Capítulo XXXVII

EL día 1.º de septiembre, tres días después de los sucesos narrados en el capítulo anterior, lord Wentworth, gobernador de Calais, después de haber recibido las instrucciones de su cuñado lord Grey, y de haber visto embarcar a este con rumbo a Inglaterra, montó a caballo y volvió a su palacio, donde antes había dejado a Gabriel y a Juan Peuquoy en una estancia, y a Diana en otra separada.

No sospechaba Diana que Gabriel se encontrase tan cerca de ella, pues el arquero de lord Grey había cumplido fielmente la promesa a Arnaldo, y nuestros dos enamorados no se vieron durante el viaje desde San Quintín a Calais.

En nada se parecía lord Wentworth a su cuñado. Este era reservado, frío y avaro, al paso que lord Wentworth era vivo, amable y generoso. En cuanto a su físico, vendría a tener cuarenta años, su estatura era elevada, sus movimientos elegantes, y sus cabellos negros y abundantes, entre los cuales se destacaban algunas canas. Por su apostura, su aire fogoso y la brillantez de sus ojos garzos, se comprendía que perduraba en él la exaltación de las pasiones juveniles y que llevaba la vida alegre y tal vez disipada de un mozo de veinte años.

Al entrar en la sala donde esperaban el vizconde de Exmés y Juan Peuquoy, saludó a estos con gran afabilidad, tratándoles más bien como a huéspedes que como a prisioneros.

—Sed bienvenido a mi casa, caballero, y vos, maese —les dijo—. Mucho le tengo que agradecer a mi cuñado por haberos traído aquí, señor vizconde, y este es un doble motivo para que celebre la victoria conseguida en San Quintín. Perdonad, pero son tan contadas las distracciones en esta plaza de guerra donde me encuentro como confinado, tan escasa la sociedad, que me considero feliz cuando de tarde en tarde encuentro una persona con quien hablar. No os admire, pues, que lleve mi egoísmo hasta el extremo de desear que el importe de vuestro rescate llegue lo más tarde posible.

—Más de lo que yo creía tardará en efecto, milord —contestó Gabriel—. Ya os habrá dicho lord Grey que mi escudero, a quien pensaba enviar a París para que trajese mi rescate, se emborrachó y tuvo una reyerta en el camino con uno de los soldados de la escolta, y recibió una herida en la cabeza. No es peligrosa la herida, es verdad, pero temo que le retendrá en Calais más tiempo del que yo quisiera.

—Peor para el pobre muchacho y mejor para mí, caballero —dijo lord Wentworth.

—Sois demasiado galante, milord —contestó Gabriel, sonriendo con tristeza.

—No, caballero; en mis actos no hay la menor galantería. Sería tal vez galante si os permitiera ir inmediatamente a París bajo vuestra palabra; pero os repito que soy demasiado egoísta para hacerlo así, y, por otra parte, estoy aquí demasiado aburrido. Esto no obstante, confesaré que no sin repugnancia he cedido a las exigencias de mi cuñado, hombre desconfiado, quien me ha arrancado promesa formal y solemne de no concederos la libertad hasta tanto reciba el rescate. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Seremos prisioneros los dos! Ya procuraremos endulzarnos el uno al otro lo amargo del cautiverio.

Gabriel se inclinó sin decir una palabra. Claro está que hubiera preferido que lord Wentworth le concediese la libertad bajo palabra; pero ¿con qué derecho podía él, un desconocido, exigir semejante prueba de confianza?

Se consolaba, sin embargo, pensando que Coligny se encontraría en aquel momento en París y en contacto con Enrique II, y Coligny haría ver al rey todo lo que Gabriel había hecho para prolongar la resistencia de San Quintín.

Habíale prometido hacerlo, y no era el almirante hombre que faltase a su palabra. ¿Quién sabe si el rey, fiel a la promesa empeñada, pondría en libertad al conde de Montgomery sin esperar el regreso de su hijo?

A pesar de su confianza, Gabriel no había conseguido disipar sus inquietudes, tanto más, cuanto que estas reconocían doble causa: la indicada, y el hecho de no haber podido ver, antes de salir de San Quintín, a otra persona no menos querida. Maldecía, pues, con toda su alma el accidente sobrevenido al incorregible borracho Martín Guerra, sin compartir, sobre el particular, la satisfacción que experimentaba Juan Peuquoy, el cual veía con secreta alegría que la misma tardanza que tanto afligía a Gabriel venía a favorecer sus misteriosos designios.

