Capítulo XXXIII

ERA una hermosa y serena noche del mes de agosto. El puro y transparente azul del cielo estaba salpicado de estrellas, y la misma ausencia de la luna, que no había aparecido todavía, al dar a la noche aspecto de misterio, hacíala más soñadora y espléndida.

La dulce y tranquila calma contrastaba singularmente con el movimiento y el estruendo de aquel terrible día. Los españoles habían dado a la plaza dos asaltos consecutivos que, aun cuando fueron rechazados, hicieron más muertos y heridos de los que podía soportar el reducido número de los defensores de la ciudad. El enemigo, por el contrario, disponía de inagotables reservas de tropas de refresco para reemplazar a las fatigadas, por lo cual Gabriel, siempre prevenido, temía que los dos asaltos del día hubiesen tenido por objeto principal, si no único, agotar las fuerzas y disminuir la vigilancia de los sitiados para preparar y favorecer un tercer asalto o una sorpresa nocturna. Sin embargo, las diez acababan de dar en la torre de la Colegiata, y nada confirmaba sus sospechas. En las tiendas españolas no brillaba ninguna luz; en el campo, como en la ciudad, sólo resonaba el grito monótono de los centinelas. Sitiadores y sitiados descansaban, al parecer, de las fatigas de aquella jornada.

En su consecuencia, Gabriel, después de haber terminado la última ronda por las murallas, creyó que podía conceder algunos momentos de tregua a la vigilancia constante que había consagrado a la ciudad, a los desvelos que le había prodigado con la solicitud con que un buen hijo hubiera velado a su madre enferma. Desde la llegada de nuestro protagonista, San Quintín había resistido cuatro días, y si continuaba resistiendo otros cuatro, la palabra empeñada por aquel al rey quedaría cumplida, y el rey habría de cumplir la suya.

Gabriel había mandado a su escudero que le siguiese, pero sin decirle adonde iba. Desde la víspera, desde que la superiora de las benedictinas le recibió tan mal, comenzaba a desconfiar de su servidor, a dudar, si no de la fidelidad, al menos de la inteligencia de Martín Guerra, y por lo tanto, se guardó muy bien de hacerle partícipe de las noticias que había adquirido por conducto de Juan Peuquoy. Así fue que, el postizo Martín Guerra, que creía que acompañaba a su señor a una ronda militar, quedó sorprendido al ver que se dirigía hacia el baluarte de la Reina, donde había sido instalada la ambulancia principal.

—¿Vais a visitar a algún herido, monseñor? —preguntó.

—¡Silencio! —contestó Gabriel llevando el índice a los labios.

Había sido establecida la ambulancia principal, a la que Gabriel y Arnaldo llegaron en aquel momento, cerca de las fortificaciones y no lejos del arrabal de la Isla, que era el punto más peligroso de la ciudad y, por consiguiente, el más necesitado de socorros. Ocupaba aquella un edificio muy grande, que antes del sitio fue almacén de forrajes, y que desde que el enemigo sentó sus reales frente a los muros de la ciudad, fue puesto a disposición de los médicos, que lo utilizaron como ambulancia u hospital de urgencia. El calor de aquella noche de verano había hecho que dejasen abierta la puerta principal del edificio a fin de que se renovase y refrescase el aire, circunstancia que permitió a Gabriel ver, desde que llegó al pie de la escalera de una galería exterior, lo que pasaba en aquella sala de dolor.

El cuadro era tristísimo. De trecho en trecho se veía alguna cama improvisada a la ligera, pero las camas eran un lujo no concedido más que a contados privilegiados. La mayor parte de los desgraciados heridos gemían en el suelo, sobre malos colchones, sobre mantas o sobre montones de paja. Por todas partes sonaban quejidos y lamentos llamando a los médicos y a los ayudantes que, a pesar de su celo, no podían atender a todos, pues mientras acudían a una cura urgente o llevaban a cabo una imputación necesaria, los demás tenían que sufrir y esperar retorciéndose en sus míseros lechos, abrasados por la fiebre o atormentados por las convulsiones de la agonía. Si alguno de ellos permanecía en un rincón sin movimiento ni voz, la sábana de la muerte no tardaba en cubrir su cabeza, significando que aquel desventurado no volvería a moverse ni a quejarse jamás.

