Capítulo XXV

EN la mañana del día siguiente, 12 de agosto, Gabriel de Montgomery se dirigió con paso firme y tranquilo continente al Louvre, con objeto de pedir una audiencia al rey.

Antes de salir de su casa, había meditado y discutido con Aloísa y consigo mismo lo que debería hacer y decir, y convencido de que emplear la violencia con un adversario coronado no serviría sino para exponerle a la misma suerte de su padre, resolvió Gabriel presentarse con dignidad, hablar con claridad, pero sin rebasar los límites de la moderación y del respeto. Se proponía suplicar y no exigir, pues en último extremo, tiempo quedaba para hablar alto. Ante todo convenía averiguar si los dieciocho años transcurridos habían atenuado el odio de Enrique II.

El plan de conducta escogido por Gabriel reunía toda la cordura y prudencia compatible con el atrevido partido que había adoptado. Por otra parte, las mismas circunstancias iban a poner a su disposición un auxilio inesperado.

Al llegar al vestíbulo del Louvre, seguido de Martín Guerra, esta vez del Martín Guerra auténtico, notó Gabriel una agitación inusitada, pero demasiado preocupado su pensamiento en sus propios asuntos, no se detuvo a indagar la causa que había llevado allí a los grupos que entorpecían el paso y que hablaban tristes y como azorados.

A pesar de su distracción, hubo de reconocer una litera que ostentaba el escudo de armas de los Guisa, y saludar al cardenal de Lorena que descendía de aquella.

—¡Hola! ¿Sois vos, señor vizconde de Exmés? —preguntó afectuosamente Carlos de Lorena—. Os veo completamente restablecido, de lo que me alegro mucho. Mi hermano, en su última carta, me pregunta con vivo interés por vos.

—¡Oh, monseñor…! ¡Tanta bondad…!

—La tiene más que merecida vuestro valor, amigo mío —interrumpió el cardenal—. ¿Adónde vais tan presuroso?

—A ver al rey, monseñor.

—¡Hum! Preocupan al rey en estos momentos asuntos muy graves para que pueda recibiros, mi joven amigo… Pero aguardad un poco: yo también voy a ver a su majestad, que me mandó llamar con urgencia. Subamos juntos y os presentaré, a cambio de que me prestéis vuestro brazo para ayudarme a subir: favor por favor, amigo mío, y servicio por servicio, que es precisamente lo que dentro de un momento diré a su majestad. Supongo que sabréis la triste noticia…

—¡No… nada sé, monseñor! Llego de mi casa y lo único que he observado ha sido cierta agitación…

—¡Motivada, amigo mío, muy motivada! El señor de Montmorency ha hecho otra de las suyas. Quiso acudir con el ejército a socorrer la plaza de San Quintín, sitiada por el enemigo, y nuestro intrépido condestable… Pero no subáis tan deprisa, señor Exmés, que no tengo vuestras piernas ni vuestros veinte años… Decía, que nuestro intrépido condestable ofreció batalla al enemigo… Fue anteayer, diez de agosto, día de San Lorenzo. Disponía de un ejército tan numeroso como el de los españoles, de una caballería admirable y de lo más escogido de la nobleza francesa. ¡Pues bien! Ha sabido manejarse con tanta habilidad el experto general, que en las llanuras de Gibercourt y de Lizerolles le han infligido una derrota espantosa, ha quedado él herido y prisionero, y con él, todos los generales y jefes que no perdieron la vida en la batalla. Entre estos últimos se cuenta el duque de Enghien, y de toda la infantería, apenas si se han salvado cien hombres. Ved ahí, señor de Exmés, la causa de la tristeza que observáis en todos los rostros, y la que, sin duda alguna, ha impulsado a su majestad a llamarme con tanta premura.

—¡Dios mío! —exclamó Gabriel, sintiendo muy vivo, no obstante su dolor personal, el nacido de la espantosa calamidad pública—. ¡Dios mío! ¿Será posible que vuelvan a pesar sobre Francia las jornadas de Poitiers y de Azincourt? ¿Y San Quintín, monseñor?

