ERROT no se dio cuenta de lo que pasó después.
»Cuando volvió en sí, la primera impresión que sintió fue de frío. Procuró entonces hacer memoria, abrió los ojos y miró en derredor: la noche era muy obscura. Hallábase tendido sobre tierra húmeda y había un cadáver a su lado. La luz de un farol que ardía en el nicho de una imagen de la Virgen le permitió reconocer que estaba en el cementerio de los Inocentes. El cadáver tendido a su lado era el del soldado muerto por monseñor de Montgomery. Creyeron, sin duda, que mi pobre marido estaba muerto.
»Hizo por levantarse, pero los atroces dolores de sus heridas se lo impidieron; con todo, reuniendo todas sus fuerzas con dolor sobrehumano, consiguió ponerse en pie y dar algunos pasos. Una luz vino en aquel instante a horadar la tétrica oscuridad, y a su escaso resplandor pudo mi marido distinguir a dos hombres de rostro patibulario, que se acercaban provistos de palas y de azadones.
»—Nos han dicho que al pie de la imagen de la Virgen —dijo uno de ellos.
»—¡Hola! ¡Aquí les tenemos! —exclamó el otro—. ¡Pero… calla! ¡No veo más que uno!
»—Buscaremos al otro.
»Los sepultureros iluminaron con su linterna un trecho de terreno, pero Perrot había encontrado fuerzas para esconderse detrás de una tumba bastante alejada del sitio donde aquellos estaban.
»—¡El diablo ha debido de llevarse a nuestros hombres! —dijo uno de los sepultureros, que parecía de carácter jovial.
»—¡Oh! —respondió el otro temblando—. ¡No digas semejantes cosas, en este sitio y a esta hora!
»Y se persignó asustado.
»—¡Pues, señor, decididamente no hay más que uno! —repuso el primer sepulturero—. ¿Qué hacemos? ¡Mira! Enterraremos de todos modos al que queda, y diremos que su amigo ha tenido a bien escaparse. Quién sabe si habrán contado mal: todo es posible.
»Sin hacer más comentarios, empezaron a cavar la fosa, Perrot, que se alejaba tambaleándose, oyó al más jovial de los cavadores que decía a su compañero:
»—Estoy pensando que si decimos que no hemos encontrado más que un cadáver ni cavado más que una fosa, en vez de darnos los diez doblones, nos pagarán con cinco. ¿No te parece que nuestro interés aconseja que callemos la fuga singular del otro cadáver?
»—¡Conforme! —contestó el miedoso—. Diremos que hemos terminado la tarea, y no mentiremos.
»No sin haber de vencer mortales congojas, Perrot consiguió llegar a la calle de Aubry-le-Boucher. Pasaba a la sazón una carreta que venía del mercado, y el herido preguntó al hortelano que la conducía que a donde iba.
»—A Montreuil —respondió el interrogado.
»—Entonces, ¿queréis hacerme la caridad de dejarme sentar en el borde de vuestra carreta hasta la calle de San Antonio, esquina a la de Goffroy-L’Asnier, dónde vivo?
»—Subid —dijo el hortelano.
»Gracias a la carreta, Perrot pudo salvar sin demasiada fatiga la distancia que le separaba de nuestra casa, aunque varias veces creyó que iba a exhalar el último suspiro. La carreta se detuvo en el sitio indicado por Perrot.
»—¡Vaya! ¡Ya estáis en vuestra casa, amigo! —dijo el hortelano.
»—¡Gracias, buen hombre! —contestó Perrot.
»No bien descendió de la carreta, se vio obligado a recostarse contra la primera pared que encontró.
»—¡Parece que el compañero ha bebido un trago de más! —exclamó el hortelano—. ¡El vino las gasta así, amigo!
»Y se alejó cantando la canción, entonces muy en boga, de Francisco Rabelais, el alegre cura de Meudon:
O Dieu, pére Paterne
Qui muas l’eau en vin,
Fais de mon cul lanterne
Pour luiré a mon voisin.
«Una hora tardó Perrot en llegar desde la calle de San Antonio a la de los Jardines; ¡felizmente las noches de enero son largas! A nadie encontró en el camino y entró en casa a eso de las seis.
»A pesar del frío, monseñor, la inquietud me había tenido toda la noche de pie, junto a la ventana abierta; por eso, no bien llamó Perrot, bajé presurosa y le abrí la puerta.
