A casa de Pedro Peuquoy formaba ángulo con la calle de Martroi y la plaza del Mercado. Por entrambos frentes se apoyaba sobre robustos pilares de madera, semejantes a los que todavía se ven hoy en París en varios lugares. Tenía dos pisos, además de los desvanes. En su fachada, el ladrillo, la madera y la pizarra aparecían combinados caprichosamente, formando curiosos y complicados arabescos. Los antepechos de las ventanas y las puntas visibles de las grandes vigas estaban llenas de figuras de animales fantásticos medio ocultos entre follaje, y el conjunto resultaba sencillo y tosco, pero gracioso y no privado de vida. Los aleros del tejado sobresalían lo bastante para servir de cobertizo a una galería exterior volada, con su correspondiente balaustrada que, al estilo de los palacetes suizos, circundaba todo el segundo piso.
Sobre la puerta vidriera de la tienda estaba emplazada la muestra: una especie de estandarte de madera pintada, sobre la que se destacaba la figura de un guerrero formidable que quería representar al dios Marte, según aseguraba la siguiente inscripción:
Al dios Marte. Pedro Peuquoy, armero.
Sobre el umbral de la puerta, una armadura completa, compuesta de casco, coraza, brazaletes, canilleras y guanteletes, era a manera de muestra gráfica para los caballeros que no supiesen leer.
Por si no bastaban la muestra escrita y la representación gráfica de la misma, a través de los cristales de la tienda, podían distinguirse, no obstante la oscuridad de los almacenes, varias armaduras, panoplias y armas defensivas y ofensivas de toda clase. Las espadas atraían de una manera especial la atención, tanto por su variedad cuanto por su riqueza.
Dos aprendices sentados al pie de los pilares llamaban a los transeúntes, ofreciéndoles la mercancía con invitaciones tentadoras.
Por regla general, Pedro Peuquoy, el armero, estaba, bien en la trastienda, que daba al patio, bien en la fragua, instalada bajo un cobertizo en el fondo del mismo patio. No se presentaba en la tienda sino cuando un buen parroquiano, atraído por la charla de los aprendices, o mejor dicho por la reputación de la tienda, exigía que llamasen al maestro.
La trastienda, mejor iluminada que el almacén, servía también de salón y de comedor, estaba entarimada y revestidas sus paredes hasta los dos tercios de su altura con tablas de encina. Consistían sus muebles en una mesa cuadrada de patas salomónicas, sillas tapizadas y un magnífico cofre que servía de pedestal a la obra maestra de Pedro Peuquoy, ejecutada por él en presencia de su padre a raíz de haber recibido el diploma de maestro. Era una armadura en miniatura, damasquinada en su totalidad, cubierta de incrustaciones de oro y cincelada con arte delicadísimo. Imposible imaginar la paciencia y el arte que hubo de derrochar para producir aquella maravilla.
Frente por frente al cofre, un nicho practicado en las tablas que revestían las paredes servía de marco a una imagen de la Virgen. De esta manera, siempre reinaba un pensamiento santo en la sala de la familia.
En la pieza inmediata había una escalera de madera que comunicaba con las habitaciones superiores.
Pedro Peuquoy, cuya satisfacción era inmensa desde que supo que iba a alojar en su casa al vizconde de Exmés y a su primo Juan, quiso ceder el primer piso a Gabriel y a su primo, y él ocupó el segundo con su joven hermana Babette y sus hijos. También había acomodado en el segundo piso al escudero herido, Arnaldo de Thill. Los aprendices dormían en los desvanes. La casa respiraba por todas partes, si no riqueza, a lo menos pulcritud y aseo.
Encontraremos a Gabriel y a Juan Peuquoy sentados a la mesa, haciendo el debido honor, junto con su patrón, a la copiosa cena que este les ha preparado. Babette sirve a los comensales, y los niños comen a alguna distancia de los mayores.
