Capítulo XVII

VIVIRÁ el enfermo, señora Aloísa. Como el peligro ha sido grave, la convalecencia será larga. Las sangrías han debilitado en extremo al pobre joven, pero vivirá, no lo dudéis, y dad gracias a Dios que le envió la enfermedad, porque el aniquilamiento de su cuerpo ha atenuado el golpe que ha recibido su alma. Muy pocas veces se cura de heridas de esta clase, y la que recibió nuestro enfermo pudo ser mortal, y aún pudiera serlo.

El médico que hablaba así era un hombre de elevada estatura, frente espaciosa y prominente, y mirada profunda y escudriñadora. El vulgo le llamaba doctor Nostredame, pero él, cuando escribía a alguna persona instruida, se firmaba Nostradamus. No parecía tener arriba de cincuenta años.

—¡Parece imposible, señor! —respondió Aloísa—. Desde el día siete de junio por la noche está en esa cama; hoy estamos a dos de julio, y en todo ese tiempo no ha hablado una sola palabra, ni ha dado señales de verme ni de conocerme. ¡Jesús… si parece un muerto! ¡Tomáis su mano, y ni siquiera se da de ello cuenta!

—Tanto mejor, señora Aloísa, tanto mejor. Cuanto más tarde en acordarse de sus desventuras, mejor para él. Si, como espero, continúa un mes sumido en ese estado de languidez que tanto os alarma, falto de inteligencia y de memoria, se salvará: respondo de su vida.

—¡Qué viva, Dios mío! —exclamó Aloísa, elevando al cielo una mirada suplicante.

—Se ha salvado ya, si no sufre una recaída, y así podéis comunicarlo a la linda doncellita que viene dos veces todos los días a enterarse de su estado. Apostaría a que tenemos de por medio una dama distinguida, apasionada de nuestro enfermo: ¿verdad? Los grandes amores son casi siempre encantadores, pero a las veces resultan fatales.

—¡Fatal muy fatal es en nuestro caso, doctor Nostredame! —exclamó suspirando Aloísa.

—¡Dios quiera que salga de su pasión tan bien como de su enfermedad, señora Aloísa! Presumo que enfermedad y pasión son dos efectos nacidos de una sola causa, y si así es, yo respondo de que curará de la una, pero no garantizo que sane de la otra.

Nostradamus abrió la mano delicada e inerte del joven y observó con atención escrupulosa la palma. Estiró la piel hacia el espacio comprendido entre los dedos índice y medio y pareció como si buscase en su memoria un recuerdo que no lograba encontrar.

—¡Es particular! —dijo a media voz, y como hablando para sí—. He examinado varias veces esta mano, y siempre me ha parecido que la reconocí ya en otra época lejana. ¿Pero qué signos llamaron entonces mi atención? La línea mensal[10] es favorable, la del medio dudosa, y la de la vida perfecta: todo ello es ordinario. La cualidad dominante de este joven debe de ser una voluntad firme, rígida, rectilínea, implacable como la flecha dirigida por mano segura. Pero no es esto lo que otras veces llamó mi atención. Por añadidura, mis recuerdos están muy confusos, lo que demuestra que son antiguos, y esto no se compagina con la edad del joven, que tendrá a lo sumo veinticinco años: ¿no es verdad, señora Aloísa?

—Sólo tiene veinticuatro, señor.

—Es decir, que nació en mil quinientos treinta y tres… ¿podríais decirme en qué día, señora Aloísa?

—El seis de marzo.

—¿No sabéis si fue por la mañana o por la…?

—Me encontraba junto a su madre cuando el alumbramiento: monseñor Gabriel nació al sonar las seis y media de la mañana.

Nostradamus tomó nota de todas estas circunstancias.

—Veré cuál era el estado del cielo aquel día y a aquella hora —dijo—. Si el vizconde de Exmés tuviera veinte años más, juraría que yo había tenido hace mucho tiempo su mano entre las mías. En medio de todo, no sé por qué me preocupo, que no es el hechicero, como el vulgo suele llamarle, el que hace falta aquí, sino el médico, y el médico, Aloísa, repite que responde de la vida del enfermo.

—Dispensad, señor —observó con honda tristeza Aloísa—; habéis dicho que respondíais de la curación de la enfermedad, pero no de que sane de la pasión.

—¡La pasión! —repitió sonriendo Nostradamus—. La presencia de la linda criadita, que viene a esta casa dos veces diarias, paréceme que prueba que no lucha nuestro galán con una pasión sin esperanza.

—¡Sin esperanza, señor Nostredame, sí! ¡Fatalmente sin esperanza!

