RABIEL de Montgomery siguió platicando con el almirante durante más de una hora. Coligny admiraba cada vez más la naturaleza, la osadía y los grandes conocimientos de aquel joven que le hablaba de estrategia como pudiera hacerlo el mejor general en jefe, de trabajos de fortificación como un ingeniero, y de influencia moral como un anciano. Gabriel, por su parte, admiraba el noble y dulce carácter de Gaspar, su bondad y su honradez, que le hacían quizás el más cumplido y leal caballero de su época. ¡Buena verdad es que en nada se parecía el sobrino al tío! Al cabo de una hora de conversación, aquellos dos hombres, el uno de cabeza gris y el otro de lustrosa y rizada cabellera negra, se comprendían y estimaban como si mediase entre ellos una amistad de veinte años de fecha.
Cuando se pusieron de acuerdo con respecto a las medidas que habían de adoptarse para favorecer la entrada en el recinto de la compañía de Vaulpergues, Gabriel se despidió del almirante diciendo con tono de seguridad:
—¡Hasta la vista!
Como es natural, llevaba en la memoria las contraseñas necesarias.
Al pie de las casas consistoriales esperaba Martín Guerra, disfrazado de campesino como su señor.
—¡Gracias a Dios que os veo, noble señor! —exclamó—. A fe que tenía ganas, pues desde hace una hora no oigo hablar más que del vizconde de Exmés. Todo son exclamaciones de regocijo, todo elogios. Habéis cambiado en un momento el aspecto de la ciudad. ¿Qué talismán os habéis traído, monseñor, para infundir un espíritu nuevo en la población entera?
—La voz de un hombre resuelto, Martín, y nada más; pero no basta hablar, amigo mío; es preciso obrar.
—¡Pues manos a la obra, señor! A mí, más me gustan las obras que las palabras, y por lo que veo, muy pronto pasaremos por el campo rozando las narices de los centinelas enemigos. Cuando dispongáis, monseñor: yo estoy pronto.
—Calma, Martín, que todavía es mucha la claridad, y yo espero las sombras para salir de la ciudad. Así lo hemos convenido el almirante y yo. Disponemos, pues, de unas tres horas poco más o menos; tiempo que aprovecharé para resolver otro asunto… —añadió con cierta cortedad— sí… un asunto importante; necesito adquirir ciertos informes en la ciudad.
—Comprendo: necesitáis saber a punto fijo las fuerzas que forman la guarnición, ¿verdad? O bien examinar los puntos débiles de las fortificaciones. ¡Sois infatigable, monseñor!
—No me comprendes, mi pobre Martín —contestó sonriendo Gabriel—. Con respecto a las fuerzas y a las murallas, sé cuanto necesito saber. Es otro asunto más… personal el que me ocupa en este momento.
—Hablad, monseñor; y si en algo puedo seros útil…
—Sé muy bien, Martín, que eres un criado fiel y un amigo abnegado… por eso no tengo para ti otros secretos que no me pertenecen, y si no se te ocurre a quién puedo yo buscar con inquietud y amor en esta ciudad, es sencillamente porque tienes mala memoria.
—¡Oh, monseñor! ¡Perdonad…! ¡Ya caigo! ¿Verdad que se trata de una… benedictina?
—Acertaste, Martín. ¿Qué habrá sido de ella en medio de la ciudad sitiada y llena de alarma? Habría querido preguntar al almirante, pero no me atreví temiendo despertar sus sospechas… Además: lo probable es que no sepa de ella, porque Diana debió adoptar un nombre que no es el suyo el día que entró en el convento.
—Lo mismo creo yo, monseñor —respondió Martín Guerra—. Yo he oído decir que su nombre, que a mí me parece encantador, tiene un sabor pagano, quizá porque lo lleva Diana de Poitiers… ¡sor Diana…! ¡La verdad es que no me parece que suene muy bien… y aun añadiría yo que se parece a los juramentos que dice mi segundo Yo cuando está alumbrado!
—¿Y qué hacemos? —preguntó Gabriel—. Puede que fuese lo más acertado preguntar primero dónde está el convento de las benedictinas en general.