—¡Vive Dios, monseñor, que coméis bien poco! —decía el armero—. No llevéis a mal que os lo diga, pero os encuentro a vos como preocupado, y a Juan como pensativo. Y, sin embargo, si la cena ha sido mediana, el corazón que la ofrece es grande y bueno. ¡Vamos! Tomad al menos estas uvas, que no abundan mucho en nuestro país. Mi abuelo, a quien se lo había referido el suyo, me decía que en otro tiempo, cuando Calais era de los franceses, el vino que producían sus viñas era generoso y sus uvas doradas; pero desde que la ciudad es inglesa, las uvas creen sin duda que están en Inglaterra y han perdido la costumbre de madurar.
Gabriel no pudo menos de sonreír al escuchar las singulares deducciones que hacía el patriotismo del armero.
—Vamos —dijo levantando su vaso—. ¡Bebamos porque maduren las uvas de Calais!
Es de presumir que los Peuquoy celebraron el brindis con aclamaciones de delirante entusiasmo.
Terminada la cena, Pedro dio las gracias, que los comensales repitieron de pie y con las cabezas descubiertas. A los niños se les mandó que se fuesen a acostar.
—También tú, Babette, puedes recogerte ya —dijo el armero a su hermana—. Cuida de que los aprendices no hagan ruido por arriba, y antes de acostarte, entra con Gertrudis en la alcoba del escudero del señor vizconde para ver si necesita algo.
La linda Babette se sonrojó, hizo una reverencia y salió.
—Ya estamos solos los tres —dijo Pedro a su primo—. Si tienes que comunicarme algo en secreto, dispuesto estoy a escucharte.
Gabriel dirigió al tejedor una mirada de asombro, pero aquel respondió con gravedad:
—En efecto, Pedro; ya te he dicho que deseaba hablaros de cosas importantes.
—Me retiro —terció Gabriel.
—Perdonad, señor vizconde —replicó Juan—; pero vuestra presencia en la conversación que vamos a tener no sólo es útil, sino necesaria, porque sin vuestro concurso, los proyectos que voy a confiar a Pedro serían de todo punto impracticables.
—Escucho, pues —dijo Gabriel, recayendo en su habitual tristeza.
—Sí, señor vizconde —contestó el tejedor—; escuchadnos, y es posible que escuchándonos, alcéis la cabeza con esperanza, y acaso, acaso, con alegría.
Gabriel sonrió con tristeza, pensando que mientras su padre no consiguiera la libertad y él estuviese lejos de Diana, la alegría era para su alma un amigo ausente. Sin embargo, el animoso joven se volvió hacia Juan Peuquoy y le indicó por medio de un gesto que podía continuar.
Juan, dirigiéndose hacia su primo, dijo con acento solemne:
—Primo, y más que primo, hermano: a ti te toca hablar primero a fin de manifestar al señor vizconde que se puede contar con tu patriotismo. Dinos, Pedro, cuales fueron los sentimientos que, con respecto a Francia, te inculcó tu padre, que fueron los mismos que en su alma sembró el suyo. Dinos si los Peuquoy de Calais, ingleses por fuerza desde hace doscientos años, han sido también ingleses de corazón. Dinos, finalmente, si, llegado el caso, prestarías tu apoyo y darías tu sangre a la patria antigua de nuestros abuelos o a la patria nueva que te han impuesto.
—Juan —contestó el armero, con tanta solemnidad en el tono y en el semblante como el tejedor—; yo no sé qué pensaría y qué haría si mi nombre y mi raza fueran ingleses; pero la experiencia me ha enseñado que, cuando una familia ha sido francesa, aunque hayan pasado doscientos años desde que dejó de serlo, a todos los miembros de esa familia les parece insoportable cualquier dominación extranjera, insoportable porque la encuentra dura como la esclavitud y amarga como el destierro. Aquel antepasado nuestro que vio caer a Calais en poder del enemigo, nunca habló de Francia en presencia de su hijo sin derramar lágrimas, ni de Inglaterra sin odio. Sus hijos hicieron lo mismo con los suyos, y ese doble sentimiento de dolor y de aversión se ha transmitido de generación en generación sin debilitarse ni alterarse. El ambiente que se respira en nuestras viejas casas solariegas ni se renueva ni cambia. El Pedro Peuquoy de hace doscientos años vive en el Pedro Peuquoy de hoy, y como el apellido es francés, ni me cabe en la cabeza pensar que el corazón pueda ser inglés, Juan. Dicen que recibimos la afrenta hace dos siglos: para mí, la afrenta nos fue inferida ayer, y por eso el dolor, que es consecuencia de aquella, sangra hoy, porque es reciente. No digas, Juan, que tengo dos patrias, porque patrias no hay más que una, no puede haber más que una, y si me colocaran en la alternativa de escoger entre el país que los hombres me han obligado a tolerar y el que Dios me había dado, cree, Juan, que no vacilaría en la elección.