—¡Silencio, por tu vida! —me dijo al entrar—. ¡Ayúdame a subir hasta nuestra habitación, pero ni un grito, ni una palabra!
Subía mi pobre marido apoyado y sostenido por mí, que viéndole herido de gravedad, no osaba hablar palabra, pero lloraba copiosamente y en silencio. Llegados a nuestra habitación, cuando le quité las armas y el vestido, la sangre del desgraciado inundó mis manos, y pude ver que sus heridas eran anchas y profundas. Con un gesto imperioso ahogó mi voz y se tendió en la cama, adoptando la posición que le permitía sufrir menos.
—Voy a buscar a un cirujano —le dije sollozando.
—Es inútil —me contestó—. Sabes que entiendo algo en heridas. Una de las mías, por lo menos, la que tengo debajo del cuello, es mortal. No viviría yo si algo más fuerte que el dolor no me hubiera sostenido, y si Dios, que no deja sin castigo a los asesinos y a los traidores, no hubiese prolongado algunas horas mi vida para que sirva de instrumento a sus designios futuros. Pronto se apoderará de mí la fiebre y terminará con el resto de vida que me queda. No hay médico en el mundo que pueda impedirlo.
Hablaba haciendo esfuerzos penosos, por cuyo motivo le supliqué que descansase un poco.
—Tienes razón —me contestó—. Debo recoger las pocas fuerzas que me quedan. Tráeme recado de escribir.
Llevé lo que me pedía, pero el infeliz no se había dado cuenta de que una cuchillada había inutilizado su mano derecha. Tanta dificultad encontraba para escribir, que al fin arrojó la pluma y el papel.
—Hablaré —dijo—, y Dios, sin duda, me permitirá vivir hasta que haya terminado, y si Dios, como lo espero, porque es justo, hiere a los tres enemigos de mi señor en su poderío o en su vida, que son los bienes perecedores de los malvados, será preciso que el hijo del señor conde de Montgomery ponga los medios para salvar a su padre.
—Entonces, monseñor —repuso Aloísa—, Perrot me refirió toda la lúgubre historia que yo acabo de repetir. El dolor y la falta de fuerzas le obligaron a interrumpir varias veces su relato, y cuando la postración le impedía continuar, me mandaba que le dejara y saliese, para que las gentes de la casa no echaran de menos mi presencia. Yo obedecía afectando una serenidad que, ¡ay!, estaba muy lejos de tener pues aparte de la inquietud que me causaba el estado de mi marido, me preocupaba horriblemente la suerte del conde. Envié a la mayor parte de los criados de la casa en distintas direcciones, uno a preguntar al Louvre, otros a los domicilios de todos los amigos de monseñor de Montgomery, y otros a los de los simples conocidos. La de Poitiers contestó que no le había visto, y el condestable que no le molestasen con preguntas que no le interesaban.
De este modo conseguí que no sospechasen que yo estaba enterada del secreto, que era lo que Perrot deseaba, y los asesinos durmieron con la confianza de que su criminal hazaña quedaba enterrada para siempre en la mazmorra del señor y en la tumba del escudero.
Una vez hube alejado a la servidumbre, aunque no sin haberos confiado a uno de los criados, monseñor Gabriel, volví al lado de Perrot, quien reanudó con más vigor su narración.
A eso del mediodía, los horribles dolores que había sufrido se calmaron un poco. Hablaba con menos dificultad y parecía más animado; pero al observar que yo principiaba a estar esperanzada, me dijo sonriendo tristemente.
—Esta mejoría es aparente; la produce la fiebre que te había anunciado. Gracias a Dios, he tenido tiempo para explicarte todos los detalles del horrendo drama. Ahora eres sabedora de lo que únicamente conocen Dios y los tres asesinos, y tu alma fiel sabrá guardar, de ello estoy seguro, este secreto de muerte y de sangre, hasta el día en que te será permitido, así lo espero al menos, revelarlo a quien tiene derecho a conocerlo. Has oído el juramento que yo hice a monseñor de Montgomery; quiero que tú me lo repitas a mí, Aloísa. En tanto que envuelva algún peligro para Gabriel la revelación de que su padre vive, en tanto que los tres omnipotentes enemigos que han asesinado a mi señor permanezcan heridos por la cólera del Señor, callarás, Aloísa. Júralo así a tu moribundo esposo.