Ante un cuadro tan doloroso y lúgubre, los corazones más valientes y los más perversos habrían perdido el endurecimiento y el valor. Arnaldo de Thill no pudo menos de horrorizarse y Gabriel palideció.

¿Por qué se dibujó de repente en el rostro pálido de nuestro protagonista una sonrisa dulce y tiernísima? Es que en medio de aquel infierno, tan lleno de dolores como el de Dante, acababa de aparecer un ángel radiante de paz y de consuelo, la dulce Beatriz: Diana, o mejor dicho sor Bendita, cruzaba serena y melancólica por entre aquellos montones de desdichados.

Nunca le había parecido tan bella al enamorado Gabriel. A decir verdad, los ricos vestidos de terciopelo bordados en oro, los brillantes, no realzaban tanto su hermosura como el hábito negro y la blanca toca de religiosa en aquella lúgubre ambulancia. Sus puros y delicados contornos, su casto andar, su mirada llena de consuelos, convertíanla en encarnación de la Piedad bajada del Cielo a aquel lugar de dolores y de desconsuelos. Un artista cristiano no hubiese podido desear una forma tan admirable para buscar en ella su fuente de inspiración, ni podía darse nada tan conmovedor como el espectáculo que ofrecía aquella criatura al inclinarse sobre las frentes macilentas y desfiguradas por los sufrimientos, aquella hija de un rey, tendiendo cariñosa su pequeña mano a los soldados anónimos próximos a morir.

Involuntariamente se acordó Gabriel de Diana de Poitiers, entregada probablemente en aquel momento mismo a fastuosas dilapidaciones o a amores impúdicos, y el contraste entre las dos Dianas le hizo creer que acaso Dios hubiera otorgado las virtudes a la hija para que con ellas redimiese las faltas de la madre.

En tanto que Gabriel, propenso por carácter a la meditación, se entregaba a sus pensamientos y a sus comparaciones, sin darse cuenta de que el tiempo volaba, en el interior de la ambulancia iba restableciéndose poco a poco la tranquilidad. La primera noche estaba bastante avanzada, los médicos terminaban sus curas, cesaba el movimiento, y con el movimiento el ruido. Se recomendaba a los heridos el silencio y el reposo y se les administraban pociones soporíferas por si no bastaba la recomendación. Aún se oían algunos quejidos, pero habían cesado los gritos desgarradores de antes, y media hora más tarde, la calma era completa, es decir, la calma que puede pedirse al sufrimiento.

Diana había dirigido a los heridos sus últimas palabras de consuelo, exhortándoles, con tanta y mayor eficacia que los médicos, a la tranquilidad y a la paciencia. Todos procuraron obedecer el imperio dulcísimo de su voz. Cuando se convenció de que habían sido cumplidas todas las prescripciones facultativas y que ninguno de los heridos necesitaba por el momento de ella, dejó escapar un suspiro de satisfacción, como para aliviar su pecho oprimido, y dirigió sus pasos hacia la galería exterior para respirar el aire fresco de la noche y olvidar las miserias y dolores de la naturaleza humana contemplando las estrellas del cielo.

Con el objeto indicado llegó hasta una especie de balaustrada de piedra, sobre la cual apoyó sus codos, y como fijó sus miradas en el cielo, no pudo ver a Gabriel que, desde la escalera, a menos de diez pasos de distancia de ella, la contemplaba extasiado, con el arrobamiento con que hubiese contemplado una aparición celestial.

Un movimiento brusco de Martín Guerra, que por lo visto no compartía el éxtasis de su señor, volvió en sí al enamorado joven.

—Martín —dijo entonces con voz baja a su escudero—; ya ves la ocasión providencial que se me presenta. Debo y quiero aprovecharla, necesito hablar por última vez a la señora de Castro. Vigila tú mientras, para que nadie nos interrumpa, algo separado de nosotros, pero a distancia que puedas oír mi voz… Vete, mi fiel servidor… vete.

