N el primer momento, el saqueo y la carnicería se enseñorearon de la ciudad; pero Filiberto Emmanuel dictó órdenes severísimas, y la confusión cesó en breve. Condujeron a su presencia al almirante Coligny y le tributó los mayores elogios.
—Yo no sé castigar el valor —le dijo—. La ciudad de San Quintín será tratada con la misma moderación que si se hubiese entregado el día que acampamos frente a sus muros.
El vencedor se mostró tan generoso con el vencido, que le permitió discutir con él las condiciones que con derecho habría podido imponerle.
San Quintín fue declarada, naturalmente, ciudad española, pero se concedió a todos los habitantes que no quisieran soportar la dominación extranjera permiso para retirarse a donde les acomodase, abandonando, como era consiguiente, la propiedad de sus casas. Ciudadanos y soldados quedaron en libertad absoluta, y Filiberto únicamente retendría cincuenta prisioneros, sin distinción de edad, sexo ni condición, que eligirían él y sus capitanes, con objeto de poder pagar con sus rescates las pagas atrasadas a sus tropas. Serían respetados los bienes y las personas de todos los demás, y Filiberto se encargaría de evitar desórdenes. Dispensó a Coligny de pagar rescate por su persona, en atención a que había agotado todos sus recursos personales en el sitio. El almirante podría marchar al día siguiente, si quería, a París, donde se reuniría con su tío el condestable, quien no había tenido la suerte de encontrar vencedores tan desinteresados, puesto que la libertad acababa de costarle un buen rescate, que de un modo o de otro habría de pagar Francia. Filiberto Emmanuel tuvo a mucho honor ser amigo de Gaspar de Coligny y no quiso poner precio a su libertad. Los capitanes y los ciudadanos ricos de San Quintín bastarían para pagar los gastos de la guerra.
Estas condiciones, que revelaban una generosidad que no tenía derecho a esperar San Quintín, fueron aceptadas con sumisión por Coligny y con regocijo por la ciudad, bien que con regocijo no exento de temor. ¿Sobre quién recaería la temible elección de Filiberto y de los suyos? Todo se sabría al día siguiente, día de tristeza en que las personas más altivas se mostraban las más humildes, y los más opulentos hablaban muy alto de su pobreza.
Arnaldo de Thill, traficante tan activo como ingenioso, había pasado la noche pensando en sus negocios y encontrando una combinación que podía serle sumamente lucrativa. En cuanto salió el sol, se vistió con todo el lujo posible y se fue a pasear con continente majestuoso por las calles, llenas a la sazón de vencedores de todas las naciones, alemanes, ingleses, españoles, etc., etc.
—¡Vaya una Torre de Babel! —exclamaba Arnaldo, que no oía en derredor más que palabras extranjeras—. Unas cuantas palabras inglesas conozco, pero no podré entenderme con esos endiablados parlanchines que tan pronto dicen ¡Caráspita!, como ¡Goddam[13]!, o como ¡Tausend saperment!, sin que ni por milagro…
—¡Tripas de Lucifer! ¿Quieres pararte, malandrín? —gritó a espaldas de Arnaldo una voz áspera.
Arnaldo se volvió presuroso hacia el hombre que, si bien hablaba con pronunciado acento inglés, poseía, al parecer, todas las exquisiteces de la lengua francesa.
Era un individuo de elevada estatura, tez pálida y cabellos rojos, y parecía tan ladino como mercader, como bestia para hombre, características que bastaron para que Arnaldo le reputase por inglés de pura cepa tan pronto como le echó la vista encima.
—¿En qué puedo serviros? —le preguntó.
—Sois mi prisionero; ya sabéis en qué podéis servirme —contestó el soldado.
—¿Por qué me hacéis prisionero a mí y no a otro cualquiera, como por ejemplo, a ese tejedor que pasa por allá?
—Porque vas mejor vestido que el tejedor.
—¡No me parece mal! ¿Y con qué derecho pretende hacerme prisionero un simple arquero como tú?
