ELEBRÁBASE consejo en las casas consistoriales de San Quintín, y de él formaban parte las autoridades militares y los principales habitantes de la ciudad. Era el 15 de agosto, y la plaza no se había rendido todavía, pero se hablaba en todas partes de la necesidad de rendirse. La resistencia de los habitantes había llegado al último extremo, las privaciones y sufrimientos eran intolerables, y como no quedaban esperanzas de salvar la vieja ciudad, que más pronto o más tarde habrían de rendir al enemigo, conceptuaban que sería mucho más ventajoso capitular cuanto antes, abreviando así sus miserias.
Gaspar de Coligny, el esforzado almirante, a quien su tío el condestable de Montmorency había encomendado la defensa de la plaza, no quería rendirla a los españoles hasta el último extremo. Sabía que cada día que pudiese prolongar su defensa, aunque agravase considerablemente la ya angustiosa situación de los sitiados, podía ser la salvación del reino. ¿Pero qué podía él solo contra el desaliento y las murmuraciones de una ciudad entera? La guerra que se reñía fuera, no permitía abrigar esperanzas de buen éxito a los defensores de la plaza, y si un día los habitantes de San Quintín se negaban a realizar los trabajos que les eran exigidos sin hacer distinción entre paisanos y soldados, la resistencia sería inútil y no habría más remedio que entregar a Felipe II y a su general Filiberto Emmanuel de Saboya las llaves de la ciudad, que significaba la entrega de las llaves de Francia.
Antes de llegar a tal extremo, quiso Coligny intentar un postrer esfuerzo, y con este objeto había convocado a consejo a los principales habitantes de la ciudad. Las palabras que se pronunciaron en el consejo nos darán una idea clara del deplorable estado de las fortificaciones y, más que todo, del abatimiento de sus defensores, que son las murallas más sólidas de las plazas fuertes.
Al discurso con que el Almirante abrió la sesión, haciendo un llamamiento al patriotismo de los que le rodeaban, sólo contestaron con silencio profundo. Gaspar de Coligny entonces interpeló directamente al capitán Oger, uno de los valientes caballeros que le habían seguido, confiando que la opinión de los militares arrastraría a los habitantes en el sentido de la resistencia. Desgraciadamente la opinión del capitán Oger no fue la que esperaba el almirante.
—Puesto que me dispensáis el honor de dirigiros a mi para que os dé mi parecer, señor almirante —dijo el capitán—, os diré, por doloroso que me sea, con franqueza de soldado, que San Quintín no puede prolongar la resistencia. Si pudiéramos abrigar la esperanza de sostenernos siquiera ocho días más, ¿qué digo ocho días?, cuatro, dos días solamente, diría: estos dos días podrán dar tiempo a que se organice el ejército a nuestras espaldas, estos dos días pueden ser la salvación de la patria. ¡Pues bien! ¡Caiga el último sillar de las murallas, muera el último hombre, pero no nos rindamos! Pero, como estoy convencido de que el primer asalto que dé el enemigo, asalto que tal vez no se haga esperar una hora, nos pondrán en su poder, considero preferible aceptar una capitulación honrosa que salve lo poco que queda en la ciudad. Ya que no podemos evitar la rendición, evitemos por lo menos el saqueo.
—¡Sí, sí! ¡Muy bien! —exclamaron a coro los que componían el consejo—. ¡Es el único partido razonable que nos queda!
¡No, señores, no! —replicó el almirante—. ¡No es la voz de la razón la que debe sonar aquí, sino la del valor, la del sacrificio por la patria! No puedo creer que un solo asalto haya de poner la plaza en poder del enemigo, cuando hemos sufrido y rechazado cinco con brillante éxito. Vamos a ver Lauxford; vos que tenéis a vuestro cargo la dirección de los trabajos y de las contraminas, decidnos con franqueza si las fortificaciones se hallan en estado de resistir mucho tiempo. Hablad con sinceridad; no pintéis las cosas ni mejores ni peores de lo que son. Nos hemos reunido para conocer la verdad, y es la verdad la que os pido.
