ABÍASE provisto Gabriel de datos tan precisos como completos acerca de los alrededores de San Quintín, a fin de no extraviarse en sitios hasta entonces desconocidos para él. A favor de la oscuridad de la noche, salió sin dificultad de la plaza con Martín Guerra por la poterna menos vigilada. Entrambos iban envueltos en anchas capas negras que les permitieron deslizarse como dos sombras hasta ganar los fosos, y desde estos salieron por la brecha al campo.
Pero no habían salvado todavía el peligro mayor. Patrullas enemigas cruzaban día y noche los alrededores, había establecidas infinidad de guardias en diversos puntos del perímetro de la ciudad, y la vigilancia era tan estrecha, que realmente corrían gravísimos riesgos nuestros disfrazados amigos, no siendo el menor de los peligros el de ser detenidos durante doce o veinte horas, porque esta detención, con ser momentánea, suponía el fracaso total de su expedición.
Llegados al cabo de media hora más de marcha a una encrucijada, donde se bifurcaba el camino, Gabriel se detuvo como para reflexionar. También se detuvo Martín Guerra, pero no para meditar ni reflexionar como su amo, a quien siempre tuvo costumbre de dejar ese cuidado. Martín Guerra era un escudero bravo y leal, pero ni quería ni podía ser otra cosa que el brazo que obedece: la cabeza, en todos los momentos, era el vizconde.
—Martín —díjole Gabriel al cabo de algunos instantes de meditación—. Aquí se nos presentan dos caminos que conducen al bosque de Angimont, donde nos espera el barón de Vaulpergues. Si continuamos la marcha juntos, juntos podemos caer en poder del enemigo, pero si cada uno tomamos distinto camino, las probabilidades de conseguir nuestro propósito se duplican, como ocurrió cuando buscábamos a la señora de Castro. Pues bien: tú tomarás ese, que es el más largo, pero al mismo tiempo el más seguro, según asegura el señor almirante. Encontrarás, sin embargo, las tiendas de los valones, donde probablemente está prisionero el condestable de Montmorency, y deberás separarte de ellas todo lo posible, como hicimos la noche pasada. Sobre todo, mucha serenidad y mucha sangre fría. Si tropezases con alguna patrulla, dirás que eres un campesino de Angimont que vienes de vender víveres a la tropas españolas acampadas alrededor de San Quintín. Imita todo lo posible el acento picardo, lo que no te será difícil de conseguir hablando con extranjeros, y en todo caso, preferible es que peques de atrevido que de medroso. No olvides que si balbuceas y te contradices eres perdido.
—Id, tranquilo, monseñor —respondió Martín Guerra dándose aire de listo—; no es uno tan simple como muchos creen, y muy pronto espero que os lo haré ver.
—Así lo espero, Martín. Yo tomaré este otro camino, que es el más corto y el más peligroso, por ser el directo de París y de consiguiente el mejor vigilado. Encontraré más de una vez patrullas enemigas, y tendré necesidad de darme algún baño en los fosos o de sentir en las carnes las caricias de los espinos, y con todo, es muy posible que no consiga mi objeto. Pero no importa: si llegas tú, dirás que me esperen media hora, y si transcurrida media hora no he llegado, que emprenda el señor de Vaulpergues la marcha sin pérdida de momento. Será próximamente media noche y los peligros habrán disminuido. Le recomendarás, empero, de parte mía, que extreme las precauciones, Martín. Estás enterado de lo que debe hacerse: se trata de fraccionar la compañía en tres grupos, que se acercarán a la ciudad por tres lados opuestos, lo más sigilosamente posible. No podemos esperar que los tres grupos consigan su objeto, pero quizás en la pérdida de uno de ellos está la salvación de los otros dos. Probabilidades hay, mi querido Martín, de que no volvamos a vernos más, pero es igual, que no se trata de pensar en nosotros sino en el bien de la patria. Dame un apretón de manos y Dios te acompañe y proteja.
—Yo no le pido por mí, sino por vos, monseñor —contestó Martín Guerra—. Si a vos os salva, que haga de mí lo que más le agrade, porque yo para nada valgo más que para quereros y serviros. De todos modos, milagro será si no les juego alguna mala pasada a esos endiablados españoles.
—Me alegro de verte tan animado y con tan buenas disposiciones, Martín. ¡Adiós!… ¡Buena suerte, y sobre todo, serenidad y aplomo!
—¡Buena suerte, monseñor, y mucha prudencia!
Con esto se separaron el señor y el escudero. Ningún tropiezo encontró Martín al principio. Aunque no le era posible separarse mucho del camino, esquivó con bastante habilidad el encuentro con algunas patrullas, cuya vigilancia logró burlar a favor de la oscuridad. Por desgracia, a medida que se aproximaba al campamento de los valones, los centinelas se multiplicaban, y con los centinelas, el peligro.
En el cruce de dos caminos, Martín se encontró de repente entre dos patrullas, una de a pie y otra de a caballo. Un ¿Quien vive?, enérgico demostró al desgraciado Martín que había sido descubierto.