—¿Habéis oído, monseñor? —preguntó Juan al vizconde de Exmés.
—Sí, amigo mío, sí; oigo la expresión de los sentimientos de vuestro primo, que no pueden ser más nobles —contestó Gabriel sin salir de su abstracción.
—Una pregunta, Pedro —dijo Juan Peuquoy—. Supongo que no piensan como tú todos nuestros antiguos compatriotas residentes en esta ciudad, ¿verdad? Seguramente eres tú el único francés que, al cabo de doscientos años, continúas adorando a tu verdadera patria; ¿no es cierto?
—Te engañas, Juan —contestó Pedro Peuquoy—. Al hacer una especie de exposición de mis sentimientos, me hice intérprete del sentir general, no del mío únicamente. No diré que todos aquellos que, como yo, llevan apellido francés, conserven memoria de su origen, pero son muchas las familias que suspiran siempre por Francia, y en estas familias han buscado y escogido siempre los Peuquoy sus mujeres. Voy a darte una prueba de lo que afirmo: en las mismas filas de la Guardia Cívica de Calais, de la que yo, a mi pesar, formo parte, hay muchos, muchísimos ciudadanos que romperían la alabarda antes que dirigirla contra un soldado francés.
—¡Bueno es saberlo! —murmuró Juan Peuquoy frotándose de gusto las manos—. Y dime ahora, primo: ¿tienes algún grado en esa Guardia Cívica? Siendo tan apreciado y querido como eres, mucho me maravillaría que no lo tuvieras.
—Pues no lo tengo, Juan: he rehusado sistemáticamente los grados a fin de rehuir las responsabilidades.
—¡Tanto peor y tanto mejor! ¿Es muy penoso el servicio que os imponen? ¿Os corresponde el turno muy a menudo?
—Con bastante frecuencia, sí, con bastante frecuencia entramos de servicio, porque en una plaza fuerte como Calais, por numerosa que la guarnición sea, nunca es bastante. A mí me toca el día cinco de cada mes.
—¿Siempre el cinco de cada mes, Pedro? ¿Día fijo? No me parece que pequen de prudentes los que fijan con esa regularidad matemática el servicio de cada uno.
—¿Por qué? Después de dos siglos de ocupación, pueden hacerlo sin peligro. Por otra parte, como tampoco conceden una confianza absoluta a la Guardia Cívica, únicamente confían a su vigilancia los puestos que serían imposibles de tomar, aun abandonados. A mí, por ejemplo, me corresponde invariablemente la vigilancia de la plataforma de la Torre Octógona, que defiende el mar mejor que yo. Sólo las gaviotas pueden aproximarse a ella.
—¿Conque todos los meses, el día cinco, estás de vigilancia en la plataforma de la Torre Octógona, Pedro?
—Sí; desde las cuatro hasta las seis de la mañana. El jefe me permite que escoja yo la hora, y yo prefiero esa, porque así veo la salida del sol, que parece brotar de las profundidades del Océano; espectáculo soberbio para un pobre artesano como yo.
—Soberbio, en efecto, Pedro. Tan soberbio —repitió Juan bajando la voz—, que si a pesar de lo inabordable de la posición, algún temerario aventurero intentase escalar por aquella parte vuestra Torre Octógona, me atrevería a jurar que tú no le verías; tan absorto estarías en la contemplación del sol naciente.
Pedro miró a su primo con sorpresa.
—No le vería; tienes razón —contestó al cabo de breves instantes de silencio—. No le vería, porque adivinaría que sólo un francés podía tener interés en penetrar en la plaza, y como quiera que me tengo por oprimido, y creo, en conciencia, que los oprimidos no deben consideración alguna a sus opresores, en vez de rechazar al temerario asaltante, es probable que le ayudase a subir.
