Capítulo XIX

EL casamiento de Diana y del conde de Montgomery se fijó para tres meses después, pero la voz pública de aquella corte calumniadora y licenciosa dio en asegurar que, en su deseo de precipitar la venganza, Diana de Poitiers había dado arras a su futuro.

Pasaron los tres meses, el conde de Montgomery continuaba más enamorado que nunca, pero Diana retardaba un día y otro día el cumplimiento de su promesa. ¿La causa? Sencillamente porque, poco tiempo después de haber aceptado el compromiso, observó las miradas codiciosas que la dirigía el joven delfín Enrique, y esto despertó nuevas ambiciones en el corazón de la imperiosa Diana. El título de Condesa de Montgomery servía a lo sumo para disfrazar su derrota, al paso que el de manceba del delfín era casi un triunfo. La de Etampes, que siempre hablaba con desdén de los años de Diana, poseería el amor del padre, y ella, Diana, sería dueña del cariño fogoso del hijo y tendría en sus manos la juventud, la esperanza, el porvenir. La de Etampes la había reemplazado, y ella reemplazaría a la de Etampes. Se mantendría ante ella tranquila y llena de calma, como una amenaza viviente… porque Enrique subiría al trono en su día, y ella, Diana, siempre bella, volvería a ser reina. No puede negarse que el amor del Delfín era para ella un triunfo completo.

El carácter de Enrique contribuía a robustecer la seguridad que tenía en su éxito. Tenía el delfín diecinueve años, había tomado parte personal en más de una guerra, hacía cuatro años que estaba casado con Catalina de Médicis, y todos le tenían por un niño indómito e ignorante. Arrogante y atrevido en equitación, en armas, en torneos, y en toda clase de ejercicios que exigiesen agilidad y destreza, aparecía torpe y cortado en las fiestas del Louvre y ante las damas. Falto de talento y no sobrado de discernimiento, dejábase gobernar por el que quería apoderarse de su voluntad. Anne de Montmorency, cuyas relaciones con el rey eran sumamente frías, supo acercarse al delfín y consiguió sin trabajo alguno imponerle sus gustos y aficiones de hombre ya maduro. Con la mayor facilidad le manejaba a su capricho. En una palabra: echó en el alma tierna de Enrique raíces profundas de un poder indestructible, de tal suerte se apoderó de su débil voluntad, que únicamente el ascendiente de una mujer podía, andando el tiempo, poner en peligro el suyo.

Pronto advirtió con terror que su discípulo estaba enamorado. Enrique desdeñaba las amistades de que mañosamente le había rodeado, y su natural indómito y brusco se tornaba triste y soñador. Montmorency se puso en guardia, observó, y no tardó en descubrir que Diana de Poitiers era la reina de sus pensamientos. El descubrimiento le llenó de alegría, porque preferible era que el delfín se hubiera enamorado de Diana que de cualquier otra dama, pues bueno será advertir que aquel soldadote brutal, con sus groseros instintos, comprendía mucho mejor a la real manceba que el caballeroso Montgomery. Inmediatamente arregló un plan tomando como base los instintos viles que adivinaba en la cortesana y los suyos propios, y ya tranquilo, dejó que el delfín suspirase por la gran senescala.

La belleza era, en efecto, la que debía despertar el adormecido corazón de Enrique, y la belleza tenía digna representación en Diana de Poitiers, mujer de temperamento malicioso, provocativa y resuelta. Su hechicera cabeza tenía movimientos graciosos e incitantes, en sus ojos brillaban mil promesas, y toda su persona irradiaba una atracción magnética (mágica, decían por aquellos tiempos) que necesariamente había de seducir al pobre Enrique. Creía el citado que aquella mujer debía iniciarle en los secretos de una existencia nueva; para él, que era una especie de salvaje sencillo y cándido, la sirena tenía que ser atractiva y peligrosa como un misterio, como un abismo.

De todo esto estaba más que convencida Diana, pero temía aventurarse en un nuevo porvenir, por si Francisco I le recordaba su pasado y el conde de Montgomery su presente.

Un día que el rey, siempre galante y obsequioso hasta con las mujeres a quienes no amaba, y hasta con las que había dejado de amar, hablaba con Diana en el hueco de una ventana, acertó a ver al delfín que, con mirada furtiva y llena de celos, procuraba escuchar la conversación que con aquella sostenía.

Francisco llamó en voz alta a Enrique.

—¿Qué hacéis ahí, hijo mío? Venid aquí… acercaos.

Enrique, pálido y abochornado, después de haber dudado un momento entre su deber y su miedo, en vez de responder al llamamiento de su padre, tomó el partido de huir como si no lo hubiera oído.

—¡Qué salvaje tan cohibido! —exclamó Francisco I—. ¿Habéis visto jamás, Diana, otro caso de timidez semejante? Vos, que sois la diosa de las selvas, ¿encontrasteis nunca un ciervo tan asustadizo? ¡Maldito defecto!

—¿Quiere vuestra majestad que me encargue yo de corregir al señor delfín? —preguntó Diana, sonriendo.

—Sería difícil encontrar en el mundo maestro más hermoso ni aprendizaje más dulce.

—Dadle, pues, por corregido señor: yo me encargo de ello.

No tardó en alcanzar al fugitivo.

El conde de Montgomery prestaba servicio aquel día, pero no en el Louvre; Diana de Poitiers podía maniobrar sin peligro.

—¿Tanto os horrorizo, monseñor?

Con esta pregunta comenzó Diana la conversación… que se prolongó considerablemente.

Cómo terminó el diálogo, cómo pasaron inadvertidas para la cortesana las necedades que el príncipe dijo, cómo supo admirar todas sus palabras, cómo Enrique se despidió convencido de que había estado ingenioso, espiritual y encantador, cómo llegó, en efecto a serlo, y como, en fin, fue ella su dueña y señora en todos los sentidos, y le dio al mismo tiempo órdenes, lecciones y horas de embriaguez, son detalles que entran de lleno en esa comedia eterna y de traducción imposible que se representará siempre, pero que nunca se escribirá.

¿Y Montgomery? ¡Ah! Montgomery adoraba demasiado a Diana para poderla juzgar y se había entregado con demasiada ceguera a su amor para que sus ojos pudiesen ver nada. En la corte se comentaban ya públicamente los nuevos amores de Diana de Poitiers, mientras el noble conde cifraba en ellos todas sus ilusiones, que Diana alimentaba con cuidado, porque el edificio que ella erigía era todavía muy frágil para que no fueran de temer sacudidas y hasta un derrumbamiento completo. En una palabra: Diana de Poitiers engañaba al delfín por ambición y al conde por prudencia.