UIÉN ha osado interrumpirme? —preguntó Gaspar de Coligny frunciendo el entrecejo.
—Yo —contestó un hombre vestido con el traje que usaban los labriegos de las cercanías de San Quintín.
—¡Un aldeano! —dijo el almirante.
—No soy un aldeano, —replicó el desconocí—. Soy el vizconde de Exmés, capitán de guardias del rey, en cuyo nombre vengo.
—¡En nombre del rey! —repitió todo el consejo.
—¡En nombre del rey, sí —repuso Gabriel—, que no abandona, como veis, a sus valientes de San Quintín; del rey, que piensa constantemente en ellos! Tres horas hace que penetré en la plaza disfrazado de campesino, y durante este tiempo, he visto vuestras murallas y escuchado vuestras deliberaciones. Me permitiréis que os diga que lo que he visto no está de acuerdo con lo que he oído. ¿Qué motiva ese abatimiento, ese terror pánico que se ha apoderado de vosotros, y que únicamente puede comprenderse en vuestras débiles mujeres? ¿Cómo perdéis tan repentinamente las esperanzas y os abandonáis a temores quiméricos? ¡Pues qué! ¿No encontráis más alternativa que la de rebelaros contra el parecer del señor almirante o la de inclinar la cabeza como víctimas resignadas? ¡Levantad las frentes, vive Dios, no contra vuestros jefes, sino contra el enemigo, y ya que no podáis alcanzar la victoria, haced que vuestra derrota sea tan gloriosa como un triunfo! Vengo de reconocer las murallas, y os digo que podéis resistir quince días más, ¡quince días!, y el rey no os pide más que una semana más salvar a Francia. A todo lo que aquí se ha dicho contestaré con dos palabras: traigo un remedio para vuestros males y una esperanza para vuestras dudas.
Los oficiales y los notables de la ciudad formaron apretado círculo en derredor de Gabriel, sugestionados por el ascendiente de su voluntad enérgica y simpática.
—¡Escuchad! ¡Escuchad! —repetían.
En medio del silencio a que su propio interés obligaba a todos, prosiguió Gabriel:
—Vos, señor Lauxford, dijisteis como ingeniero que las murallas ofrecen cuatro puntos débiles que pueden ser otras tantas puertas por las cuales el enemigo penetre en la plaza: veamos si así es. El lado del arrabal de la Isla es el más amenazado; los españoles son dueños del edificio de la Abadía, desde donde nos hacen un fuego nutrido que nuestros trabajadores no se atreven a afrontar. Me permitiréis, señor Lauxford, que os indique un medio sencillísimo y eficaz para poner a cubierto los trabajos, un medio que este mismo año vi emplear con éxito por los sitiados de Civitella. Para proteger a nuestros trabajadores contra el fuego de las baterías españolas, basta alzar una trinchera perpendicular al baluarte con barcas viejas superpuestas llenas de sacos de tierra. Los proyectiles se embotan en la tierra removida, y al amparo de la trinchera que indico, los trabajadores estarán tan seguros como si se hallasen fuera del alcance de los cañones enemigos. Hacia Remicourt, decíais que los sitiadores, amparados por un parapeto, minan tranquilamente y sin peligro nuestra muralla. Es verdad: he comprobado el hecho; pero es allí, señor ingeniero, donde debe prepararse una contramina, y no en la Puerta de San Juan, en donde la gran torre hace vuestra mina no ya sólo inútil, sino peligrosa. Haced que pasen al Sur nuestros minadores del Oeste, y no tardaréis en tocar las ventajas, señor Lauxford. Preveo que me vais a decir que no es posible dejar sin defensa la Puerta de San Juan ni el baluarte de San Martín, pero os replicaré que bastan cincuenta hombres para defender el primer punto y otros cincuenta para defender el segundo. Nos lo dijo hace poco el señor de Rambouillet, aunque añadiendo que no podéis disponer, de esos cien hombres. ¡Perfectamente! El conflicto está resuelto, porque yo os traigo esos cien hombres.
Dejáronse oír murmullos de sorpresa y de júbilo.