—¿Pero no teméis, monseñor —objetó Martín Guerra—, que la madre superiora?

—Probablemente estará ahora en otra sala. Además no debo vacilar ante la necesidad. Es muy posible que nunca más volvamos a vernos.

Martín hubo de resignarse y se alejó jurando como un demonio, pero para sus adentros.

Gabriel se aproximó a Diana, y conteniendo la voz para no despertar la atención de nadie, llamó:

—¡Diana…! ¡Diana…!

Se estremeció la joven, pero sus ojos, que no habían tenido aún tiempo de acostumbrarse a la oscuridad, no distinguieron a Gabriel.

—¿Me llaman? —preguntó—. ¿Pero quién me llama por ese nombre?

—Yo respondió Gabriel, como si el monosílabo de Medea debiese bastar para que Diana le reconociera.

Y bastó, en efecto, pues Diana, sin preguntar más, exclamó con voz que la sorpresa y la emoción hicieron trémula:

—¡Vos, señor Exmés! ¿Sois vos? ¿Y qué queréis de mí en este sitio y a tales horas? Si, como me anunciaron, me traéis noticias del rey mi padre, harto os habéis hecho esperar, caballero, y mal sitio y peor momento habéis escogido. Si es otro el objeto de vuestra venida, bien sabéis que nada debo ni quiero oír de vos. Vamos… ¿no respondéis, señor Exmés? ¿No me habéis entendido? ¿Por qué calláis? ¿Qué significa ese silencio, Gabriel?

—¡Gabriel…! ¡Loado sea Dios! No os contestaba, Diana, porque la frialdad de vuestras palabras me dejó helado, y porque no encontré en mí fuerza suficiente para llamaros señora, como la encontrasteis vos para llamarme caballero. ¡Me parece que es bastante duro tener que llamaros Vos!

—Ni debéis llamarme señora, ni Diana, porque no es Diana, ni es la señora de Castro la persona que tenéis delante, sino sor Bendita. Llamadme hermana, y yo os llamaré hermano.

—¡Cómo! ¡Qué decís! —exclamó Gabriel retrocediendo aterrado—. ¡Yo llamaros hermana! ¿Por qué queréis, ¡Dios santo!, que os llame hermana?

—Porque así me llaman hoy todos: ¿tan espantoso es el nombre de hermana?

—¡Sí… mucho…! ¡Oh, mucho! ¡Pero perdonad, porque estoy medio loco! Lejos de ser espantoso, es un nombre dulce y encantador… ¡Yo me acostumbraré, Diana… yo me acostumbraré… hermana mía!

—¡Ya lo creo! —repuso Diana sonriendo con tristeza—. Es el verdadero nombre cristiano que debo llevar en las circunstancias actuales, porque ningún otro se armonizaría mejor con la misión que ejerzo. Además, es el que he de llevar en adelante, porque si es cierto que no he pronunciado votos sagrados, no lo es menos que soy religiosa de corazón y que espero serlo pronto de hecho, pues no dudo que el rey me otorgará el permiso que tengo pedido. ¿Me traéis vos ese permiso, hermano mío?

—¡Oh! —exclamó Gabriel con tono de dolorosa reconvención.

—Os aseguro, hermano mío, que no hay hiel ni despecho en mis palabras. He sufrido tanto entre los hombres desde hace algún tiempo, que espontáneamente he buscado un refugio en Dios. No es el despecho, no es la desesperación los que inspiran mis palabras: es el dolor.

En efecto, en el acento de Diana no había más que dolor y tristeza. Sin embargo, en su corazón, junto a la tristeza había brotado la alegría, una alegría involuntaria que le fue imposible contener al ver a Gabriel, a quien había creído perdido para su amor y para este mundo, y a quien volvía a encontrar enérgico, fuerte y tal vez tierno.

Sin darse cuenta exacta de lo que hacía, había descendido dos o tres peldaños de la escalera acercándose a Gabriel, como atraída por un imán de fuerza irresistible.