—Os la diré —contestó el ingeniero Lauxford—, o más bien os la dirán los hechos con mayor elocuencia que yo, porque los hechos no saben lisonjear. Para penetraros de la verdad, bastará que con la imaginación recorráis conmigo los puntos vulnerables de nuestras murallas. Señor almirante: cuatro puertas tiene abiertas a estas horas el enemigo, y lo que me maravilla es que no se haya aprovechado ya de alguna de ellas. En el baluarte de San Martín es tan ancha la brecha, que pueden penetrar por ella veinte hombres de frente. Hemos perdido allí más de doscientos hombres, muros vivos que no pueden reemplazarse como los de piedra. En la puerta de San Juan, ya no queda en pie más que la gran torre; lo mejor y más sólido de la cortina es un montón de escombros. Cierto que tenemos en aquel sitio una contramina cargada y dispuesta, pero temo que si la hacemos estallar caiga derruida la gran torre, única defensa que nos queda por aquella parte, y si cayera, sus escombros servirían de escalera al enemigo. Por la aldea de Remicourt, los españoles han abierto paralelas y destruido uno de los taludes del foso, y al abrigo de los parapetos que han erigido, atacan sin cesar la muralla. Últimamente, por la parte del arrabal de la Isla, sabéis, señor almirante, que los enemigos son dueños absolutos, no sólo de los fosos, sino también del baluarte y del edificio de la Abadía, donde se han instalado y fortificado tan admirablemente, que es imposible causarles el menor daño, al paso que ellos, poco a poco, pero sin cesar, ganan el parapeto, cuyo espesor no pasa de cinco a seis pies, y sus baterías baten de flanco a nuestros trabajadores del baluarte de la Reina, causándoles tan considerables pérdidas, que ha habido necesidad de suspender las obras. Quizá fuera posible sostener todavía el resto de las murallas, pero las cuatro heridas que acabo de indicar son mortales, y por ellas saldrá el resto de vida que aún conserva la ciudad. Me habéis pedido la verdad, señor almirante, y la verdad os presento, aflictiva y triste cual es, dejando a vuestro talento y previsión el cuidado de utilizarla en bien de la patria.
Cuando el ingeniero terminó de hablar, se produjeron los murmullos. Si nadie se atrevía a hablar alto, es lo cierto que todos se decían en voz baja:
—Preferible es rendirse a exponerse a las consecuencias desastrosas de un asalto.
Pero el almirante, sin perder la energía, replicó:
—Aún tengo que decir una palabra, señores. Habéis manifestado, señor Lauxford, que si caen nuestros muros, nos quedan soldados cuyos pechos serán fortificaciones animadas. Pues bien: contando con ellos y con el concurso patriótico de los ciudadanos, ¿no ha de sernos posible retardar algunos días la rendición de la plaza? Tened en cuenta que lo que hoy sería vergonzoso podría ser glorioso dentro de algún plazo. Reconozco que las fortificaciones son débiles, pero en cambio disponemos aún de tropas numerosas; ¿no es cierto, señor de Rambouillet?
—Señor almirante —contestó el capitán interpelado—; si nos encontráramos en la plaza, entre las gentes que esperan el resultado de nuestras deliberaciones, contestaría sin vacilar: ¡Sí!, persuadido de la necesidad de infundirles valor y confianza. Pero aquí, reunidos como estamos en consejo, delante de hombres de valor probado, no vacilo en manifestar que los hombres que tenemos son insuficientes para realizar el penoso y peligroso servicio que exige nuestra crítica situación. Hemos dado armas a todos los que pueden servirse de ellas, y a los que no se hallan en este caso, les hemos empleado en las obras de defensa, sin exceptuar a los ancianos y a los niños. Hasta las mujeres nos ayudan socorriendo a los enfermos y a los heridos. No queda un brazo ocioso, y con todo, nos faltan brazos. En ningún punto de la muralla hay un hombre de más, y en cambio en muchos falta gente. Aun cuando hiciéramos milagros de multiplicación, siempre resultaría que nos faltarían cincuenta hombres para la defensa de la puerta de San Juan, y otros cincuenta, por lo menos, para la del baluarte de San Martín. La derrota del día de San Lorenzo nos ha privado de los esfuerzos que teníamos derecho a esperar, y a no ser que esperéis recibirlos de París, a vos os toca considerar, monseñor, si en el estado angustioso en que nos encontramos sería prudente aventurar las escasas fuerzas que nos quedan, y con ellas el resto de nuestros valientes hombres de armas, que tan eficazmente pudieran servir para la conservación de otras plazas y acaso para la salvación de la patria.
Toda la asamblea apoyó el discurso con murmullos de aprobación, y el sordo clamor del pueblo, reunido alrededor de las casas consistoriales, lo comentó con más elocuencia aún.
En aquel momento, una voz de trueno gritó:
¡Silencio!
Todos callaron. El que acababa de hablar con voz tan recia era Juan Peuquoy, el síndico del gremio de tejedores, ciudadano muy estimado, respetado y hasta temido en toda la ciudad.
