Capítulo XL

HABÍAN pasado tres semanas; el mes de septiembre tocaba a su fin y ningún cambio de importancia se había operado en la situación respectiva de los diferentes personajes de esta historia.

Juan Peuquoy había pagado a lord Wentworth el insignificante rescate en que supo tasarse a sí mismo. También había obtenido la autorización necesaria para fijar su residencia en Calais, pero debemos hacer constar que no se daba mucha prisa en la obra de montar su nuevo establecimiento, ni parecía animado de grandes deseos de reanudar sus trabajos. ¡Cosa extraña! Aquel hombre industrial, espejo de laboriosidad, se había hecho en extremo curioso y terriblemente haragán: desde que salía el sol hasta que cerraba la noche, veíasele paseando por las murallas y platicando con los soldados de la guarnición, sin que le importase, al parecer, un ardite su oficio de tejedor, y siempre tan tranquilo y desocupado como si hubiese sido un abad.

En cambio, si él era un haragán empedernido, no quiso o no pudo atraer a su primo Pedro a sus hábitos de holganza, pues es lo cierto que nunca el hábil armero forjó tantas y tan hermosas armas como por el período a que nos contraemos.

La tristeza de Gabriel aumentaba de día en día. De París no recibía más que noticias generales, tales como que Francia comenzaba a respirar, que los españoles y los ingleses, entretenidos en cosas de poco momento, habían perdido un tiempo precioso, que la nación había tenido tiempo para rehacerse, y que París y el rey se habían salvado. Claro está que las nuevas de sucesos tan prósperos, debidos en gran parte a la heroica defensa de San Quintín, habían de regocijar a Gabriel, pero no bastaban para disipar su melancolía, porque ni una palabra sabía de Enrique II, ni de su padre, ni del almirante Coligny, ni de Diana, y esta carencia absoluta de noticias por necesidad había de ensombrecer el pensamiento de nuestro héroe, y le impedía estrechar, como quizás hubiese hecho de no mediar esa circunstancia, las relaciones amistosas con lord Wentworth, cada día más atento y complaciente con él.

En realidad, el amable y expansivo gobernador de Calais había cobrado afecto a su prisionero, a lo que contribuyó en los primeros días el fastidio y más tarde la tristeza. En una ciudad como Calais, tétrica y aburrida, era una distracción muy grata la compañía de un caballero joven y espiritual de la corte de Francia. Por esta razón no pasaban dos días sin que lord Wentworth fuera a visitar al vizconde de Exmés, y el primero exigía al segundo que se sentase a su mesa por lo menos tres veces por semana. No dejaba de ser molesta para Gabriel la amistad del gobernador, que a todas horas juraba, riendo, a su prisionero, que no le soltaría sino en el último extremo, que jamás se resignaría a dejarle marchar bajo su palabra, y que sólo cuando hubiese recibido el último escudo del rescate se vería en la dura necesidad de separarse de un amigo tan querido.

Como era muy posible que la simpatía y el afecto del gobernador fuesen, en medio de todo, un medio señorial y elegante de encubrir la desconfianza, Gabriel no se atrevía a insistir, y dando oídos a su extremada delicadeza, sufría sin proferir una queja, y esperaba el restablecimiento de su escudero, que era quien debía ir a París a buscar el rescate que el vizconde de Exmés había de pagar a cambio de su libertad.

Pero era el caso que Martín Guerra, o mejor dicho, su sustituto Arnaldo de Thill, se restablecía con demasiada lentitud. Al cabo de quince días, sin embargo, el cirujano encargado de la curación de la herida que el tunante había recibido en una reyerta, declaró que su misión estaba terminada y el herido completamente curado. Uno o dos días más de descanso, y los solícitos cuidados de la linda Babette, sobrarían para que la curación fuese tan completa como se pudiera desear.

Fiado en la palabra del cirujano, Gabriel había anunciado a su escudero que emprendería el viaje para París dos días después; pero llegó el día prefijado para la marcha, y Arnaldo se quejó de desvanecimientos y vahídos que le expondrían a caídas peligrosas si daba algunos pasos sin el apoyo acostumbrado de Babette. Nuevo aplazamiento de dos días, pedido por el escudero y otorgado por el señor. Pasaron los dos días, y el pobre Arnaldo sintió un cansancio general tan pronunciado, una debilidad tan grande en los brazos y en las piernas, que hubo necesidad de combatir el cansancio y la debilidad, causados, sin duda, por sus padecimientos, por medio de baños y dieta rigurosa. Este régimen dio al traste con las escasas fuerzas que conservaba el escudero, y se hizo indispensable aplazar de nuevo la marcha, hasta tanto el mensajero hubiese recobrado el vigor perdido por medio de reconstituyentes y de vinos generosos. Su enfermera Babette juraba llorando a Gabriel que, si obligaba a Martín Guerra a emprender el viaje en seguida, le condenaría a perecer de inanición en el camino.