—¡Oh! —contestó el inglés—. No lo hago por mi cuenta, sino en nombre de mi señor, lord Grey, que es el que manda los arqueros ingleses. El duque Filiberto Emmanuel le ha concedido, por su parte en la presa, tres prisioneros, de ellos dos nobles y uno del pueblo, para que saque de ellos el rescate que pueda, y mi señor, que sabe que no soy manco ni ciego, me ha mandado que salga de caza y le lleve tres prisioneros de valor. Tú eres la mejor pieza que he encontrado hasta ahora, y contigo me quedo.
—No deja de ser un honor para un pobre escudero como yo —dijo con modestia Arnaldo—. ¿Me dará bien de comer tu amo?
—¡Bergante! ¿Piensas que te va a mantener mucho tiempo?
—Supongo que hasta que le acomode ponerme en libertad, porque no será tan inhumano que me deje morir de hambre.
—¡Hum! —gruñó el inglés—. ¿Habré tomado a un pobre lobo pelado por zorra de piel magnífica?
—Todo podría ser, señor arquero. Si lord Grey te ha prometido un tanto de comisión sobre el importe de las presas que le presentes, temo que serán de veinte a treinta palos el beneficio que te resulte de la mía. No creas que mis palabras tengan por objeto desanimarte, pero no te aconsejo que hagas la prueba.
—¡Tunante…! Después de todo, puede que tengas razón —dijo el inglés, examinando más de cerca el malicioso rostro de Arnaldo—. ¡Tendría poca gracia que perdiese contigo el premio que me ha ofrecido lord Grey, y que consiste en una libra por cada cien que le valgan mis presas!
—¡Este es mi hombre! —dijo Arnaldo para sus adentros—. ¡Veamos, camarada enemigo! —añadió en voz alta—. Si yo te pusiera al alcance de la mano de una presa rica, un prisionero que valiese, por ejemplo, diez mil libras tornesas, ¿serías hombre capaz de darme pruebas palpables y sonantes de agradecimiento?
—¡Diez mil libras tornesas! —repitió el inglés—. ¡Pocos prisioneros habrá de ese precio! Me tocarían cien libras… ¡Bonita comisión!
—No es mala; pero tendrías que dar cincuenta al amigo generoso que te hubiera indicado los medios de ganarla. ¿No te parece justo?
—¡Trato hecho! —exclamó el arquero después de un momento de reflexión—. Dime cómo se llama ese hombre y llévame al instante a su lado.
—Poco tendremos que andar para dar con él —contestó Arnaldo—. Vamos por este lado, pero espera, que no me conviene que me vean contigo en la plaza Mayor. Me esconderé detrás de la esquina de esta casa y vete tú solo. ¿Ves en el balcón de las casas consistoriales un caballero que habla con uno del pueblo?
—Le veo. ¿Es nuestro hombre?
—El mismo.
—¿Cómo, se llama?
—El vizconde de Exmés.
—¡El vizconde de Exmés! ¡El hombre de quien tanto se ha hablado en el campamento! Me consta que es bravo, pero dime: ¿es tan rico como valiente?
—Te juro que sí.
—¿Pero es que le conoces bien?
—¡Toma! ¡Cómo que soy su escudero!
—¡Ah, Judas! —exclamó sin poder contenerse el arquero.
—Estás en un error, amigo —replicó tranquilamente Arnaldo—. Entre Judas y yo media una diferencia substancial: Judas se ahorcó, y yo no me ahorcaré; te lo aseguro.
—Lo creo, porque no faltará quien te evite ese trabajo —observó el inglés, que por lo visto tenía sus ribetes de gracioso.
—Todo esto son palabras, y las palabras se las lleva el viento. ¿Te acomoda la proposición, sí o no?
—Te he dicho ya que sí. Voy a llevar a tu vizconde a presencia de mi amo. Después me indicarás otro noble rico y un ciudadano del pueblo, pero enriquecido, si es que conoces alguno.
—No faltarán, siempre que aceptes las mismas condiciones: tus beneficios a medias entre los dos.
