AL como había dicho el señor de Langeais, el palacio Brézé, donde habitaba Diana de Poitiers, no distaba dos pasos del nuestro, sito en la calle de la Higuera de San Pablo, y allí se alza todavía este edificio de desgracia.
»Perrot seguía de lejos a su señor y le vio pararse a la puerta de la residencia de Diana, llamar, y momentos después entrar. Se acercó él entonces, y oyó que el señor de Montgomery hablaba con altivez a la servidumbre que intentaba oponerse a su paso, bajo el pretexto de que su señora estaba enferma en su cámara. Pasó el conde, no obstante la oposición de los criados, y Perrot aprovechó la confusión para entrar y seguir a su señor sin ser visto. Como conocía bien las entradas de la casa por haber sido portador de varios mensajes del conde para Diana, pudo seguir a su señor sin que le pusieran obstáculos, bien porque no le viesen, bien porque a nadie importase el escudero una vez rota la consigna por el amo.
»En lo alto de la escalera encontró el conde dos doncellas de la señora de Poitiers, inquietas y conturbadas, que le preguntaron qué deseaba a semejantes horas: estaban sonando las diez de la noche en los relojes de los alrededores. Contestó con entereza el señor de Montgomery que quería ver en el acto a la señora Diana, porque le tenía que comunicar sin dilación asuntos de la mayor importancia, y añadió que, si no la podía ver, esperaría.
»Hablaba tan recio, que necesariamente se le había de oír desde el dormitorio de Diana de Poitiers, que estaba muy próximo. Una de las señoras entró en aquel y volvió diciendo que la señora estaba acostándose, pero que saldría para recibir al conde, a quien rogaba que fuese a esperarla al oratorio.
»¡O el delfín no estaba allí, o demostraba una cobardía indigna de un hijo de Francia! El señor de Montgomery siguió a las doncellas que con bujías encendidas le guiaron al oratorio.
»Perrot, que hasta entonces había permanecido oculto en la parte obscura de la escalera, acabó de subirla y se escondió detrás de un gran tapiz que pendía del artesonado de la gran galería y separaba el dormitorio de Diana de Poitiers del oratorio donde ya estaba esperando el conde. En el fondo del vasto corredor había dos puertas, a la sazón condenadas, y que en otro tiempo correspondían la una al oratorio y la otra al dormitorio. Perrot se deslizó hasta una de aquellas puertas, respetadas por consideración a la simetría, y se ocultó en el hueco, observando con alegría que si prestaba atención, oiría casi todo lo que se hablaba en una o en otra estancia. He de hacer constar que no impulsaba a mi bravo marido un sentimiento vulgar de curiosidad, monseñor, sino el deseo natural de auxiliar a su señor, pues las últimas palabras que este nos dirigió al despedirnos, y además una voz secreta, la voz del instinto, le advertían que el conde corría peligro gravísimo y le hacían sospechar que en aquel momento se le tendía un lazo. Natural era, de consiguiente, que deseara estar cerca para volar en su auxilio en caso de necesidad.
»Desgraciadamente, monseñor, ninguna de las palabras que recogieron sus oídos, y que después me refirió, puede darnos luz alguna, como pronto veréis, sobre la obscura y fatal cuestión que tanto os preocupa hoy.
»No duraba más de dos minutos la espera del señor de Montgomery, cuando entró en el oratorio Diana de Poitiers.
»—¿Qué pasa señor conde? —preguntó—. ¿A qué viene esta invasión nocturna e inesperada, después de haberos rogado que no vinierais esta noche?
»—Contestaré con dos palabras sinceras, señora, pero antes, despedid a vuestras doncellas. Voy a ser muy breve: acaban de decirme que me habéis dado un rival, que este rival es el delfín y que en este momento está en vuestra casa.
»—¡Y vos lo habéis creído sin duda, puesto que venís a comprobarlo! —respondió con altivez Diana.
»—He sufrido mucho, Diana; y vengo a que pongáis remedio a mi sufrimiento.
»—¡Pues bien! ¡Ya me habéis visto! Convencido de que os han mentido, dejadme descansar. ¡En nombre del Cielo, Jacobo, salid!
»—No, Diana —contestó el conde, a quien sin duda inquietó la prisa que la señora de Poitiers tenía por alejarse—. No me voy; porque si quizás mintieron al asegurarme que el delfín estaba aquí, quién sabe si dijeron verdad al afirmar que vendrá esta noche. Quiero convencerme, para, si faltaron a la verdad, poderles llamar calumniadores.
