Capítulo XXX

POR quiméricas que parecieran las esperanzas de Martín Guerra, es lo cierto que se realizaron: cuando Gabriel, después de vencer mil dificultades y de correr grandes peligros, llegó al bosque donde le esperaba el barón de Vaulpergues, la primera persona con quien topó fue su escudero, y la palabra primera que pronunció fue: ¡Martín!

—El mismo, monseñor —respondió resueltamente el escudero.

No era por cierto aquel el Martín Guerra que necesitaba que le recomendasen el empleo de la imprudencia.

—¿Llegaste mucho antes que yo, Martín? —preguntó Gabriel.

—Sobre una hora, monseñor.

—¡Muy bien… muy bien…! Pero si no me engaño, has cambiado de traje; cuando nos separamos hace tres horas no llevabas esa casaca.

—No, monseñor; la pedí a un labriego más auténtico que yo, y le di mi saco en cambio.

—¿No has tenido ningún mal encuentro en el camino?

—Ninguno, monseñor.

—Todo lo contrario —terció el barón de Vaulpergues, que apareció en aquel momento—. El gran tunante llegó aquí acompañando a una muchacha linda y graciosa, una cantinera flamenca, según hemos podido juzgar por la lengua que habla. Lloraba sin cesar, la pobrecilla, y la despidió en el lindero antes de llegar hasta aquí.

—Pero no sin haberla aliviado antes del peso de algunas chucherías que me hacían falta —observó el falso Martín Guerra riendo con insolencia.

—¡Ay, Martín, Martín! —exclamó Gabriel—. ¡Está enseñando otra vez la oreja el Martín malo!

—Monseñor quiere decir sin duda el Martín joven… Pero perdonad, señor —dijo Arnaldo de Thill, acordándose del papel que representaba—: Con mi charla robo a vuestras señorías unos momentos preciosos.

—Estoy dispuesto —dijo el barón de Vaulpergues a Gabriel, luego que este le dio cuenta de su excursión y de su propósito—. Si es esa vuestra opinión, señor de Exmés, y la del señor almirante, nos pondremos en camino dentro de media hora. No son todavía las doce de la noche, y mi parecer es que no debemos llegar a San Quintín antes de las tres de la madrugada, hora en que el enemigo descuida algún tanto la vigilancia. ¿Qué os parece, señor vizconde?

—Me parece perfectamente, tanto más, cuanto que vuestra opinión se armoniza en todo con las instrucciones del señor de Coligny. A las tres de la madrugada nos esperará, y a esa hora llegaremos… los que lleguemos o lleguen.

—Llegaremos, monseñor; permitidme que os lo asegure —dijo el Martín Guerra apócrifo—. A mi paso por el campamento de los valones, examiné tan a conciencia las cercanías, que me comprometo a guiaros con tanta seguridad como si hubiese allí vivido cien días.

—¡Eso es prodigioso, Martín! —exclamó Gabriel—. ¡En tan poco tiempo, qué de cosas has hecho! Está visto que, de hoy en adelante, habré de tener tanta confianza en tu inteligencia como en tu fidelidad.

—¡Oh, monseñor! ¡Colmáis mis ambiciones con sólo, que confiéis en mi celo y en mi discreción!

Entre la casualidad y la osadía habían urdido tan admirablemente la trama del astuto Arnaldo, que después de la llegada de Gabriel, pudo el impostor engañar a todos sin separarse un ápice de la verdad.

En tanto que Gabriel y Vaulpergues combinaban los detalles de la marcha que en breve iban a emprender, Arnaldo, por su parte, ultimaba su plan en forma que ningún incidente imprevisto viniera a destruir los efectos de la casualidad, que tan prodigiosamente le había favorecido hasta allí.

He aquí lo que había ocurrido. Arnaldo, después de haberse escapado, gracias a Gúdula, del campamento español, donde se hallaba prisionero, anduvo a la ventura por los bosques de las inmediaciones durante diez y ocho horas, sin atreverse a salir de la espesura por miedo a caer nuevamente en poder de sus enemigos. Al anochecer creyó descubrir en el bosque de Angimont pisadas de caballos, y sospechó que debían andar ocultos, pues de otra suerte no se concebía que se hubiesen aventurado por senderos tan poco trillados. Puesto que los caballos andaban ocultos, pocos esfuerzos de imaginación precisaba hacer para conjeturar que se trataba de caballería francesa, probablemente emboscada. Arnaldo resolvió seguir las huellas, y estas le llevaron al sitio donde el barón de Vaulpergues esperaba a Gabriel. Entonces fue cuando despidió sin el menor miramiento a Gúdula, la cual hubo de volver llorando al campamento español, sin poderse figurar que en este encontraría al amante que tan sin piedad acababa de despedirla. Pero volvamos a Arnaldo. El primer soldado con quien tropezó le llamó Martín Guerra, y él, como supondrá el lector, se guardó muy bien de desmentirle. Bastóle aguzar el oído y dar descanso a su lengua para enterarse de que el vizconde de Exmés debía llegar aquella noche de San Quintín, después de haberse puesto de acuerdo con el almirante para llevar a feliz término el proyecto de introducir en la plaza las fuerzas de Vaulpergues. Como sabían todos que Martín Guerra acompañaba al señor de Exmés, no bien vieron a Arnaldo, tomáronle por el escudero de aquel y le preguntaron por su señor.