—¡No lo puedo creer, señora Aloísa! El vizconde de Exmés, rico, joven, valiente y agraciado, no sufre largos desdenes de las damas en unos tiempos tomo los que corremos. Podrán aplazarle el delicioso, pero nada más.

—Supongamos que no es así; supongamos que mi señor vuelve a la vida y a la razón, y que el único pensamiento que hiere su razón resucitada es este: «La mujer que adoro está irrevocablemente perdida para m»., ¿qué sucederá?

—Quiero creer, Aloísa, que vuestra suposición carece de fundamento serio, porque si lo tuviera, produciría efectos terribles. Un dolor tan intenso en un cerebro tan débil podría ser fatal. Si hemos de juzgar de los hombres por sus facciones y expresión de su mirada, vuestro señor, Aloísa, no es un joven superficial. En el caso presente, su voluntad enérgica y poderosa envuelve un peligro más, y si aquella voluntad se estrellaba contra un imposible, el choque podría determinar la pérdida de su vida.

—¡Jesús! —exclamó Aloísa—. ¡Morirá mi hijo!

—En el caso más favorable, correría el peligro de que se presentase de nuevo la inflamación de su cerebro —repuso Nostradamus—. Pero no nos apuremos, que siempre hallaremos medio de hacer brillar ante sus ojos un rayo de esperanza. Que vislumbre él una probabilidad de ser feliz, por remota, por fugitiva que sea, y le tenemos salvado.

—¡Entonces, se salvará! —dijo Aloísa con acento y expresión sombríos—. Señor Nostradamus, muchas gracias.

Transcurrida una semana, Gabriel parecía como si fuera buscando su razón. Fácil era ver que no la había encontrado, pero sus ojos de mirar vago y sin expresión interrogaban los semblantes y los objetos. Ya no era una masa inerte; comenzaba a secundar los movimientos que manos extrañas imprimían a su cuerpo, a veces se incorporaba, y por regla general, tomaba los brebajes que le presentaba Nostradamus.

Cuidábale con tierna solicitud Aloísa, siempre vigilante, siempre infatigable, siempre en pie a la cabecera de su lecho.

Pasó otra semana, y Gabriel pudo hablar. No brillaba muy clara la luz en el caos de su inteligencia, el enfermo pronunciaba frases incoherentes y sin ilación, pero en medio de sus despropósitos, casi siempre aquellas se referían a sucesos pasados de su vida. Aloísa principiaba a temer, cuando el médico se hallaba cerca, que el enfermo llegase a revelar alguno de sus secretos.

Los hechos se encargaron de demostrar que los temores de la leal nodriza no eran infundados. Un día, Gabriel, durante uno de sus sopores causados por la fiebre, dijo en presencia de Nostradamus:

—¿Creéis que me llamo el vizconde de Exmés? Os engañáis: soy el conde de Montgomery.

—¡Silencio! —exclamó vivamente Aloísa, apresurándose a poner su mano sobre la boca del enfermo.

—¡El conde de Montgomery! —repitió Nostradamus, como recordando.

Despidióse el médico sin que Gabriel hubiera añadido una palabra más, y como ni al día siguiente ni en los sucesivos hiciera referencia a las palabras que el enfermo dejó escapar, Aloísa temió despertar su atención si recordaba lo que su señor tenía tanto interés en ocultar y el incidente parecía olvidado por ambos.

La mejoría de Gabriel progresaba considerablemente. Reconocía ya a Aloísa y a Martín Guerra, pedía lo que le hacía falta y hablaba con dulzura impregnada de tristeza, indicios todos de que había recobrado la razón.

Un día, en el que dejaba por primera vez el lecho, preguntó a su nodriza:

—¿Y la guerra, Aloísa?

—¿Qué guerra, monseñor?

—La guerra contra España e Inglaterra.

—¡Ah, monseñor! Las noticias son terribles. Dicen que los españoles, reforzados por doce mil ingleses, han invadido la Picardía: los combates se libran en la frontera.

—Tanto mejor —respondió Gabriel.

Aloísa atribuyó esta respuesta a un resto de delirio.

Al día siguiente, Gabriel preguntó, con evidente presencia de espíritu:

—¿No te pregunté ayer si ha regresado de Italia el duque de Guisa?

—Está en camino, monseñor —respondió sorprendida Aloísa.

—Muy bien… ¿Y a cuántos estamos?

—Hoy es martes, día cuatro de agosto, monseñor.

—El siete se cumplirán dos meses desde que caí en este lecho de dolor.