»—¿Y pretendéis quedaros?
»—Estoy decidido. Id a descansar, señora, si os sentís indispuesta; yo velaré vuestro sueño.
»—¿Con qué derecho pretendéis tal cosa? —exclamó Diana de Poitiers—. ¿Con qué títulos? ¿No soy libre todavía?
»—No, señora; no sois libre —replicó con entereza el conde—. No os concedo el derecho de hacer que sea la irrisión de la corte un caballero leal cuyas pretensiones habéis aceptado.
»—Si he aceptado pretensiones, tened por seguro que no aceptaré ni toleraré esta última. El mismo derecho de permanecer aquí tenéis vos que los demás de mofarse de vos. ¿Sois, por ventura, mi marido? Yo no ostento vuestro título, que yo sepa.
»—¡Oh, señora! —exclamó el señor de Montgomery con acentos de desesperación—. ¿Qué me importa que se rían de mí? ¡No! La cuestión no es esta. ¡Dios mío!, bien lo sabéis, Diana. Ni es mi honor el que sangra, sino mi amor. Si las necedades de aquellos tres fatuos me hubiesen ofendido, habría desenvainado la espada, y asunto terminado; pero, si no me ofendieron, desgarraron mi corazón, y por eso he venido. ¡Mi dignidad! ¡Mi reputación! No se trata ahora de ellas: se trata de que os amo, de que estoy loco, de que me habéis dicho y probado que me amáis, y de que quiero deciros y probaros con hechos que mataré a quien ose tocar este amor que es todo mi bien, aun cuando el osado fuera el delfín, aun cuando fuera el mismo rey. Me importa muy poco el nombre que den a mi ciega venganza, señora, pero os juro que me vengaré.
»—¿Qué es lo que pretendéis vengar? ¿Por qué? —preguntó una voz imperiosa que salía de allí cerca.
»Perrot se estremeció, porque a favor de la escasa luz que iluminaba la galería, acababa de ver aparecer al delfín, y detrás del delfín, la ridícula y antipática figura del condestable.
»—¡Ah! —gritó Diana, dejándose caer sobre un sillón y retorciéndose las manos—. ¡Lo que yo temía!
»El señor de Montgomery dio un grito; pero inmediatamente dijo con voz sosegada:
»—Monseñor: hacedme tan sólo la merced de pronunciar una palabra; decid que no habéis venido a esta casa porque amáis a la señora de Poitiers ni porque sois amado por ella.
»—Señor de Montgomery —replicó el Delfín con mal reprimida cólera—; no os suplico, os mando que pronunciéis una palabra: decid que no os encuentro aquí porque amáis a la señora de Poitiers ni porque sois amado por ella.
»Planteada en tales términos la cuestión ya no se encontraban frente a frente el heredero del trono más grande del mundo y un simple caballero, sino dos hombres, dos rivales irritados y celosos, dos corazones lastimados y dos almas desgarradas.
»—Soy el esposo, aceptado y designado de la señora Diana de Poitiers, como sabe todo el mundo y sabéis vos —contestó el señor de Montgomery, sin dar al príncipe el tratamiento a que tenía derecho.
»—Las promesas se olvidan, las promesas se las lleva el aire —contestó Enrique—. Aunque más recientes que las vuestras, yo presento, no promesas, sino derechos, que tienen más fuerza que aquellas y que sabré defender.
»—¡Ah, el imprudente! —gritó el conde de Montgomery, ciego de rabia y de celos—. ¡Y me habla de derechos…! ¿Os atreveréis a sostener que esta mujer os pertenece?
—Sostengo al menos que no os pertenece a vos, y añado que me encuentro en su casa con su consentimiento, y que vos estáis sin él. Por tanto, espero con impaciencia que la dejéis al instante.
—¡Un desafío! —gritó Montmorency avanzando entonces—. ¿Osáis, caballero, desafiar al delfín de Francia?
«—Aquí no está el delfín de Francia —replicó el conde—. Hay un hombre que pretende ser amado por la mujer que amo yo: nada más.
»Debió de dar un paso hacia Enrique, porque Perrot oyó gritar a Diana:
»—¡Quiere insultar al príncipe!… ¡Quiere matar al príncipe!… ¡Favor!… ¡Favor!…
»Efecto tal vez de lo difícil del papel que representaba, salió precipitadamente de la estancia, desoyendo la recomendación de Montmorency, que aseguraba que nada había que temer, puesto que disponían de dos espadas contra una sola, aparte de la numerosa escolta que aguardaban abajo. Perrot vio que Diana atravesaba corriendo la galería y entraba en su cámara llamando a sus doncellas y a las gentes del delfín.
