Capítulo XX

EXPUESTOS los preliminares de la historia, dejaremos su continuación a Aloísa.

—Mi marido, el bravo Perrot —decía a Gabriel, que la escuchaba con profunda atención—, no dejó de oír los rumores que públicamente circulaban con respecto a Diana, y las burlas de que hacían objeto al conde de Montgomery, pero dudaba entre ocultarlo todo a su señor, a quien veía dichoso y lleno de confianza, o revelarle la indigna trama en que aquella ambiciosa mujer le había envuelto. A mí me daba cuenta de sus vacilaciones, porque de ordinario y en mil ocasiones le aconsejé bien, y por otra parte tenía pruebas sobradas de mi discreción y prudencia, pero mis dudas eran tan grandes como las suyas en el espinoso caso en cuestión y no sabíamos qué partido adoptar.

Estábamos una noche en esta misma cámara monseñor, Perrot y yo, pues el conde de Montgomery no nos trataba como servidores, sino como amigos, y quiso conservar en París las costumbres patriarcales de nuestras veladas de invierno en Normandía, en las que señores y criados se sientan a calentarse en el mismo hogar después de las labores del día. El conde parecía pensativo; había apoyado la frente sobre la palma de la mano. Generalmente pasaba las veladas en la casa de Diana de Poitiers, pero desde hacía algún tiempo, aquella le enviaba a decir con alguna frecuencia que se hallaba indispuesta y que no podría recibirle. En las indisposiciones de la mujer que adoraba pensaba sin duda el conde; Perrot ponía correas nuevas a una coraza y yo hilaba.

Era el 7 de enero de 1539, noche fría y de lluvia, y la siguiente al día de la Epifanía. Grabad bien en vuestra memoria esta fecha siniestra, monseñor.

Gabriel significó con un gesto que no perdía palabra, y Aloísa continuó:

—De pronto anunciaron a los señores de Langeais, de Boutiéres y conde de Sancerre, tres caballeros de la corte, amigos de monseñor, pero que lo eran más de la señora de Etampes. Los tres venían envueltos con grandes capas obscuras, y aunque entraron riendo, me pareció que su intempestiva visita era presagio de desgracia. ¡Ah! ¡Mi instinto no me engañó!

»El conde de Montgomery se levantó y los recibió con la finura y gracia que le caracterizaban.

»—Bien venidos, amigos míos —dijo a los tres caballeros, estrechándoles las manos.

»A una señal de monseñor les quitamos las capas, y los tres tomaron asiento.

»—¿A qué feliz casualidad debo la fortuna de veros a estas horas? —continuó el conde.

»—A una apuesta triple —contestó el señor de Boutiéres—. Mi querido conde; vuestra presencia aquí significa que yo he ganado la mía.

»—La mía la había yo ganado antes de venir aquí —terció el señor de Langeais.

»—Y yo ganaré la mía dentro de muy poco; no tardaréis en verlo —añadió el conde de Sancerre.

»—¿Pero, se puede saber en qué consistía esa apuesta triple? —preguntó monseñor.

»—Langeais —respondió el señor de Boutiéres— apostó con Enghien a que el delfín no estaría esta noche en el Louvre. Hemos hecho las investigaciones del caso, y comprobado que Enghien ha perdido.

»—Boutiéres apostó con Montejan —dijo el conde de Sancerre— a que vos, mi querido conde, estaríais esta noche en vuestra casa, y viendo estáis que ha ganado:

»—Y tú también has ganado, Sancerre; respondo de ello —añadió el señor de Langeais—. Las tres apuestas, en definitiva, vienen a ser una sola, tanto, que necesariamente habíamos de perder o ganar los tres a la vez. Sancerre, mi querido Montgomery, apostó cien doblones contra de Aussun a que la señora de Poitiers estaría indispuesta esta noche.

»Vuestro padre, monseñor Gabriel, se puso horrorosamente pálido, y con voz alterada, dijo:

»—Habéis ganado, en efecto, señor de Sancerre, porque es verdad que la gran senescala me ha hecho saber que esta noche no podía recibir a nadie a causa de una repentina indisposición.

»—¿No lo decía yo? —gritó el conde de Sancerre—. Sed testigos de que de Aussun me debe cien doblones.

»Todos reían como locos, excepto vuestro padre, que se mantenía serio.

»—Y ahora, mis buenos amigos —dijo con cierta aspereza—, ¿tendréis la bondad de explicarme el enigma?

»—Con muchísimo gusto, pero haced que quedemos solos —respondió el señor de Boutiéres.

»Perrot y yo estábamos ya cerca de la puerta cuando vimos que nuestro señor nos hacía una seña para que no saliéramos.

»—Son amigos de toda mi confianza —dijo a aquellos señores—; y como por otra parte no tengo por qué avergonzarme de nada, sin inconveniente alguno pueden saberlo todo.

»—Como queráis —contestó el señor de Langeais—. Un poco huele a provincia; pero, en fin, más os afecta a vos que a nosotros, conde. Además, juraría que conocen como yo mismo el gran secreto, porque público y notorio es en la corte: no se habla de otra cosa. Lo que sucede es que el último en saberlo sois vos, según costumbre.

»—¡Hablad de una vez! —exclamó el señor de Montgomery.

»—Vamos a hablar, sí, mi querido conde —repuso el señor de Langeais—, porque nos duele que engañen de una manera tan indigna a quien es caballero como nosotros, y a un hombre tan galante como vos; pero, si he de hablar, habéis de prometerme que aceptaréis la revelación con filosofía, o, lo que es lo mismo, riendo. Lo que os sucede no es digno de vuestra cólera, aparte de que, si esta se encendía, seguros estamos de que no tardarían en desarmarla.

