Capítulo XXXII

VOLVÍA Gabriel del asalto rendido de fatiga, al lado del almirante Coligny, cuando dos hombres que pasaban a corta distancia, pronunciaron el nombre de sor Bendita. Sin poder contenerse, el joven se separó del almirante y se acercó a aquellos hombres, a quienes preguntó anhelante si sabían noticias de la hermana que acababan de nombrar.

—¡Oh, Dios mío! Nada sabemos, mi capitán —respondió uno de ellos, que era precisamente el tejedor Juan Peuquoy—. En este momento venía lamentándome de ello con mi compañero, porque no sé que nadie haya visto hoy a esa noble y valerosa señora. Decía yo que después de una jornada como la de este día, muchos desgraciados heridos necesitarán de sus cuidados y de su sonrisa angelical. Pero pronto sabremos si está enferma o no, porque mañana por la noche le corresponde estar en el hospital, y hasta hoy, no ha faltado nunca. Las religiosas son muy pocas, sus servicios muchos, y no es de esperar que puedan o quieran dispensar a ninguna, a no ser por necesidad absoluta. Mañana la veremos, a no dudar, y yo me felicitaré de ello por los pobres heridos a quienes ella consuela y anima como pudiera hacerlo un ángel bajado del cielo.

—Gracias, amigo mío, gracias —contestó Gabriel, estrechando efusivamente la mano del tejedor, que quedó sorprendido de tan señalado honor.

Gaspar de Coligny había oído las palabras de Juan Peuquoy y observado la alegría de Gabriel. Nada dijo, sin embargo, a este, cuando se le reunió; pero luego que entraron en la casa y se encontraron solos en la cámara que servía de despacho al almirante, preguntó este a Gabriel, sonriendo con afabilidad:

—Paréceme, amigo mío, que os interesa mucho la santa religiosa que llaman sor Bendita, ¿verdad?

—Como se interesa Juan Peuquoy —contestó Gabriel algo turbado—, y como sin duda os interesáis también vos, señor almirante, porque habréis notado como yo la falta que hace a nuestros heridos y la influencia benéfica que ejerce en todos los que gozan de su presencia o de su palabra.

—¿Por qué pretendéis engañarme, amigo mío? —interrogó con tristeza Coligny—. ¡Poca confianza debo inspiraros cuando intentáis ocultarme la verdad!

—¡Cómo, señor almirante! —exclamó Gabriel cada vez más turbado—. ¿Qué os hace suponer…?

—¿Que sor Bendita es la señora Diana de Castro y que vos estáis enamorado de ella?

—¡Lo sabíais…!

—Lo sorprendente sería que lo hubiera ignorado —repuso el almirante—. ¿No soy sobrino del condestable de Montmorency? ¿Ignora él nada de lo que pasa en la corte? ¿No posee Diana de Poitiers la confianza del rey y Montmorency el corazón de Diana de Poitiers? Como quiera que, según parece, en derredor de la persona de la señora Diana de Castro giran graves intereses de nuestra familia, me han prevenido oportunamente para que en todo momento esté dispuesto a secundar las miras de mi noble parentela. No hacía veinticuatro horas que había yo entrado en la plaza de San Quintín con encargo de defenderla o morir, cuando recibí un correo de mi tío. El correo en cuestión no venía para informarme, como supuse al principio, de los movimientos del enemigo o de los proyectos militares del condestable; había corrido mil peligros para participarme que en el convento de las benedictinas de San Quintín se había ocultado, bajo nombre supuesto, la señora Diana de Castro, hija del rey, para ordenarme que vigilase cuidadosamente todos sus pasos. Ayer, sin ir más lejos, llegó a la poterna del Sur y preguntó por mí un emisario flamenco, ganado a peso de oro por el condestable. Pensé, naturalmente, que venía de parte de mi tío, y que el objeto de su misión sería darme ánimos y hacerme presente, de parte del condestable prisionero, que estaba yo en el deber de restaurar la gloria de nuestro apellido, que tan rudo golpe sufrió el día de San Lorenzo, que el rey enviaría otros socorros, además de los que nos habéis traído vos, o bien ordenarme que me dejase matar en la brecha antes que rendir la plaza. ¡Pero no fue así! El emisario comprado no venía a traerme ninguna de esas palabras que reaniman y excitan; sino a denunciarme que el señor vizconde de Exmés, llegado la víspera a la plaza so pretexto de defenderla o de morir bajo sus muros, amaba a la señora Diana de Castro, prometida de mi primo Francisco de Montmorency, y que la reunión de los amantes podía frustrar los grandes proyectos concebidos por mi tío. Añadía que, siendo yo, por dicha, el gobernador de San Quintín, me hacía presente que mi deber era recurrir a toda mi actividad para separar, sin reparar en medios, a la señora de Castro del vizconde de Exmés, impedir a toda costa que se viesen y contribuir así a la elevación y al poderío de la familia.