—Escuchadme —dijo Gabriel—. Es preciso que desaparezca la cruel equivocación que nos ha separado destrozando nuestros corazones. Yo no puedo soportar por más tiempo la idea de que me creéis indiferente, infiel, y quien sabe si hasta enemigo vuestro. Semejante idea, idea horrible, me trastorna y enloquece, dificultando la santa y difícil empresa que debo llevar a cabo. Venid conmigo, hermana mía, separémonos un poco de aquí… ¿Verdad que aún tenéis alguna confianza en mí? Alejémonos, por favor, de este sitio. Pueden vernos, pueden oírnos, y tengo mis razones para temer que intenten interrumpir nuestra conversación, esta conversación, hermana mía, que tan indispensable es a mi razón y a mi tranquilidad.

Diana no dudó, porque aquellas palabras, pronunciadas por Gabriel, tenían para ella una fuerza irresistible. Subió de nuevo a la sala por si algún herido la necesitaba, y habiéndolo encontrado todo tranquilo, bajó para reunirse con Gabriel, y apoyó con confianza su mano sobre la de su leal caballero.

—¡Gracias! —le dijo Gabriel—. Los momentos son preciosos. Temo que la superiora, que está enterada de nuestros amores, venga a oponerse a esta explicación que, sin embargo, es tan grave y tan pura como el cariño que os profeso, hermana mía.

—La santa madre Mónica, después de haberme hablado de vuestra llegada y de los deseos que teníais de hablar conmigo, debió de ser informada por alguien de nuestro pasado, que yo en parte le había ocultado, y por eso sin duda me ha impedido desde hace tres días que salga del convento. Por ella no habría salido tampoco esta noche, pero me llegó el turno, y hubo de comprender que no debía oponerse a que cumpliera como de ordinario mi penoso deber. ¡Ah, Gabriel! ¿Verdad que hice mal engañando a tan dulce y cariñosa amiga?

—¿Necesitaré repetiros —preguntó Gabriel con entonación de profunda melancolía— que a mi lado estáis tan segura como al de un hermano, que debo y quiero imponer silencio a todos los impulsos de mi corazón, que os hablaré como amigo, como amigo fiel que daría gustoso su vida por vos, eso sí, pero que prestará toda su atención a su tristeza y ninguna a su amor? Estad, pues, tranquila.

—Hablad, pues, hermano mío —dijo Diana.

¡Hermano! Este nombre, terrible y dulce al mismo tiempo, recordaba siempre a Gabriel la extraña y solemne alternativa en que el destino le había colocado, y, como si tuviese algún poder mágico, alejaba todos los pensamientos ardientes que en el corazón del joven hubieran podido despertar la noche solitaria y la hermosura de su amada.

—Hermana mía —dijo con voz bastante entera—, tenía necesidad absoluta de veros y de hablaros para solicitar de vos dos gracias: una que se refiere al pasado y otra que se relaciona con el porvenir. Sois buena y generosa, Diana, y no dudo que las habéis de otorgar a un amigo que tal vez no vuelva a encontraros en su camino por el mundo, a un amigo a quien una misión fatal y peligrosa expone en todo momento a la muerte.

—¡Ah! ¡No digáis eso! ¡No digáis eso! —exclamó Diana a punto de desfallecer.

—Os lo digo, hermana mía, no con ánimo de alarmaros, sino a fin de que no me neguéis un perdón y una gracia que he de pediros. El perdón, por el disgusto y el dolor que debió de causaros mi delirio el día en que os vi por última vez en París. Llené vuestro tierno corazoncito de espantó y de desolación, pero ¡ay, hermana mía!, no era yo quien hablaba, sino la fiebre. En realidad, no sabía lo que me decía, porque una revelación terrible, que me hicieron aquel mismo día, y que me era imposible encerrar dentro de mi, me empujaba hacia la demencia y la desesperación. ¿Recordáis, mi querida hermanita, que a raíz de haberme separado de vos contraje aquella larga y peligrosa enfermedad que por poco me cuesta la vida o la razón?

