la historia de Pepona? ¡Sí, sí, voy a contarla! ¡Pobre Pepona!
Lo que acaeció a Pepona era demasiado escabroso para que lo narremos aquí. Sólo diremos que había concluido la historia el narrador, cuando los dos amigos llegaron a la poterna de Noyón.
—Hemos llegado —dijo Arnaldo—. No tengo necesidad de seguir más… ¿Veis bien aquella puerta? Es la de Auvray. Llamad, y el encargado de su custodia os la franqueará. Decid que os recomienda Beltrán, y os acompañará a mi casa, que no dista diez pasos de la puerta. Mi hermano os recibirá muy bien y os dará buena cena y mejor cama. ¡Adiós, adiós, camarada! ¡Un apretón de manos, y adiós!
—Adiós, y gracias —contestó Martín—. Soy un pobre diablo que no puede corresponder más que con frases de agradecimiento a lo mucho que habéis hecho por mí; pero estad tranquilo, que Dios nuestro Señor, que es justo, os dará la recompensa que merecéis… ¡Adiós, amigo mío!
¡Cosa extraña! Las palabras pronunciadas por un borracho determinaron un violento estremecimiento de terror en Arnaldo, que nunca fue supersticioso. A punto estuvo de llamar al infeliz Martín, pero cuando estaba casi decidido ya a hacerlo, aquel aporreaba con todas sus fuerzas la poterna.
—¡Pobre diablo! ¡Está llamando a su tumba! —pensaba Arnaldo—. ¡Bah! ¡No sé a qué viene este remordimiento!…
Martín, que no dudaba que su compañero le observaría desde lejos, gritaba con voz potente:
—¡Eh! ¡Guardia del diablo! ¿Estáis sordo, Cancerbero? ¿Te da la gana de abrir, dormilón? ¡Me envía Beltrán, el buen Beltrán!
—¿Quién llama? —preguntó el centinela desde dentro—. ¡No se abre! ¿Quién eres que tanto ruido armas?
—¿Que quién soy? ¡Vaya una pregunta! Soy Martín Guerra, o si lo prefieres, Arnaldo de Thill, el amigo de Beltrán. Soy un hombre y soy muchos hombres, particularmente cuando he empinado el codo. En este momento llevo dentro de mi cuerpo veinte valientes, con cuya ayuda te solfearé las costillas si no abres pronto.
—¡Arnaldo de Thill! ¿Dices que eres Arnaldo de Thill? —preguntó el centinela.
—¡Arnaldo de Thill, sí, con cien carretadas de demonios! —contestó Martín aporreando la puerta con puños y pies.
Entonces se oyó detrás de la puerta el ruido de los pasos de los soldados que acudían a la voz del centinela.
Abrieron la puerta, apareció un farol, y a su luz, vio Arnaldo, escondido detrás del tronco de un árbol poco distante, que salía un pelotón de soldados, los cuales, después de reconocer al que llamaba, decían con acento de sorpresa:
—¡Es él, no hay duda! ¡El mismo!
Martín Guerra, que reconoció al punto a sus verdugos, exhaló un grito que fue a clavarse como una maldición en el pecho de Arnaldo.
Por el ruido y las voces, juzgó Arnaldo que el bravo Martín, viéndose perdido, entablaba una lucha imposible, lucha de dos puños contra veinte espadas. El ruido fue disminuyendo y alejándose gradualmente hasta que cesó. Martín, cuya boca lanzaba juramentos y maldiciones, fue arrastrado por sus enemigos.
—¡Arreglado estás, si crees que con injurias vas a enmendar tu asunto! —murmuró Arnaldo frotándose las manos.
Cuando ya no oyó nada, se entregó por espacio de un cuarto de hora a sus pensamientos, pues hay que tener en cuenta que el miserable era hombre de sólida y profunda reflexión. El resultado de sus meditaciones fue internarse tres o cuatrocientos pasos más en el bosque. Allí ató su caballo a un árbol, puso la montura en el suelo, sobre un montón de hojarasca seca, se arrebujó en su manta, y, al cabo de breves minutos, dormía con ese sueño plácido y tranquilo que Dios concede por igual al criminal endurecido y al inocente tímido.
Estuvo durmiendo ocho horas seguidas. Cuando despertó, todavía no había amanecido, pero calculando por la posición de las estrellas que serían las cuatro de la mañana, se levantó, y sin desatar su caballo, echó a andar con precaución hacia el camino real.
De la viga que le habían enseñado la víspera pendía balanceándose el cuerpo del infeliz Martín Guerra.
Una sonrisa de demonio animó los labios de Arnaldo de Thill.
Se acercó, sin temblar, al cadáver, pero no pudo alcanzarlo por estar demasiado alto. En vista de ello, trepó a lo alto del pie derecho que sostenía la viga horizontal, se deslizó a lo largo de esta, espada en mano, y cortó con ella la cuerda.
El cadáver cayó pesadamente en tierra.
Arnaldo descendió, sacó del dedo del muerto un anillo que no valía el trabajo que costaba sacarlo, registró el bolsillo interior del ahorcado donde encontró algunos papeles, que guardó con mucho cuidado, tomó su capa, y se retiró tranquilamente, sin dirigir una mirada, sin rezar un Padrenuestro por el eterno descanso del desventurado a quien tanto atormentara durante su vida, y a quien robaba después de empujarle a la muerte.
Llegó a donde estaba su caballo, montó y seguidamente partió a rienda suelta camino de Auvray. ¡El miserable iba contento! ¡El pobre Martín no podría trastornar ya sus proyectos para el porvenir!
Sobre media hora después, al débil resplandor de la aurora, que asomaba ya por Oriente, un leñador que pasaba por el camino real vio la cuerda cortada que pendía de la viga y al hombre tendido en el suelo. Se acercó, curioso y asustado a un tiempo, al muerto, y pudo observar que sus vestidos estaban en desorden y que una cuerda rodeaba su cuello. Dudaba si el peso del cuerpo habría roto la cuerda o si la habría cortado, demasiado tarde, algún amigo del ahorcado. Al fin se determinó a tocar el cuerpo para asegurarse de si estaba muerto.
¡Su terror fue inmenso cuando vio que el ahorcado movía la cabeza y las manos y se incorporaba al fin poniéndose de rodillas! El leñador, lleno de espanto, emprendió desatinada carrera por el bosque, santiguándose sin cesar y encomendándose a Dios y a todos los santos del Cielo.