—¡Vaya! —exclamó para sus adentros—. Llegó la ocasión de apelar a la imprudencia que tanto me recomendó mi señor.
Y como iluminado por una idea providencial, empezó a cantar a grito herido la conocida canción del sitio de Metz:
El día de Todos Santos
ha llegado de Germania.
¡Ya está frente a nuestra plaza!
¡Ya está en la cruz de Mesania!
—¿Quién vive? —gritó con acento imponente una voz ruda.
—¡Campesino de Angimont! —respondió Martín Guerra.
Y continuó su camino y su canción con celeridad y entusiasmo crecientes.
Allá, en el verde otero
acampa el duque de Alba,
y espera la noche oscura
para acometer…
—¿Quieres callar, patán de los demonios? —le interrumpió una voz áspera.
Tuvo en cuenta Martín Guerra que los importunos que tan sin miramientos le interrumpían eran diez contra uno; que si huía, sus caballos le alcanzarían pronto y sin esfuerzos, y por otra parte, que su fuga despertaría sus sospechas; en vista de lo cual, se detuvo de repente dejando de cantar. Casi hasta se alegró de que le depararan ocasión de dar pruebas de su disimulo, sangre fría y sagacidad. Su señor, que muchas veces había dudado de su talento, le estimaría en más en lo sucesivo si conseguía salir de trance tan difícil a fuerza de astucia.
Como es natural, fingió desde luego una confianza ilimitada.
—¡Por San Quintín mártir! —exclamó, acercándose a la tropa—. ¡Vive Dios que habéis hecho una acción meritoria con interrumpirme! ¡Dejad que un pobre campesino pueda llegar cuanto antes a Angimont, dónde le esperan impacientes su mujer y sus pobres hijitos! ¡Despachad pronto!… ¿Qué queréis de mí?
Martín Guerra quiso hablar en dialecto picardo, pero lo hizo en el de Auvernia y con acento provenzal. Verdad es que también el hombre que le interrogó pretendió hablarle en francés y lo hizo en idioma valón con acento alemán.
—¿Qué queremos de ti, dices? Sencillamente preguntarte y registrarte, tunante, que a las veces, un sayo de campesino oculta un espía peligroso.
—Podéis preguntarme lo que queráis y registrarme hasta que os canséis —dijo Martín Guerra soltando una carcajada… menos natural de lo que el infeliz hubiera deseado.
—Eso haremos en el campamento, adonde vas a venir con nosotros.
—¡Al campamento! ¡Cómo queráis! ¡Me alegro! ¡Así como así deseo hablar con el jefe! ¿Os parece decente detener a un pobre campesino de Angimont, que vuelve de San Quintín después de llevar víveres a los camaradas vuestros que están en las avanzadas? ¡Que Dios me condene si vuelvo a hacerlo! Por mí, vosotros y todo vuestro ejército podrá morirse de hambre. Iba a Angimont en busca de más provisiones, pero una vez que me habéis detenido, ¡buenas noches nos dé Dios! ¡No me conocéis, no, que si me conocierais…! Pronto os pesará el perjuicio que me causáis. San Quintín, cabeza de rocín, dice el proverbio picardo. ¡Tomarme a mí por espía…! ¡Vamos al campamento! ¡Me quejaré al general!
—¡Ira de Dios, y que lenguaje! —exclamó el que mandaba la patrulla—. El jefe, amigo espía, soy yo, y conmigo te entenderás en cuanto raye el día. ¿Te parece que vamos a despertar al general por un bribón como tú?
—¡Yo quiero ver al general! —insistió Martín con volubilidad—. Necesito hablar con todos los generales y con todos los coroneles. Quiero decirles que no se detiene así, sin más ni más, a un pobre campesino que a nadie hace daño, a un campesino que os da de comer a vosotros y a vuestros camaradas. No he cometido ninguna falta; soy un honrado vecino de Angimont, y pediré indemnización por los perjuicios que me causáis, y a vosotros os ahorcarán por habérmelos causado.
—Camarada; parece que dice verdad ese hombre —dijo uno de los soldados al que mandaba la patrulla.
—Verdad es; tanto, que le dejaría marchar si no me pareciese que reconozco su voz. Vamos al campamento, y allí se aclarará todo.
Por mayor seguridad, Martín fue colocado entre dos caballos. Durante el camino, no cesó de maldecir y de jurar, y jurando y maldiciendo entró en la tienda donde le llevaron.
—¡Así tratáis a vuestros amigos y aliados! —decía—. ¡Está bien… muy bien! ¡Luego iréis a buscar avena para vuestros caballos y harina para vosotros…! ¡Si no coméis otra que la que yo os traiga…! ¡Os abandono para siempre! ¡No contéis conmigo para nada! En cuanto me preguntéis y dejéis en libertad, a Angimont me vuelvo, y si volvéis a verme el pelo, os autorizo para que me lo cortéis juntamente con la cabeza… Aunque tal vez me volváis a ver mañana, pero vendré para quejarme a monseñor Filiberto Emmanuel en persona, y no os arriendo la ganancia.
En aquel momento acercaron una antorcha a la cara de Martín Guerra.
