USTO era que el venturoso socorro entrase en la ciudad y que los oprimidos corazones de sus habitantes disfrutasen de alguna expansión. Principiaba a despuntar la aurora cuando Gabriel, rendido de fatiga, después de cuatro días de rudo trabajar, sin poder descansar apenas, consiguió separarse de los que jubilosos le aclamaban. El almirante le alojó en las casas consistoriales dándole la habitación contigua a la que ocupaba él. Gabriel se acostó y se entregó a tan profundo sueño, que parecía que no había de volver a despertar.
Y no despertó en efecto hasta las cuatro de la tarde, a cuya hora entró Coligny en su habitación e interrumpió el sueño reparador de que tanta necesidad tenía el quebrantado joven. Por la mañana, el enemigo había dado un asalto que fue rechazado con denuedo; pero todo hacía creer que lo repetiría al día siguiente, y el almirante, a quien tanto habían servido los consejos de Gabriel, venía con objeto de pedirle otros nuevos.
Nuestro protagonista saltó con agilidad del lecho y se dispuso a recibir al almirante.
—Dispensadme, señor almirante —dijo Gabriel—; voy a decir dos palabras a mi escudero, e inmediatamente estoy a vuestras órdenes.
—Dueño sois de hacer lo que gustéis, señor vizconde de Exmés —respondió Coligny—. Toda vez que de no haber sido por vos, el pabellón español tremolaría en las casas consistoriales, bien puedo deciros: «Estáis en vuestra casa».
Gabriel llamó a Martín Guerra, que acudió al instante. Llevándole aparte, le dijo:
—Ayer te dije, mi valiente Martín, que en adelante me merecerán tanta confianza tu inteligencia e ingenio como tu bien probada fidelidad, y hoy voy a demostrártelo. Ahora mismo vas a ir al hospital de sangre del arrabal de la Isla, donde preguntarás, no por la señora Diana de Castro, sino por la superiora de las benedictinas, la respetable madre Mónica, y a ella, solamente a ella, le suplicarás que advierta a sor Bendita, fíjate bien, a sor Bendita, que el vizconde de Exmés, enviado por el rey a San Quintín, irá a visitarla dentro de una hora, y que le suplica que tenga la bondad de esperarle. Ya ves que el señor de Coligny me retendrá aquí durante algunos minutos, y un interés de vida o muerte me obliga, como sabes, a supeditar mis alegrías a mis obligaciones. Vete, pues, y que sepa al menos que mi corazón está con ella.
—Lo sabrá, monseñor —afirmó Martín, que salió al punto dejando a su señor menos impaciente y más tranquilo.
Sigámosle al arrabal de la Isla, adonde se dirigió presuroso, preguntando a cuantos tropezaba por la madre Mónica. Le indicaron dónde la encontraría, y acercándose a ella, le dijo:
—¡Ah, madre mía! ¡Por fin os encuentro! La desesperación de mi pobre señor habría sido inmensa si yo no hubiese conseguido llevar a feliz término el encargo que me dio para vos y para la señora Diana de Castro.
—¿Quién sois vos, hermano mío, y de parte de quién venís? —preguntó la superiora, tan sorprendida como afligida, al ver que Gabriel había guardado tan mal un secreto que tanto le había recomendado.
—Vengo de parte del señor vizconde de Exmés —respondió el falso Martín Guerra aparentando simplicidad—. Supongo que conocéis al señor vizconde… En la ciudad no hay quien no le conozca.
—Es verdad —dijo la superiora—. Conozco a nuestro salvador, por quien hemos orado a Dios con instancia. Tuve el honor de verle ayer, y esperaba verle hoy, porque así me lo prometió.
—Y vendrá, madre mía, vendrá muy pronto mi noble señor. Pero le retiene en este instante el señor de Coligny, y como su impaciencia es tanta, ha querido que me adelantara para anunciar su llegada a vos, y particularmente a la señora Diana de Castro. No os extrañe, madre mía, que yo sepa y pronuncie el nombre de esa señora: mi fidelidad nunca desmentida permite a mi señor tener confianza ilimitada en mí, y jamás tiene secretos para su leal servidor. Todo el mundo dice que mi talento es escaso y nula mi inteligencia, pero sé idolatrar y defender a mi amo. Tiene razón; estas cualidades nadie puede ponerlas en duda, ¡por las reliquias de San Quintín! ¡Oh! ¡Perdonad, madre mía, el que me haya permitido jurar en vuestra presencia! Lo hice inadvertidamente, por costumbre… y porque los efectos del corazón…
—¡Basta, basta! —dijo sonriendo la madre Mónica—. ¿Decís que va a llegar el señor vizconde de Exmés? Será bien recibido. Sor Bendita, sobre todo, anhela verle para que le dé noticias de su augusto padre, que le ha enviado.