Lord Wentworth, aparentando no advertir la melancólica distracción del primero, prosiguió:

—Haré cuanto de mí dependa, señor vizconde, para que no veáis en mí un carcelero feroz; y con objeto de demostraros con hechos que no es una desconfianza injuriosa lo que me fuerza a reteneros aquí, si me dais vuestra palabra de caballero de que no intentaréis escaparos, os concederé permiso para que podáis salir de vuestra cárcel cuando os acomode y recorrer sin restricciones las calles de la ciudad.

Juan Peuquoy no pudo contener un movimiento de satisfacción inequívoca, que quiso comunicar a Gabriel, y a este efecto, le tiró de la manga.

—Acepto reconocido, milord —contestó Gabriel al cortés gobernador—. No olvidaré nunca vuestra generosidad. En cuanto a mi palabra de honor de que no pensaré en evadirme, la tenéis desde luego.

—Pues no necesito más, señor vizconde —dijo lord Wentworth—. Es más: si la hospitalidad que puedo y debo ofreceros en este caserón que tan pocas comodidades tiene os es molesta u os parece forzada, no quiero que os violentéis de ningún modo: a mí no ha de disgustarme que rehuséis la humilde habitación de que puedo disponer en este momento y toméis otro alojamiento más cómodo, que de seguro encontraréis en Calais.

—¡Oh, señor vizconde! —exclamó Juan Peuquoy con acento suplicante—. Si os dignaseis aceptar la mejor habitación de la casa de mi primo el armero, yo os juro que él se llenaría de orgullo y que yo me consideraría feliz.

El buen Peuquoy acompañó sus palabras con un gesto significativo. Realmente el honrado tejedor obraba misteriosamente y hablaba con reticencias; habíase convertido en un compañero tenebroso y temible.

—Gracias, amigo mío —respondió Gabriel—. Aprovecharme del generoso permiso que el gobernador me concede sería tal vez un abuso.

—Os aseguro que no —replicó con vivacidad lord Wentworth—. Os dejo en completa libertad, y no he de ofenderme porque aceptéis el alojamiento que os ofrecen en la casa de Pedro Peuquoy, que es un artesano rico, activo y hábil en su profesión, y además el hombre más honrado del mundo. Le conozco bien; muchas veces le he comprado armas y tiene en su casa una linda personita que ignoro si es su hija o su mujer.

—Es su hermana, milord —dijo Juan Peuquoy—; mi prima Babette. En efecto, es una buena moza, y si yo no fuese tan viejo… Pero a bien que no ha de extinguirse por eso la raza de los Peuquoy. Pedro perdió a su mujer, pero le dejó dos hijos robustos y traviesos que os distraerán mucho, señor vizconde, si os dignáis aceptar la cordial hospitalidad de mi primo.

—A lo que no sólo os autorizo, sino que os invito, pues realmente es lo que más os conviene —dijo lord Wentworth.

Gabriel empezó a creer, y no sin razón, que el cortés gobernador de Calais deseaba, por razones que él sabría, desembarazarse de un comensal obligado que a todas horas estaría en su casa, y que, al disfrutar de la libertad omnímoda que se le concedía, acaso coartaría la suya. Estas eran, en efecto, las ideas de lord Wentworth, más aficionado, según había dicho el arquero de lord Grey, a las prisioneras que a los prisioneros.

Como es natural, cesaron al punto los escrúpulos de Gabriel, quien, volviéndose sonriente hacia Juan Peuquoy, le dijo:

—Puesto que lord Wentworth me lo permite, amigo mío, me alojaré en la casa de vuestro primo.

Juan Peuquoy dio un salto de alegría.

—Creo en conciencia que estaréis perfectamente alojado —dijo lord Wentworth—. Y no quiere decir esto que yo no hubiera tenido especial placer poniendo a vuestra disposición las mejores habitaciones de mi casa, pero en un edificio guardado noche y día por soldados, y por añadidura sujeto a reglas severas por mi enojada autoridad, es casi seguro que no hubierais disfrutado de tanta libertad como en la casa del honrado armero. Los jóvenes necesitan libertad absoluta de movimientos, y yo no me perdonaría nunca el limitar la vuestra.

—Me parece que lo conocéis por experiencia —observó Gabriel riendo—, y que sabéis comprender todo el valor de la independencia, milord.