—San Quintín se sostenía todavía a la salida del correo que trajo la noticia —contestó el cardenal—, y el sobrino del condestable, el almirante Gaspar de Coligny, que defiende la plaza, ha jurado atenuar el yerro de su tío, muriendo bajo los escombros de los muros antes que rendirse. Se teme, sin embargo, que a estas horas esté enterrado y haya caído en poder del enemigo hasta el último lienzo de muralla.

—¡Y en ese caso, el reino puede considerarse perdido!

—¡Dios proteja a Francia! —exclamó el cardenal—. Pero hemos llegado a la cámara del rey; veamos qué disposiciones adopta para su propia defensa.

Al pasar el cardenal, le saludaron los guardias con el respeto debido al hombre necesario, al hombre de la situación, al hermano del héroe que, no obstante lo crítico del caso, podía salvar la nación. Carlos de Lorena, seguido de Gabriel, llegó sin oposición hasta el gabinete del rey y encontró a este en compañía de Diana de Poitiers. La consternación del monarca era evidente. Al ver al cardenal, Enrique abandonó vivamente su asiento y salió presuroso a su encuentro.

—¡Sea bien venido vuestra eminencia! —dijo—. ¡Qué catástrofe tan espantosa, señor de Lorena! ¡Quién me lo hubiera dicho…!

—Yo, señor —contestó el cardenal—, si vuestra majestad me hubiese concedido el honor de consultarme hace un mes cuando se trató de la aventura de Montmorency…

—Dejémonos de recriminaciones tardías e inútiles, primo mío. No se trata del pasado, sino del porvenir, que se presenta terriblemente amenazador, y del presente, erizado de peligros. El señor duque de Guisa ha emprendido el regreso de Italia, ¿verdad?

—Sí, señor: a estas horas debe hallarse en Lyón.

—¡Loado sea Dios! —exclamó el rey—. Pues bien, señor de Lorena; en las manos de vuestro ilustre hermano pongo la salvación del Estado; a vos y a él os confiero plenos poderes y autoridad soberana. Sed tan reyes como yo, y aún más que yo. Acabo de escribir en este instante al duque de Guisa para que acelere su llegada; he aquí la carta. Ruego a su eminencia que le escriba otra, pintando a su hermano la horrible situación en que nos encontramos y la necesidad de no perder un minuto si quiere salvar a Francia. Decidle que me abandono a él por completo. Escribid, señor cardenal, escribid pronto, os lo suplico. No tenéis necesidad de salir de aquí; allá, en el despacho, encontraréis cuanto os haga falta. El correo espera con las espuelas calzadas y el pie en el estribo… ¡Id, por favor, primo mío, que en media hora puede perderse o salvarse todo!

—Obedezco a vuestra majestad —contestó el cardenal dirigiéndose al despacho—, y mi ilustre hermano obedecerá como yo, porque su vida pertenece a su rey y a su patria. Sin embargo, sea el que quiera el resultado de sus esfuerzos, venza o sea vencido, he de rogar a vuestra majestad que tenga presente que le ha confiado el poder en circunstancias desesperadas.

—Decid peligrosas, primo mío, pero no desesperadas —replicó el rey—. Mi buena y leal ciudad de San Quintín y su bravo defensor se sostienen todavía…

—Se sostenían hace dos días, es verdad, señor —observó Carlos de Lorena—; pero sus fortificaciones estaban en deplorable estado, y los habitantes, acosados por el hambre, hablaban de rendirse. Si San Quintín cae en poder de los españoles, a los ocho días se habrán apoderado estos de París. Pero no importa, señor; voy a escribir a mi hermano, y ya sabéis que cuanto pueda hacer un hombre lo hará el duque de Guisa.

El cardenal saludó al rey y a Diana y entró en el despacho particular del rey para escribir la carta que este deseaba.