»Su fuga no calmó el ardor de los dos rivales, sino muy al contrario, el señor de Montgomery, al oír hablar de escolta, dijo con amargura:
»—¿El señor delfín quiere, por ventura, vengar sus injurias personales con las espadas de sus gentes?
»—¡No, caballero! —contestó con fiereza el delfín—. ¡Para castigar a un insolente me basta la mía!
»Los dos echaron mano a las empuñaduras de sus espadas, pero Montmorency se interpuso.
»—Perdonad, monseñor —dijo—; pero el que mañana ha de ocupar el trono, no tiene hoy derecho para poner en riesgo su vida. No sois un hombre, monseñor; sois algo más, sois la nación. Un delfín de Francia sólo se bate por Francia.
»—Pero un delfín de Francia no me arrancará, con todo su poder, lo que es mi vida, la mujer que es para mí más que mi patria, más que mi honor, más que mi tierno hijo, más que mi alma inmortal, pues que por ella he olvidado todo esto, por ella… por esa mujer que tal vez me engaña. ¡Pero no! ¡No puede engañarme… es imposible! ¡La amo tanto! ¡Monseñor! ¡Perdonad mi violencia, olvidad mi locura, y dignaos decirme que no amáis a Diana! Os creeré, que no puedo concebir que hayáis ido a visitar a la mujer amada acompañado por el señor de Montmorency y escoltado por ocho o diez soldados.
»—He querido acompañar esta noche a monseñor con una escolta, desoyendo sus órdenes —dijo el condestable—, porque me habían prevenido en secreto que se le tendería un lazo en esta casa. Yo me quedé, sin embargo, en la calle con la escolta, y me disponía ya a retirarme, cuando vuestras voces airadas llegaron a mis oídos, obligándome a penetrar aquí, donde, en efecto, he encontrado la prueba de que los desconocidos que me advirtieron tenía razón.
»—¡Conozco a esos amigos desconocidos! —dijo riendo sarcásticamente el conde—. Son los mismos, a no dudar, que vinieron a anunciarme que el delfín pasaría la noche en esta casa, y ¡por Dios vivo!, que su intriga ha tenido todo el éxito que podían apetecer, ellos y la mujer que les puso en movimiento. La señora de Etampes, a lo que presumo, ha querido comprometer, provocando un escándalo, a Diana de Poitiers, y el señor delfín no ha titubeado en hacer una visita amorosa acompañado por un ejército, secundando eficazmente la ejecución de aquella intriga maravillosa. ¡Ah, Enrique de Valois! ¡Pocas consideraciones os merece Diana de Poitiers! ¿Queréis proclamarla pública y oficialmente vuestra amante? ¿Os pertenece real y positivamente esta mujer? ¡Sí… no hay duda! ¡Me la habéis robado; fuera necio negarlo! ¡Me habéis robado esta mujer, y con ella la vida! ¡Pues bien! ¡Se acabaron los respetos y consideraciones! ¡Enrique de Valois! ¡El hecho de que seas hijo del rey de Francia no es motivo para que dejes de ser caballero! ¡O me das una satisfacción del agravio, o te proclamaré cobarde ante el mundo entero!
»—¡Miserable! —bramó el delfín, desenvainando la espada y avanzando sobre el conde.
»Por segunda vez se interpuso Montmorency diciendo:
»Monseñor; repito que el heredero de un trono no cruzará en mi presencia su acero con un…
—¡Con un caballero de nobleza más antigua que la tuya, primer barón de la Cristiandad! —interrumpió el conde fuera de sí—. Cualquier noble vale tanto como el rey, y no fueron siempre los reyes tan prudentes como vosotros los pretendéis hacer. Carlos de Nápoles desafió a Alfonso de Aragón, y Francisco I desafió no hace mucho tiempo a Carlos V. Y si me objetáis que cito casos de reyes contra reyes, os diré que monseñor de Nemours, sobrino de un rey, retó a un simple capitán español. Los Montgomery valen tanto como los Valois, y por los mismo que han entroncado muchas veces con príncipes de las Casas de Francia y de Inglaterra, bien pueden batirse con ellos. Sangre real francesa pura corre por la venas de los Montgomery desde los siglos segundo y tercero. Desde que volvieron de Inglaterra, adonde fueron siguiendo a Guillermo el Conquistador, ostentaron en su escudo un león de oro armado y lampasado de plata sobre campo azul con esta divisa: Guarda bien, y tres flores de lis sobre fondo de gules. ¡Vamos, monseñor! Nuestros blasones son iguales, como nuestras espadas. ¡Portaos como caballero! ¡Ah, si amaseis como yo amo a esa mujer, o si me odiaseis como os odio yo! ¡Pero no! ¡Sois un niño tímido que os alegráis porque podéis esconderos detrás de vuestro ayo!
