Capítulo XVIII

HE aquí la sombría historia de Jacobo de Montgomery, completada con las Memorias y Crónicas de aquellos tiempos y narrada por Aloísa, a quien su marido Perrot Davrigny, escudero y confidente del desgraciado conde, había ido informando de todos los sucesos de la vida de su señor a medida que pasaban. Su hijo Gabriel conocía los detalles generales y oficiales, pero ignoraba, como todos, el siniestro desenlace de la misma.

Jacobo de Montgomery, señor de Lorges, había sido, como todos sus abuelos, valiente y osado, y durante el reinado de Francisco I, siempre se le vio en primera fila de los combates, de aquí que llegase muy pronto a ser coronel de infantería.

Entre las cien acciones brillantes en que se había encontrado, fue el protagonista de un suceso desgraciado, al que hemos oído hacer alusión a Nostradamus.

Era en el año de 1521; el conde de Montgomery contaba escasamente veinte años de edad y no era todavía más que capitán. El invierno era riguroso en extremo, y los caballeros jóvenes, a cuya cabeza estaba Francisco I, acababan de jugar una partida de bolas de nieve, juego que no dejaba de ser peligroso, y estaba a la sazón muy en moda. Los jugadores formaban dos bandos, uno de los cuales defendía una casa, que era atacada por el otro con pellas de nieve. En una de estas partidas encontró la muerte el conde de Enghien, señor de Cérisoles, y faltó muy poco para que, en la que reseñamos, Jacobo de Montgomery matase al rey. Aconteció que, terminada la lucha, los jugadores quisieron calentarse, pero habían dejado apagar la hoguera, y como todos eran jóvenes aturdidos y locos, quisieron encenderla por sí mismos, y todos, corriendo tumultuosos a porfía, fueron a buscar lo necesario. Llegaba Jacobo de Montgomery a la carrera, con un tizón encendido en las manos, cuando tropezó con Francisco I, quien, sin tiempo para esquivar el encuentro, recibió en plena frente el golpe del tizón ardiendo. Por fortuna, del choque no resultó más que una herida, aunque grave. La cicatriz que desgraciadamente quedó al rey fue la causa de la moda de la barba y los cabellos cortos decretada por Francisco I.

Como el conde de Montgomery hizo olvidar aquel deplorable accidente con mil hazañas brillantísimas, el rey no le guardó rencor y le dejó elevarse al más alto rango tanto en la corte como en el ejército. En 1530, Jacobo casó con Claudina de la Boissiére. Aunque fue un matrimonio de conveniencia, Jacobo lloró por espacio de mucho tiempo a su mujer, que murió en 1533, después de haber dado a luz a Gabriel. Verdad es que el fondo de su carácter, como el de todos aquellos que están predestinados a cualquier acontecimiento fatal, era la tristeza. Cuando se encontró viudo y solo, sus distracciones únicas fueron las estocadas y sus anhelos los peligros, a los que se lanzaba para matar el tedio. Pero en 1538, obligado a consecuencia de la tregua de Niza a vivir en la corte y a pasearse por las lujosas galerías de las Tournelles o del Louvre, aquel hombre de guerra y de acción se moría consumido por el fastidio.

Una pasión le salvó y le perdió al mismo tiempo.

La Circe real aprisionó con sus encantos a aquel niño grande, confiado, sencillo y robusto. Jacobo de Montgomery se enamoró de Diana de Poitiers.

Tres meses anduvo el pobre enamorado alrededor de la herniosa, melancólico y sombrío, sin dirigirle una sola palabra, pero asestándole miradas que revelaban el fuego de sus sentimientos. No necesitaba tanto la gran senescala para comprender que el alma de Montgomery le pertenecía: lo vio con toda claridad, y anotó aquella pasión en un rinconcito de su memoria, por si algún día se le presentaba ocasión de utilizarla.

La ocasión se presentó en efecto: Francisco I principió a tratar con frialdad a su amante y a dedicar obsequios a la señora de Etampes que, si es cierto que era menos hermosa, poseía la ventaja de tener otra clase de hermosura.

Cuando los síntomas de abandono fueron notorios, Diana, por primera vez en su vida, habló a Jacobo de Montgomery.

Ocurrió el suceso en las Tournelles en una fiesta dada por el rey en honor a su nueva manceba.

—¿Señor de Montgomery? —dijo Diana de Poitiers, llamando al conde.

Acercóse él conmovido, y saludó con torpeza.

—Observo en vos cierta tristeza, señor de Montgomery —repuso Diana.

—Mortal, señora.

—¿Y por qué, Dios mío?

—Señora, mi mayor felicidad sería hacerme matar.

—¿Por alguna persona, sin duda?

—Morir por una persona sería para mí mucho más dulce; pero también me sería grato perder inútilmente la vida.

—¡Terrible es vuestra melancolía! ¿Será indiscreto preguntaros qué motiva tan negra tristeza?

—¿Lo sé yo acaso, señora?

—Pues yo sí que lo sé, caballero, y os lo voy a decir: señor de Montgomery, estáis enamorado de mí.

Jacobo se puso pálido, pero armándose de todo su valor que ciertamente no le habría faltado para cargar solo contra un batallón enemigo, respondió con voz bronca y temblorosa:

—¡Pues bien, señora, es verdad! ¡Os amo, pero tanto peor!

—¡Tanto mejor, conde! —replicó Diana riendo.