—¡Los dividiremos por partes iguales, proveedor del diablo!
—Ten en cuenta que lo soy tuyo —replicó Arnaldo—. Pero dejemos a un lado las socarronerías, juguemos limpio, como deben jugar los pícaros, no olvides que podemos encontrarnos otra vez si me haces una mala pasada, y dime: ¿paga tu amo al contado?
—No sólo al contado, sino adelantado. Vendrás conmigo a la casa donde está alojado mi señor, fingiendo que acompañas al vizconde de Exmés, yo cobraré mi comisión y en el acto te daré la tuya. Confío que, agradecido a mi generosidad, me ayudarás a encontrar la segunda y la tercera presa; ¿verdad?
—Veremos: por ahora, nos ocuparemos de la primera.
—Es cuestión de un momento —dijo el arquero—. Es muy valiente tu amo en el campo de batalla para que no se conduzca con dulzura y amabilidad fuera de los trances de guerra; conocemos bien el paño. Toma la delantera, colócate detrás de tu amo, y antes de dos minutos, te habrás convencido de que conozco bien el oficio.
Separóse Arnaldo de su digno acólito, entró en las casas consistoriales, se dirigió con semblante falso a la habitación donde Gabriel estaba hablando con Juan Peuquoy, y preguntó al primero si le necesitaba para algo. Todavía estaba hablando cuando entró el arquero con la expresión que requerían las circunstancias. El inglés se fue en derechura al vizconde, que le miraba sorprendido, y, haciéndole una reverencia profunda, preguntó con la consideración que todo mercader debe a la mercancía:
—¿Es a monseñor el vizconde de Exmés a quien tengo el honor de hablar?
—Sí; soy el vizconde de Exmés —contestó Gabriel, cada vez más sorprendido—. ¿Qué quieres?
—Vuestra espada, monseñor —respondió el arquero, inclinándose hasta el suelo.
—¡A ti! —exclamó Gabriel retrocediendo un paso y haciendo un gesto de indecible desdén.
—En nombre de lord Grey, mi señor —explicó el arquero, que no era orgulloso—. Figuráis, señor, en el número de los cincuenta prisioneros que monseñor el almirante debe entregar a los vencedores. Os ruego que no me culpéis a mí, que nada valgo, por haber sido el mensajero de tan desagradable noticia.
—¡Culparte a ti! ¡De ningún modo! Pero lord Grey, que es un caballero, bien podía haberse tomado la molestia de pedirme personalmente la espada. A él se la entregaré; a ti no: ¿has entendido?
—Como guste, monseñor.
—Quiero creer que tu amo aceptará mi rescate: ¿no es cierto?
—¡Creedlo, creedlo, monseñor!
—En marcha, pues; te sigo.
—¡Pero eso es una infamia! —gritó Juan Peuquoy—. ¡Vos, monseñor, no deberíais ceder con esa facilidad! Resistíos, monseñor, que estáis en vuestro derecho. Vos no sois de San Quintín, monseñor, no sois vecino de esta ciudad.
—Dice muy bien maese Juan Peuquoy —terció Arnaldo de Thill con calor, haciendo una seña al inglés—. Maese Juan Peuquoy ha puesto el dedo en la llaga, y cuenta que maese Juan Peuquoy sabe muy bien lo que se hace, porque conoce a la ciudad entera. ¡Cómo es uno de sus ciudadanos más notables desde hace cuarenta años, y síndico del gremio de tejedores, y capitán de la compañía de arqueros! ¿Qué tenéis que decir a todo esto, señor inglés?
—Tengo que decir que si este señor es maese Juan Peuquoy, debo prenderle también, porque su nombre figura en mi lista —contestó el arquero, que había comprendido perfectamente.
—¡A mí! —exclamó el síndico del gremio de tejedores.
—A vos, maestro —contestó el arquero.
Juan Peuquoy miró a Gabriel como consultándole.
—¡Qué le vamos a hacer, maese Juan! —exclamó el vizconde de Exmés, dejando escapar un suspiro involuntario—. Creo que, después de haber cumplido como buenos soldados, estamos en el deber de aceptar y acatar el derecho del vencedor. Resignémonos, amigo mío.
