Capítulo XXXIV

LA consecuencia inmediata del inesperado fracaso que acababan de sufrir las armas de los sitiadores fue la desanimación de estos, que llegaron a persuadirse de que no lograrían apoderarse de la plaza si antes no aniquilaban todos los medios de resistencia que todavía podía aquella oponer a sus ataques. Tres días dejaron transcurrir sin intentar nuevos asaltos, aunque no cejaron en su ofensiva, pues sus cañones tronaban sin cesar, y sus zapadores y sus minadores trabajaban con actividad febril. Los defensores de la plaza, animados por un valor sobrehumano, parecían invencibles; menos sólidas eran las fortificaciones atacadas que sus pechos. Caían con estrépito los muros, las torres se cuarteaban, los fosos se llenaban de escombros, el recinto fortificado iba desapareciendo piedra por piedra, pero el valor de los sitiados no decaía.

Cuatro días después de la sorpresa nocturna, los españoles se decidieron a dar otro asalto. Era el octavo y último día del plazo pedido a Gabriel por Enrique III; de consiguiente, si no vencían aquel día los enemigos, se salvaría su padre a la par que la ciudad, y si vencían, todos sus esfuerzos habrían sido infructuosos, y el anciano, Diana y el mismo Gabriel estaban perdidos.

Tanto y tan desesperado valor desplegó Gabriel en aquella terrible jornada, que sería imposible describirlo; únicamente diremos que parece imposible que en el alma y en el cuerpo de un hombre puedan caber tanto poder y tanta energía. En su mente no tenían cabida las ideas de peligro y de muerte, porque la ocupaba por completo el pensamiento de su padre y de su amada. Como si se hubiese creído invulnerable, se precipitaba contra los bosques de picas y desafiaba las lluvias de balas enemigas. Una piedra le alcanzó con violencia en un costado y la punta de una lanza abrió sangrienta herida en su frente, pero Gabriel no se dio cuenta de sus heridas, y ebrio de entusiasmo y de valor, iba y venía, hería y mataba, sin dejar de exhortar a todos con su voz y ejemplo. Allí donde el peligro era más inminente, allí se hallaba él. A la manera que el alma anima al cuerpo, así Gabriel animaba a la ciudad entera, y su presencia hacía el efecto de diez, de veinte, de cien hombres, sin que en medio de su prodigiosa exaltación le abandonasen la prudencia y la sangre fría. Su mirada, rápida como el relámpago, le descubría al momento el peligro, y descubrirlo y volar hacia él era todo una misma cosa. Cuando cedía el enemigo, y los sitiados, electrizados por su contagioso valor, adquirían ventajas evidentes, Gabriel les dejaba para volar a otro punto amenazado, y sin descansar, sin desfallecer, daba nuevo comienzo a su misión heroica.

Seis horas duró esta tremenda lucha: desde la una hasta las siete.

A las siete, cuando las sombras de la noche principiaban a invadir la ciudad y el campo de los sitiadores, estos se batían en retirada por todas partes. Al abrigo de algunos lienzos de murallas, sin contar con más defensas que las escasas que podían esperarse de sus torres ruinosas y cuarteadas y de su reducida guarnición diezmada y maltrecha, San Quintín había prolongado un día, y quién sabe si muchos más, su gloriosa existencia.

Cuando el último puesto atacado quedó libre de enemigos, Gabriel cayó en los brazos de los que estaban a su lado, rendido por la fatiga y ebrio de alegría.

Le transportaron a las casas consistoriales.

Duró poco su desvanecimiento y sus heridas eran ligeras. Cuando volvió en sí, vio a su lado al almirante Coligny, cuyo júbilo rayaba en delirio.

—¿Verdad que no es un sueño, señor almirante? —fue la primera frase que pronunció Gabriel—. ¿Verdad que el enemigo ha dado hoy un asalto terrible y que le hemos rechazado?

—Sí, amigo mío, y el triunfo se debe en gran parte a vos —contestó el almirante.

—¡Y han pasado ya los ocho días que el rey me pidió! ¡Oh…! ¡Gracias, Dios mío, gracias!