A pesar de los cuidados de Babette, aquella convalecencia singular de Martín Guerra se prolongaba indefinidamente. Transcurrieron así dos semanas, ganadas día por día, las que sumadas a las dos de permanencia en cama del herido, completaban el mes desde que nuestro prisionero llegó a Calais.

Semejante estado de cosas no podía prolongarse ya más tiempo. Gabriel concluyó por impacientarse, y el mismo Arnaldo de Thill, que al principio hallaba con pasmosa facilidad pretextos que retardasen su marcha, declaró terminantemente a la desconsolada Babette que no quería exponerse a disgustar a su amo, y que lo más acertado era emprender el viaje cuanto antes, a fin de volver también más pronto. Los ojos encendidos y el rostro abatido de la pobre Babette ponían de manifiesto que ella no entendía de tales razonamientos.

La víspera del día en que Arnaldo de Thill se había comprometido formalmente a emprender la marcha para París, Gabriel fue a cenar con lord Wentworth. Sin duda el gobernador necesitaba vencer una melancolía más honda que de ordinario, pues estuvo durante la cena alegre hasta la locura.

Luego que se despidió de Gabriel, a quien acompañó hasta el vestíbulo, iluminado a aquella hora, ya bastante avanzada, por una lámpara moribunda, en el momento en que nuestro amigo se arrebujaba en su capa para salir a la calle, vio que se entreabría una de las puertas que daban al vestíbulo. Una mujer, que Gabriel reconoció como una de las camareras de la casa, se acercó a él, poniéndose un dedo sobre los labios y alargándole con la otra mano un papel.

—Para el caballero francés a quien recibe a menudo lord Wentworth —dijo en voz baja, a tiempo que le daba un billetito doblado. Antes que Gabriel tuviese tiempo de interrogarla, desapareció corriendo.

Nuestro joven, muy intrigado, curioso por temperamento y un tanto imprudente, pensó que debía recorrer a oscuras un trecho de un cuarto de hora antes de poder leer el billete a su comodidad en su gabinete, y que era demasiado esperar quince minutos la solución de un enigma que presentaba todas las características de aventura galante. En consecuencia, miró en derredor, vio que estaba solo y, sin más miramientos, se aproximó a la lámpara moribunda, desdobló el papel, y leyó, no sin emoción, lo que sigue:

No os conozco, caballero; no os he visto jamás, pero una de las doncellas que me sirven me dice que sois francés y prisionero como yo. Esta circunstancia me anima a dirigirme a vos en mi aflicción. Supongo que estaréis esperando vuestro rescate, y que, cuando recobréis la libertad, os dirigiréis a París. Allí podréis ver a los míos, que ignoran en absoluto qué ha sido de mí. Decidles dónde estoy, poned en su conocimiento que lord Wentworth me retiene sin permitirme comunicar con nadie, sin querer aceptar rescate por mi libertad, y que, abusando del derecho cruel que mi situación le da, todos los días me habla de un amor que yo rechazo con horror, pero que, tal vez espoleado por mis desdenes y animado por la certeza de la impunidad, quien sabe si le arrastre hasta el crimen. Un caballero, y sobre todo un compatriota, no me dejará abandonada en mi triste y crítico estado. Pero todavía no os he dicho quien soy…

Aquí terminaba la carta, que no tenía firma. Algún obstáculo inesperado, algún accidente imprevisto debieron impedir su continuación, no obstante lo cual habían querido enviarla a su destinatario, probablemente para no perder una ocasión que temerían que no volviera a presentarse, y por otra parte, porque la carta decía todo lo que su autora quería decir, excepción hecha del nombre de la mujer tan inicuamente violentada.

Ignoraba Gabriel el nombre en cuestión, no podía conocer aquel carácter de letra, escrita presurosamente y con mano trémula, y sin embargo, había penetrado hasta el fondo de su corazón una turbación extraña y un presentimiento inexplicable. Pálido y conmovido se acercaba a la lámpara para leer por segunda vez el billete, cuando se abrió una puerta y apareció lord Wentworth en persona, seguido de un paje. El gobernador cruzaba el vestíbulo y se dirigía a su cámara.

Como es natural, le sorprendió encontrar allí a Gabriel, a quien había despedido cinco minutos antes.