—¡Ah…! —exclamó Martín riendo con risa de idiota—. Es verdad… y no lo es: yo me entiendo. Es verdad que su augusto padre ha enviado a mi amo a San Quintín, pero no lo es que le haya enviado para que viese a la señora Diana.
—¿Qué queréis decir? —preguntó la superiora.
—Digo, madre mía, que yo, que adoro al señor vizconde de Exmés, que le quiero no sólo como a mi señor, sino como a un hermano, celebro en el alma que vos, que sois una santa digna del mayor respeto, os hayáis dignado proteger los amores de mi señor con la señora Diana de Castro.
—¡Los amores de la señora de Castro! —exclamó la superiora asustada.
—¡Sí, señora! —repuso el fingido imbécil—. Supongo que la señora de Castro os lo habrá confesado todo, a vos que sois su madre amantísima y su única amiga.
—Me ha hablado, aunque de un modo muy vago, de profundas penas del corazón, pero jamás de amores profanos, jamás del vizconde. No sabía nada; nada absolutamente.
—Sí… sí… comprendo. Negáis por… modestia —observó Arnaldo, bajando la cabeza con aires de inteligencia—. Si he de ser franco, vuestra conducta me parece admirable, y no sé cómo agradeceros el favor que hacéis a mi amo. No puede negarse que sois valerosa, porque, como el rey se opone a estos amores… ¡Oh! La cólera del padre de la señora de Castro sería terrible si llegara a sospechar que los amantes pueden siquiera verse. Pues bien: yo, mi santa madre, en vuestro lugar, desafiaría toda la cólera del rey y toda la autoridad del padre, y prestaría a mis pobres enamorados todo mi apoyo, toda la sanción que pudiera darles mi carácter; les proporcionaría medios de verse, les daría esperanza y acallaría sus remordimientos. ¡Oh! ¡Es soberbio, es magnífico lo que hacéis, madre mía!
—¡Jesús! —exclamó la superiora, juntando las manos sorprendida y aterrada—. ¡Jesús! ¡Burlar a un padre y a un rey! ¡Mi nombre y mi vida mezclados en intrigas amorosas! ¡Oh!
—Allá veo a mi señor, que viene presuroso a daros las gracias por vuestra generosa mediación, y a preguntaros ¡la impaciencia de los jóvenes enamorados es muy natural!, a preguntaros cuándo y cómo podrá, gracias a vos, ver a su idolatrada amante.
Gabriel llegó, en efecto, jadeante y falto de aliento; pero la superiora, antes de que llegase a su lado, le detuvo con un gesto y le dijo con severa dignidad:
—No deis un paso más, ni pronunciéis una palabra, señor vizconde. Estoy enterada de las intenciones que abrigáis, del objeto que perseguís al intentar poneros en comunicación con la señora de Castro, y no debéis esperar que yo me preste a secundar proyectos indignos de un caballero. Y no sólo no debo ni quiero volveros a oír hablar, sino que estoy resuelta a usar de toda mi autoridad para quitar a Diana toda ocasión o pretexto de veros, ya sea en el locutorio del convento, ya en las ambulancias u hospitales. Sé que ella es libre, que no ha pronunciado votos que la liguen; pero mientras quiera permanecer en este asilo, escogido por ella, mientras esté en el convento ha de aprobar que mi protección es la salvaguardia de su honor y no de su amor.
La superiora saludó con frialdad a Gabriel, que quedó inmóvil y atónito, y se retiró sin mirarle ni esperar respuesta.
—¡Qué significa esto, santo Dios! —preguntó Gabriel a su fingido escudero después de un momento de estupefacción.