—Juré llorando, monseñor —continuó Aloísa—, y ese es el juramento que acabo de quebrantar, porque viven todavía vuestros tres enemigos, y son más poderos, más temibles que nunca. Pero os vi dispuesto a morir, monseñor, y por otra parte considero que, si queréis o sabéis aprovechar mi revelación con prudencia y cordura, lo mismo que debía perderos puede ser vuestra salvación y la de vuestro padre. Así, pues, monseñor, decidme que no he cometido un pecado irremediable, decidme que, en atención a la intención que me guía, Dios y mi querido Perrot se dignarán perdonar mi perjurio.
—¡No existe perjurio en lo que has hecho, santa mujer! —dijo Gabriel—. Tu vida ha sido un continuo heroísmo… ¡Pero acaba… acaba!
—Cuando ya no exista —siguió diciendo Perrot—, cuando haya muerto, querida esposa mía, la prudencia aconseja que cierres esta casa, que despidas a todos los criados de monseñor y que te vayas a vivir a Montgomery con Gabriel y con nuestro hijo. No habitarás en el castillo; debes vivir retirada en nuestra casita, donde educarás al heredero de los nobles condes, si no en un secreto absoluto, a lo menos sin fausto ni ostentación, es decir, de modo que sus amigos sepan de él y sus enemigos le olviden. Todas las buenas gentes de allá, el mayordomo, el capellán, te ayudarán a cumplir el grande y sagrado deber que el Señor te impone. Será preferible que el mismo Gabriel ignore, hasta que cumpla los dieciocho años, el título que tiene derecho a ostentar, y sepa únicamente que es caballero. Nuestro digno capellán y el señor de Vimoutiers, tutor nato del niño, te ayudarán con sus consejos, pero aun a estos amigos, con ser de toda confianza, no revelarás lo que te he confiado. Concrétate a decirles que temes por Gabriel a los poderosos enemigos de su padre.
Añadió Perrot mil advertencias, repitiéndomelas de mil maneras, hasta que le acometieron de nuevo los dolores, que vinieron acompañados de un abatimiento no menos acerbo que aquellos. Aun entonces el desventurado aprovechaba todos los momentos de tregua para animarme y consolarme.
Exigió de mí otra promesa que había de poner a ruda prueba mis energías y que me produjo horribles angustias.
—Para Montmorency —dijo—, estoy enterrado en el cementerio de los Inocentes; así es que precisa que yo desaparezca como ha desaparecido el conde. Si se encontrara un indicio de mi venida a esta casa, tú, Aloísa, estabas irremisiblemente perdida, y acaso Gabriel contigo. Pero tienes un brazo robusto y alienta en tu pecho un corazón enérgico. Tan pronto como cierres mis ojos, reunirás todas las fuerzas de tu cuerpo y de tu alma, esperarás a que sea medianoche y, aprovechando el sueño de los de la casa, a quienes habrán rendido las fatigas del día, transportarás mi cadáver a la antigua cripta funeraria de los señores Brissac, años atrás dueños de este palacio. Hace mucho tiempo que nadie ha penetrado en aquel panteón abandonado, cuya llave cubierta de moho, encontrarás en el cofre grande que está en la cámara del conde. Así podré reposar en una sepultura consagrada y entre grandes señores, aunque como humilde escudero que soy sea indigno de tan noble compañía. Pero a bien que la muerte nos nivela a todos. ¿Verdad, Aloísa?
Viendo que las congojas de la muerte invadían a mi pobre Perrot, y que este insistía en recabar mi palabra, prometí todo lo que quiso. Hacia el atardecer, se apoderó de él el delirio, al que sucedieron horribles dolores. Yo me desesperaba y me golpeaba el pecho en vista de que era imposible proporcionarle el menor alivio, pero él, con su elocuente y triste mirada fija en mí, me decía que todo era inútil.
Al fin, abrasado por la fiebre y devorado por atroces sufrimientos, me dijo:
—¡Aloísa… dame agua… una gota solamente!
En mi ignorancia y en mi deseo de mitigar su sed se la había ofrecido varias veces, pero él no la había aceptado. Me apresuré a presentarle un vaso lleno, y antes de llevarlo a sus labios, me dijo.
—¡Aloísa… el último beso… y el postrer adiós…! ¡Acuérdate de todo… acuérdate!