—Sí —continuó Gabriel con más energía, al ver que sus palabras reanimaban poco a poco los espíritus—. A tres leguas de aquí he dejado al barón de Vaulpergues al frente de su compañía de trescientas lanzas. Nos hemos puesto de acuerdo. Yo me comprometí a penetrar en la plaza, arrostrando los riesgos que ofrece el paso a través del campo enemigo, con objeto de examinar y determinar los puntos más favorables para que el barón pueda entrar en la ciudad con sus tropas. He cumplido mi promesa, puesto que estoy entre vosotros, y he formado mi plan. Ahora volveré a encontrar a Vaulpergues: dividiremos su compañía en tres partes, tomaré el mando de una de ellas, y en la noche de mañana, noche sin luna, nos dirigiremos, tomando caminos diferentes, a las poternas designadas de antemano. No creo que sea tan mala nuestra estrella que de las tres fracciones no consiga alguna su objeto, burlando la vigilancia del enemigo, al que distraerán las otras dos. En el caso más desgraciado, logrará entrar una, la plaza contará con cien hombres resueltos, cien hombres que contribuirán eficazmente a la defensa sin ser gravosos, puesto que no son provisiones las que nos faltan. Esos cien nombres defenderán, como he dicho, la Puerta de San Juan y el baluarte de San Martín. Decidme ahora, señores de Lauxford y de Rambouillet: ¿qué otro punto de la muralla ofrece al enemigo entrada fácil?
Aclamaciones generales acogieron las últimas palabras, que hacían revivir la esperanza en aquellos abatidos corazones.
—¡Oh! —gritó Juan Peuquoy—. ¡Ahora podemos combatir, y acaso podremos vencer!
—Combatir, sí; vencer, no me atrevo a esperarlo —replicó con acento de autoridad Gabriel—. No pretendo pintar la situación mejor de lo que es en sí, quiero únicamente que no la veáis más desesperada de lo que realmente es. Deseaba demostraros a todos, y en particular a vos, maese Juan Peuquoy, que os habéis expresado tan valerosamente, aunque con palabras tan tristes, deseaba demostraros, repito, en primer lugar, que el rey no os abandona, y en segundo, que vuestra derrota puede ser gloriosa y vuestra resistencia útil.
Dijisteis antes: ¡Inmolémonos! Ahora acabáis de decir: ¡Combatamos! Es un paso de gigante el que hemos dado. Sí; es posible; es muy probable que los sesenta mil hombres que atacan vuestras débiles defensas acabarán por apoderarse de ellas, pero tened entendido que la generosa resistencia que opongáis a sus esfuerzos no ha de acarrear crueles represalias. Filiberto Emmanuel es un soldado generoso, un general valiente que sabe estimar y honrar el valor y que no castigará una virtud que él posee en alto grado. Reflexionad que si conseguís que San Quintín resista diez o doce días más, habréis perdido tal vez vuestra ciudad, pero con toda seguridad habréis salvado a vuestra patria. ¡Resultad grande y sublime! Las ciudades, como los hombres, tienen sus ejecutorias de nobleza, y los altos hechos que llevan a cabo son sus pergaminos y sus antepasados. Un día vuestros tiernos hijos, esforzados habitantes de San Quintín, se enorgullecerán de los que le dieron el ser. El enemigo o el tiempo podrán arrasar vuestras murallas, ¿pero, quién será capaz de destruir el glorioso recuerdo de este sitio? ¡Valor, pues, heroicos centinelas de un reino! ¡Salvad al rey, salvad a la patria! Hace un momento, humilladas vuestras frentes, os resignabais a morir como víctimas propiciatorias. ¡Erguid vuestras cabezas! Si perecéis, será como héroes voluntarios, y vuestra memoria no perecerá jamás. Y ahora, gritad conmigo: ¡Viva Francia! ¡Viva San Quintín!
—¡Viva Francia! ¡Viva San Quintín! ¡Viva el rey! —gritaron cien voces ebrias de entusiasmo.
—A las murallas, amigos míos, y a los trabajos —dijo Gabriel—. Que vuestro ejemplo reanime el valor de los conciudadanos que os esperan. Mañana contaréis con cien hombres más, os lo juro, con cien valientes que os ayudarán en vuestra empresa de salvación y de gloria.
—¡A las murallas! —gritaron todos.
El consejo en masa se precipitó fuera, lleno de alegría, de esperanza y de orgullo, arrastrando tras sí, con su entusiasmo y sus palabras inflamadas, a los que no habían oído al libertador inesperado que Dios y el rey enviaban a la apurada plaza.
Gaspar de Coligny, el digno general en jefe, había escuchado a Gabriel sin despegar los labios, sellados por el asombro y la admiración. Cuando el consejo hubo desaparecido lanzando gritos de triunfo, descendió del sitial que ocupaba, se acercó al joven héroe y, estrechando conmovido su mano, dijo:
—¡Gracias, caballero! Habéis salvado a San Quintín y a mí de la vergüenza, y al rey y a Francia tal vez de su ruina.
—¡Todavía no he hecho nada, señor almirante! —contesto Gabriel—. Necesito ante todo ir a reunirme con Vaulpergues, y tan sólo Dios puede hacer que salga de la plaza como he entrado y que introduzca los cien hombres que he prometido. A Dios, y no a mí, podréis acaso dar las gradas dentro de diez días.