LOÍSA, después de haber descansado algunos instantes, porque apenas si la dejaba hablar el dolor que le producía el recuerdo de tan trágica historia, cobró algunos ánimos y, a instancias de Gabriel, terminó su triste narración del modo siguiente:
«Daba la una de la madrugada cuando se alejaban el delfín y su poco escrupuloso mentor. Perrot tenía el convencimiento de que su señor estaba perdido sin remedio si daba tiempo a que llegase el emisario anunciado por Montmorency. Había tomado nota de que el condestable no había indicado contraseña alguna para que pudieran reconocer a su enviado, e inmediatamente ideó su plan de salvación. Esperó media hora próximamente con objeto de dar visos de verdad a la llegada del emisario, y entonces salió sigiloso de su escondite, bajó con cuidado algunos tramos de la escalera, y los volvió a subir con paso firme, procurando que fuese oído desde el interior del oratorio, llamando momentos después a la puerta de este.
»Temerario era el plan que espontáneamente había concebido, pero por lo mismo tenía a su favor grandes probabilidades de éxito.
»—¿Quién va? —preguntó el centinela.
»—Enviado de monseñor de Montmorency.
»—Abrid —ordenó el jefe de los soldados.
»Cumplida la orden, Perrot penetró con la cabeza erguida y audaz continente.
»—Soy —dijo— el escudero del caballero Carlos de Manffol, que lo es a su vez, como sabéis, de monseñor de Montmorency. Acompañaba a mi señor, que regresaba del Louvre, donde había estado de guardia, cuando encontramos en la plaza de la Gréve a monseñor de Montmorency, con un joven alto envuelto en su capa. Monseñor de Montmorency reconoció al caballero de Manffol y le llamó. Cambiaron algunas palabras en voz baja, que no oí, y seguidamente me ordenaron que viniese aquí, a la calle de Higuera, domicilio de la señora Diana de Poitiers, donde encontraría un prisionero, con respecto al cual me han dado instrucciones secretas, que debo cumplir. He pedido algunos hombres de escolta, pero me han manifestado que había aquí fuerza suficiente, y veo que, en efecto, sois más de los que necesito para llevar a cabo la misión de conciliación que me han confiado. ¿Dónde está el prisionero? ¡Ah! ¡Ya lo veo! Quitadle la mordaza: necesito hablarle y que él me responda.
»Dudaba el escrupuloso jefe de los soldados a pesar del tono decidido de Perrot.
»—¿No traéis ninguna orden escrita? —preguntó.
»—¿Os parece si se escriben órdenes en la plaza de la Gréve, a las doce de la madrugada? —contestó Perrot encogiéndose de hombros—. Lo que sí me ha dicho monseñor de Montmorency es que os había advertido de mi llegada.
»—Es cierto.
»—Entonces, ¿a qué vienen esas tonterías, buen hombre? ¡Vaya! Despejad un poco, amigos, que lo que tengo que decir a ese señor debe quedar entre él y yo… ¿No me oís? ¡Atrás… atrás!
»Retrocedieron en efecto, y Perrot pudo acercarse a su señor, a quien ya habían quitado la mordaza.
»—¡Mi bravo Perrot! —dijo el conde, que había conocido a su escudero desde que este entró en el oratorio—. ¿Cómo estás aquí?
»—Luego lo sabréis, monseñor. Escuchadme, porque no podemos perder un momento.
»En pocas palabras le puso al tanto de la escena que acababa de tener lugar en la cámara de Diana y de la resolución que había adoptado Montmorency de sepultar para siempre el secreto del terrible insulto inferido al príncipe juntamente con la persona del agresor. Era forzoso sustraerse a tan mortal cautiverio mediante una resolución desesperada.
»—¿Y qué piensas hacer, Perrot? —preguntó el conde—. Son ocho contra nosotros dos, y por si esto es poco, nos encontramos en una casa que dista mucho de ser amiga —terminó con amargura en la voz.
»—No importa —contestó Perrot. Dejadme obrar y hablar, y os salváis; seréis libre.
»—¿Para qué, Perrot? —dijo con tristeza el conde—. ¿Para qué quiero la vida y la libertad? ¡Diana no me ama!… ¡Me detesta y me vende!