«—¡Dejadme, Montmorency! —gritó el delfín, forcejeando para desasirse de los brazos del Condestable que le retenían sujeto.
»—¡No será así, ira de Dios! —decía Montmorency—. ¡No toleraré que os batáis con ese furioso! ¡Atrás! ¡A mí… guardias!
»Al mismo tiempo, Diana de Poitiers, asomada a la ventana, gritaba con todas sus fuerzas:
»—¡Favor…! ¡Socorro…! ¿Dejaréis que asesinen a vuestros señores?
»La traición de aquella Dalila llevó al último límite la ciega exasperación del conde. Perrot, helado de espanto, le oyó decir:
»—¡Enrique de Valois, y tú, viejo corredor de sus liviandades, puesto que para obligaros a que me deis satisfacción me ponéis en el caso de inferiros la última afrenta, tomad!
»Supuso Perrot que el conde se acercó al delfín y puso la mano sobre su rostro, aunque lo probable es que se interpusiera Montmorency deteniendo su brazo, mientras gritaba más recio que nunca:
»—¡A mí…! ¡A mí…!
»Perrot no podía ver, pero si oyó que rugía el delfín:
»—¡Maldición! ¡Su guante ha tocado mi frente! ¡Ha de morir a mis manos, Montmorency!
»La escena se desarrolló con la rapidez del relámpago. Entraron en aquel momento los soldados de la escolta y se trabó una lucha encarnizada, durante la cual, sobre el ruido de las pisadas y el chasquido de los aceros, se destacaba la voz de Montmorency que gritaba:
»—¡Sujetad… atad a ese energúmeno!
»—¡No le matéis! —decía Enrique—. ¡Por el infierno… no le matéis!
»No podía durar aquel combate tan desigual, y, en efecto, terminó en menos de un minuto; ni siquiera dio tiempo a Perrot para acudir a ayudar a su señor. Al llegar al umbral de la puerta, vio a uno de los soldados tendido en el suelo y a dos o tres más heridos, pero el conde había sido ya desarmado por los cinco o seis soldados restantes, los cuales le tenían sujeto. Perrot, que gracias al tumulto no había sido visto por nadie, creyó que podría ser más útil a su señor conservando la libertad que intentando un rescate imposible, pues así le sería factible avisar a los amigos del conde y hasta socorrer a este aprovechando alguna ocasión favorable. Volvió, pues, sigilosamente a su escondite, y allí permaneció con el oído alerta y la mano en el pomo de su espada, esperando con oportunidad favorable para dejarse ver, y acaso para salvar a su señor, toda vez que vivía y ni siquiera había sido herido. Pronto veréis, monseñor, que a mi Perrot no le faltaban ni el valor ni la audacia; pero hombre tan prudente como bravo, sabía aprovechar con habilidad las ocasiones más ventajosas. Por el momento, no podía hacer otra cosa que observar, y eso fue lo que hizo con gran atención y prodigiosa sangre fría.
»El señor conde de Montgomery, sujeto y agarrotado como estaba, seguía gritando:
»—¿No te decía yo, Enrique de Valois, que tú opondrías lo menos diez espadas a la mía, y contestarías a mi afrenta con el valor mercenario de tus soldados?
»—¡Oís eso, Montmorency! —bramaba colérico el delfín.
»—¡Ponedle una mordaza! —ordenó el condestable por toda respuesta—. Dentro de poco os haré saber lo que debéis hacer con él —añadió, dirigiéndose como antes a los soldados—. Por el momento, no le perdáis de vista: con vuestra cabeza me respondéis de su persona.
»Y salió del oratorio llevando consigo al delfín. Atravesaron la galería en que Perrot estaba oculto y entraron en la cámara de Diana.
»Perrot aplicó el oído a la otra puerta.
»La escena que acaba de presenciar, con ser tan terrible, no era nada en comparación de la que iba a oír.