—Sí, por cierto —contestó con tono jovial lord Wentworth—. No soy un mozalbete, pero tampoco he llegado a la edad en que suelen los hombres hablar mal de la libertad.

Dirigiéndose a Juan Peuquoy, repuso:

—Y vos, maese Peuquoy, ¿contáis con tanta seguridad con la bolsa de vuestro primo como con su casa? Lord Grey me dijo que esperáis de maese Pedro los cien escudos que debéis pagar por vuestro rescate.

—Todo cuanto Pedro posee pertenece a Juan —contestó el tejedor con tono sentencioso—. Entre los Peuquoy, los bienes han sido siempre comunes. Estaba tan seguro de que la casa de mi primo es la mía, que a ella envié, sin previo aviso, al escudero herido del señor vizconde de Exmés, y es tal mi seguridad de que su bolsa está tan abierta como la puerta de su casa, que desde luego podéis hacer que me acompañe uno de vuestros soldados para que se traiga la suma convenida.

—No hay necesidad, maese Juan Peuquoy —contestó lord Wentworth—. Os permito que os vayáis también bajo vuestra palabra. Mañana o pasado iré a hacer una visita al señor vizconde de Exmés, y escogeré entre las armaduras fabricadas por vuestro primo una que me convenga, y que liquidará la cuenta que tenéis con mi cuñado.

—Como gustéis, milord —dijo Juan.

—¿Necesitaré advertiros, señor vizconde —preguntó el gobernador—, que cuando tengáis a bien llamar a mi puerta, seréis tanto mejor recibido cuanto más libre sois de no hacerlo? Os lo repito: la vida es monótona en Calais; pronto lo sabréis por experiencia, y no dudo que en breve os uniréis conmigo para entre los dos hacer frente al enemigo común, que es el aburrimiento. Vuestra presencia en la plaza es una ventaja de la que espero aprovecharme todo lo posible. Si vos pretendéis alejaros de mí, seré yo el que os busque e importune, os lo prevengo, y no olvidéis que, en realidad, sólo os doy la libertad a medias, pues que el amigo debe traerme aquí al prisionero.

—Gracias, milord —contestó Gabriel—. Con viva gratitud acepto todo lo que tenéis a bien otorgarme. Acaso llegue el día en que pueda ofreceros el desquite —añadió sonriendo—. La guerra es pródiga en alternativas, y el amigo de hoy puede ser el enemigo mañana.

—¡Oh! En cuanto a eso, mi seguridad es completa, desgraciadamente demasiado completa —replicó lord Wentworth—, detrás de las inexpugnables murallas que me rodean. Si los franceses hubiesen pensado en reconquistar a Calais, no habrían esperado doscientos años para ello. Estoy tranquilo; si alguna vez me hacéis los honores de amo de casa, será en París y en tiempo de paz.

—Dejemos el porvenir en manos de Dios —dijo Gabriel—. Monseñor de Coligny, de quien me separé no ha mucho, solía decir que el partido más acertado que debe adoptar el hombre es el de estar a la expectativa.

—¡Conformes! Estar a la expectativa, pero viviendo lo mejor y más alegremente que se pueda… A propósito, y perdonad mi olvido: debéis hallaros escaso de dinero, señor vizconde, y quiero que sepáis que mi bolsa está a vuestra disposición.

—Os lo agradezco, milord; la mía, aunque no bastante repleta para poder pagar en el acto mi rescate, contiene dinero suficiente para sufragar los gastos de mi permanencia en esta ciudad. Mi única preocupación, amigo Juan Peuquoy, nace de la sospecha de que la casa de vuestro primo no ha de poder acaso abrirse así de improviso y sin ocasionar molestias a sus dueños, a tres huéspedes llovidos del cielo. En ese caso, yo preferiría buscar otro alojamiento. Un puñado de escudos basta…

—¿Os burláis, señor vizconde? —interrumpió Juan Peuquoy—. La casa de Pedro es sobradamente grande para que en ella puedan alojarse no tres hombres, sino tres familias.

En las provincias no se hacen las viviendas tan reducidas como en París.

—Es verdad —observó lord Wentworth—. Os aseguro, caballero, que la casa del armero no es indigna de un capitán. En ella caben holgadamente y sin molestias para unos y otros un séquito mayor que el vuestro y dos oficios o industrias. ¿No teníais intención, maese Juan Peuquoy, de instalar vuestros telares en Calais y continuar aquí vuestro oficio? Algo me indicó lord Grey acerca de ese proyecto, que yo desearía ver convertido en realidad.