»—Olvidad a esa mujer, monseñor, y acordaos únicamente de vuestro hijo.
»—Tienes razón, Perrot; he tenido demasiado olvidado a mi pobre Gabriel, y Dios me castiga con justicia. Por mi hijo debo, quiero aprovechar el último recurso de salvación que vienes a ofrecerme, amigo mío, pero ante todo, escúchame: si fracasan tus esfuerzos, si se malogra la empresa, insensata a fuerza de ser audaz, que vas a intentar, yo no quiero, Perrot, legar a un pobre huérfano como herencia las consecuencias de mi destino fatal, no quiero imponerle, luego que yo haya desaparecido de este mundo, las terribles enemistades a cuyos golpes habré sucumbido yo. Júrame, pues, que si la prisión o la tumba se abren para mí, y tú me sobrevives, jamás sabrá Gabriel por tu boca cómo desapareció su padre de la tierra. Si él llegase a conocer este secreto terrible, querría salvarme o vengarme, y en uno y otro caso se perdería sin remedio. ¡Tengo que dar a su pobre madre una cuenta harto terrible para que la añada este peso más! ¡Viva feliz mi hijo sin que le torturen las calamidades y desdichas de su padre! Júramelo, Perrot, y ten presente que no te relevo del juramento más que en el caso en que los tres actores de la escena que acabas de narrarme muriesen antes que yo, es decir, cuando el Delfín, que para entonces será rey, Diana y el señor de Montmorency, hayan llevado a la tumba su odio omnipotente y nada puedan ya contra mi hijo. Si tan dudosa hipótesis llegara a realizarse, que procure, si ese es su deseo, encontrarme y rescatarme, pero hasta entonces, que ignore como todo el mundo y si es posible más que todos, el fin de su padre. ¿Me lo prometes, Perrot? ¿Me lo juras? Con esta condición únicamente me abandonaré a tu valor temeraria y aceptaré tu sacrificio, que temo resulte inútil Perrot.
»—Puesto que así lo quieres, monseñor, juro.
»—Sobre la cruz de tu espada, Perrot, júrame que nunca sabrá Gabriel por ti este peligroso misterio.
»—Lo juro sobre la cruz de mi espada, monseñor —contestó Perrot extendiendo sobre aquella la mano derecha.
»—Gracias, amigo mío, gracias. Ahora, puedes hacer lo que quieras, mi fiel servidor. Me entrego a tu valor y a la gracia de Dios.
»—¡Sangre fría y serenidad, monseñor, y ahora veréis!
»Dirigiéndose al jefe de la guardia, añadió:
»—Las contestaciones del preso son tan satisfactorias, que podéis desatarle y dejarle partir al punto.
»—¿Desatarle? ¿Dejarle partir? —repitió el jefe estupefacto.
»—Claro que sí: son órdenes de monseñor de Montmorency.
»—Monseñor de Montmorency —replicó el jefe de la guardia moviendo la cabeza— nos ordenó que vigilásemos a este prisionero, y añadió, al marcharse, que yo respondía de su persona con mi cabeza. ¿Cómo es posible que el mismo señor mande ahora que se le ponga en libertad?
»—¿Y cómo os negáis a obedecerme a mí, que hablo en su nombre? —increpó Perrot sin perder la serenidad.
»—No me niego; dudo. Si me mandaseis degollar a este caballero, o tirarle de cabeza al río o conducirle a la Bastilla obedecería sin titubear, pero ponerle en libertad, cosa es que no entra en nuestras atribuciones.
»—¡Cómo queráis! —respondió Perrot sin desconcertarse—. Os he transmitido las órdenes que me dieron y me lavo las manos. De vuestra desobediencia contestaréis vos a monseñor de Montmorency, y como nada me queda que hacer aquí, ¡buenas noches!
»Y abrió la puerta como para salir.
»—Deteneos un instante —dijo el esbirro—. ¿Tanta prisa tenéis? ¿Me aseguráis que es la voluntad de monseñor de Montmorency que deje en libertad al prisionero? ¿Estáis cierto de que es monseñor de Montmorency quién os envía?