—Para que vuestra alegría sea mayor, amigo mío, os traigo excelentes noticias. Mientras nosotros detenemos al enemigo frente a nuestros muros, a favor de nuestra defensa se organiza la de todo el territorio, según parece. Uno de mis espías, que pudo ver al condestable y penetrar la noche última en la plaza a favor del tumulto del combate, me ha dado las más lisonjeras esperanzas. El señor duque de Guisa ha llegado a París al frente del ejército del Piamonte, y secundado por el cardenal de Lorena, organiza las tropas y la resistencia de las ciudades. San Quintín, falto de hombres y desmantelado, caerá al primer asalto, pero su obra meritoria está ya hecha, la ciudad y nosotros hemos cumplido nuestro deber, y Francia se ha salvado. Sí, amigo mío: todos se aprestan a la lucha; la nobleza y las Ordenes militares se alzan en armas como un solo hombre, crece prodigiosamente el reclutamiento, llueven donativos, y por último, han sido contratados y vienen en socorro nuestro dos cuerpos auxiliares alemanes. Cuando el enemigo haya concluido con nosotros, lo que desgraciadamente no tardará en suceder, encontrará al menos a otros que le entretengan. ¡Hemos salvado a Francia, Gabriel!

—¡Ah, señor almirante! ¡No sabéis, no podéis sospechar el bien que me hacen esas palabras! Pero permitidme que os haga una pregunta, que no dicta un sentimiento de amor propio, sino motivos muy poderosos y graves: ¿creéis que mi presencia en la plaza ha contribuido de algún modo al feliz resultado de la defensa de San Quintín?

—No sólo ha contribuido, amigo mío, sino que ha sido su causa —contestó Coligny con noble y generosa franqueza—. El día de vuestra llegada, lo visteis vos mismo, de no haber sido por vuestra intervención, bien inesperada por cierto, hubiera yo mismo sucumbido bajo el peso de la terrible responsabilidad con que cargaban mi conciencia, hubiese entregado a los españoles las llaves de la ciudad que el rey había confiado a mi cuidado. ¿No coronasteis un día más tarde vuestra obra, introduciendo en la plaza socorros, débiles sin duda, pero suficientes para reanimar a los sitiados? Y no quiero hablar de los excelentes consejos que habéis dado a nuestros minadores y a nuestros ingenieros, ni tampoco del brillante esfuerzo y de los rasgos de valor heroico prodigados por vos en todos los asaltos; pero recordad que hace cuatro noches librasteis a la ciudad de una sorpresa nocturna, y que hoy mismo, a fuerza de derrochar audacia y con desprecio inconcebible de la vida, habéis prolongado una resistencia que a mí me parecía imposible. Vos, y sólo vos, amigo mío, siempre presente en todas partes, parecíais dotado del don de ubicuidad. ¡Con decir que nuestros soldados no os dan otro nombre que el de capitán cinq-cents! Gabriel: con júbilo sincero y profundo reconocimiento os digo que sois el primero y único salvador de esta plaza, y de consiguiente, de Francia.

—¡Oh! ¡Gracias, gracias señor almirante, por vuestras indulgentes y bondadosas palabras! ¿Pero será mucho suplicaros que os dignéis repetirlas delante del rey?

—No sólo es esa mi voluntad, amigo mío, sino mi deber, y debéis saber que Gaspar de Coligny no faltó jamás a su deber.

—¡Qué feliz soy! —exclamó Gabriel—. ¡Y cuán grande es la deuda de gratitud que tengo con vos! A los muchos favores que os debo, quisiera que añadierais otro, y es que no habléis a nadie, ni siquiera al señor condestable, menos al señor condestable que a ninguna otra persona, de lo poco que he hecho secundando vuestra obra gloriosa. Que lo sepa sólo el rey; así verá su majestad que no he trabajado por conquistar reputación y gloria personal, sino únicamente para cumplir una palabra que le empeñé. El rey podrá premiarme, si quiere hacerlo, puesto que en sus manos lo tiene, con una recompensa mil veces más preciosa para mí que todos los honores y todas las dignidades de su reino. Sí, señor almirante: que me sea otorgado ese premio, y la deuda contraída por Enrique II conmigo, si deuda es, quedará pagada con creces.

—¡Muy grande deberá ser esa recompensa! Una cosa pido a Dios, y es que no os engañe el reconocimiento del rey. En cuanto a mí, haré lo que deseáis, Gabriel, y aunque me cueste trabajo callar vuestros merecimientos, callaré, puesto que así lo exigís.

—¡Cuánto tiempo hace que no he experimentado una tranquilidad tan dulce como la que me proporciona este momento! ¡Qué delicioso es esperar y tener alguna fe en el porvenir! Ahora iría con el mayor entusiasmo a las murallas, me batiría rebosando placer y me parece que sería invencible. ¿Cabe en lo posible que el hierro y el plomo se atrevan a herir a un hombre que espera?