—No tardará en llegar —contestó Arnaldo—. Hemos tomado caminos diferentes.

Arnaldo aquilataba mentalmente las ventajas de reunirse en aquel momento con el vizconde de Exmés, ventajas de las cuales acaso la menor era asegurar la subsistencia, siempre difícil, pero infinitamente más en aquellos tiempos y en aquellos lugares. Sabía el bribón que el condestable de Montmorency, prisionero a la sazón de Filiberto Emmanuel, sentía acaso menos la afrenta de la derrota y los dolores del cautiverio que la probabilidad, la certeza, mejor dicho, de que su odiado rival el duque de Guisa iba a ser omnipotente en la corte y a gozar de un ascendiente ilimitado sobre el espíritu del rey. Por tanto, convertirse en sombra de un amigo del duque de Guisa, era para Arnaldo aplicar los labios a la fuente donde bebería datos preciosos que más tarde vendería a buen precio al condestable. Además, ¿no era Gabriel enemigo personal del condestable y el obstáculo más difícil de vencer para el matrimonio de Francisco de Montmorency con Diana de Castro?

Todos estos pensamientos bullían en la mente de Arnaldo, pero pensaba al mismo tiempo con espanto que la llegada del vizconde con Martín Guerra podía destruir en un segundo todos sus planes, si no hallaba modo de alejar o de suprimir al crédulo escudero. Su alegría fue inmensa cuando vio llegar a Gabriel solo, y mayor aún cuando este le reconoció al punto por su escudero. Sin saberlo, Arnaldo había dicho la verdad. A partir de aquel instante se abandonó a su suerte, y seguro de que el diablo su protector habría hecho caer al pobre Martín Guerra en poder de los españoles, se apoderó audaz del papel del ausente e hizo las veces de este con éxito admirable, conforme acabamos de ver.

Celebrada la conferencia de Gabriel con Vaulpergues, y después de formados los tres grupos, al ir a emprender la marcha por tres caminos distintos, Arnaldo aconsejó a Gabriel que tomase el que pasaba junto a las tiendas de los valones. Adivinó que Martín Guerra debió de tomar aquella dirección, y por si la casualidad hacía que le encontrasen, quería hallarse junto al vizconde para hacer desaparecer al escudero, si le era posible, o desaparecer él, en último extremo.

Dejaron el campo valón a sus espaldas sin haber encontrado a Martín, y ya desde entonces olvidó Arnaldo la idea del insignificante peligro que por aquella parte podía amenazarle, para pensar en otro incomparablemente mayor: en el que frente a los muros de San Quintín esperaba a Gabriel y a las tropas de que él formaba parte.

No era menor la ansiedad en el interior de la ciudad, cuya salvación o pérdida dependían del fracaso o del éxito del temerario golpe de mano de Gabriel y de Vaulpergues. Así fue que, desde las dos de la madrugada en adelante, se encargó personalmente del servicio de rondas el mismo almirante, que recorrió todos los puntos convenidos con el vizconde de Exmés y recomendó una atención exquisita a los centinelas colocados en los puntos delicados. Dichos centinelas habían sido escrupulosamente escogidos. Gaspar de Coligny subió entonces a la torre atalaya, que dominaba la ciudad y sus alrededores, y allí, mudo, inmóvil, conteniendo hasta la respiración, escuchaba y hundía sus miradas en las negruras de la noche. No oía más que el rumor sordo y lejano producido por los minadores españoles y por los contraminadores franceses, ni veía más que las tiendas enemigas, y a lo lejos, los negros bosques de Origny como recortados en opaca nube.

No pudiendo dominar la inquietud, el almirante quiso acercarse al sitio donde debería decidirse la suerte de San Quintín. Bajó de la torre atalaya, montó a caballo y, seguido de un grupo de oficiales, se dirigió hacia al baluarte de la Reina por una de cuyas poternas debía penetrar Vaulpergues, y subiendo a uno de los ángulos de la muralla, esperó.

Estaban dando las tres en el reloj de la Colegiata, cuando sonó el canto de un búho en el centro de la ciénaga del Somma.

—¡La señal! —exclamó el almirante—. ¡Dios sea loado!

Previa una indicación del almirante, el señor de Breuil, formando bocina con sus manos, contestó la señal remedando el grito peculiar del quebranta huesos.

A esto siguió un silencio angustioso. El almirante y los que le acompañaban esperaban inmóviles, semejantes a estatuas de granito, con el oído alerta y el corazón oprimido.

De pronto retumbó un tiro de mosquetón hacia donde había cantado el búho, y casi simultáneamente sonó una descarga cerrada, a la que siguieron gritos agudos, gemidos siniestros y espantosos rumores.

¡El primer grupo había sido descubierto!

—¡Cien valientes menos! —exclamó con tristeza infinita el almirante.