—¡Qué me decís, señora! —exclamó Montgomery agitado—. ¡Ah…! ¡Mucho cuidado… que no se trata de un juego, de un pasatiempo, sino de un amor sincero, de un amor profundo, aunque sea imposible, o quizás porque es imposible!

—¿Por qué ha de ser imposible? —interrogó Diana.

—Señora… perdonad mi franqueza, teniendo en cuenta que jamás aprendí a embellecer los hechos con palabras. ¿Es que él rey ha dejado de amaros?

—El rey me ama —contestó Diana suspirando.

—Entonces, bien veis que me está vedado, si no amaros al menos declararos mi indigno amor.

—Indigno de vos, es cierto.

—¡No! ¡De mí no! ¡Si un día…!

Diana le interrumpió, diciéndole con tristeza grave y dignidad admirablemente fingida:

—Basta, señor de Montgomery; os ruego que dejemos esta conversación.

Saludó con frialdad y se alejó, dejando al pobre enamorado batallando con mil sentimientos encontrados… celos, amor, odio, dolor, alegría… Diana sabía ya que el conde la adoraba, pero ¿no la habría herido Montgomery en su dignidad? ¿No habría sido con ella injusto, ingrato, cruel? El pobre conde se repetía todas las sublimes necedades del amor.

Al día siguiente, Diana de Poitiers decía a Francisco I:

—¿Sabéis, señor, que el conde de Montgomery está enamorado de mí?

—¿Sí? —contestó el rey riendo—. Te felicito, porque los Montgomery son de raza antiquísima, casi tan nobles como yo, casi tan bravos y, por lo que veo, casi tan galantes.

—¿Y es eso todo lo que vuestra majestad me contesta?

—¿Y qué quieres que te responda, amiga mía? ¿He de querer mal al conde de Montgomery porque tiene tan buen gasto y tan buena vista como yo?

—¡Otras serían vuestras palabras si se tratara de la señora de Etampes! —murmuró Diana, herida en su amor propio.

Aunque no creyó conveniente prolongar la conversación, Diana resolvió llevar más adelante la prueba, así fue que, cuando vio a Jacobo de Montgomery, le dijo:

—¡Cómo, señor de Montgomery! ¿Todavía triste?

—Más que nunca, señora, puesto que temo haberos ofendido.

—No me habéis ofendido, pero sí afligido.

—¿Es posible que os haya afligido yo, que vertería por vos hasta la última gota de mi sangre?

—¿No me disteis a entender que la favorita del rey no tenía derecho a aspirar al amor de un caballero?

—¡Oh! ¡No fue eso lo que quise decir, señora! ¿Ni cómo podía pensar así, quién como yo os ama con un amor tan sincero y profundo? Mi intención fue decir que no podíais amarme, porque os amaba el rey y vos correspondíais al amor del rey.

—Ni el rey me ama, ni yo amo al rey.

—¡Dios del cielo! ¿Luego podríais amarme?

—Podría amaros, pero nunca confesaros que os amo —respondió tranquilamente Diana.

—¿Por qué, señora?

—Por salvar a mi padre la vida, he podido ser la manceba del rey de Francia, pero, si he de reparar mi honra, no puedo ser la del conde de Montgomery.

Y acompañó la seminegativa con una mirada tan apasionada y tierna, que el conde no pudo contenerse.

—¡Ah, señora! —dijo a la coqueta—. ¡Si me amarais como yo os amo…!

—¿Qué?

—¿Qué me importan el mundo, los prejuicios de familia y el honor? Sois para mí el universo; tres meses hace que sólo vivo por vos. Os adoro con toda la ceguera, y con toda la impetuosidad del primer amor; vuestra belleza soberana me fascina y enerva. Si me amáis como yo os amo, sed la condesa de Montgomery, sed mi esposa.

—Gracias, conde —contestó Diana triunfante—. Tendré presentes vuestras generosas y nobles palabras, y entretanto, ya sabéis que el verde y el blanco son mis colores.

Transportado de júbilo, Jacobo besó la blanca mano de Diana sintiéndose más dichoso que si hubiera conquistado todas las coronas del mundo.

Al día siguiente, Francisco I hacía observar a Diana de Poitiers que su nuevo adorador principiaba a ostentar en público sus colores.

—¿No está en su derecho, señor? —replicó Diana, clavando una mirada escrutadora en el rey—. ¿Puedo prohibir que ostente mis colores a quien me brinda su nombre?

—¿Será posible? —exclamó el rey.

—Es certísimo, señor —afirmó Diana, creyendo, por un momento, que había triunfado, y que los celos habían revivido el amor en el corazón del infiel.

Al cabo de breves momentos de silencio, el rey, levantándose como para poner término al diálogo, dijo a Diana:

—Si es así, señora, vacante continúa el cargo de gran senescal desde la muerte del señor de Brézé, vuestro primer marido: se le daremos como regalo de boda al señor conde de Montgomery.

—Y el señor conde de Montgomery podrá aceptarlo —replicó Diana con altivez—, seguro que yo he de ser una esposa fiel y leal, y de que no le haré traición por todos los reyes del universo.

El rey se inclinó sonriendo y se alejó sin contestar.

El triunfo de la señora de Etampes sobre Diana de Poitiers era completo.

La ambiciosa Diana, con el corazón despechado, decía aquel mismo día al conde Jacobo de Montgomery:

—Mi valiente conde; mi noble Montgomery: Te amo.