—Sí, Gabriel; lo recuerdo.

—¡No me llaméis Gabriel, por favor! ¡Llamadme hermano… hermano, sí, como me llamabais hace poco! ¡Ese nombre que me asustaba hace un momento, necesito ahora escucharlo constantemente!

—Como queráis… hermano mío —contestó Diana sorprendida.

En aquel momento resonó a menos de cincuenta pasos de distancia el andar acompasado de una patrulla, y la hermana Bendita se abrazó a Gabriel, exclamando:

—¿Quién se acerca? ¡Dios mío…! ¡Van a vernos!

—Es una patrulla —dijo Gabriel en extremo contrariado.

—¡Pero pasarán muy cerca de nosotros y me conocerán! ¡Oh! ¡Dejadme entrar en la sala antes de que lleguen! ¡Por Dios, dejad que me marche!

—Es demasiado tarde —respondió Gabriel reteniéndola—. Huir ahora equivaldría a venderos vos misma… Por aquí… venid aquí, hermana mía.

Seguido por Diana, que iba temblando, Gabriel subió con paso presuroso una escalera que conducía a los baluartes. Una vez en lo alto de la muralla, colocó a Diana en la sombra, y él se escondió entre una garita, donde no había centinela, y las almenas.

La patrulla pasó a veinte pasos de nuestros amigos sin verles.

—¡Mal vigilado está este punto! —se dijo Gabriel, preocupado siempre con su idea de sorpresas probables del enemigo.

Inmediatamente se reunió a Diana, no recobrada todavía del susto.

—Podéis estar tranquila, hermana mía —le dijo—; el peligro pasó ya. Pero prestadme atención, porque el tiempo vuela y todavía gravitan sobre mi corazón los dos pesos que lo oprimen. ¿No me dijisteis antes que me habéis perdonado mi locura y continúo llevando sobre mi alma el peso del pasado?

—¿Cabe perdonar la fiebre y la desesperación? No, hermano mío; se compadece y se consuela a quien las sufre. Yo no os culpaba; lo que hacía era llorar, y ahora que habéis vuelto a la razón y a la vida, me resigno a la voluntad de Dios.

—No es bastante la resignación, hermana mía; es preciso que tengáis alguna esperanza, y para que la tengáis he querido veros. Me habéis librado de los remordimientos producidos por el pasado, pero ahora es preciso que me libréis de las angustias que me causa vuestro porvenir. Sois uno de los objetos principales de mi existencia. Yo necesito quedar tranquilo por esa parte, a fin de no tenerme que preocupar más que de los peligros que pueda tropezar en el camino que me he trazado; necesito llevar conmigo la certeza de encontraros cuando llegue al término de mi viaje, con una sonrisa triste, si no consigo mi objeto, placentera si lo alcanzo, y en uno y en otro caso, con una sonrisa amiga. Para esto, precisa que entre nosotros dos no exista ninguna mala inteligencia. Sin embargo, hermana mía, he de exigiros que me creáis sobre mi palabra, que tengáis en mí un poco de confianza, porque el secreto que guía mis actos no me pertenece, he jurado guardarlo, y para que los demás cumplan los compromisos que han contraído conmigo, debo yo principiar cumpliendo los míos.

—Explicaos —dijo Diana.

—¡Ah! Bien veis que titubeo, que busco rodeos, porque pienso en ese hábito que vestís, en el nombre de hermana que os doy, y, más que en nada, en el profundo respeto que hacia vos guardo en mi corazón, y no quiero pronunciar una sola palabra que despierte recuerdos demasiados gratos o ilusiones demasiado peligrosas. Esto no obstante, tengo que deciros, que nunca, ni por un instante, vuestra adorada imagen se ha borrado, ni siquiera debilitado en mi alma, y que nada ni nadie podrá debilitarla jamás.

—¡Hermano mío! —exclamó Diana, confusa y encantada a la vez.

