Capítulo XXXVI

DEJEMOS al joven capitán y al viejo tejedor acariciando sus sueños de desquite, y volvamos a encontrar al escudero francés y al arquero inglés, que arreglan sus cuentas en la casa alojamiento de lord Grey.

El arquero, en cuanto salieron los dos prisioneros, pidió a su amo la comisión ofrecida, que le fue entregada sin dificultad por lord Grey, quien había quedado muy satisfecho de la sagacidad que su emisario desplegó en la elección de prisioneros.

Arnaldo de Thill esperaba que el arquero le entregase su parte, y como el inglés comprendió que era justo, y era hombre de conciencia, se la dio en el acto. Pero como al irle a pagar encontrase a Arnaldo de Thill añadiendo algunas líneas a la eterna cuenta del condestable de Montmorency, y le oyese murmurar a media voz: «Por haber conseguido a fuerza de astucia que el vizconde de Exmés figure entre los prisioneros de guerra, desembarazando por este medio al señor condestable de la persona del antedicho vizconde», preguntó el arquero tocando a Arnaldo en un hombro:

—¿Qué estáis haciendo, amigo?

—¿Qué hago? Una cuenta —respondió el apócrifo Martín Guerra—. ¿Por dónde anda la nuestra?

—Aquí —dijo el arquero, poniendo algunos escudos en manos de su interlocutor, quien los contó con minuciosa atención—. Ya veis que soy hombre de palabra y que no siento desprenderme del dinero. Me habéis recomendado dos prisioneros que han resultado excelentes presas, particularmente vuestro amo, que lejos de regatear, ha dado pruebas de una generosidad sin precedentes. El de la barba canosa ha puesto más dificultades, pero para un hombre del pueblo, no hemos salido del todo mal. Confieso que sin vuestra ayuda habría resultado peor librado.

—De seguro —contestó Arnaldo guardando las monedas en el bolsillo.

—No hemos concluido aún —repuso el arquero—. Acabo de dar pruebas de que pago bien, pero necesito que me ayudéis a escoger mi tercer prisionero, es decir, el segundo noble a que tenemos derecho.

—Podéis escoger el que os venga en gana, amigo mío, que yo no quiero distinguir ni favorecer a nadie.

—Ya sé que puedo escoger, pero necesito que me ayudéis vos, indicándome uno cualquiera, hombre o mujer, viejo o niño, siempre que sea de raza noble.

—¡Cómo! —exclamó Arnaldo—. ¿También sirven las mujeres?

—¿Las mujeres? ¡Más que los hombres! Si conocierais una que además de noble fuera rica, y por añadidura joven y bella, nuestros beneficios serían enormes, porque lord Grey la vendería muy cara a su cuñado lord Wentworth, más aficionado, según me han dicho, a las prisioneras que a los prisioneros.

—Desgraciadamente no conozco… ¡Ah, sí…! Pero… ¡No, no, no! ¡Imposible!

—¿Por qué imposible, camarada? ¿Quién es aquí el vencedor y el amo? ¿No somos nosotros? ¡Pues bien! Exceptuando al almirante, todos pueden ser hechos prisioneros, todos sin limitación.

—Lo sé —replicó Arnaldo—; pero la hermosa dama a que me refiero no debe hallarse cerca de mi amo, y menos verse con él. Ahora bien, el medio más indicado de separarlos no es ciertamente llevarles prisioneros a la misma ciudad.

—¡Bah! —exclamó el arquero—. ¡Buen cuidado tendrá lord Wentworth de guardar para sí y muy en secreto a su linda cautiva!

—En Calais, sí: ¿pero, y durante el viaje? Mi señor podrá verla y hablarla en el camino.

—No será así, si yo quiero impedirlo. Se formarán dos grupos, y el uno saldrá dos horas antes que el otro. De este modo, siempre habrá dos leguas de terreno entre la dama y el caballero.

—No me parece mal… ¿pero qué dirá el condestable? Si averigua que yo he tenido parte en semejante asunto, me manda a ahorcar.

—¿Por qué ha de averiguarlo? ¿Quién se lo dirá? Supongo que no seréis vos, y como sólo lo sabremos vos y yo, y yo no he de irle con el cuento, nada ha de saber el condestable, a menos que las monedas de oro que ha de valemos el negocio tomen la palabra y descubran de donde han…

—Me tocaría una cantidad muy respetable, ¿verdad? —interrumpió Arnaldo.

—La mitad de la que me correspondiese a mí.

—¡Qué lástima! El rescate que exigiría lord Grey sería muy grande, y el padre de la dama no repararía en millar más o menos.

—¿Es algún duque o príncipe?

—Más que todo eso, camarada. El padre es rey, y se llama Enrique II.

—¡Una hija del rey aquí! —exclamó el inglés—. ¡Que Dios me condene si no te estrangulo en este punto, si ahora, querido camarada, si ahora mismo no me dices dónde puedo encontrar esa paloma…! ¡Una hija del rey…!

—Y una reina de hermosura, amigo mío.

—¡Oh! ¡Lord Wentworth va a perder la cabeza, camarada! —añadió solemnemente sacando su escarcela y abriéndola ante los encandilados ojos de Arnaldo—. Contenido y continente son tuyos, a cambio del nombre de la bella y de la indicación del sitio donde podré encontrarla.

—¡Acepto! —contestó Arnaldo sin fuerzas para resistir la tentación, apoderándose de la bolsa.

—¿El nombre? —preguntó el arquero.

—Diana de Castro, conocida en San Quintín por sor Bendita.

—¿Sitio?

—Convento de las benedictinas.

—Allá voy —dijo el inglés desapareciendo a la carrera.

—¡Es igual! —se dijo Arnaldo—. Esta partida sí que no puedo ponerla en la cuenta del condestable, pero es igual… Voy a buscar a mi amo.