»—Veremos —contestó con frialdad monseñor—. Tened la bondad de continuar.

»—Querido conde —dijo entonces el señor de Boutiéres, que era el más joven y el más aturdido de los tres—: Habéis estudiado mitología, ¿no es cierto? ¿Recordáis la historia de Endymion? Sí; no dudo que sí. ¿Sabéis qué edad tenía Endymion cuando se enamoró de Diana Febea?

Si creéis que frisaba los cuarenta, rectificad vuestro error, querido, pues es lo cierto que no había cumplido los veinte. Buena prueba de ello es que aún no le apuntaba la barba, según me ha repetido cien veces mi ayo, que está perfectamente enterado. Y ya tenemos explicado por qué Endymion no duerme esta noche en el Louvre, por qué la señora Luna está oculta e invisible, probablemente a causa de la lluvia, y por qué, en fin, vos, señor de Montgomery, permanecéis en vuestra casa… De todo lo cual se infiere que mi ayo es un gran hombre, y que los tres hemos ganado nuestras apuestas. ¡Viva la alegría!

«—¿Hay pruebas? —preguntó con acento glacial el conde.

»—¿Pruebas? —repitió el señor de Langeais—. Podéis ir a buscarlas vos mismo. ¿No habita la Luna a dos pasos de aquí?

»—Tenéis razón… Gracias —se limitó a contestar el conde.

»Se puso en pie el conde. Los tres amigos hubieron de hacer lo propio. Su ruidosa alegría se había enfriado y trocado en alarma de resultas de la actitud severa del señor Montgomery.

»—Permitidme que os dé un consejo, conde —dijo el señor de Sancerre—. No vayáis a cometer alguna imprudencia, y tened presente que tan peligroso es rozarse con el leoncillo como con el mismo león.

»Tranquilizaos —contestó sencillamente el conde.

»—¿Supongo que no os habréis incomodado con nosotros?

»—Según… Veremos.

»Acompañó a los amigos hasta la puerta, entró de nuevo, y dijo a Perrot:

»—Mi capa y mi espada.

»Mi marido trajo la capa y la espada del conde.

»—¿Es cierto que vosotros sabíais eso? —preguntó el conde mientras se ceñía la espada.

»—Sí, monseñor —respondió Perrot con los ojos bajos.

»—¿Por qué no me lo has dicho, Perrot?

»—¡Monseñor…!

»—¡Es verdad! —dijo con amarga ironía—. Vosotros no erais mis amigos, sino únicamente servidores muy honrados.

»Tocó familiarmente en el hombro a su escudero. Su palidez era cadavérica, pero hablaba con tranquilidad solemne.

»—¿Datan de mucho tiempo esos rumores? —preguntó a mi marido.

»—Monseñor —respondió Perrot—, hace cinco meses que principiaron vuestros amores con la señora Diana de Poitiers, puesto que el matrimonio se había señalado por el mes de noviembre. Pues bien: aseguran que monseñor el delfín es el amante de la señora Diana desde un mes después de haber esta acogido favorablemente vuestra demanda. Sin embargo, no hace más de dos meses que se habla de ello, ni más de quince días que lo sé yo. Tomaron consistencia los rumores a raíz del aplazamiento del matrimonio, pero todo el mundo hablaba con cautela, sin duda por miedo a monseñor el delfín. Ayer, sin ir más lejos, di su merecido a un servidor del señor de La Garde, que tuvo la insolencia de reírse de ello en mi presencia, y el barón de La Garde no se atrevió a reprenderme.

»—¡No volverán a reírse! —dijo monseñor, con acento que me hizo temblar.

»Cuando estuvo dispuesto para salir, se pasó la mano por la frente y me dijo:

»—Aloísa, tráeme a Gabriel; quiero abrazarle.

»Estabais durmiendo, monseñor Gabriel, durmiendo tranquilo como un querubín, y cuando os tomé en mis brazos y os desperté rompisteis a llorar. Os envolví en una colcha y os presenté a vuestro padre, el cual os tomó en sus brazos, os contempló en silencio durante algunos instantes y depositó un beso sobre vuestros párpados medio entornados. Una lágrima cayó sobre vuestro sonrosado rostro, la primera que en mi presencia había vertido monseñor, aquel hombre fuerte y enérgico. Luego os devolvió a mis brazos diciendo:

»—Te recomiendo a mi hijo, Aloísa.

»¡Ay! Estas fueron las últimas palabras que quedaron tan grabadas en mi corazón, que aún ahora me parece que las estoy oyendo.

»—Os acompañaré, monseñor —dijo entonces mi valiente Perrot.

»—No, Perrot —contestó monseñor.

»—¡Pero… monseñor…!

»—Lo mando así.

»Imposible replicar cuando el señor hablaba así. Calló Perrot, y el conde nos dio un apretón de manos diciendo:

»—¡Adiós, mi buenos amigos! ¡No! ¡Adiós, no! ¡Hasta la vista!

»Y salió con paso seguro y continente tranquilo, como si hubiese de volver al cabo de media hora.

»No despegó Perrot los labios; pero antes de que su señor llegase a la calle, ya había tomado su capa y su espada. Ni hablamos, ni intenté detenerle: cumplía su deber siguiendo al conde, aunque fuera a una muerte cierta. Me tendió los brazos, yo me arrojé llorando a su cuello, y después de abrazarme tiernamente, se apresuró a seguir los pasos de monseñor. La escena no había durado más de un minuto, y terminó sin que ni él ni yo pronunciásemos una palabra.

»Cuando quedé sola, me dejé caer sobre una silla rezando y sollozando. La lluvia era torrencial y el viento bramaba con violencia. Vos, monseñor, no tardasteis en reanudar el sueño del que debíais despertar huérfano.