IANA de Castro recibió a lord Wentworth con aquella dignidad tranquila y casta que daba a su rostro de ángel y a su pura mirada un encanto y un poder irresistible. Bajo su aparente tranquilidad, sin embargo, se ocultaba la angustia: temblaba la pobrecilla, cuando respondiendo al respetuoso saludo del gobernador, le indicó, con majestad real, un sillón que había a alguna distancia de ella.
Hizo en seguida una señal a María y a Juana que trataban de retirarse, para que permaneciesen en la estancia, y como lord Wentworth, absorto en su contemplación, guardase silencio, se decidió ella a iniciar la conversación.
—Creo que me hallo en presencia de lord Wentworth, gobernador de Calais —dijo.
—Os halláis, en efecto, señora, en presencia de lord Wentworth, que es vuestro más humilde servidor y espera vuestras órdenes.
—¡Mis órdenes! —repitió Diana poniendo en su acento cierto deje de amargura—. ¡Oh, milord! No habléis así, que podría yo creer que os burláis de mí. Si hubieran escuchado, no mis órdenes, sino mis súplicas, mis ruegos, no estaría ciertamente aquí. ¿Sabéis quién soy, milord, y cuál es mi estirpe?
—Sé que sois la señora Diana de Castro, hija querida del rey Enrique II, señora.
—Entonces, ¿por qué me han hecho prisionera? —preguntó Diana con voz débil.
—Precisamente, señora, porque sois hija de un rey. A tenor de las bases de capitulación firmada por el señor almirante Coligny, los vencedores podían escoger cincuenta prisioneros de cualquier rango, edad o sexo, y como era natural, escogieron los más ilustres, los más peligrosos, y… permitidme que os lo diga con franqueza, los que podían pagar mayor rescate.
—¿Pero cómo pudieron saber que estaba yo en San Quintín, oculta bajo el nombre y el hábito de una religiosa benedictina? Además de la superiora del convento, sólo una persona había en la ciudad que conociese el secreto.
—¡Muy sencillo! Esa otra persona será sin duda la que os ha vendido.
—¡Oh, no! ¡Estoy segura de que no! —exclamó Diana con tal calor y convicción, que lord Wentworth sintió en el corazón la dolorosa mordedura de los celos y no supo qué contestar.
—Era al día siguiente de la toma de San Quintín —prosiguió Diana animándose gradualmente—. Yo me había refugiado, trémula y asustada, en el fondo de mi celda, cuando mandaron que bajase al locutorio la hermana Bendita, que era mi nombre de novicia, milord. El que preguntaba por mí era un soldado inglés. Temí que el soldado fuera portador de una nueva horrible, pero bajé, arrastrada sin duda por el aguijón de la curiosidad, de esa curiosidad angustiosa que se siente de saber lo que se debe llorar. El arquero, a quien no había visto jamás, declaró que era su prisionera. Me indigné, resistí, ¿pero qué podía yo contra la violencia? Eran tres soldados, milord, ¡tres hombres armados hasta los dientes para prender a una débil mujer! Perdonad si mis palabras lastiman vuestro amor propio, pero puesto que os hago relación de lo ocurrido, creo que debo explicar cómo ocurrió. Aquellos tres hombres se apoderaron de mí y quisieron obligarme a confesar que era Diana de Castro, hija del rey de Francia. Negué al principio, mas como a pesar de mi negativa me llevaban prisionera, pedí que me condujesen a la presencia del almirante Coligny y como este no conocía a la hermana sor Bendita, declaré que era, en efecto, la que ellos suponían. ¿Creéis que después de aquella confesión mía accedieron a mis ruegos y me llevaron a presencia del almirante, quién me habría reconocido y reclamado? Pues no fue así; antes bien, después de celebrar con gracias y risotadas su buena suerte, se dieron más prisa para asegurar su presa. Me hicieron entrar, o mejor dicho, me arrojaron a viva fuerza, llorosa y desolada, en una litera que cerraron al punto, y cuando sofocada por los sollozos y quebrantada por el dolor traté de averiguar adonde me conducían, hallé que me habían sacado ya de San Quintín y que me encontraba en el camino de Calais. Lord Grey, jefe, según me dijeron, de la escolta, se negó a oírme, y gracias a un soldado pude saber que era prisionera de guerra de su amo y que me conducían a Calais, donde habría de permanecer hasta tanto pagasen mi rescate. Así he llegado, milord, a esta casa sin tener otras noticias acerca de mi suerte futura.