Gabriel, entretanto, había permanecido apartado, pensativo y sin ser visto. Su juvenil y generoso corazón sentía todo el peso de la emoción consiguiente al terrible extremo de que Francia se encontraba reducida. Ya no se acordaba de que el vencido, el herido, el humillado, el prisionero, era Montmorency, su mortal enemigo; en aquellos instantes no veía en aquel más que al general de las tropas francesas. Le preocupaban tanto los peligros de su patria como las desdichas de su padre. El noble joven tenía tesoros de amor para todos los sentimientos y de piedad para todos los infortunios, de aquí que, cuando el rey, luego que salió el cardenal, se dejó caer desolado sobre un sillón, y con la frente hundida entre sus manos exclamó:

—¡Oh, San Quintín! ¡En ti está hoy cifrada la suerte de Francia! ¡San Quintín…! ¡Mi leal, mi buena ciudad! Si pudieras prolongar tu resistencia ocho días más, el duque de Guisa tendría tiempo suficiente de llegar y no sería imposible organizar la defensa al amparo de tus fieles murallas. ¡En cambio, si estas caen, el enemigo avanzará sobre París y todo está perdido! ¡San Quintín… San Quintín! ¡Por cada hora de resistencia te otorgaría un privilegio, y por cada sillar que caiga de tus muros te daría un brillante, si aún te resistieras ocho días!

Gabriel dio un paso al frente y dijo:

—¡Señor! ¡Resistirá los ocho días o más!

—¡Señor de Exmés! —exclamaron al unísono, Enrique y Diana; el rey con acento de sorpresa y Diana con expresión de desdén.

—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —preguntó con severidad el monarca.

—Señor, entré con su eminencia…

—¡Ah! Eso es diferente… ¿Decíais, señor de Exmés, que San Quintín resistirá…?

—Sí, señor; y vuestra majestad decía también que, si resistía, la colmaríais de privilegios y de riquezas.

—Y lo repito.

—Pues bien, señor: lo que concederíais a la ciudad, si se defiende y resiste, ¿lo negaríais al hombre que la hiciera defenderse, al hombre cuya voluntad enérgica se impusiera a la ciudad entera y la obligase a no rendirse hasta tanto no cayera el último lienzo de sus muros bajo el fuego de los cañones enemigos? El favor que os pidiera ese hombre a quien seríais deudor de ocho días de respiro, y quizá de la salvación de vuestro reino, ¿se lo regatearíais, señor? ¿Encontraríais cara una gracia que os hubiese devuelto un imperio?

—¡De ningún modo! —contestó Enrique—. Ese hombre conseguiría de mí todo lo que pueda depender de la voluntad de un rey.

—Pues bien, señor; recojo vuestra real palabra. De vuestra voluntad depende la gracia a que me refiero, porque un rey no sólo puede, sino que debe perdonar, y es un perdón y no títulos ni riquezas lo que ese hombre pide.

—¿Pero dónde está? ¿Quién es ese salvador? —preguntó el rey.

—En la presencia de vuestra majestad, señor. Ese hombre soy yo, vuestro humilde capitán de guardias, pero que siente en su alma y en su brazo una fuerza sobrehumana y os probará que no cree excederse si empeña su honor y su palabra en que salvará a la vez a su patria y a su padre.

—¿Vuestro padre, vizconde de Exmés? —preguntó el rey sorprendido.

—No me llamo vizconde de Exmés, señor —contestó Gabriel—. Soy Gabriel de Montgomery, hijo del conde Jacobo de Montgomery, de quien sin duda os acordáis, señor.

—¡El hijo del conde de Montgomery! —exclamó el rey levantándose y con el rostro demudado.

Diana retrocedió con su asiento, haciendo un movimiento de terror.

—Sí, señor —repuso con tranquilidad Gabriel—; soy el vizconde de Montgomery que, como recompensa por el servicio que os prestará, haciendo que San Quintín resista ocho días más, sólo os pide la libertad de su padre.

—¡Vuestro padre, caballero… murió, o desapareció… o qué sé yo! —balbuceó el rey—. Ignoro dónde está vuestro padre.

—Lo sé yo, señor —contestó Gabriel, venciendo su viva emoción—. Mi padre está en el Chatelet hace dieciocho años, esperando la muerte de manos de Dios, o la piedad del rey. Mi padre, vive, señor; yo os lo aseguro. Ignoro qué crimen ha cometido…

—¿Lo ignoráis? —preguntó el rey con expresión sombría y frunciendo el ceño.