—Escuchadme hasta el fin, hermana mía —repuso Gabriel—. Repito que nada ha alterado ni alterará el ardiente… afecto que os he consagrado, y añado… ¡cuán feliz soy en pensarlo y en decirlo!, añado que, suceda lo que suceda, siempre me será, no ya sólo permitido, sino mandado, impuesto como obligación, el quereros. ¿Qué clase de cariño habré de profesaros? ¡Sólo Dios lo sabe, hermana mía! Sin embargo, espero que muy en breve lo sabremos también nosotros. Mientras llega ese día, he aquí lo que necesito pediros: confianza en Dios nuestro Señor y en vuestro hermano, dejad obrar a la Providencia y a mi cariño, y no esperéis nada, pero tampoco desesperéis. Quisiera que me comprendieseis bien. Me dijisteis en otro tiempo que me amabais, y creo en conciencia que aún podréis amarme, si el destino no es demasiado cruel con nosotros. Deseo atenuar el efecto de las palabras que, en un momento de insania[12], pronuncié al despedirnos en el Louvre; ni debemos entregarnos a vanas quimeras ni creer que todo ha acabado definitivamente para nosotros en este mundo. No pido sino un poco de paciencia: dentro de corto tiempo vendré para deciros una de dos cosas. O bien llegaré hasta vos radiante de alegría, y os diré: Te adoro, Diana. Acuérdate de nuestra infancia y de tus juramentos: necesito que seas mi esposa, y es preciso recabar del rey, por todos los medios posibles, el consentimiento para nuestra unión, o bien diré con la desesperación en el alma: Hermana mía: una fatalidad invencible nos separa, se opone a nuestro amor y nos veda ser felices. No depende de nosotros, el obstáculo es algo sobrehumano, casi divino. Os devuelvo vuestras promesas, sois libre. Haced feliz a otro hombre, en la inteligencia que nadie podrá reconveniros por ello ni quejarse de vos. Ni siquiera debemos llorar: humillemos nuestras frentes sin despegar los labios y aceptemos resignados nuestro inevitable destino. Para mí seréis siempre querida y sagrada, pero nuestras existencias que, ¡gracias a Dios!, pueden caminar por los senderos de la vida, no podrán mezclarse jamás.

—¡Extraño y terrible enigma! —exclamó Diana.

—Cuya clave podré daros entonces seguramente, pero hasta tanto llegue el momento, sería inútil que intentaseis penetrar en el abismo de ese secreto, hermana mía. Esperad y orad mientras que otra cosa no podéis hacer, y prometedme desde luego que creeréis en mi corazón y que no daréis cabida al pensamiento desesperado de renunciar al mundo para encerraros en un claustro. ¿Me prometéis tener fe y esperanza, de la misma manera que tenéis caridad?

—Fe en vos y esperanza en Dios: sí, os lo puedo prometer, hermano mío. ¿Pero, por qué exigís que me comprometa a volver al mundo, si no ha de ser para ser vuestra compañera en la vida? ¿No tenéis bastante con mi alma? ¿Por qué queréis que os sacrifique también mi vida, cuando acaso no deberé consagrárosla? ¡Dios mío… Dios mío! ¡Dentro de mí no veo más que tinieblas, y si miro en derredor, tinieblas también!

—Hermana mía —contestó Gabriel con voz penetrante y solemne—; os exijo esa promesa, porque solo así podré avanzar tranquilo y animoso por la senda peligrosa, quizá mortal, que me presente el destino, y para llevar conmigo la seguridad de que os encontraré libre y pronta a acudir a la cita que os doy.

—Está bien, hermano mío: os obedeceré.

—¡Gracias, oh, gracias! —exclamó Gabriel—. De hoy en adelante, el provenir es mío. ¿Dejáis que estreche vuestra mano como prenda de vuestra promesa?

—Tomadla, hermano mío.

—¡Ah! ¡Ya estoy seguro de vencer! Me parece que de hoy en adelante nada podrá oponerse a mis deseos y a mis proyectos.