—¡Bien dicho, Pedro! —exclamó entusiasmado el tejedor—. ¿Os convencéis, monseñor, de que Pedro es un francés, patriota y decidido?
—Convencido estoy, amigo mío —contestó Gabriel, que apenas si prestaba atención a una conferencia que le parecía de todo punto inútil—; pero ¡ah!, ¿de qué pueden servirnos tan hermosos sentimientos?
—¿De qué? Voy a decíroslo, porque me parece que me ha llegado ya la vez —contestó Juan Peuquoy—. Señor vizconde; si queréis, podemos tomar en Calais el desquite de San Quintín. Los ingleses, orgullosos de sus dos siglos de ocupación, duermen descuidados en brazos de una seguridad falsa que muy bien pudiera perderles. Contamos, como acabáis de oír, con numerosos y decididos auxiliares dentro de la plaza. Maduremos el proyecto, que creo que bien vale la pena, venga en ayuda vuestra la intervención de los que disponen del poder, y mi razón, más que mi instinto, me dice que un atrevido golpe de mano nos haría dueños de la plaza. ¿Comprendéis, monseñor?
—Sí… comprendo —contestó Gabriel, que, en realidad, no había oído nada; tan distraído estaba—. Vuestro primo quiere volver a la hermosa Francia, ¿no es verdad? Desea trasladar su residencia a una ciudad francesa, a Amiens, por ejemplo… No creo que haya inconveniente. Hablaré a lord Wentworth y a monseñor el duque de Guisa, y creo que verá logradas sus aspiraciones. Con mi apoyo podéis contar desde luego… Continuad, amigo mío.
Y recayó en su ensimismamiento.
A decir verdad, la voz que en aquel momento oía no era la de Juan Peuquoy: era la de Enrique II, dando órdenes, después de haber escuchado el relato del sitio y caída de San Quintín de labios del almirante Coligny, de poner al punto en libertad al conde de Montgomery; era también la voz de su padre que le aseguraba, triste y celoso todavía, que Diana era hija de su rival coronado, y por último, era la voz de Diana que, después de tantas pruebas, podía escuchar de su boca las dos palabras supremas y divinas: Te amo.
Se comprende, pues, que sumergido en un sueño tan dulce, no escuchara más que a medias la exposición del temerario y patriótico proyecto de Juan Peuquoy.
El grave artesano, molesto por la escasa atención prestada por Gabriel a un proyecto tan grandioso, repuso con cierto dejo de amargura en la voz:
—Si monseñor se hubiera dignado prestar a mis palabras un oído menos distraído, a buen seguro que no nos habría atribuido a Pedro y a mí unas ideas tan personales, vulgares e interesadas.
Gabriel no respondió.
—No te oye, Juan —observó Pedro Peuquoy—. Tal vez tendrá sus proyectos, su pasión…
—¡Que no serán, te lo aseguro, tan desinteresados como los nuestros! —exclamó Juan con acritud—. Si no le hubiese visto despreciar los peligros y desafiar la muerte con cierta especie de insano furor, si no le hubiese visto exponer temerariamente su vida para salvar la mía, juraría que sus ideas y pasiones son egoístas… ¡Parece mentira que no escuche mis palabras, cuando las inspiran el bien y la gloria de nuestra patria! Y el caso es que sin él, todo nuestro celo y todo nuestro valor son perfectamente inútiles, Pedro. Poseemos el ansia, el anhelo, pero nos faltan el pensamiento que organiza y el poder que ejecuta.
—El ansia y el anhelo son santos, primo mío. He comprendido tus aspiraciones, y las comparto.
Los dos primos se dieron un solemne apretón de manos.
—Preciso es renunciar a nuestra quimera, o por lo menos, esperar —dijo Juan Peuquoy—. ¿De qué sirve el brazo sin cabeza? ¿Qué puede hacer el pueblo sin los nobles?
Aquel menestral de siglos pasados añadió, sonriendo de un modo singular:
—Nada, hasta el día en que el pueblo sea a un tiempo mismo la cabeza y el brazo.