»—¡Necio! —replicó Perrot—. ¿Podía yo saber, si él no me lo hubiera dicho, que guardabais aquí a un prisionero? ¿Ha salido alguien de la casa después de monseñor Montmorency para que me lo haya advertido?
»—¡Está bien! Se desatará a ese hombre —refunfuñó el esbirro, con el descontento del tigre a quien arrebatan la presa que iba a devorar—. ¡Qué veleidosos son esos nobles, cuerpo de Cristo!
»—¡Corriente! —dijo Perrot—. Aquí espero.
»Y permaneció fuera del oratorio, sobre el primer peldaño, de la escalera, dando frente a esta y con el puñal desnudo en la mano, por si veía subir al mensajero auténtico de Montmorency, a quien estaba dispuesto a dejar inmóvil para siempre.
»Absorto en la vigilancia de la escalera, no vio ni oyó a sus espaldas a Diana que, atraída por el ruido de las voces, había salido de su cámara y adelantaba hasta la puerta del oratorio, que estaba abierta. Aquel monstruo de traición vio que desataban a monseñor de Montgomery, el cual quedó yerto de horror al verla.
»—¡Miserables! —gritó—. ¿Qué hacéis?
»—Obedecemos las órdenes de monseñor de Montmorency, señora —contestó el jefe de la guardia—. Estamos desatando al prisionero.
»—¡Montmorency no ha podido dar orden semejante! —replicó la de Poitiers—. ¡Imposible! ¿Quién ha traído esa orden?
»Los soldados indicaron a Perrot, que se había vuelto poseído de espanto y de estupor al oír la voz de Diana. Un rayo de luz iluminaba de lleno la cara pálida y consternada de mi pobre marido. Diana de Poitiers le reconoció al punto.
»—¿Ese hombre? —preguntó Diana—. ¡Ese hombre es el escudero del preso! ¡Ved lo que ibais a hacer!
»—¡Mentira! —contestó Perrot, intentando negarlo—. Soy escudero del caballero Manffol y enviado aquí por monseñor de Montmorency.
»—¿Quién pretende ser el enviado de monseñor de Montmorency? —preguntó una voz desde la galería, la voz del verdadero mensajero—. Ese hombre miente, mis bravos soldados. Ved aquí el anillo y el sello de los Montmorency. Además, no podéis menos de reconocerme, puesto que soy el conde de Montansier. ¡Cómo! ¿Habéis osado quitar la mordaza al preso y os disponías a desatarle? ¡Desgraciados!… ¡Amordazadle inmediatamente y amarradle más sólidamente que estaba!
»—¡Magnífico! —exclamó el jefe de los esbirros—. Estas órdenes ya son más verosímiles.
»—¡Pobre Perrot! —se limitó a decir el conde.
»No se dignó dirigir una palabra de queja ni de reconvención a Diana, aunque tuvo tiempo de hacerlo antes de que le amordazasen. Es posible que no lo hiciera por temor de comprometer más a su abnegado escudero. No imitó, por desgracia, el servidor la prudencia de su señor, pues dirigiéndose a Diana de Poitiers, rugió poseído de indignación:
»—¡Muy bien, señora! ¡No sois partidaria de dejar incompletas las felonías! San Pedro negó tres veces a Cristo, pero Judas sólo le vendió una: vos, en menos de una hora, habéis vendido tres veces a vuestro amante. ¡Es verdad que Judas era un hombre, y vos sois mujer y duquesa!
»—¡Apoderaos de ese hombre! —ordenó Diana furiosa.
»—¡Apoderaos de ese hombre! —repitió el conde de Montansier.
»—¡No me tenéis todavía en vuestro poder! —gritó Perrot.
»Puesto en trance tan desesperado, cediendo a un impulso de loca abnegación, de un salto se puso al lado de su señor, y con el filo de su puñal comenzó a cortar las ligaduras, diciendo:
»—¡A ellos, monseñor! ¡Vendamos caras nuestras vidas!
»Solamente tuvo tiempo para desatarle el brazo izquierdo, porque le era imposible defenderse de los golpes que le asestaban mientras procuraba cortar las ligaduras del conde. Diez espadas se oponían a la suya. Cercado y atacado por todas partes, una estocada que recibió en la espalda le tendió a los pies de su señor, donde quedó sin sentido y como muerto.