—Lo ignoro, señor. Muy grave debe de ser su falta para haberle puesto un cautiverio tan largo, pero aunque gravísima, no es irremisible, puesto que no ha merecido la muerte. Señor, dignaos escucharme: en el transcurso de dieciocho años, la justicia ha tenido tiempo de dormirse, y la clemencia de despertarse. Las pasiones humanas, que nos hacen buenos o malos, no resisten tantos años. Mi padre, que entró en la prisión hombre, saldrá de ella anciano. Por culpable que haya sido, ¿no habrá expiado ya su crimen? Y si acaso el castigo fue severo en exceso, ¿no es ya demasiado débil para acordarse de la injusticia? ¡Volved al mundo, señor, a un pobre prisionero que ya nada significa! ¡Recordad, rey católico, las palabras del Padrenuestro, y perdonad las ofensas del prójimo para que os sean perdonadas las vuestras!

Estas palabras últimas fueron pronunciadas con acento tan significativo, que el rey y la de Poitiers cambiaron una mirada de aprensión como interrogándose mutuamente.

Gabriel, que no quería herir más que con extremada delicadeza el punto doloroso de sus conciencias, se apresuró a añadir:

—Ved, señor, que me dirijo a vuestra majestad como súbdito sumiso y leal. No vengo a deciros: mi padre no fue juzgado por los tribunales, mi padre fue condenado secretamente y sin ser oído, la injusticia cometida con él tiene todos los visos de venganza, y yo, hijo de la víctima, protestaré ante toda la nobleza de Francia contra la sentencia clandestina que le hirió, denunciaré públicamente ante todo el que tenga derecho a ceñir espada el atropello, la afrenta que a todos nos ha sido inferida en la persona de un noble…

Enrique hizo un movimiento.

—No he venido para deciros eso, señor —continuó Gabriel—. Comprendo que existen necesidades supremas más fuertes que la ley y el derecho, situaciones en que el mal menor es lo arbitrario. Yo respeto, como sin duda los respetaría mi padre, los secretos de un pasado que se ha alejado mucho de nosotros. Vengo a imploraros únicamente que me permitáis rescatar por medio de una acción gloriosa y libertadora el resto de la pena impuesta a mi padre. En pago del beneficio que imploro, me comprometo a sostener a San Quintín durante una semana contra todos los esfuerzos enemigos, y si esto no bastase, o yo no pudiera conseguirlo, compensar la pérdida de San Quintín con la conquista de otra plaza fuerte que tomaré a los ingleses o a los españoles. Bien vale lo que ofrezco, señor, la libertad de un anciano. Yo me obligo a realizarlo, eso y más, porque la causa que arma mi brazo es pura y santa, mi voluntad fuerte y decidida, y creo firmemente que Dios está conmigo.

Diana no pudo contener una sonrisa de incredulidad en vista de la heroica confianza del joven, que no comprendía ni compartía.

—Comprendo vuestra sonrisa, señora —repuso Gabriel dirigiendo a la cortesana una mirada melancólica—. Creéis que sucumbiré en la peligrosa empresa, ¿verdad? ¡Es posible! Puede ocurrir que mis presentimientos me engañen. ¿Y qué? Moriré en ese caso. Sí, señora; sí, señor; si los enemigos penetran en San Quintín antes de que expire el octavo día, yo me haré matar en la brecha de la muralla que no habré sabido defender. Dios, mi padre, y vos no podéis exigir más de mí. Mi destino se habrá cumplido en el sentido dispuesto por nuestro Señor: mi padre morirá en la mazmorra, yo en el campo de batalla, y vos os veréis libre de la deuda y al propio tiempo del acreedor. Podéis, pues, estar tranquilo.

—Reconozco que su demanda es justa —murmuró Diana al oído del rey, que permanecía pensativo.

Y dirigiéndose a Gabriel, repuso:

—Suponiendo que sucumbáis, caballero, dejando incompleta vuestra obra, ¿será aventurado creer que os sobreviva algún heredero de vuestro crédito o algún confidente de vuestro secreto?

—Por la salvación de mi padre os juro —contestó Gabriel— que, muerto yo, crédito y secreto morirán conmigo, y que nadie podrá con derecho importunar a su majestad por este asunto. Repito que me someto de antemano y acato los designios de Dios, de la misma manera que vos, señor, deberéis reconocer su intervención si me presta las fuerzas necesarias para realizar mi gran empresa. Pero desde ahora para siempre os desligo, señor, si perezco, de toda obligación, como igualmente de toda responsabilidad ante los hombres, no pudiendo hacer lo mismo de las que podáis haber contraído con Dios, porque los derechos del Altísimo no prescriben jamás.