Coligny puso en sus palabras acentos inequívocos de tristeza y de amargura, pero Gabriel, que no reparó más que en el golpe que amenazaba destruir sus amorosas esperanzas, preguntó al almirante con entonación colérica:

—Según eso, señor almirante, ¿habéis sido vos quién me denunciasteis a la superiora de las benedictinas, y quien, fiel a las instrucciones de vuestro tío, procura arrebatarme una a una todas las probabilidades de ver a Diana?

—¡Callad, joven, callad! —exclamó el almirante con expresión de altivez indecible—. Pero os perdono —añadió con más dulzura—; la pasión os ciega, y por otra parte, no habéis tenido todavía tiempo de conocer a Gaspar de Coligny.

Tanta nobleza y tanta bondad respiraban las palabras y el acento del almirante, que las sospechas de Gabriel se desvanecieron al punto. Avergonzado por haberlas abrigado siquiera hubiese sido un instante, alargó la mano a Gaspar de Coligny diciendo:

—¡Perdonadme! ¿Cómo pude imaginar que os hubieseis mezclado en semejantes intrigas? ¡Os ruego que me perdonéis, señor almirante!

—Perdonado, Gabriel —contestó el almirante—. Así os quiero; con vuestros instintos juveniles y puros. Tenéis razón: no me mezclo yo en intrigas y enredos, que desprecio en la misma medida que a los que los han concebido. En ellos no veo la gloria, sino la vergüenza de mi familia, y lejos de aprovecharlos, los desdeño, porque me abochornan. Si esos hombres, para quienes son buenos todos los medios, indignos o no, si esos hombres que no temen erigir su fortuna sobre base vergonzosa, que a trueque de satisfacer su ambición o su codicia contemplan indiferentes el dolor y la ruina de sus semejantes, que por conseguir más pronto el objeto infame pasarían hasta sobre el cadáver de la madre patria, si esos hombres, repito, son mis parientes, para mí son el látigo con que Dios castiga mi orgullo y me recuerda el deber de ser humilde, y al propio tiempo un estímulo que me obliga a ser severo conmigo mismo e íntegro con mis semejantes, para expiar así las faltas de mis parientes.

—Sí —contestó Gabriel—; ya sé que rendís culto ferviente al honor y a la virtud de los tiempos evangélicos. Quiero pediros otra vez perdón, señor almirante, por haberos hablado en un momento de ofuscación como a cualquiera de esos señores de nuestra corte, sin fe y sin ley, que he aprendido a despreciar y odiar.

—¡Ah! —exclamó Coligny—. ¡Más bien son dignos de lástima esos pobres ambiciosos, ciegos e ignorantes! Perdonadme, porque principiaba a olvidar que no hablo con un correligionario. Pero no importa: aunque profesemos religiones distintas, entrambos las profesamos honradamente y de buena fe, aparte de que presiento que, más tarde o más temprano, habéis de ser de los nuestros. La misma pasión amorosa que os abrasa os obligará a sostener una lucha desigual contra una corte corrompida, y destrozado probablemente vuestro amor, buscaréis consuelos en nuestras filas, donde seréis recibido con los brazos abiertos.

—Sabía ya, señor almirante, que pertenecíais a la religión reformada. Yo, aunque profese la católica, he aprendido a estimar y apreciar a los que sufren persecuciones. No me atrevo a aventurar profecías; pero, débil como soy de carácter, y enamorado locamente de Diana, casi me atrevo a asegurar que la religión que Diana profese será la mía.