—¿Aún estáis aquí, amigo mío? —le preguntó, acercándose a él con la afabilidad de costumbre—. ¿Quién os ha detenido? Sentiría que se tratase de algún accidente, de alguna indisposición…

El leal joven, sin contestar a lord Wentworth, le entregó el billete que acababa de recibir. El inglés lo leyó, quedó más pálido que Gabriel, pero supo conservar su sangre fría, y fingiendo continuar la lectura, combinó con diabólica habilidad la respuesta.

—¡Vieja loca! —exclamó, arrugando y tirando el billete con desdén admirablemente fingido.

Ninguna otra palabra podía desencantar mejor y más completamente a Gabriel, momentos antes perdido en mil conjeturas y ahora indiferente con respecto a la desconocida. No se entregó, sin embargo, a pesar de su desencanto; antes bien replicó con cierto tono de desconfianza:

—¿No podéis decirme quién es la prisionera que retenéis aquí contra su voluntad, milord?

—¡Contra su voluntad, sí, decís muy bien! —contestó lord Wentworth con glacial indiferencia—. Es una parienta de mi difunta mujer, una medio demente a quien su familia quiso alejar de Inglaterra, y para desgracia mía confió a mi vigilancia, en atención a que, en esta ciudad, tan sencillo es vigilar a los insensatos como a los prisioneros. Puesto que habéis penetrado este secreto de familia, amigo mío, quiero informaros al punto de todos los pormenores. Consiste la manía de la señora Howe, lectora infatigable, que sabe de memoria todos los libros y poemas de caballería, en creerse, a pesar de sus cincuenta años y de sus cabellos blancos, una heroína oprimida y perseguida, y en intentar interesar en favor suyo, por medio de fábulas mejor o peor urdidas, a todo caballero joven y galante que se le pone a tiro. Dios me perdone si formo juicios temerarios, Gabriel, pero creo que mi vieja tía había interesado vuestro sensible corazón. Confesad que su misiva os había turbado un poco, mi buen amigo.

—Convenid también conmigo en que la historia es muy extraña, milord —replicó Gabriel—. No tengo memoria de que nunca me hayáis hablado de esa parienta.

—En efecto; nunca os hablé de ella; comprenderéis que no es lo corriente poner a los extraños al tanto de las interioridades de las familias.

—¿Pero, cómo es que vuestra tía dice que es francesa?

—¡Bah! Con objeto de interesaros, seguramente —respondió lord Wentworth con una sonrisa que principiaba a ser forzada.

—¿Y ese amor obstinado con que afirma que la perseguís…?

—¡Ilusiones de vieja que confunde los recuerdos con las esperanzas! —replicó el gobernador con muestras de impaciencia.

—¿Y la ocultáis a todo el mundo sin más objeto que el de evitar el ridículo?

—¡Ea! ¡Basta de preguntas! —exclamó lord Wentworth enarcando las cejas, pero conteniendo su violenta contrariedad—. No os creía tan aficionado a preguntar, Gabriel… Son las nueve y cuarto, amigo mío, y os invito a que os retiréis a vuestro alojamiento antes de que suene la campana de la queda, porque la libertad que como prisionero os he concedido no debe ser tan alta que infrinja los reglamentos de seguridad de Calais. Si tanto os interesa la señora Howe, mañana podemos continuar a nuestro sabor esta conversación, y mientras, he de rogaros que a nadie habléis de estos delicados secretos de familia. ¡Buenas noches, señor vizconde!

El gobernador saludó a Gabriel y se fue: quería mantenerse hasta el fin dueño de sí mismo, y temía exaltarse demasiado si la conversación se prolongaba.

Gabriel, después de un minuto de reflexión, abandonó el palacio del gobernador y se dirigió a la casa del armero. Lord Wentworth no supo disimular lo bastante durante la escena que dejamos explicada, su impaciencia demasiado manifiesta no era el medio más indicado para borrar los recelos del corazón de Gabriel, y las dudas que el billete sembró en el alma de este, dudas que alentaba un instinto secreto y misterioso, le asaltaron de nuevo durante el camino.

Resolvió guardar silencio en lo sucesivo, no aludir al asunto en presencia de lord Wentworth, de quien no esperaba averiguar nada, y observar, inquirir, hacer todo lo humanamente posible para cerciorarse de si la dama desconocida era inglesa y vieja, o francesa y joven.

—¿Pero, qué puedo hacer, santo Dios, aunque llegue a tener pruebas evidentes de la verdad de lo que temo? —se preguntaba Gabriel—. ¿Qué soy yo sino un prisionero? ¿No tengo atadas las manos? ¿No puede lord Wentworth reclamarme, cuando le acomode, esta espada que llevo, merced a su tolerancia? Preciso es que esto acabe de una vez, que salga yo de la posición equívoca en que me hallo. Mañana sin falta emprende Martín Guerra el viaje: se acabaron los aplazamientos. Ahora mismo voy a darle la orden terminante.