—¡Oh! —exclamó Aloísa temblando—. ¡Cómo se acuerda monseñor!

—Sí, Aloísa, me acuerdo; pero si yo no he olvidado a nadie —dijo con profunda tristeza—, paréceme que alguien me ha olvidado a mí. En todo este tiempo nadie ha venido a preguntar por mí, ¿verdad, Aloísa?

—¡Sí tal, monseñor! —contestó con voz alterada la nodriza, que procuraba ver en el semblante del enfermo el efecto que producían sus palabras—. Dos veces todos los días ha venido una doncella llamada Jacinta a preguntar por el estado de vuestra salud. Desde hace quince días, es decir, desde que se inició vuestra mejoría, no ha vuelto.

—¡No ha vuelto! ¿Sabes la causa, Aloísa?

—Sí, monseñor: según me dijo Jacinta la vez última que vino, su señora había conseguido del rey permiso para retirarse a un convento hasta la terminación de la guerra.

—¡Gracias, Dios mío! —exclamó Gabriel, con dulce y melancólica sonrisa.

Mientras una lágrima, la primera que en dos meses brotó de sus ojos, rodaba lenta por sus mejillas, añadió:

—¡Querida Diana!

—¡Oh, monseñor! —exclamó Aloísa transportada de júbilo—. Habéis pronunciado ese nombre… sin conmoveros, sin desfallecer… ¡Se ha equivocado Nostradamus…! Monseñor se ha salvado, vivirá, sin que yo tenga necesidad de faltar a mi juramento.

La alegría enloquecía, como se ve, a la buena nodriza, pero, por fortuna, Gabriel no comprendió sus últimas palabras.

—Sí, mi querida Aloísa —dijo sonriendo con amargura—; me he salvado, y con todo, no viviré.

—¿Por qué, monseñor?

—El cuerpo ha resistido como un valiente, pero el alma, Aloísa, el alma está herida de muerte. Saldré de esta larga enfermedad, no me cabe duda, me dejo curar como ves, pero por dicha, hablan con estruendo las armas en la frontera, yo soy capitán de guardias, y mi puesto está donde se baten. En cuanto pueda sostenerme a caballo, iré a la guerra, y en la primera batalla en que tome parte, Aloísa, yo me las compondré de manera que no salga de ella con vida.

—¡Queréis haceros matar! ¡Virgen santa…! ¿Por qué, monseñor, por qué?

—Porque Diana de Poitiers no ha querido hablar, Aloísa; porque Diana de Castro puede ser mi hermana, y porque yo adoro como un loco a Diana de Castro. Porque el rey tal vez mandó asesinar a mi padre, y porque yo no puedo castigar al rey sin tener certeza de su crimen. Ahora bien: no pudiendo vengar a mi padre, y siéndome imposible casarme con Diana, no sé, en verdad, Aloísa, qué es lo que voy a hacer en el mundo. Y ya tienes explicado por qué quiero hacerme matar.

—¡No, monseñor, no os haréis matar! —replicó la nodriza con expresión sombría—. No os haréis matar, porque tenéis que llevar a cabo una misión terrible… yo os lo aseguro. Pero no me preguntéis hoy, que estoy resuelta a no hablaros de ella hasta que os vea completamente restablecido, hasta que Nostradamus me asegure que puedo hacerlo sin riesgo.

Llegó el día de la revelación, y fue el martes de la semana siguiente. Gabriel había salido ya tres veces a la calle, y hacía sus preparativos de marcha, y Nostradamus había dicho que haría una visita a su convaleciente, pero que sería la última.

En uno de los momentos en que Aloísa se hallaba a solas con Gabriel, le dijo:

—¿Habéis reflexionado maduramente sobre la resolución extrema que estabais dispuesto a tomar? ¿Persistís en ella?

—Persisto —contestó Gabriel.

—¿De modo que pensáis haceros matar?

—Quiero hacerme matar.

—¿Y por qué? ¿Porque no habéis hallado medio de averiguar si Diana es o no hermana vuestra?

—Precisamente.

—¿Habéis olvidado, monseñor, las palabras que os dije, encaminadas a poneros en vía de descubrir el terrible secreto?

—¡Al pie de la letra! Me dijiste que Dios, en el otro mundo, y dos personas en este, eran los únicos poseedores del secreto. Los dos seres humanos que me nombraste fueron Diana de Poitiers y el conde de Montgomery, mi padre. He suplicado, conjurado, amenazado a Diana de Poitiers, y me he separado de ella más triste, más incierto, más desesperado que nunca.