Juan Peuquoy era el tipo de esa valiente raza del pueblo que adora a su ciudad natal como a una madre o como a un hijo, que la mima o la regaña, que vive siempre para ella y sabe morir por ella en caso de necesidad. Para el honrado tejedor no había más mundo que Francia ni más Francia que San Quintín. Nadie estaba tan enterado como él de la historia y de las tradiciones de la ciudad, ni de los usos, costumbres y leyendas antiguas de la misma. No había distrito, calle o casa cuya historia detallada y minuciosa, antigua o moderna, no conociera al dedillo Juan Peuquoy. Era, para decirlo de una vez, la personificación, la encarnación del municipio. Su taller era la segunda plaza pública de la ciudad, y su casa de madera, sita en la calle de San Martín, la segunda casa consistorial. Notable era su venerable morada por la extraña muestra que había sobre su puerta: una lanzadera coronada entre las astas de un ciervo de diez candiles. Uno de los abuelos de Juan Peuquoy, y con esto queda dicho que nuestro tejedor contaba con abuelos como un noble, tejedor como él, por supuesto, y por añadidura famoso tirador de arco, había vaciado de dos flechazos, y a más de cien pasos de distancia, los dos ojos a un ciervo hermosísimo. Todavía se conserva en San Quintín, calle de San Martín, la magnífica cornamenta. En un radio de diez leguas, grandes y chicos conocían por entonces al tejedor y habían admirado la soberbia cornamenta que decoraba la puerta de su casa. Juan Peuquoy era a manera de personificación de la ciudad, y los habitantes de San Quintín, cuando le oían hablar, creían escuchar la voz de la patria.
Esta es la razón porque todos guardaron un silencio profundo cuando de entre el murmullo general se alzó su voz.
—¡Sí! ¡Silencio! —repitió—. Os pido un minuto de atención, mis buenos compatriotas y queridos amigos. Examinaremos lo que hasta aquí hemos hecho, y el resultado del examen nos dirá tal vez lo que nos queda por hacer. Cuando el enemigo se acercó a nuestros muros, cuando puso cerco a nuestra querida ciudad, cuando vimos que los españoles, ingleses, alemanes y valones, conducidos por el terrible general Filiberto Emmanuel, caían como una plaga de langosta alrededor de nuestras fortificaciones, supimos aceptar con valor nuestros destinos: ¿no es verdad? Ni murmuramos ni nos quejamos entonces de la Providencia que escogía a San Quintín como víctima expiatoria de Francia. Lejos de eso, monseñor el almirante hará esta justicia, desde el momento en que llegó aquí, trayéndonos el socorro de su experiencia y de su valor, hemos procurado secundar sus proyectos poniendo a su disposición nuestra persona y nuestros bienes; le hemos entregado nuestras provisiones y nuestras fortunas, le hemos dado sin regatear nuestro dinero, hemos empuñado la alabarda, la ballesta, el pico o el azadón. Los que no estábamos de centinela sobre la muralla, trabajábamos en las fortificaciones. Hemos contribuido a reducir a la obediencia a los campesinos rebeldes de las cercanías, que se negaban a pagarnos con su trabajo el refugio que les dábamos en la ciudad. En una palabra: hemos hecho todo lo que podía pedirse y esperarse de hombres cuya profesión no es la de las armas. Por tanto, esperábamos que el rey nuestro señor fijaría muy pronto su atención en sus valientes de San Quintín y nos enviaría el oportuno socorro. Así sucedió. El condestable de Montmorency acudió presuroso para libertarnos de las tropas de Felipe II, por lo cual dimos gracias a Dios y al rey. Pero la fatal jornada del día de San Lorenzo barrió en muy pocas horas nuestras esperanzas: el condestable cayó prisionero, su ejército fue destruido, y henos aquí más abandonados que nunca. Cinco días han transcurridos desde que sucedió la catástrofe, cinco días que, como es natural, ha aprovechado el enemigo. Tres asaltos encarnizados nos ha dado que nos han costado más de doscientos hombres, y han caído hechos pedazos varios lienzos de muralla. El cañón truena sin cesar… ¡oídlo! En este momento acompaña mis palabras. Sin embargo, nos desentendemos de su terrible voz, porque únicamente queremos prestar atención al camino de París, por si se oyen por esa parte ruidos que nos anuncien la llegada de socorros… de socorros, ¡ay!, que no vienen. Parece que para nosotros se han agotado ya los últimos recursos. El rey nos abandona, sin duda porque tiene otras cosas más importantes que nosotros en qué pensar. Tal vez estará reuniendo las fuerzas que le quedan para atender a la salvación de su reino, que vale más que una ciudad, y si alguna vez vuelve sus ojos y fija su pensamiento en San Quintín, será para preguntarse si la agonía de la plaza sitiada será la vida de Francia. Esperanzas, probabilidades de salvación o de socorros, podemos darlas por perdidas en absoluto, mis queridos amigos. Los señores de Rambouillet y de Lauxford han dicho la verdad: no tenemos muros, nos faltan soldados, nuestra ciudad muere sin remedio, nos vemos abandonados, desesperados, perdidos…
—¡Sí… sí! —exclamó al unísono toda la asamblea—. ¡Es preciso rendirse, es preciso!