—Puede que lo veáis —contestó Juan Peuquoy—. Probablemente dentro de muy poco Calais y San Quintín pertenecerán a los mismos dueños, y en ese caso, dicho se está que mi gusto será vivir y trabajar junto a mi familia.

—¡Sí… tenéis razón! —exclamó lord Wentworth, sin penetrar el sentido de las maliciosas palabras del tejedor—. Es posible que San Quintín sea dentro de poco ciudad inglesa… Pero os estoy entreteniendo, sin consideración a que después de un viaje fatigoso tendréis necesidad de descansar. Os repito una vez más, señores, que sois perfectamente libres… Hasta la vista, que será pronto; ¿no es verdad?

Acompañó a los prisioneros hasta la puerta, estrechó la mano al vizconde, despidió con un gesto amistoso al tejedor, y les dejó que se dirigiesen a la calle de Martroi. Allí vivía, como no habrá olvidado el lector, el armero Pedro Peuquoy, y allí encontraremos muy pronto, si Dios quiere, a Gabriel y a Juan.

—¡A fe que he obrado con prudencia alejando de esta casa al vizconde de Exmés! —exclamó lord Wentworth cuando vio desaparecer a sus prisioneros—. El vizconde es un caballero de distinción que ha debido frecuentar los salones de la corte, y aunque sólo una vez haya visto a la hermosa prisionera que me han confiado, es indudable que se acordará de ella mientras viva. Yo la he visto a medias hace dos horas, cuando pasaba entre los dos hombres que la custodiaban, y todavía no se ha disipado mi arrobamiento… ¡Santo Dios, y qué hermosa es! ¡La amo, no hay duda, la adoro! ¡Pobre corazón mío! ¡Con cuánta violencia lates al fin, después de haber permanecido mudo e insensible durante tanto tiempo en esta triste soledad! Ese gallardo joven, que si no me equivoco es vivo de genio y bravo, si viese aquí a la hija de su rey, es posible que interviniera en forma poco agradable en las relaciones que trato de entablar con mi bella Diana. La presencia de un compatriota, quien sabe si amigo, pudiera también cohibir los juramentos amorosos o alentar los desaires de la señora de Castro. ¡Nada, nada! Entre mi bella prisionera y yo sobran toda clase de terceros. Ni es mi intención apelar a medios indignos de mí, pero tampoco quiero crearme obstáculos.

Hizo sonar de una manera especial una campanilla, y al cabo de un minuto se presentó una criada.

—Juana —le dijo en inglés lord Wentworth—; ¿os habéis puesto, como dispuse, a la disposición de esa señora?

—Sí, milord.

—¿Cómo se encuentra?

—Parece que está triste, milord, pero no abatida. Su mirada es altiva, firme su palabra, manda con afabilidad, pero como quien está habituada a que le obedezcan sin replicar.

—Está muy bien. ¿Tomó los manjares que le habéis mandado servir?

—Apenas si ha probado un poco de fruta, milord. No obstante la firmeza que aparenta, no es difícil adivinar en ella cierta inquietud, cierto dolor.

—Iréis ahora, Juana, a la habitación que ocupa la dama, y le preguntaréis de parte mía, de parte del gobernador de Calais, lord Wentworth, a quien lord Grey ha transferido sus derechos, si tendrá la bondad de recibirme. Volved pronto con la contestación.

Al cabo de algunos minutos, que parecieron siglos al impaciente gobernador, reapareció la criada.

—¿Qué hay? —preguntó lord Wentworth.

—La dama no sólo consiente, sino que os ruega que vayáis al instante.

—¡Volando! —exclamó el gobernador.

—Debo advertiros que ha mandado a la anciana María que no se separe de ella, y a mí que vuelva en seguida.

—Bien, Juana; id, id, sí. Quiero que se le obedezca en todo. Id, y decidla de mi parte que os sigo.

Salió Juana, y lord Wentworth, tímido y palpitante como un enamorado de veinte años, empezó a subir la escalera que conducía a las habitaciones de Diana.

—¡Oh! ¡Qué felicidad! —se decía a sí mismo—. ¡Amo, y la mujer a quien he entregado mi corazón es la hija de un rey, y la tengo en mi poder!