—¿A seguir a este hombre?
—Sin duda, mi digno amigo. En medio de todo, es para mí un placer no separarme de vos en la nueva prueba.
—Decís muy bien, monseñor —dijo Juan Peuquoy sin poder disimular su emoción—. Sois demasiado bueno… Cuando un capitán ilustre y bizarro como vos acepta su suerte, ¿con qué derecho podrá quejarse un pobre ciudadano como yo? ¡Vamos, bergante! —continuó dirigiéndose al inglés—. Soy tu prisionero o por mejor decir, de tu amo.
—Me seguiréis a la casa de lord Grey, donde permaneceréis hasta que hayáis pagado un buen rescate —advirtió el arquero, dirigiéndose al síndico del gremio de tejedores.
—¡Dónde permaneceré eternamente, hijo de Satanás! —gritó Juan Peuquoy—. Tu amo el inglés no se ha de recrear contemplando mis escudos… ¡Antes ciegue que los vea! Si es cristiano, tendrá que mantenerme hasta el día de mi muerte, y te advierto que no me mantengo con cualquier cosa. Gracias a Dios, tengo excelente paladar y buen estómago.
El arquero dirigió una mirada de espanto a Arnaldo de Thill, pero este le tranquilizó con un gesto, indicándole a Gabriel que estaba riendo de la humorada de su amigo. El inglés, comprendiendo la burla, rompió a reír diciendo:
—En ese caso, yo haré que…
—Lo que harás será guiarnos a la casa de lord Grey —interrumpió con altivez Gabriel—. Con tu amo y no contigo hemos de tratar.
—Como mande, monseñor —contestó humildemente el arquero.
Seguidamente echó a andar, precediendo a los prisioneros, pero volviendo de vez en cuando la cabeza, hasta que llegó al alojamiento de lord Grey. Arnaldo les seguía a cierta distancia.
Era lord Grey un soldado flemático y pesado, que se fastidiaba y fastidiaba a cuantos alternaban con él, para quien la guerra era un comercio, y le tenía de pésimo humor el que no le hubiesen concedido más que tres prisioneros para con sus rescates pagarse a sí mismo y a sus tropas. Recibió a Gabriel y a Juan Peuquoy con fría dignidad.
—¡Ah! ¿Es el señor vizconde de Exmés a quien tengo la suerte de contar entre mis prisioneros? —dijo, contemplando con curiosidad a Gabriel—. Bien nos habéis hecho trabajar, caballero, tanto, que si hubieseis de pagar como rescate todo lo que habéis hecho perder al rey Felipe II, puede que no bastasen todos los territorios de Enrique de Francia.
—Comprenderéis que no tengo esa cantidad en el bolsillo. Por otra parte, supongo que los recursos de monseñor de Coligny y los de mis amigos serán tan limitados como los míos, y por añadidura no quiero molestarles. Si me concedéis el plazo necesario para que pueda hacer venir de París…
—Concedido —interrumpió lord Grey—. De buena gana me contentaría con vuestra palabra, que vale tanto como el oro; pero como los negocios son negocios, y la poca armonía que hoy existe entre nuestras tropas y las de España es posible que me obligue a regresar pronto a Inglaterra, no os ofenderéis si os tengo conmigo hasta que completéis el pago de la cantidad convenida. Pero no será en esta ciudad de San Quintín, que ya es española y de la que me voy, sino en Calais, que es plaza inglesa y de la cual es gobernador lord Wentworth, cuñado mío. ¿Os conviene este arreglo?
—Me parece muy bien —contestó Gabriel, a cuyos pálidos labios asomó una sonrisa amarga—. Sólo os pediré permiso para enviar a mi escudero a París con encargo de traer el dinero necesario, a fin de que no sufran demasiado retraso mi cautiverio y vuestra confianza.