—¡Nunca! —tronó Juan Peuquoy—. ¡Es preciso morir!
Conclusión tan inesperada determinó un silencio y un estupor indescriptible. El tejedor aprovechó los momentos para proseguir con mayor energía:
—¡Es preciso morir! ¡Lo que hemos hecho hasta aquí nos dice lo que debemos hacer! Los señores de Rambouillet y de Lauxford nos afirman que no podemos resistir, pero el señor almirante de Coligny dice que debemos continuar resistiendo. ¡Resistamos, pues! Sabéis cuánto quiero a mi buena ciudad de San Quintín, mis queridos camaradas y hermanos: la adoro como adoré a mi anciana madre; no exagero. Las balas que destrozan su ruinosas murallas las siento en medio de mi corazón; pero habló nuestro general, y obligación sagrada nuestra es obedecer sus órdenes. ¡Qué jamás se rebele el brazo contra la cabeza! ¡Qué perezca San Quintín! El señor almirante sabe lo que hace y lo que quiere. Su talento ha pesado los destinos de una ciudad y la suerte de Francia; cree que San Quintín debe morir como un centinela en su puesto, y San Quintín debe aceptar resignada su destino. El que murmure es un cobarde, el que desobedezca un traidor. Si caen los muros, formemos otros con nuestros cadáveres, ganemos una hora, aunque esa semana, esos dos días, esa hora nos cuesten toda nuestra sangre y todos nuestros bienes, que el señor almirante sabe cuánto valen aquella y estos, y cuando nos los pide, será porque los considera necesarios. Él dará cuenta a Dios y al rey, que no nosotros, porque nosotros, sólo un deber tenemos: el de morir cuando nos diga: «¡Morid!». Monseñor de Coligny es el responsable de todo lo demás, de consiguiente, nosotros a obedecer, él a aceptar las responsabilidades.
Al oír tan terrible y solemne discurso, todos bajaron la cabeza, todos, incluso Gaspar de Coligny, y guardaron silencio. Motivos tenía el almirante para bajarla más que los demás porque era muy grande el peso con que el síndico del gremio de tejedores acababa de cargar su conciencia. A su pesar se estremeció, pensando en la terrible responsabilidad que le imponía la pérdida de tantas vidas.
—Vuestro silencio, amigos y hermanos —continuó Juan Peuquoy—, me dice que habéis comprendido y que aprobáis mi parecer. Calláis, y hallo natural vuestro silencio, porque fuera exigir demasiado que padres y esposos condenasen en alta voz a sus hijos y a sus mujeres, pero callar en esta ocasión, es responder. Accedéis a que el señor almirante haga viudas a vuestras mujeres y huérfanos a vuestros hijos, pero no queréis vosotros mismos la fatal sentencia: ¿no es cierto? Nada más justo. Callad, pero morid. ¿Quién ha de ser tan cruel que os obligue a gritar «¡Muera San Quintín!»? Pero si vuestros corazones patrióticos laten, como creo firmemente, al unísono con el mío, a lo menos podréis exclamar: ¡Viva Francia!
—¡Viva Francia! —repitieron algunas voces, débiles como los lamentos y lúgubres como los sollozos.
Gaspar de Coligny, infinitamente conmovido y muy agitado, se puso en pie y gritó:
—¡Escuchad! ¡Yo no puedo aceptar solo una responsabilidad tan terrible! Pude oponerme a vuestros deseos cuando os vi inclinados a rendiros al enemigo, pero cuando os entregáis a mí, pero cuando aceptáis el sacrificio de vuestras más caras afecciones, pero descargando sobre mi conciencia el peso enorme del sacrificio, me es imposible discutir, me es imposible aceptar responsabilidad tan tremenda. Todos los que formáis parte de este consejo opináis en contra mía, y puesto que el parecer general es que nuestro sacrificio sería inútil…
—¡Creo… y Dios me perdone… —interrumpió una voz que salió de entre la muchedumbre— que también vos ibais a hablar de rendir la plaza, señor almirante!