—Pero os dije algo más, monseñor, que calláis —replicó Aloísa—; os dije que acaso fuera preciso pedir la revelación del secreto al mismo conde de Montgomery, y vos contestasteis que descenderíais sin palidecer al fondo de la tumba de vuestro padre, para arrancarle a este el secreto.

—¿Cómo, si ni siquiera sé dónde está su tumba?

—Tampoco lo sé yo, monseñor, pero se busca.

—Y aun cuando la encontrase, Aloísa, nada conseguiría. Los muertos no hablan y Dios no iba a hacer un milagro.

—Los muertos no hablan, pero sí los vivos.

—¡Cielos! ¿Qué quieres decir? —preguntó Gabriel palideciendo.

—Que no sois el conde de Montgomery, como decíais en vuestro delirio, monseñor, sino tan sólo el vizconde, el heredero del mismo título, puesto que vuestro padre, el conde Jacobo de Montgomery, debe vivir todavía.

—¡Dios mío!… ¡Dios mío! ¿Tú sabes que vive… él… mi padre?

—No puedo asegurarlo, pero supongo, creo que sí. Jacobo de Montgomery tenía una naturaleza enérgica, vigorosa como la vuestra, capaz de resistir los mayores sufrimientos, las desgracias más terribles. Pues bien: si vive, tened por seguro que no negará, como Diana de Poitiers, la revelación de un secreto del que depende la dicha de su hijo.

—¿Pero, dónde encontrarle? ¿A quién preguntaré? ¡En nombre del Cielo, Aloísa! ¡Habla!

—¡Es una historia espantosa, monseñor! Había jurado a mi marido, por orden de vuestro mismo padre, no descubrírosla jamás, porque era evidente que, en el punto y hora en que la supierais, buscaríais los peligros más inmensos, declararíais la guerra a enemigos mil veces más poderosos que vos. Pero preferible es afrontar un peligro, por espantoso que sea, a correr a una muerte cierta. Os veo resuelto a haceros matar, y de sobras sé que por nada del mundo revocaríais vuestra funesta resolución. He aquí por qué prefiero entregaros a los azares de combates temerarios a que dará lugar la lucha que tanto temía vuestro padre. Así, al menos, vuestra muerte será menos cierta y se retardará un poco. Voy a revelároslo todo, monseñor, suplicando a Dios que me perdone mi perjurio.

—¡Sí… Aloísa…! ¡Dios te absuelve del juramento…! ¡Mi padre… mi padre vivo…! ¡Oh, habla, habla sin tardanza!

En aquel momento llamaron a la puerta. Era Nostradamus.

—¡Ah, señor de Exmés! —exclamó—. Celebro de veras encontraros tan alegre y animado… ¡Sea enhorabuena! Hace un mes no estabais así… ¿Hacéis los preparativos, por lo que veo, para salir a campaña?

—Así es —contestó Gabriel, mirando a Aloísa.

—Entonces el médico nada tiene que hacer aquí.

—Nada más que recibir la expresión de mi agradecimiento y… casi no me atrevo a decir, el precio de vuestros servicios, porque los médicos, en algunos casos, no pueden pagarse con dinero.

Así hablando, Gabriel puso en la mano del médico un bolsillo repleto de oro.

—Gracias, señor vizconde de Exmés —dijo Nostradamus—. También yo quisiera haceros un obsequio que considero de valor: ¿me lo permitís?

—¿Qué es ello, doctor?

—Sabéis, monseñor, que no me ocupo sólo del estudio de las enfermedades humanas, sino que quiero ver más lejos y más alto. He procurado sondear los destinos del género humano, empresa bien difícil por cierto, llena de dudas y de sombras, y en mi tarea, si no luz resplandeciente, he vislumbrado muchas veces claridades. Abrigo el convencimiento de que Dios ha escrito dos veces y con antelación en su grande y poderoso plan la suerte de cada hombre: una en los astros del cielo, que es la patria de las criaturas humanas, hacia la cual estas levantan constantemente sus ojos, y otra en las líneas de sus manos, libro confuso que a todas horas lleva el mortal consigo, pero que no acierta a deletrear, si no le dedica un estudio asiduo y penoso. Días y noches sin cuento he consagrado a la investigación de esas dos ciencias sin fondo, como el tonel de las Danaides[11], la quiromancia y la astrología. He evocado ante mí todos los años del porvenir, y esto me permite hacer profecías que serán el asombro de los hombres que vivan dentro de diez siglos. Esto no obstante, sé que la verdad que permiten conocer aquellos estudios es fugaz como la del relámpago, pues si muchas veces alcanzo a ver, las más, por desgracia, dudo. Puedo asegurar, sin embargo, que tengo horas de lucidez tan grande, que a mí mismo me asusta. En una de estas horas, había visto, hace veinticinco años, el destino de un caballero de la corte del rey Francisco escrito con claridad deslumbradora en las estrellas que presidieron su nacimiento y en las complicadas rayas de su mano. Este destino singular, poco visto, peligroso, llamó de una manera particularísima mi atención; pero juzgad cuál sería mi sorpresa, cuando, en vuestra mano y en los astros que presidieron vuestro nacimiento, he creído descubrir un horóscopo semejante al que tanto me maravillara en tiempos pasados. Pero no acertaba a distinguirlo con tanta claridad como entonces, y por otra parte, un espacio de tiempo de veinticinco años introducía cierta confusión en mis recuerdos. Al fin, monseñor, el mes pasado, durante uno de vuestros delirios, pronunciasteis un nombre que me dejó pensativo, y aquel nombre era del conde de Montgomery.