—Nada más justo —dijo lord Grey—. Hasta tanto vuelva vuestro escudero, tened por seguro que mi cuñado os tratará con todas las consideraciones debidas a vuestra calidad. En Calais disfrutaréis de toda la libertad posible, y esta será ilimitada, toda vez que Calais es una plaza fuerte completamente cerrada. Lord Wentworth os regalará bien, pues es tan aficionado a los buenos bocados como a los vinos finos, y más desarreglado de lo que debiera. ¡Pero allá se las componga él! Mi hermana ha muerto, y no tengo por qué mezclarme en las costumbres de su viudo. Mi intención ha sido deciros que no os aburriréis a su lado.
Gabriel hizo una inclinación de cabeza.
—Vamos a ver cómo nos arreglamos nosotros —repuso lord Grey, dirigiéndose a Juan Peuquoy, quien más de una vez había dado muestras de admiración durante la escena que dejamos narrada—. Me concedieron dos caballeros y un hombre del pueblo: veo que sois este último.
—Soy Juan Peuquoy, milord.
—Muy bien, Juan Peuquoy: ¿qué rescate podéis ofrecerme?
—¡Oh! Yo estoy dispuesto a regatear hasta el último momento, monseñor. Soy comerciante, y de comerciante a comerciante no va nada, como dice el refrán. Es inútil que frunzáis el ceño, monseñor: yo, que nunca tuve nada de orgulloso, creo, en conciencia, que no valgo arriba de diez libras.
—¡Pocas palabras! —replicó el inglés con desdén—. Pagaréis cien libras, que es aproximadamente la cantidad que he prometido al arquero que os trajo aquí.
—¡Sean cien libras, puesto que tan alto me cotizáis! —dijo el malicioso capitán de la compañía de arqueros de San Quintín—. Pero supongo que no serán pagaderas al contado, ¿verdad?
—¡Cómo! ¿No disponéis de esa miserable suma?
—La tenía, milord, la tenía; pero durante el sitio, lo he dado todo a los pobres y a los enfermos.
—Pero tendréis amigos… parientes…
—¿Amigos? Con los amigos no hay que contar, milord, y en cuanto a parientes, no los tengo. Murió mi mujer sin dejarme hijos, nunca tuve hermanos, y hoy sólo me queda un primo…
—¡Pues bien! —exclamó lord Grey con impaciencia—. Ese primo…
—Ese primo, milord, que me prestará indudablemente la suma necesaria para pagaros, vive precisamente en Calais.
—¡Qué casualidad! —dijo con cierta desconfianza lord Grey.
—Os lo aseguro, milord —insistió con sencillez Juan Peuquoy—. Mi primo, que se llama Pedro Peuquoy, es armero, vive hace más de treinta años en la calle de Martroi, y en la muestra de su establecimiento campea el dios Marte.
—¿Os aprecia?
—Mucho, milord. Me respeta, me venera, porque soy el último Peuquoy de mi rama. Hace más de dos siglos, un Peuquoy, antepasado mío, tuvo dos hijos: uno de ellos se hizo tejedor y se estableció en San Quintín; el otro se hizo armero y fue a fijar su residencia a Calais. Desde aquel tiempo, los Peuquoy de San Quintín tejen y los Peuquoy de Calais forjan; pero, aunque separados, se quieren desde lejos y se ayudan en lo que pueden, como es de rigor entre buenos parientes. Pedro me prestará lo que necesite para pagar mi rescate, de ello estoy seguro, y sin embargo, hace más de diez años que no nos hemos visto. ¡Claro! Los ingleses no permiten a los franceses entrar en sus plazas fuertes.
—¡Sí, sí! —dijo con afabilidad lord Grey—. Hace doscientos años que vuestros Peuquoy de Calais son ingleses.
—¡Oh! —exclamó el síndico de los tejedores con calor—. Los Peuquoy…
Se interrumpió bruscamente.
—¿Qué? —preguntó lord Grey sorprendido—. ¿Los Peuquoy…?