—Yo no sé, monseñor —contestó Arnaldo, que supo dar a su alegría interior todas las apariencias de la consternación—. La señora superiora me ha recibido muy mal, me ha dicho que estaba enterada de nuestros designios y que el deber la obliga a oponerse a ellos y a secundar los del rey, y ha añadido que la señora Diana de Castro no os ama y que duda que nunca os haya amado.
—¡Que Diana no me ama! —exclamó Gabriel palideciendo—. ¡Ay de mí! ¡Quizá fuera mejor! Sin embargo, quiero verla una vez más, quiero demostrarle que no me es indiferente y que no soy culpable. Me es indispensable, Martín, que me ayudes a conseguir esa entrevista, que tan necesaria me es para animarme en mi empresa.
—Monseñor sabe muy bien —contestó con humildad Arnaldo— que soy instrumento ciego de su voluntad, que le obedezco en todo, como la mano obedece a la cabeza. Yo haré cuanto de mí dependa, como acabo de hacerlo en este instante, para que mi señor celebre con la señora la entrevista que desea.
Y el astuto bribón, riéndose interiormente, siguió a Gabriel, que volvió a las casas consistoriales triste y abatido.
Por la noche, después de una ronda que hizo por las murallas el supuesto Martín Guerra, cuando se vio solo en su cuarto, sacó del pecho un papel que se puso a leer con muestra de viva satisfacción.
Cuenta de Arnaldo de Thill con el señor condestable de Montmorency, desde el día que fue separado violentamente de monseñor. (Esta cuenta comprende los servicios públicos y los privados).
Por haber aconsejado, siendo prisionero del enemigo después de la jornada del día de San Lorenzo, al ser conducido a presencia de Filiberto Emmanuel, a este general que pusiese en libertad al condestable sin exigirle rescate, haciéndole comprender que monseñor haría menos daño a los españoles con su espada que favor con sus consejos al rey, cincuenta escudos.
Por haber escapado, recurriendo a su astucia, del campo donde tenían prisionero al susodicho Arnaldo de Thill, y ahorrado con su fuga al señor condestable el importe del rescate, que sin duda habría pagado generosamente para recobrar a su fiel y necesario servidor, cien escudos.
Por haber guiado hábilmente por senderos extraviados el destacamento que llevaba el vizconde de Exmés para el socorro de San Quintín y del señor almirante de Coligny, sobrino de monseñor el condestable, veinte libras.
Figuraban en la cuenta del miserable otras partidas tan imprudentes como las transcritas. El espía las leía y releía acariciándose la barba, y cuando terminó su lectura, tomó una pluma y añadió la siguiente:
Por haber entrado al servicio del vizconde de Exmés, bajo el nombre de Martín Guerra, denunciado al mencionado vizconde a la superiora de las benedictinas como amante de la señora de Castro, y separado de esta suerte por largo tiempo a los dos jóvenes, lo cual interesaba extraordinariamente al señor condestable, doscientos escudos.
—No es caro —se dijo Arnaldo—. Esta última partida bien vale la pena de que dejen pasar sin discusión todas las demás. La cifra total es bastante redonda; nos acercamos a las mil libras, y con un poquito de imaginación no dudo que llegaremos pronto a las dos mil. Si llego a tenerlas, juro que me retiraré de los negocios, que me casaré, que seré padre ejemplar de mis hijos, que ocuparé el cargo de mayordomo de fábrica de mi parroquia, y que veré así realizados los sueños de toda mi vida y el honrado fin de todos mis desvelos y malas acciones.
Arnaldo se acostó y no tardó en dormirse arrullado por sus virtuosas resoluciones.
A la mañana siguiente volvió a ser requerido por Gabriel para que se dedicase a prepararle una entrevista con Diana, comisión que cumplió en la forma que sin esfuerzo adivinará el lector. Gabriel se separó de Coligny para ocuparse personalmente en el mismo asunto; pero a eso de las diez de la mañana el enemigo intentó un nuevo asalto y no tuvo más remedio nuestro enamorado que correr a las murallas. Como siempre, hizo Gabriel prodigios de valor y se batió como si hubiese tenido cien vidas que perder.
Verdad es que, si no tenía cien vidas que perder, quería salvar dos a toda costa, y por otra parte, si se distinguía por su denuedo, acaso Diana oiría hablar de él.