Capítulo XXII

SEÑOR de Montmorency —decía el delfín, entre melancólico y colérico, al entrar en la cámara de Diana—; estaría ahora menos descontento de mí y más contento de vos si no me hubierais sujetado casi a viva fuerza.

»—Monseñor me permitirá que le haga presente —contestó el condestable—, que bien están esas palabras en boca de un joven, pero no en la de un hijo de un rey. Vuestros días, monseñor, no os pertenecen a vos, sino a vuestro pueblo, y las cabezas coronadas tienen deberes sagrados que no comprenden a los demás hombres.

»—Si lo que decís es verdad, ¿por qué me irrito contra mí mismo? ¿Por qué estoy como avergonzado? ¡Ah!… ¿Sois vos, señora?, repuso dirigiéndose a Diana, en quien no había reparado hasta entonces—. ¡En vuestra casa, y por vuestra causa, he sido ultrajado por primera vez!

»El amor propio lastimado hablaba en aquel momento más recio que sus celos.

»—¡En mi casa sí, pero no digáis que por mi causa! —contestó Diana—. Vuestras son mi alma y mi vida, monseñor, y puedo decir que principié a vivir el día que vos aceptasteis este pobre corazón mío que os es tan leal. Puede que en otro tiempo… no sé, pero acaso dejé entrever a Montgomery algunas esperanzas… esperanzas muy vagas, pero llegasteis vos, y aquello pasó al olvido. Desde entonces, os lo juro, quisiera que dierais más crédito a mis palabras que a las calumnias de la señora de Etampes, que obra impulsada por los celos… desde entonces, desde el día bendito en que os dignasteis amarme, todos los pensamientos de mi inteligencia, todas las pulsaciones de mi sangre, han sido para vos y por vos, monseñor. Ese hombre miente, ese hombre obra de concierto con mis enemigos, ese hombre no tiene derecho alguno sobre la que os pertenece por entero, Enrique. Apenas si le conozco, y lejos de amarle, ¡gran Dios!, le odio, le aborrezco y le desprecio. Ya veis que ni siquiera os he preguntado si vive o si ha muerto; me preocupo únicamente de vos; a él ¡le odio!

»—¿Debo creeros, señora? —preguntó el delfín con un resto de desconfianza sombría.

»—De ello podéis tener pronto una prueba, tan sencilla como completa —terció el señor de Montmorency—. El señor de Montgomery vive, señora, pero está sujeto y reducido a la impotencia en manos de nuestros soldados. Ha ofendido gravemente al príncipe, pero no podemos entregarle a los tribunales, porque dejarles que entendiesen en semejante crimen sería más peligroso que el crimen mismo.

Más imposible todavía es que monseñor el delfín acepte un combate singular con ese insolente. Decid ahora, señora: ¿qué opináis que debe hacerse con ese hombre?

«Siguió a esto un momento de silencio. Perrot suspendió su respiración para oír mejor las palabras que iban a salir de la boca de aquella mujer, pero la contestación tardaba: sin duda se temía a sí misma, y más todavía, a lo que se disponía a decir. Al fin habló, y dijo con voz segura:

»—El señor de Montgomery es reo de un crimen de lesa majestad. ¿Qué pena imponen las leyes a los delitos de esta clase, señor de Montmorency?

»—La muerte —contestó el condestable.

»—Entonces, es mi parecer que muera —dijo con frialdad Diana.

»Todos se estremecieron. Al cabo de una pausa breve, repuso Montmorency:

»—Es verdad, señora: no amáis ni habéis amado nunca al señor de Montgomery.

»—Pero ahora menos que nunca quiero yo que muera Montgomery —dijo el delfín.