—Los Peuquoy, milord —continuó el tejedor, dando vueltas a la gorra que tenía en las manos—, los Peuquoy no se ocupan en política: esto era lo que iba a decir. Sean ingleses o franceses, aspiran a ganarse el pan, y si ven satisfechas sus aspiraciones, aquellos con el yunque, y los de aquí con la lanzadera, están contentos y no desean más.
—¡Está bien! Después de todo, quién sabe… quién sabe —dijo lord Grey sonriendo—. Pudiera acontecer que vos os establecieseis como tejedor en Calais y os hicieseis súbdito de la reina María, reuniéndose así las dos ramas de los Peuquoy después de tantos años de separación.
—No digo que no —contestó Juan Peuquoy con naturalidad—. Cosas más difíciles se ven todos los días.
Con profunda sorpresa escuchaba Gabriel al valiente tejedor, que tan heroicamente se había portado en la defensa de la ciudad, y ahora hablaba de hacerse inglés con tanta naturalidad como si se tratara de mudarse de camisa. Pero un guiño de Juan Peuquoy tranquilizó a nuestro amigo acerca del patriotismo de su compañero de cautiverio, y le hizo sospechar que este acariciaba algún proyecto misterioso.
Lord Grey no tardó en despedir a los dos.
—Mañana saldremos de San Quintín para Calais —les dijo—. Hasta la hora de nuestra marcha, podéis hacer los preparativos y despediros de vuestros amigos: os dejo libres bajo palabra. Os prevengo, sin embargo —añadió con la delicadeza que le caracterizaba—, que si intentaseis salir, os detendrían en las puertas de la ciudad, porque no se permite la salida a nadie si no presenta un permiso especial del gobernador de la plaza.
Gabriel correspondió con una inclinación de cabeza al saludo de Lord Grey y se fue con Juan Peuquoy de la casa, sin darse cuenta de que su escudero Martín Guerra quedaba en ella en vez de seguirle.
—¿Cuál es vuestra intención, amigo mío? —preguntó Gabriel a Juan Peuquoy luego que llegaron a la calle—. ¿Es posible que no dispongáis de cien escudos para pagar en el acto vuestro rescate? ¿Por qué deseáis hacer el viaje a Calais? ¿Es positivo que reside allí un primo vuestro? ¿Qué causa misteriosa os mueve a obrar como lo hacéis?
—¡Silencio! —contestó Juan Peuquoy con aire misterioso—. Mientras respiremos atmósfera enemiga, no me atrevo a pronunciar una palabra. ¿Podéis fiaros de vuestro escudero Martín Guerra?
—Respondo de él —contestó Gabriel—. A pesar de sus olvidos y de sus alternativas, es el corazón más fiel del mundo.
—¡Bueno! —dijo Peuquoy—. Habrá que enviarle a París para que traiga vuestro rescate, pero no directamente desde aquí, sino desde Calais. A este objeto, convendrá que le llevemos con nosotros, porque en las circunstancias presentes, todas las precauciones son pocas.
—¿Pero a qué vienen esas precauciones? —preguntó Gabriel—. Adivino que no tenéis en Calais ningún pariente.
—Lo tengo, sí —contestó con vivacidad Juan Peuquoy—. Pedro Peuquoy existe, vive en Calais, adora a su antigua patria, a Francia, y estaría tan dispuesto como yo a dar un buen golpe de mano, si es necesario, si vos, monseñor, intentaseis allí algún hecho heroico de la clase de los que habéis ejecutado aquí.
—Te comprendo, noble amigo mío —respondió Gabriel estrechando la mano del tejedor—; pero he de decirte que me estimas en más de lo que realmente valgo. Ignoras cuánto egoísmo había en las heroicidades que me atribuyes. Tú no sabes que, de hoy en adelante, reclama toda mi atención un deber sagrado, más sagrado, si cabe, que el de contribuir a la gloria de la patria.
—¡No le hace! —replicó Juan Peuquoy—, cumpliréis ese deber como cumplís todos los otros; y quizás figure entre estos últimos —añadió bajando la voz—, suponiendo que se presente ocasión, el de compensar con la toma de Calais la pérdida de San Quintín.