Bajó rápidamente del baluarte, montó de nuevo a caballo y echó a andar, sin decir palabra, hacia el baluarte de San Martín, por donde esperaba que llegase la segunda fracción de la compañía de Vaulpergues.

Allí le esperaban las mismas agonías. Gaspar de Coligny se parecía al jugador que aventura toda su fortuna en tres jugadas de dados. La primera la había perdido ya: ¿sería más afortunado en la segunda?

Al otro lado de la muralla se dejó oír el mismo grito, que recibió igual contestación que el primero desde el interior del recinto; y a continuación, como si Dios hubiese dispuesto que la segunda escena fuera repetición exacta de la primera, un centinela español dio la voz de alarma, tronaron los mosquetes, y los gritos y los lamentos anunciaron a los sitiados de San Quintín que se reñía un segundo combate, o para hablar con más propiedad, que tenía lugar una segunda matanza.

—¡Doscientos mártires! —dijo Coligny con voz sorda.

Montando de nuevo a caballo, en menos de dos minutos llegó a la poterna del arrabal, tercero de los puntos convenidos con Gabriel. Con tal velocidad recorrió el trayecto, que al llegar se encontró solo en la muralla: poco a poco fueron incorporándose sus oficiales. Todos aplicaban el oído, pero nada oían más que el lúgubre gemir de los moribundos y los gritos de triunfo de los vencedores.

El almirante lo creyó todo perdido. La alarma había cundido por todo el campo enemigo; no había un soldado español que no estuviese alerta. Era de suponer que el jefe del tercer grupo consideraría necesario no exponerse a un peligro tan mortal, y se retiraría prudente sin intentar penetrar en la plaza. ¡El jugador, después de perder las dos terceras partes de su fortuna, no podía hacer su última jugada! También temía Coligny que la tercera fracción hubiese sido sorprendida juntamente con la segunda y que las dos matanzas se hubiesen confundido en una sola.

Una lágrima, lágrima ardiente de desesperación rodaba por las curtidas mejillas del almirante. Dentro de breves horas, la población, desanimada de resultas del nuevo fracaso, pediría a gritos la rendición de la plaza, y aunque no la pidiera, Gaspar de Coligny sabía demasiado que sus desmoralizadas tropas no podrían oponer resistencia formal a los sitiadores, y que el primer asalto que estos dieran, pondría en sus manos la plaza de San Quintín y les abriría de par en par las puertas del reino de Francia. El asalto no se haría esperar; probablemente lo darían al rayar el día, y quién sabe si durante la noche, aprovechando el entusiasmo que la matanza de los socorros enviados a la plaza debió de producir en las huestes sitiadoras.

Como para confirmar los temores del almirante, el gobernador De Breuil pronunció a su lado y con voz ahogada la palabra «Alerta».

—¿Serán amigos o enemigos? —preguntó De Breuil en voz baja.

—¡Silencio! —contestó el almirante—. Por lo que puede ser, estemos prevenidos.

—¡Es particular! —susurró De Breuil—. No se oyen pasos, creo distinguir caballos… ¿Cómo no suenan sus cascos? ¡La tierra sorda!… ¿Serán fantasmas?

De Breuil, que era supersticioso, hizo la señal de la cruz: Coligny, más sereno, contemplaba atento la masa negra y muda sin temor y sin emoción.

Cuando los fantasmas estuvieron a cincuenta pasos del muro, Coligny remedó el grito del quebranta huesos.

Al punto respondió el ulular del búho.

Transportado de gozo el almirante, se precipitó al cuerpo de guardia de la poterna, dio orden de abrir inmediatamente, y segundos después entraban en la ciudad cien jinetes, envueltos, ellos y sus caballos, en grandes capas negras. Entonces observaron que los cascos de los caballos, que tan sordamente herían la tierra, estaban envueltos con retazos de lona llenos de arena. Gracias a este ardid, cuya idea fue sugerida por Gabriel en vista de la desgracia de los dos grupos primeros, el tercero logró penetrar felizmente en la plaza. El mismo que ideó el ardid mandaba aquellas fuerzas.

No era gran cosa para una ciudad tan agobiada como San Quintín un socorro de cien hombres, pero bastaba para sostener por espacio de algunos días los puntos más amenazados, aparte de que era el primer suceso venturoso registrado en un sitio fecundo en desastres, así es que la noticia de buen agüero circuló rápidamente por la ciudad. Todas las casas abrieron sus puertas, todas las ventanas se iluminaron, y Gabriel y sus jinetes fueron recibidos con gritos de entusiasmo.

—¡Suspended vuestro gozo! —dijo Gabriel con voz grave—. Pensad que acaban de caer al pie de los muros doscientos valientes.

Y se descubrió para saludar a los muertos, entre los cuales debía de encontrarse el esforzado Vaulpergues.

—Sí —respondió Coligny—; compadecemos y admiramos. ¿Pero cómo expresaros a vos, señor de Exmés, la gratitud que os debemos? Ya que no otra cosa, me permitiréis que os estreche entre mis brazos, porque habéis salvado dos veces a San Quintín.

Gabriel, estrechándole la mano, contestó:

—Señor almirante; dentro de diez días, quizás os suplique que repitáis las palabras que acabáis de pronunciar.