—Y de lo general pasaríamos a lo particular, como decía el cura de mi pueblo, de quien se sospechaba que era luterano. Pues bien, monseñor; para adquirir informes, como para todo, estoy a vuestras órdenes.
—Nos dedicaremos a la labor de investigación los dos, Martín, pero independientemente, cada uno por nuestro lado, y de ese modo serán dos en vez de una las probabilidades de conseguir lo que deseo. Es preciso que seas muy diestro y reservado, y sobre todo, mucho cuidado con el vino, ¡borracho!, que hoy más que nunca hace falta serenidad.
—¡Oh! Sabe muy bien monseñor que, desde que salimos de París, he recobrado mi antigua sobriedad y no bebo más que agua pura. Ni una sola vez he vuelto a ver a mi segundo Yo.
—¡Sea en buena hora! En marcha, Martín, y dentro de dos horas, nos reuniremos en este mismo sitio.
—Aquí estaré, monseñor.
Con esto se separaron.
Al cabo de dos horas volvieron a encontrarse en el sitio convenido. Gabriel estaba radiante de alegría, pero Martín muy contrariado y pensativo, porque únicamente había podido averiguar que las benedictinas habían querido participar, como las demás mujeres de la ciudad, del honor de curar y velar a los heridos, que todos los días se separaban distribuyéndose por las ambulancias, y que no volvían al convento hasta que cerraba la noche, entre la admiración y el respeto de los soldados y de los ciudadanos. Más afortunado había sido Gabriel en sus investigaciones. Cuando el primer transeúnte a quien se dirigió le dio los mismos informes que había adquirido Martín Guerra, preguntó el nombre de la superiora del convento, y luego que le respondieron que se llamaba la madre Mónica, inquirió el sitio donde podría encontrar a la santa mujer.
—En el lugar más peligroso —le contestaron.
Encaminóse Gabriel al arrabal de la Isla y encontró, en efecto, a la madre superiora. Por la voz pública sabía ya esta que había entrado en la plaza el vizconde de Exmés, lo que este había dicho en las casas consistoriales y lo que había venido hacer a San Quintín, así fue que le recibió como al enviado del rey y al salvador de San Quintín.
—No extrañaréis, mache —le dijo Gabriel—, que habiendo venido aquí en nombre del rey, os suplique que me deis noticias de la hija de su majestad, la señora Diana de Castro. La he buscado en vano entre las religiosas que he encontrado a mi paso. ¿Supongo que no estará enferma?
—No, gracias a Dios, señor vizconde —contestó la superiora—; pero hoy le he exigido que se quedase en el convento y descansará, porque ninguna de vosotras hemos podido igualarla en celo ni en valor. Está presente en todas partes, siempre trabajando, siempre infatigable, ejerciendo con placer y con ardor su sublime caridad, que es cuanto nos es dado a nosotras, pobres religiosas. ¡Ah! ¡Bien acredita y honra la preclara sangre de Francia! Pero no ha querido que se hicieran públicos su nombre y su rango, y seguramente os agradecerá, señor vizconde, que respetéis su riguroso incógnito. Verdad es que si ha podido ocultar su nobleza, en cambio ha resplandecido su magnánima bondad, tanto, que todos los que sufren conocen aquella niña angelical que pasa como una esperanza celeste aliviando y mitigando sus dolores. Tomó el nombre de nuestra Orden y se hacía llamar Benedicta, pero nuestros pobres heridos y enfermos que no saben latín, la llaman sor Bendita.
—Más grato será ese nombre a sus oídos que si la llamasen señora duquesa —exclamó Gabriel, cuyos párpados se humedecieron con lágrimas de júbilo—. Decidme, madre: ¿podré verla mañana? ¡Es decir, si vuelvo!
—Volveréis, hermano mío —contestó la superiora—. Cuando entréis en la ciudad, id donde sean más desgarradores y abundantes los gemidos y los lamentos, y allí encontraréis a sor Bendita.
Gabriel se despidió de la superiora y fue a encontrarse con Martín Guerra, sintiendo nuevas energías en el corazón y seguro ya, como la superiora, de que volvería sano y salvo de la formidable empresa que debía acabar aquella noche.