Enrique tembló; pero su alma, naturalmente irresoluta y débil, no sabía qué decisión adoptar, y el rey se volvió hacia la de Poitiers como pidiéndole consejo.

Comprendió ella la incertidumbre de Enrique, cuyo carácter conocía a fondo, y dijo con sonrisa singular:

—¿No es cierto, señor, que opináis que debemos dar crédito a la palabra del señor de Exmés, que es un caballero cumplido y leal? Ignoro si su petición es fundada, pues del silencio de vuestra majestad infiero que ni yo ni nadie puede afirmar o negar nada, y de consiguiente, subsisten sin variación todas las dudas. Sin embargo, según mi humilde parecer, señor, sería injusto rechazar tan generoso ofrecimiento. Si yo ocupara vuestro lugar, empeñaría al señor vizconde Exmés mi real palabra de que, si daba cima a sus heroicas y temerarias promesas, le otorgaría la gracia, fuese la que fuese, que me pidiese a su vuelta.

—¡Ah, señor! ¡Es cuanto deseo! —exclamó Gabriel.

—Una observación… la última —repuso Diana, clavando en el joven una mirada penetrante—, ¿cómo y por qué causa os habéis atrevido a hablar de un misterio que me parece de importancia, en presencia mía, delante de una mujer, acaso harto indiscreta, y completamente extraña, según supongo, al secreto?

—Dos razones tuve para hacerlo, señora —contestó Gabriel con serenidad—. Creí, en primer lugar, que en el corazón de su majestad no pueden existir secretos para vos, y, por consiguiente, que hablando en vuestra presencia, nada revelaba de que no estuvieseis ya enterada, o hubieseis de saber más tarde; y en segundo, esperaba, y así ha sucedido, que vos os dignaríais apoyar mi súplica, excitando a su majestad a someterme a la ruda prueba, así como también que vos, como mujer que sois, os inclinaríais una vez más, como siempre debéis haberos inclinado, hacia el partido de clemencia.

El observador más perspicaz no habría podido descubrir en el acento de Gabriel la menor intención sarcástica ni en sus acciones impasibles la más imperceptible sonrisa de desdén. La mirada escrutadora de Diana de Poitiers perdió inútilmente el tiempo.

A las palabras de Gabriel, que si no eran cumplimiento, podían pasar por tal, contestó con una inclinación ligera de cabeza y con la observación siguiente:

—Permitidme que os haga otra pregunta que no tiene importancia, pues se refiere sencillamente a una circunstancia que excita mi curiosidad. ¿Cómo es que, siendo tan joven, os halláis en posesión de un secreto que data de dieciocho años?

—Os contestaré, señora, con tanto mayor agrado, cuanto que mi respuesta os convencerá de la intervención de Dios en este asunto. Un escudero de mi padre, Perrot d’Avrigny, muerto con motivo de los acontecimientos que determinaron la desaparición de mi padre, salió de la tumba por permisión de Dios y me reveló cuanto habéis oído.

Al oír la respuesta de Gabriel, pronunciada con voz solemne, el rey se puso en pie, pálido y agitado, y Diana de Poitiers, pese a sus nervios de acero se estremeció violentamente. Por aquellos tiempos todo el mundo creía sin dificultad en aparecidos espectros, y la afirmación de Gabriel, hecha con la convicción de la verdad misma, no podía menos de causar impresión terrible en las conciencias conturbadas de aquellas dos personas.

—¡Basta, caballero! —dijo atropelladamente el rey—. Os concedo y otorgo todo lo que habéis pedido… ¡Retiraos…! ¡Retiraos…!

—¿Es decir que, confiado en la palabra que acaba de empeñarme vuestra majestad, puedo partir al momento para San Quintín? —preguntó Gabriel.

—Sí, caballero; partid —contestó el rey, a quien costaba ímprobo trabajo conservar las apariencias de serenidad, a pesar de las miradas de Diana—. Partid sin demora; cumplid lo que habéis prometido, y yo os doy mi palabra de rey y de caballero de que os concederé todo cuanto pidiereis.