—¡Diablo! —exclamó el jefe de la patrulla, retrocediendo un paso—. ¡No me engañaba! ¡Es el mismo, sí… no hay duda! ¿No le reconocéis todavía vosotros?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —iban diciendo sucesivamente todos los soldados, conforme lo examinaban con curiosidad que al punto se trocaba en indignación.
—¿Qué me habéis reconocido? ¡No me extraña! —dijo Martín Guerra, en cuyo pecho entraba a raudales el espanto—. ¿Sabéis ya quién soy? Entonces, como os supongo convencidos de que me llamo Martín Cornouiller, natural de Angimont, me dejaréis marchar al punto.
—¿Dejarte marchar, malandrín, pillo, deshecho de la horca? —rugió el jefe, mirando al desventurado con ojos inflamados y agitando amenazador los puños.
—¿Qué os pasa, amigo? —preguntó Martín—. Pues qué: ¿no soy Martín Cornouiller?
—¡No, tunante! ¡No eres Martín Cornouiller! Diez hombres estamos aquí y los diez te conocemos… ¡Decid, amigos míos, a ese impostor cómo se llama, y así tal vez se convencerá de que no hay en el campamento quien no esté al tanto de sus villanías!
—¡Es Arnaldo de Thill, el miserable Arnaldo de Thill! —gritaron las diez voces con espantosa unanimidad.
—¡Arnaldo de Thill!… ¿Y quién es Arnaldo de Thill? —preguntó Martín Guerra poniéndose espantosamente pálido.
—¡Eso es! ¡Reniega de tu nombre, infame! —tronó el jefe—. ¡Por supuesto, que de nada te ha de servir, porque tienes aquí diez testigos que te reconocen y contradicen! ¿Te atreverás a afirmar, en presencia de tantos testigos, que no te hice prisionero en la batalla del día de San Lorenzo, entre los servidores del condestable?
—¡No… no! Yo soy Martín Cornouiller… —balbuceó Martín perdiendo la cabeza.
—¡Conque Martín Cornouiller! —repitió el jefe sonriendo despectivamente—. ¡Eres el cobarde Arnaldo de Thill, que me prometiste pagar tu rescate, que fuiste tratado por mí con consideraciones que no merecías, y que escapaste anoche después de robarme, además del poco dinero que poseía, a mi hermosa y queridísima Gúdula, la linda cantinera! Di, malvado: ¿qué has hecho de Gúdula?
—¿Qué has hecho de Gúdula? —repitieron los demás a coro formidable.
—¿Qué he hecho de Gúdula? —repitió Martín Guerra aterrado—. ¿Lo sé por ventura, pobre de mí? ¿Pero de veras me reconocéis todos? ¿Estáis ciertos de que no os engañáis? ¿Podríais jurar que me llamo… Arnaldo de Thill, que este valiente soldado me hizo prisionero en la batalla del día de San Lorenzo y que le he robado alevosamente a su Gúdula? ¿Podríais jurármelo?
—¡Sí, sí! —gritaron con energía las diez voces.
—¡Pues bien! ¡No me sorprende! —exclamó con resignación Martín Guerra, que divagaba y se confundía, como sabemos, siempre que tocaban el punto de su doble personalidad—. No, ciertamente: nada de lo que decís me extraña. Habría yo sostenido hasta el día del juicio que soy Martín Cornouiller, pero me aseguráis que soy Arnaldo de Thill, afirmáis que ayer estuve aquí, y nada tengo que decir. No niego más; me resigno. Puesto que las cosas vienen así, me pongo a vuestra disposición atado de pies y manos. No había yo previsto este contratiempo… ¡Ay, Dios mío! ¡Ya me extrañaba que durase tanto mi tranquilidad! ¡Cómo ha de ser! Haced de mí lo que queráis, llevadme, amarradme, ahorcadme. La Picardía que decís que he cometido con Gúdula me ha convencido de que os engañáis. Sin duda soy el que decís, pero al menos, celebro saber que me llamo Arnaldo de Thill.
El pobre Martín Guerra confesó cuanto quisieron que confesase, sufrió con cristiana paciencia injurias e improperios, y ofreció a Dios todas sus desdichas como expiación por las nuevas Picardías que le echaban en cara. Como no le era posible explicar qué había hecho de Gúdula, le amarraron sin compasión y le hicieron víctima de toda suerte de malos tratamientos, que soportó con angelical paciencia. Lo único que le afligía era no haber podido dar cima a la misión que le confiara su señor; ¿pero, podía prever que le atribuirían nuevos crímenes que reducirían a la nada sus hermosos proyectos fundados en su sagacidad y presencia de espíritu?
—Lo único que me consuela —se decía a sí mismo en el húmedo rincón donde le habían tendido— es que tal vez el otro Arnaldo de Thill entre triunfante en San Quintín con el destacamento del barón de Vaulpergues. ¡Pero no, no! ¡Esto es otra quimera! Más probable es que ese bribón se encuentre a estas horas camino de París, descansando en algún mesón con su bella Gúdula. ¡Ay de mí! ¡Me parece que cumpliría de mejor gana la penitencia si al menos hubiese cometido ese pecado!