En efecto, Gabriel, a quien un aprendiz del armero abrió la puerta de la casa, subió hasta el segundo piso, sin detenerse, como de costumbre, en el primero. Todos dormían a aquella hora, y supuso que Martín Guerra estaría descansando, como los demás, pero, esto no obstante, Gabriel quería despertarle para intimarle su voluntad expresa. Con objeto de no interrumpir el sueño de nadie, se acercó sin hacer ruido a la cámara de su escudero.

Sin dificultad franqueó la puerta exterior, que encontró entornada, pero la puerta interior estaba cerrada por dentro y Gabriel oyó risas ahogadas y ruido de vasos que chocaban entre sí. Llamó entonces con alguna violencia y se nombró con voz imperiosa. Al punto cesaron los ruidos, pero como Gabriel continuó elevando la voz, Arnaldo de Thill salió presuroso a descorrer el cerrojo de la puerta. Tal prisa se dio el infeliz escudero, que, desgraciadamente, no pudo evitar que su amo viese una falda de mujer que huía con celeridad pasmosa.

Creyó nuestro caballero que se trataba de alguna intriguilla galante con una de las criadas de la casa, y como no pecaba de escrupuloso en exceso en lo referente a este particular, no pudo contener la risa mientras reprendía a su escudero.

—¡Ah, Martín! —dijo—. ¡Paréceme que tu salud es más buena de lo que pretendes hacer creer, tunante! ¡Una mesa perfectamente servida, tres botellas, dos cubiertos…! ¡Juraría que he puesto en fuga al otro comensal! Pero es igual: encuentro aquí pruebas evidentes de tu completa curación, y creo que, sin escrúpulos ni remordimientos de conciencia, puedo mandarte que mañana sin falta emprendas el viaje.

—Ya sabéis, monseñor, que esa era mi intención —contestó Arnaldo de Thill—. Precisamente estaba despidiéndome…

—¿De un amigo? Con ello das pruebas de tu buen corazón, pero como la amistad nunca debe hacer que uno olvide el cumplimiento del deber, exijo que mañana, cuando yo deje el lecho, te encuentres ya camino de París. Tienes el salvoconducto del gobernador, días hace que tu equipaje está listo, tu caballo ha descansado tanto como tú, y tu escarcela está repleta, gracias a la confianza de nuestro excelente patrón, que sólo una pesadumbre tiene: la de no disponer de dinero suficiente para pagar mi rescate. Nada te falta, Martín; de consiguiente, mañana saldrás tempranito, y dentro de tres días puedes llegar a París. Ya sabes lo que has de hacer en cuanto llegues.

—Sí, monseñor. Ante todo, iré al palacio de la calle de los Jardines de San Pablo; tranquilizaré a vuestra nodriza dándole noticias de vuestro paradero, le pediré los diez mil escudos, importe de vuestro rescate y tres mil más para liquidar los gastos y deudas contraídas en esta ciudad, y como garantía, entregaré a la buena mujer una carta vuestra y vuestro anillo.

—Son inútiles esas precauciones, Martín, porque mi buena nodriza te conoce bien, sabe que eres mi fiel y leal escudero; sin embargo, quiero ceder a tus escrúpulos. Lo que sí te encargo es que hagas que reúna la cantidad necesaria dentro del plazo más breve posible.

—Descuidad, monseñor. El dinero se reunirá en seguida, y una vez en mi poder, y entregada vuestra carta al señor almirante, vuelvo aquí con más celeridad que voy.

—Y procura no armar pendencias por el camino.

—Quedad tranquilo, monseñor.

—Adiós, pues, Martín, y buena suerte.

—Dentro de diez días me tendréis de nuevo a vuestras órdenes, y mañana, la salida del sol me encontrará lejos de Calais.

Arnaldo de Thill cumplió por esta vez escrupulosamente la segunda parte de su promesa. Salió temprano y permitió que Babette le acompañase hasta las puertas de la ciudad. Allí se abrazaron por última vez los amantes, que ya habrá adivinado el lector que lo eran. Arnaldo juró que volvería pronto, y en seguida picó espuelas a su caballo y desapareció.

La pobre joven volvió presurosa a su casa con objeto de llegar a ella antes de que se hubiera levantado su terrible hermano Pedro, pero se vio obligada a fingirse enferma para poder dar rienda suelta a sus lágrimas en la soledad de su alcoba.

A partir de aquel día, sería muy difícil averiguar quién de los dos, es decir, de ella y Gabriel, deseaba con más impaciencia el regreso del escudero.

Uno y otro debían esperarle mucho tiempo.