»—Soy de la misma opinión, monseñor —respondió el condestable—, aunque supongo que nace la mía de motivos distintos de los que engendran la vuestra. La opinión que vos emitís por generosidad, monseñor, yo la apruebo por prudencia. Montgomery tiene amigos y aliados poderosos en Francia y en Inglaterra, y es público y notorio en la corte que esta noche debía encontrarnos aquí. Si mañana nos lo pidieran resueltamente y con escándalo, sería peligrosísimo presentarles su cadáver. La nobleza no tolera que se la trate como a los villanos, no sufre que se mate a sus miembros sin ceremonias. Es necesario colocarnos en situación de poder responder: “El conde de Montgomery ha huido”, o bien, “el conde de Montgomery está herido o enfermo”, es decir, que se impone conservar vivo a Montgomery. Si nos estrechan demasiado, si reclaman sus amigos con excesiva insistencia, entonces le sacaremos de su calabozo o de su lecho, y le presentaremos a los calumniadores. Espero, sin embargo, que la precaución, aunque buena y hasta necesaria, ha de resultar inútil. Preguntarán mañana y pasado mañana por el conde de Montgomery, dentro de ocho días apenas si se hablará de él, y al cabo de un mes, nadie se acordará de que existió. Nada se olvida tan pronto como un amigo, ni nada cansa tan pronto como una misma conversación. Por lo mismo opino que el culpable no debe morir ni debe vivir, sino sencillamente desaparecer.

»—¡Sea! —contestó el delfín—. Que salga, que se vaya de Francia. En Inglaterra tiene parientes y bienes; que se refugie allí.

»—¡No tal, monseñor! —replicó Montmorency—. La muerte me parece demasiado, pero el destierro no basta. ¿Queréis que ese hombre haga público en Inglaterra que os amenazó con palabras insultantes y ademanes violentos?

»—¡Ah…! ¡No me lo recordéis! —exclamó colérico el delfín.

»—Permitidme, sin embargo, monseñor, que os lo recuerde, para preveniros contra una determinación que podrá ser generosa, pero que no peca de prudente. Es absolutamente necesario que Montgomery no pueda nunca, ni vivo ni muerto, hacer revelaciones. Los hombres de nuestra escolta son de confianza absoluta, aparte de que desconocen a la persona de que se trata. El gobernador del Chatelet es amigo mío, mudo y sordo como la prisión que gobierna, y vasallo leal de su majestad. Opino que esta misma noche debe ser Montgomery trasladado al Chatelet: un calabozo seguro nos lo guardará ahora y nos lo devolverá cuando se lo pidamos. Mañana habrá desaparecido, y nosotros nos encargaremos de propalar los rumores más contradictorios acerca de su desaparición. Si los rumores no cesan por sí mismos, si los amigos del conde extreman sus instancias, lo que no considero probable, y pretenden que se practiquen investigaciones severas, lo que me maravillaría en extremo, nos justificaríamos en el acto presentando los registros del Chatelet, que probarían que el señor conde de Montgomery, acusado del crimen de lesa majestad, esperaba en la prisión el fallo del proceso abierto contra él. Y una vez dada esta prueba, ¿será culpa nuestra si la prisión es malsana, si los remordimientos han afectado demasiado al preso, y si este ha muerto antes del día señalado para comparecer ante sus jueces…?

»—¡Montmorency… Montmorency…! —exclamó horrorizado el delfín.

»—Tranquilizaos, monseñor —contestó el consejero del príncipe—, que confío que no hemos de llegar a ese extremo. Los rumores a que dé lugar la ausencia del conde se acallarán por sí mismos. Los amigos se consolarán y olvidarán muy pronto, y Montgomery vivirá si quiere, para la prisión, pero habrá muerto para el mundo.

»—¿Pero no tiene un hijo? —preguntó Diana.

»—Sí… un niño a quien dirán que no saben qué ha sido de su padre, y que, cuando sea mayor, si llega a serlo… ¡pobrecito huérfano!, tendrá intereses propios y pasiones propias que embargarán su atención, y no intentará profundizar una historia que para entonces datará de quince o veinte años.

»—Encuentro el plan muy justo y me parece maravillosamente combinado —dijo Diana de Poitiers—. Digo con placer que me inclino, apruebo y admiro.