Como para dar un doble mentís a aquel sueño, sonaron en aquel punto voces por el lado de la ciudad llamando a la hermana Bendita, y al mismo tiempo Gabriel creyó oír un ligero ruido hacia la parte del foso. Por el momento, sin embargo, únicamente prestó atención al temor de Diana.

—¡Me buscan…! ¡Vienen…! ¡Jesús mío… si nos encontraren juntos! ¡Adiós, hermano mío! ¡Adiós… Gabriel!

—¡Hasta la vista, hermana mía! ¡Hasta la vista, Diana! ¡Id; yo me quedaré aquí! Decid que salisteis a respirar el aire fresco de la noche… Hasta muy pronto… y gracias una vez más.

Diana bajó precipitadamente la escalera y fue al encuentro de un grupo de personas que avanzaban, provistas de antorchas, llamándola a grito herido, y a cuyo frente iba la madre Mónica.

¿Quién había puesto en alarma a la superiora, vertiendo en su oído insinuaciones inocentes en apariencia? Habrá supuesto el lector que el hipócrita denunciador fue Arnaldo de Thill, el cual venía mezclado con la gente que buscaba a Diana, afectando un exterior inocente y bonachón. Imposible imaginar una expresión de piedad y de candidez tan perfecta como la de aquel miserable.

Tranquilo Gabriel después que vio que Diana se había reunido sin obstáculo con la muchedumbre que la buscaba, iba a retirarse de las murallas, cuando distinguió una sombra que se deslizaba a su espalda.

Un hombre, un enemigo, acababa de escalar el muro.

Correr hacia aquel hombre, dejarlo atravesado de una estocada gritando con voz de trueno: ¡A las armas! ¡A las armas!, y lanzarse a la cabeza de la escalera apoyada contra el muro y llena de españoles, fue para Gabriel obra de un momento.

Se trataba sencillamente de una sorpresa nocturna. Gabriel no se había equivocado al suponer que los dos asaltos terribles, dados aquel día contra la plaza, habían sido el preludio, la preparación de una tentativa atrevida que pensaban llevar a feliz término aquella noche.

La Providencia, o si se quiere, el amor, condujo a Gabriel a aquel sitio, y sin dar tiempo a que un segundo enemigo ganase la plataforma, como la había ganado el que yacía sin vida a sus pies, las manos de nuestro héroe sacudían violentamente la escalera y la precipitaban al pie del foso juntamente con los diez sitiadores que la ocupaban.

Los gritos de los que cayeron despeñados se mezclaron con los de alarma que daba Gabriel. A unos veinte pasos de allí habían conseguido sujetar otra escala: Gabriel distinguió una piedra muy grande entre las sombras, el peligro centuplicó sus fuerzas, consiguió levantarla sobre el parapeto, y desde el coronamiento de este la dejó caer sobre la segunda escala, la cual, hecha pedazos de resultas del terrible golpe, se vino abajo con los infelices que subían por ella y que cayeron muertos o malheridos al fondo del foso, para asustar con sus ayes a sus camaradas, que ya se disponían al asalto.

Los gritos de Gabriel habían despertado la alarma en la plaza; los centinelas la propagaron; los tambores tocaban llamada y las campanas de la Colegiata a rebato. No habrían transcurrido más de cinco minutos, cuando ya rodeaban al vizconde de Exmés más de cien hombres prestos a rechazar a los enemigos que osaran presentarse y disparando con ventaja y sin peligro sobre los que estaban en los fosos sin poder utilizar sus arcabuces.

Se había frustrado el golpe de mano preparado por los españoles, que únicamente podía tener éxito feliz llevándolo a cabo por un punto descuidado por los defensores. Bien escogieron el punto; pero la presencia providencial de Gabriel malogró la empresa. Los sitiadores tuvieron que batirse en retirada, y así lo hicieron precipitadamente, pero no sin dejar bastante número de muertos y llevándose otro no pequeño de heridos.

La plaza se había salvado una vez más, y una vez más debió también su salvación a Gabriel; pero era preciso que se sostuviera cuatro días para cumplir la promesa que había hecho al rey y para que este cumpliera la suya.