—¡El conde de Montgomery! —repitió Gabriel, asustado.

—Aseguro, monseñor, que mi oído no recogió más que el nombre, que no puse atención en el resto, que me importaba poco. Retuve el nombre, porque era el del caballero cuyo porvenir se me había presentado tan claro y resplandeciente como el sol del mediodía. Corrí a mi casa, registré mis antiguos papeles, y encontré el horóscopo del conde de Montgomery. Pero ¡cosa extraña, monseñor, y que no había ocurrido en los treinta años que llevo dedicados a este estudio!, preciso es que entre el conde de Montgomery y vos medien relaciones misteriosas y afinidades rara vez vistas, pues Dios, que jamás ha dado a dos hombres destinos semejantes, os ha comprendido a los dos en el mismo. Hoy puedo asegurar que mis descubrimientos no me habían engañado; hoy puedo afirmaros que tanto las rayas de las manos como los luminares del cielo fueron para entrambos los mismos. No quiere decir esto que dejen de existir diferencias de detalle en las vidas de los dos, pero insisto en que es igual el hecho dominante que las caracteriza. Muchos años hace que perdí de vista al conde de Montgomery, pero he sabido que una, por lo menos, de mis predicciones, ha tenido realización exacta, pues hirió al rey Francisco I en la cabeza con un tizón encendido. ¿Se habrá cumplido el resto de su destino? Lo ignoro; pero os aseguro que la desgracia y la muerte que le amenazaban, os amenazan también a vos.

—¡Será posible! —exclamó Gabriel.

—Ved, monseñor —dijo Nostradamus, presentando a Gabriel un pergamino arrollado—, ved el horóscopo que escribí en aquel tiempo para el conde de Montgomery. Si hoy hubiese de escribir el vuestro, me limitaría a copiar el que acabo de poner en vuestras manos.

—Gracias, ¡oh, gracias, doctor! ¡Es un regalo inestimable! No podéis figuraros el precio que tiene para mí.

—Os diré, por último, señor vizconde, a fin de que pueda serviros de guía, aunque Dios es el árbitro de todo y quien todo lo dispone, y de consiguiente, sus decretos son infalibles, que el nacimiento de Enrique II presagia que morirá en un duelo o en combate singular.

—Pero… ¿qué relación?…

—Leed el pergamino y me comprenderéis —le interrumpió Nostradamus—. Tan sólo me resta ahora despedirme de vos y desearos que la catástrofe a que Dios os ha destinado sea al menos involuntaria.

Nostradamus saludó a Gabriel y se fue.

No bien volvió Gabriel al lado de Aloísa, después de haber acompañado al doctor hasta la puerta, desarrolló el pergamino y, seguro de que nadie podía oírle, leyó en alta voz lo siguiente:

Lo mismo en justa que amores

el Sino os puso por ley

tocar temerariamente

la augusta frente del rey;

y bien cuernos, bien heridas,

señor, de poner habréis

lo mismo en justas que amores

sobre la frente del rey,

que aunque vasallo leal,

el Sino os puso por ley

lo mismo en justas que amores

herir la frente del rey.

Y yo, señor, os predigo,

que, aunque ahora su amor tenéis,

después os dará la muerte

la hermosa dama del rey.

—¡Muy bien! —exclamó Gabriel—. Ahora, querida Aloísa puedes contarme cómo Enrique II sepultó en vida al conde de Montgomery mi padre.

—¡El rey Enrique II!… ¿Cómo sabéis vos, monseñor…?

—Lo adivino. Puedes revelarme el crimen, puesto que Dios me anunció la venganza.