—¡Me parece muy bien! —exclamó Coligny, arrastrado, como casi todos sus correligionarios, por la fiebre del proselitismo—. ¡Me place! Porque, si la señora Diana de Castro aborrece las costumbres vergonzosas de nuestra corte, no dudo que ha de abrazar nuestra religión. Otro tanto haréis vos, lo repito; porque resultaréis vencido en la lucha que imprudente entabláis contra la corte, y al resultar vencido, querréis vengaros. ¿Creéis que el condestable de Montmorency, mi tío, después de haber puesto sus ojos en la hija del rey para darla a su hijo, se resignará a abandonaros tan rica presa?

—¡Ay de mí! —exclamó Gabriel—. ¡Puede que ni siquiera se la dispute! Si el rey cumple los sagrados compromisos que tiene contraídos conmigo, entonces…

—¡Compromisos sagrados! ¿Existen, por ventura, para quien, después de haber ordenado al Parlamento que discutiese libremente la cuestión de la libertad de conciencia, mandó quemar vivo a Anne Dubourg porque, fiado en su real palabra, defendió la causa de los reformados?

—¡Oh! ¡No digáis eso! ¡No me digáis que el rey Enrique II dejará incumplida la solemne promesa que me hizo, porque entonces, no sería mi conciencia sola la que se rebelase; se rebelaría también mi espada! No sería ya hugonote, sino asesino.

—Probablemente no, Gabriel, porque los hombres honrados podemos ser mártires, pero nunca asesinos… Pero de todos modos, Gabriel, vuestra venganza, aun no siendo sangrienta, sería terrible. Con vuestro juvenil ardor, con vuestro ardiente celo, nos ayudaríais en nuestra obra de renovación, que para el rey ha de ser más funesta que una puñalada. Debéis saber, amigo mío, que nuestros propósitos son arrancarle sus derechos inicuos y sus monstruosos privilegios, que nuestra reforma no ha de circunscribirse a la Iglesia, sino extenderse al gobierno, y que si aquella esperamos que sea beneficiosa para los buenos, desde luego afirmo que ha de ser implacable para los perversos. Pruebas tengo dadas de que amo y sirvo bien a mi patria; pues bien: profeso la religión reformada porque veo en ella el germen del engrandecimiento de mi adorada Francia. ¡Ah, Gabriel! Si abrazaseis mi religión, esta os infundiría un alma nueva y abriría ante vuestros ojos una vida nueva.

—Mi vida, hoy, es mi amor a Diana, y mi alma, una empresa santa que Dios me ha impuesto y que espero cumplir.

—El amor y las empresas santas de un hombre pueden conciliarse muy bien con el amor y las santas empresas de un cristiano. Hoy sois demasiado joven, estáis ciego, pero preveo, y creed que siento haceros esta predicción, creo que la desgracia os abrirá los ojos. La generosidad y la pureza de vuestra alma atraerán sobre vos mil desventuras, porque sois como los grandes árboles que, cuando rugen tempestades, atraen los rayos. Entonces recordaréis lo que ahora os digo, leeréis y comprenderéis nuestros libros, y penetraréis todo el sentido de las siguientes palabras, atrevidas y severas, pero justas y hermosas, que pronunció no ha mucho un joven como vos, consejero del Parlamento de Burdeos, llamado Esteban de la Boetie: «¡Qué desventura o qué absurdo ver un número infinito de hombres, que no obedecen, sino tiranizados por uno solo que no es un Hércules ni un Sansón, sino con frecuencia un hombrecillo, el más cobarde y afeminado de la nación!».

—En efecto —contestó Gabriel—; semejantes discursos son audaces por demás, peligrosos, y sorprenden la inteligencia. Por otra parte, señor almirante, no niego que tengáis razón: es posible que algún día la cólera me arroje en vuestras filas, y la opresión me coloque en el partido de los oprimidos. Pero, mientras tanto, hay demasiada vida en mí para que pueda comulgar en esas ideas, y tengo demasiadas cosas en que pensar para destinar una parte del tiempo al estudio de vuestros libros.

Gaspar de Coligny siguió hablando con calor de las doctrinas e ideas que fermentaban entonces con la fuerza del mosto en su espíritu, y la conversación se prolongó mucho tiempo entre el joven apasionado y el hombre convencido, el uno fogoso y resuelto como la acción, el otro grave y profundo como el pensamiento.

El almirante no se equivocaba al hacer los sombríos pronósticos que hemos tenido ocasión de oír; la desgracia debía encargarse de fecundar los gérmenes que la conferencia de que hemos hecho mérito pudo sembrar en el alma ardiente de Gabriel.