—¡Y a las que nada puedo añadir, señora! —respondió lord Wentworth pensativo.
—¿Nada podéis añadir, milord? —replicó Diana—. ¿Tampoco podéis explicarme por qué no se me permitió hablar con la superiora de las benedictinas ni con el señor almirante? ¿Tampoco podéis declararme qué es lo que quieren de mí, puesto que impiden que me acerque a los que podrían llevar al rey la noticia de mi cautiverio para que venga de París el precio de mi rescate? ¿Tampoco podéis decirme qué significa mi prisión, que tiene todas las características de un secuestro? ¿Por qué no ha querido escucharme, ni se ha dejado ver de mí lord Grey, autor, según me han informado, de lo que me sucede?
—A lord Grey le habéis visto, señora, cuando pasasteis por delante de nosotros. Era el caballero con quien estaba hablando yo, el que os saludó al mismo tiempo que lo hice yo.
—Dispensadme milord, ignoraba que aquel caballero fuese lord Grey —contestó Diana—. Puesto que habéis hablado con él, y según me ha dicho esta joven, es pariente vuestro, no es aventurado suponer que os habrá dado cuenta de las intenciones que abriga con respecto a mí.
—Cierto, señora; antes de embarcar para Inglaterra, y precisamente cuando llegasteis vos a esta casa, me estaba comunicando sus órdenes. Me decía que habiendo sabido en San Quintín que erais hija del rey, y teniendo él derecho a escoger tres prisioneros, había aceptado con placer una prisionera, que, dicho sea de paso, le fue ofrecida, y que nadie quiso comunicar vuestra prisión a fin de evitar obstáculos posibles y aun probables. Su propósito era sencillamente aprovechar vuestra calidad para obtener todo el dinero posible, y yo aprobaba riendo las ideas codiciosas de mi cuñado, cuando vos atravesasteis la estancia donde hablábamos. Os vi, señora, y comprendí al punto que, si por derecho y ley de nacimiento erais hija de un rey, por derecho y ley de hermosura sois reina. Y desde aquel instante, os lo confieso a pesar de mi confusión, desaprobé las intenciones de lord Grey, si no en lo referente al pasado, al menos en lo que atañe al porvenir. Sí, combatí con calor sus proyectos de obtener de vos un rescate, le hice presente que podía prometerse mucho más; que, estando en guerra Inglaterra y Francia, acaso se presentaría ocasión de exigir por vuestra persona un canje muy ventajoso, y que vos valíais muy bien una plaza fuerte. Para abreviar, le convencí de que no debía en manera alguna abandonar una presa tan rica por algunos puñados de escudas. Estáis en Calais, ciudad fuerte e inexpugnable, y fuerza será que os resignéis a esperar.
—¡Es posible! —exclamó Diana—. ¡Habéis dado a lord Grey semejantes consejos y no os importa decírmelo a mí misma! ¡Ah, milord! ¿Por qué os habéis opuesto así a mi libertad? Me visteis un segundo nada más… ¿Es posible que os bastara un segundo para odiarme?
—Os vi un segundo nada más, señora, y ese segundo bastó para que me enamorase como un loco de vos —respondió lord Wentworth fuera de sí.
Diana retrocedió, pálida como un cadáver.
—¡Juana…! ¡María! —gritó a las dos mujeres, que se habían separado, yendo a colocarse en el hueco de una ventana.
Lord Wentworth hizo a aquellas un gesto imperioso y las criadas permanecieron inmóviles donde estaban.
—Nada temáis, señora —dijo entonces sonriendo con tristeza—. Soy caballero, y si alguno de los dos debe temer y temblar, no sois vos ciertamente, sino yo. Os amo, sí, y no he podido menos de confesároslo. Cuando os vi pasar delante de nosotros, tan graciosa, tan encantadora, me parecisteis una diosa, y mi corazón dejó de pertenecerme; fue vuestro… En mi poder estáis, sí; la menor indicación mía se obedece aquí como una orden… pero nada temáis, porque más en absoluto estoy yo en poder vuestro, que vos en el mío, y de los dos, el verdadero prisionero soy yo. Aquí sois vos la reina, señora, y yo el esclavo sumiso: mandad y obedeceré.
—Si esas son vuestras disposiciones, caballero —dijo Diana palpitante de emoción—, enviadme a París; desde allí haré llegar a vuestras manos el rescate que señaléis.