»—Sois muy bondadosa en verdad, señora —respondió Montmorency, en extremo satisfecho—. Con satisfacción veo que hemos nacido para entendernos.

»—¡Pues yo ni apruebo ni admiro! —exclamó Enrique—. Por el contrario: desapruebo y me opongo…

»—Desaprobad, monseñor, y yo contestaré que tenéis razón —dijo Montmorency—; desaprobad, pero no os opongáis; reconvenidme, pero dejadme obrar. Desentendeos de todo, que yo cargaré con toda la responsabilidad ante Dios y ante los hombres.

»—Pero queréis que entre los dos haya un crimen, Montmorency —replicó el delfín—. No os basta ser mi amigo; pretendéis que yo sea vuestro cómplice.

»—¡Oh, monseñor! ¡Lejos de mí semejantes pensamientos! —exclamó el astuto consejero—. Inspira mis palabras el deseo de que no os comprometáis ni castigando al culpable ni batiéndoos con él. ¿Queréis que ponga lo ocurrido en conocimiento del rey vuestro padre?

»—¡No, no! ¡Qué mi padre lo ignore todo! —contestó el delfín.

»—Mi deber me obligará a advertírselo, monseñor, si persistís en creer que duran todavía los tiempos de las acciones caballerescas. Pero no adoptemos resoluciones precipitadas, y dejemos al tiempo la misión de madurar nuestros consejos. Pongamos al conde a buen recaudo, condición precisa para el buen éxito de nuestros designios ulteriores, cualesquiera que estos sean, y más adelante concretaremos la resolución definitiva.

»—¡Sea! —contestó el delfín, cuya débil voluntad aceptó gustoso el pretendido término medio del condestable—. Montgomery podrá arrepentirse de su irreflexivo acaloramiento, y yo también podré reflexionar sobre lo que mi dignidad y mi conciencia me ordenan que haga.

»—Volvamos, pues, al Louvre, monseñor, y hagamos constar nuestra presencia. Señora —añadió sonriente el condestable, dirigiéndose a Diana de Poitiers—; mañana os le devolveré, pues veo con placer que le amáis con verdadera pasión.

»—¿Pero está tan convencido de lo mismo monseñor el delfín? —preguntó Diana—. ¿Me perdonará este incidente fatal que no podía prever y en el cual ninguna parte he tenido?

»—Sí; creo que me amáis… con toda vuestra alma, Diana —contestó el delfín pensativo—. Es más: tengo precisión de creerlo, porque, aun cuando Montgomery hubiese dicho verdad, el dolor inmenso que se apoderó de mí al imaginar que os había perdido, me ha hecho comprender que vuestro amor es una necesidad de mi existencia, y que, quien una vez os ama, ha de amaros mientras le dure la vida.

»—¡Ah… si eso fuese verdad! —exclamó Diana con acento de pasión y besando la mano que el príncipe le tendía en señal de reconciliación.

»—Vamos sin tardanza, monseñor —dijo Montmorency.

»—Hasta la vista, Diana.

»—Hasta la vista, dueño mío —contestó la de Poitiers, enfatizando las dos palabras últimas con expresión de indecible encanto.

»Mientras el delfín, a quien Diana había acompañado hasta la puerta de su cámara, descendía la escalera, Montmorency abrió la puerta del oratorio, donde continuaba encadenado y vigilado el señor de Montgomery, y dirigiéndose al jefe de los soldados, dijo:

»—Dentro de poco enviaré un hombre de toda mi confianza que os comunicará lo que debéis hacer con el prisionero. Hasta entonces vigilad todos sus movimientos y no le perdáis de vista un segundo; de su persona me respondéis con vuestra cabeza.

»—Descuidad, monseñor —contestó el soldado.

»—También vigilaré yo —advirtió Diana desde la puerta de su cámara.

»Todos se alejaron, y Perrot ya no oyó desde su escondite más que el acompasado paso del centinela colocado junto a la puerta del oratorio, mientras sus compañeros vigilaban en el interior al prisionero».