Cubrí su rostro de besos y de lágrimas. Me pidió un crucifijo, posó sus labios sobre los clavos de la cruz de Jesús, diciendo: «¡Dios mío!, ¡Dios mío!», y dándome un apretón de manos, el último, tomó el vaso que yo le ofrecía Bebió un sorbo, se estremeció violentamente y cayó sobre la almohada.
¡Había muerto!
Yo pasé el resto de la velada rezando y llorando, pero, como de ordinario, fui a acostaros, monseñor. A nadie admiró mi dolor: la consternación era general en la casa y todos los servidores lloraban al conde y a su fiel escudero Perrot.
Dieron las dos de la madrugada y el silencio era completo. Todos dormían, todos, excepto yo, que velaba. Lavé la sangre que cubría el cuerpo de mi marido, lo envolví en una sábana y, encomendándome a Dios, principié a bajar con mi querida carga, cuyo peso sentía más mi corazón que mis brazos. Cuando me faltaban las fuerzas, dejaba el cadáver en el suelo, y arrodillada junto a él, oraba.
Al cabo de media hora eterna llegué a la puerta de la cripta. Cuando la abrí, no sin trabajo, una ráfaga de viento helado apagó la lámpara con que me alumbraba y me causó un espanto mortal. Algún tanto repuesta, volví a encender la lámpara y deposité el cuerpo de mi marido en un sepulcro que encontré abierto y vacío, como si esperase recibirlo. Después de haber besado por última vez la sábana, dejé caer la losa de mármol y me separé para siempre del que había sido querido compañero de mi vida. El ruido que hizo la losa al chocar con el sepulcro me causó tal espanto, que huí, sin cerrar la puerta de la cripta, y no cesé de correr hasta que llegué a mi habitación, donde caí medio muerta sobre una silla. Era indispensable que antes del día desaparecieran los trapos y ropas ensangrentados, a fin de que no quedasen rastros de los trágicos sucesos de aquella noche; y en efecto, cuando amaneció, ya lo había yo quemado todo, lo había hecho desaparecer con el mismo cuidado que pone el criminal para no dejar huellas de su crimen.
Los esfuerzos y los sufrimientos habían agotado mis energías, y caí enferma; pero estaba en la obligación de vivir para cuidar de los dos huérfanos que la Providencia había confiado a mi protección única, y viví, monseñor.
—¡Pobre mujer! ¡Pobre mártir! —exclamó Gabriel, estrechando la mano de Aloísa.
—Un mes más tarde os llevé a Montgomery —repuso la nodriza—, obedeciendo las instrucciones de mi marido.
Las previsiones del señor de Montmorency tuvieron realización exacta; la inexplicable desaparición del conde de Montgomery y de su escudero dieron margen a muchos comentarios durante un semana; poco a poco hablando menos, y por último, ya nadie se acordó más que de la próxima llegada del emperador Carlos V, que debía atravesar el territorio francés para ir a castigar a los ganteses.
En el mes de mayo del mismo año, cinco meses después de la muerte o desaparición de vuestro padre, monseñor, nació Diana de Castro.
—¡Sí! —dijo Gabriel pensativo—. ¿Era Diana de Poitiers amante de mi padre? ¿Se entregó al Delfín antes, después, o al mismo tiempo que a mi padre? ¡Cuestiones sombrías que las murmuraciones de una corte corrompida no han podido aclarar ni resolver! ¡Pero mi padre vive…! ¡Mi padre debe vivir…! Yo le encontraré, Aloísa. Desde este instante viven en mí dos hombres que no cejarán hasta encontrarle: un hijo y un amante.
—¡Dios lo quiera! —contestó Aloísa.
—¿Nada has podido indagar después, nodriza, acerca de la prisión en que aquellos miserables sepultaron a mi padre?
—Nada, monseñor. El único indicio que podría tal vez guiarnos es la frase pronunciada por Montmorency y recogida por Perrot, a propósito de que el gobernador del Chatelet era un amigo de toda su confianza y de cuya discreción respondía.
—¡El Chatelet! —exclamó de pronto Gabriel—. ¡El Chatelet!
El fulgor de un recuerdo horrible presentó en su memoria aquel triste y desconocido anciano condenado a no pronunciar jamás una palabra, y a quien él había visto con compasión profunda en uno de los calabozos más profundos de la prisión real.
Gabriel se arrojó en los brazos de Aloísa deshaciéndose en lágrimas.