Gabriel, con el corazón henchido de gozo, se inclinó ante el rey y ante la de Poitiers y salió de la cámara regia sin pronunciar una palabra más, como quien habiendo conseguido todo lo que desea, no quiere perder un minuto.

—¡Por fin se fue! —murmuró Enrique, respirando como el que se ve libre de un peso que le agobia.

—Calmaos, señor, y dominad vuestra emoción —dijo Diana—. Faltó poco para que os vendierais en presencia de ese hombre.

—¡No es un hombre, señora! —replicó pensativo el rey—. ¡Es la encarnación de mi remordimiento, que vive, y la imagen de mi conciencia, que habla!

—¡Pues bien, señor! Obrasteis perfectamente accediendo a la petición de ese joven, porque, o mucho me engaño, o la encarnación de vuestro remordimiento y la imagen de vuestra conciencia habrán muerto dentro de muy poco en San Quintín.

El cardenal de Lorena entró en aquel momento con la carta que acababa de escribir a su hermano, y el rey no tuvo tiempo para contestar a Diana.

Un solo pensamiento y un solo deseo tenía Gabriel al salir alegre de la cámara del rey: el de poder ver con la esperanza en el corazón a la mujer amada, de la que se había separado con el espanto en el alma, el de poder decir a Diana de Castro que el porvenir comenzaba a ofrecérsele menos lúgubre, y el de encontrar en sus miradas el valor de que tanta necesidad tenía.

Sabía que había entrado en un convento, ¿pero, en cuál? Sospechando que acaso no la hubieran acompañado sus doncellas, se dirigió a las habitaciones que en otro tiempo ocupaba en el Louvre con objeto de preguntar a Jacinta.

Halló que esta había acompañado a su señora al sagrado asilo, pero no Dionisia, su segunda doncella, que fue quien recibió a Gabriel.

—¡Oh, monseñor de Exmés! —exclamó—. ¡Sed bienvenido! ¿Me traéis, por ventura, noticias de mi buena señora?

—Vengo, por el contrario, a que me las deis vos, Dionisia —contestó Gabriel.

—¡Virgen santa! ¡No sé nada, monseñor! Por cierto qué me encontráis llena de inquietud.

—¿Por qué esa inquietud, Dionisia? —interrogó Gabriel, principiando a compartirla.

—¿Me lo preguntáis? ¿Por ventura no sabéis dónde se halla mi señora?

—Lo ignoro en absoluto, Dionisia, y a preguntarlo venía.

—¡Jesús! Hace un mes, pidió al rey permiso para retirarse a un convento.

—Eso es lo que sé; ¿qué más?

—¡Ese qué más es lo terrible! ¿Sabéis qué convento ha escogido? ¡El de las benedictinas! ¡El convento del cual es superiora su amiga sor Mónica, el convento de las benedictinas de San Quintín! ¡Y San Quintín, monseñor, está sitiado en la actualidad, y quién sabe si habrá caído ya en poder de esos paganos españoles e ingleses! A los quince días de su llegada al convento, fue sitiada la plaza, monseñor.

—¡Oh! —exclamó Gabriel—. ¡El dedo de Dios lo dirige todo! Anima en mí al mismo tiempo al hijo y al amante, centuplicando de ese modo mi valor y mis fuerzas. Gracias, Dionisia. Toma esta pequeña muestra de gratitud por las noticias que me has dado, y pide a Dios por tu señora y por mí.

Con paso rápido descendió al vestíbulo del Louvre donde le esperaba Martín Guerra.

—¿Adónde vamos ahora, monseñor? —le preguntó el escudero.

—Adonde truena el cañón, Martín, a San Quintín. Pasado mañana debemos entrar en la plaza, Martín, y dentro de una hora emprenderemos la marcha.

—¡Tanto mejor! —exclamó el escudero—. ¡Oh, glorioso San Martín, mi patrón! Me resigno a ser borracho, tahúr, pendenciero y mujeriego, pero os doy palabra de atravesar por entre los batallones enemigos, aunque tratándose de otros peligros sea un cobarde.