—No confiéis demasiado, amigo mío —replicó Coligny sonriendo—. Desde ahora me atrevo a auguraros, sin temor de equivocarme, que esa certidumbre de victoria ha de resultar fallida. La ciudad está completamente desmantelada; bastan algunos cañonazos para que caigan por tierra los últimos fragmentos de murallas y los postreros restos de torres. Añadid a esto que nos quedan muy pocos brazos útiles, y que dentro de poco hemos de quedarnos sin los soldados que tan bravamente suplieron hasta aquí la falta de murallas. No nos hagamos ilusiones: el próximo asalto hará al enemigo dueño de la plaza.

—¿Pero el duque de Guisa no podrá enviarnos algunos socorros de París?

—El duque de Guisa no comprometerá sus preciosos recursos enviándolos en auxilio de una plaza casi tomada, y hará perfectamente. Que guarde sus tropas en el corazón de Francia, que las coloque donde son necesarias, y deje que San Quintín consume su sacrificio. La víctima expiatoria ha luchado, se ha defendido bastante, gracias a Dios: sólo le resta caer noblemente, y para que lo consiga, procuraremos ayudarla, ¿verdad, Gabriel? Es preciso que el triunfo de los españoles sobre San Quintín les cueste más caro que una derrota. Ya no nos batiremos por vencer, sino por batirnos.

—¡Sí! ¡Por gusto… por lujo! —dijo Gabriel alegremente—. ¡Placer de héroes, señor almirante! ¡Lujo digno de vos! Sea así: nos distraeremos sosteniendo todavía la ciudad dos, tres o más días, si podemos, obligando a Felipe II, y a Filiberto Emmanuel, y a España entera, y a Inglaterra y a Flandes, a detenerse ante un puñado de piedras. Siempre será ganar ese tiempo para el duque de Guisa, y para nosotros un espectáculo divertido; ¿no es cierto? ¿Qué me decís?

—Digo, amigo mío, que hasta vuestras bromas son sublimes y que vuestros donaires respiran gloria.

El acoso colmó los votos de Gabriel y de Coligny: las fuerzas sitiadoras, furiosas por verse detenidas tanto tiempo delante de una ciudad desmantelada que había sufrido diez asaltos, tan vigorosos como estériles, no quisieron intentar el undécimo sin estar completamente seguras de la victoria. Lo mismo que hicieron antes, permanecieron tres días sin atacar y reemplazaron los cañones con soldados, puesto que los hechos se habían encargado de demostrar que eran más duros que los muros de la ciudad los corazones de sus habitantes. El almirante y el vizconde de Exmés aprovecharon aquellos tres días de reposo para reparar en lo posible los destrozos de las baterías y de las minas, pero, desgraciadamente, les faltaban brazos. El 26 de agosto al mediodía no quedaba en pie ni un lienzo de muralla; las casas se veían desde el exterior como si pertenecieran a una ciudad abierta, y los soldados eran tan escasos, que no podían formar una línea de a uno en los puntos principales.

Gabriel hubo de confesar que la ciudad estaría tomada antes de sufrir el asalto.

El enemigo no penetró por la brecha que defendía Gabriel. Allí estaban él, el señor de Breuil y Juan Peuquoy, y los tres realizaron tantas proezas, y se batieron con tal denuedo, que rechazaron tres ataques de los sitiadores. Tan embebido estaba Juan Peuquoy contemplando los terribles mandobles que Gabriel repartía a derecha e izquierda, que nuestro héroe tuvo ocasión de salvar dos veces la vida a su distraído admirador.

No es, pues, de admirar que el hombre del pueblo jurase aquel día al vizconde un culto y una fidelidad eternas. En su entusiasmo llegó a gritar que sentía menos la pérdida de su ciudad natal porque había encontrado otro afecto que merecería todo su cariño y toda su veneración, toda vez que si San Quintín le había dado la vida, el vizconde de Exmés se la había conservado.

A pesar de tan generosos esfuerzos, la plaza no podía resistir. Sus murallas no existían, eran una brecha continua; no obstante lo cual, Gabriel, de Breuil y Juan Peuquoy continuaron batiéndose hasta que el enemigo, dueño ya de San Quintín, llenaba las calles de la ciudad.

Diecisiete días resistió la plaza y sufrió once asaltos. Hacía doce que Gabriel había llegado, y gracias a él, la ciudad resistió noventa y seis horas más de las que el rey deseaba.