Dudó lord Wentworth, quien contestó al fin:
—Me es imposible, señora; todo lo que queráis, menos ese sacrificio, que es superior a mis fuerzas. ¿No acabo de deciros que una mirada de vuestros ojos encadenó para siempre mi vida a la vuestra? Aquí, en este destierro donde me hallo confinado, mi ardiente corazón no había sentido un amor digno de él; pero, cuando os he visto tan bella, tan noble, tan altiva, he comprendido que todas las energías latentes de mi alma se desbordaban violentas, porque habían encontrado su ideal y su objetivo. Dos horas nada más hace que os amo; pero si me conocierais a fondo, sabríais que mi amor es tan profundo y tiene raíces tan hondas como si datase de diez años.
—¡Pero, Dios mío! ¿Qué es lo que queréis de mí, milord? —preguntó Diana—. ¿Qué esperáis? ¿Qué pensáis? ¿Qué designios abrigáis?
—Quiero veros, señora; quiero gozar de vuestra presencia, quiero contemplar vuestro rostro encantador: he ahí todo lo que quiero y todo lo que espero. No imaginéis que abrigue proyectos indignos de un caballero; os lo repito; pero mi derecho, que bendigo y bendeciré mil veces, me obliga a guardaros, y usando de aquel, os guardo.
—¿Y creéis, milord, que la violencia que me hacéis forzará a mi amor a corresponder al vuestro?
—No; no lo creo —contestó con dulzura lord Wentworth—: Pero ¿quién sabe? Pudiera acontecer que, viéndome venir todos los días tan resignado, tan respetuoso, a recibir vuestras órdenes, sin más objeto que tener la dicha de poder miraros un instante, pudiera acontecer, repito, que al fin os enterneciera la humilde sumisión del que, pudiendo mandar, implora.
—En cuyo caso —replicó Diana con acento desdeñoso— la hija del rey de Francia, vencida, sería la manceba de lord Wentworth. ¿No es eso, caballero?
—En cuyo caso —respondió el gobernador—, lord Wentworth, último vástago de una de las casas más ricas y más ilustres de Inglaterra, pondría a los pies de la señora de Castro su nombre y su vida. Mi amor, viéndolo estáis, es tan honroso como sincero.
—¿Será ambicioso? —pensó Diana—. Escuchad, milord —repuso alzando la voz y procurando sonreír—: Os aconsejo que me devolváis la libertad, que me enviéis al rey mi padre, seguro de que no he de creer que un rescate, por rico que sea, deja liquidada la deuda de gratitud que con vos tendré pendiente. Tarde o temprano se firmará la paz entre las dos naciones, y ya que yo no puedo entregarme a mí misma, os juro que obtendré para vos tantos honores y dignidades, y más, como pudierais desear siendo mi marido. Sed generoso, milord, que yo no seré desagradecida.
—Adivino vuestro pensamiento, señora —dijo lord Wentworth con intensa amargura en el acento—. Pero no tenéis en cuenta que soy más desinteresado y más ambicioso a la vez de lo que creéis. De todos los tesoros del universo no codicio más que uno, y ese sois vos.
—Una palabra más, milord: la última, una palabra cuya significación y alcance comprenderéis, a no dudar —dijo Diana entre confusa y altiva—: Me ama otro hombre.
—¿Y podéis imaginar siquiera que voy a entregaros a ese hombre, puesto que a ello equivaldría concederos la libertad? —gritó lord Wentworth fuera de sí—. ¡Nunca! ¡Que sea tan desgraciado como soy yo! ¡Que sea más desgraciado todavía, porque él no os verá, señora, y yo sí! A partir de hoy, únicamente tres acontecimientos podrían libertaros: mi muerte, harto improbable, porque soy joven y robusto, la paz entre Francia e Inglaterra, y bueno es no olvidar que las guerras entre las dos naciones suelen durar cientos de años, o la toma de Calais por los franceses, y Calais es una plaza inexpugnable. No ocurriendo ninguna de estas tres cosas, y es casi imposible que ocurran, condenada estáis a ser mi prisionera durante mucho tiempo, porque he comprado a lord Grey los derechos que este tenía sobre vos, y estoy resuelto a no entregaros por ningún rescate, aunque me ofrecieran un imperio. En cuanto a vuestra evasión, os aconsejo que no penséis en ella, porque soy quien os guardo y es carcelero muy vigilante y seguro un hombre enamorado.
Esto diciendo, lord Wentworth saludó respetuosamente y se retiró, dejando a Diana temblando y llena de desconsuelo.
Se serenó, sin embargo, un poco al pensar que la muerte es un refugio seguro para los desgraciados, y que estos pueden recurrir a aquel en los trances supremos.