UANDO Jacinta introdujo a Gabriel en la cámara que Diana de Castro, como hija legitimada del rey, ocupaba en el Louvre, esta última, en un acceso de efusión pura e ingenua, salió corriendo al encuentro de su amado, sin disimular su inefable alegría. Es de presumir que no hubiera retirado su frente si aquel hubiese aproximado a ella sus labios, pero Gabriel se contentó con estrechar su mano.
—¡Al fin te veo, Gabriel! —dijo ella—. ¡Si supieras con cuánta impaciencia te esperaba, bien mío! Desde que te avisé que vinieras, no sé dónde derramar la dicha que desborda en mi alma. Estoy tan contenta, que hablo sola y río sola, y hasta me parece que estoy loca. Pero ya estás aquí, Gabriel, ya podemos ser felices los dos… ¿Pero, qué te pasa, querido mío? Te encuentro frío, grave, casi triste… ¿Con esa cara de aflicción, con esa actitud de reserva pretendes demostrarme tu cariño y testimoniar a Dios y a mi padre tu reconocimiento?
—¿A tu padre…? Sí; hablemos de tu padre, Diana. En cuanto a esta gravedad mía que tanto te sorprende, hija es de la costumbre que he adquirido de acoger con frente severa los favores de la fortuna. Siempre desconfié de sus sonrisas, sin duda porque hasta aquí no me las ha prodigado, y porque me ha enseñado la experiencia que casi siempre sus favores son presagio cierto de desgracia.
—Ignoraba que fueras tan filósofo y tan desgraciado, Gabriel —replicó la joven, entre enojada y alegre—. Pero dejemos eso: decías que querías que hablásemos del rey, y cree que me parece lo más acertado. ¡Qué bueno es, y qué generoso, Gabriel!
—Sí, Diana… y te quiere mucho, ¿verdad?
—Con bondad y ternura infinitas, Gabriel.
—¡Claro! ¡Estará muy creído de que es su hija! —dijo para sí Gabriel—. Una cosa me maravilla, Diana —continuó en voz alta—: ¿Cómo el rey, en cuyo corazón debía palpitar el presentimiento del cariño entrañable que un día te profesaría, ha podido pasar doce años sin verte ni conocerte, y dejarte relegada en Vimoutiers, abandonada y desconocida? ¿No le has preguntado, Diana, la razón de tan extraña indiferencia? Porque es difícil, Diana, conciliar tamaño olvido con el cariño que ahora te prodiga.
—¡Pobre padre mío! ¡No era él quien me tenía olvidada!
—¿Quién, entonces?
—¿Quién? Diana de Poitiers, a quien no sé si debo llamar madre.
—¿Y por qué se resignaba ella a tenerte abandonada, Diana? ¿No debía, por el contrario, alegrarse y enorgullecerse a los ojos del rey por ser tu madre, ya que tu nacimiento le daba un título más a su amor? ¿Qué podía temer? Su marido había muerto… su padre también…
—Confieso, Gabriel, que me sería difícil, por no decir imposible, comprender y menos explicar la altivez singular que ha movido a la señora de Valentinois a no reconocerme oficialmente como hija suya. No ignoras, Gabriel mío, que en un principio alcanzó del rey que mi nacimiento quedara en el misterio, y es posible que sepas o adivines que, si al fin fui llamada a la corte, debióse a las reiteradas instancias de mi padre, instancias que llegaron a ser órdenes terminantes. Aun así, no ha querido la duquesa que figure su nombre en el acta de mi legitimación. No me quejo, Gabriel, puesto que gracias a ese orgullo inexplicable de mi madre pude conocerte y amarte, y ser conocida y amada por ti, pero no he dejado de pensar algunas veces con sentimiento en la aversión que parece inspirar a mi madre todo lo que conmigo se relaciona.
—¡Aversión que pudiera muy bien ser remordimiento! —pensó Gabriel con espanto—. Sabía engañar al rey, pero no sin sentir vacilaciones, sin temor…
—¿En qué estás pensando, Gabriel mío? ¿Por qué me haces esas preguntas?
—Por nada; son consecuencia de dudas de mi espíritu inquieto. No te preocupes, Diana, porque si es verdad que tu madre te trata con cierto desvío, si lejos de profesarte afecto te tiene casi aversión, no lo es menos que tu padre compensa su frialdad con tesoros de ternura, y tú, por tu parte, si en presencia de la Valentinois te encuentras cohibida, en cambio en la del rey tu corazón se dilata, ¿verdad?, y reconoce en él a un verdadero padre.
—¡Oh, nada más cierto! Desde el primer día que le vi y me habló con tanta bondad, me sentí atraída hacia él. No es por política, no es por reflexión, por deseo de corresponder a sus atenciones, por lo que estoy cariñosa con él, sino por instinto. Si no fuese el rey, ni mi bienhechor y protector, le querría lo mismo: ¡es mi padre!
—Sí, Diana. ¡Esas sensaciones, ese instinto, no engañan nunca! —exclamó Gabriel con júbilo—. ¡Mi querida, mi adorada Diana! Es realmente adorable que quieras tanto a tu padre, que en presencia suya te sientas conmovida: tu dulce cariño filial te honra, ángel mío.
—No te honra menos a ti comprender y aprobar mi ternura. Pero después de haber hablado de mi padre, del amor que me tiene y del que yo le profeso, y hasta de nuestras obligaciones con respecto a él, creo, Gabriel, que hora es de que dediquemos algunos minutos al nuestro, ¿no te parece? ¡Qué quieres! El egoísmo es planta que crece en todos los corazones humanos —añadió Diana, con aquella encantadora ingenuidad que le era propia—. Estoy segura de que, si el rey estuviese aquí, me reñiría porque no me limito a pensar en mí, o mejor dicho, en nosotros. ¿Quieres que te repita las palabras que me dirigía hace muy poco? «¡Sé feliz, idolatrada hija mía!, sé feliz, porque siéndolo tú lo seré yo». Conque, caballerito, pagadas nuestras deudas de reconocimiento, pensemos en nosotros mismos.
—¡Eso es… sí… eso es! —exclamó Gabriel sin conseguir disipar sus preocupaciones—. Entreguémonos a la ternura que nos une y nos unirá eternamente. Analicemos nuestros corazones, veamos lo que en ellos pasa y contémonos mutuamente lo que palpita en el fondo de nuestras almas.
—¡Encantador! —dijo Diana—. ¡Sí, sí! ¡Será encantador!
—Efectivamente… encantador —repitió con tristeza Gabriel—. Para comenzar, Diana, explícame qué sientes por mí… Dime: ¿me quieres menos que a tu padre?
—¡Ah, celoso! —exclamó Diana riendo—. Únicamente podré decirte que te quiero de otro modo diferente, porque no es fácil explicar eso, no, ni mucho menos. Cuando me encuentro al lado del rey, siento una tranquilidad, una calma deliciosa, mi corazón late sin violencia, como de ordinario, pero cuando te veo a ti, invade todo mi ser una turbación singular que me extasía y me hace daño a la par. A mi padre le digo las frases cariñosas y dulces que se me vienen a la boca en presencia del mundo entero, pero a ti, me parece que, delante de otras personas, no he de poder decirte nunca, ni aun cuando sea tu mujer, ¡Gabriel mío! En una palabra: el gozo que siento delante de mi padre es tranquilo, y en la misma medida, la dicha que me produce tu presencia es inquieta… iba a decir dolorosa, si bien este dolor es más delicioso que aquella calma.
—¡Calla, oh, calla, Diana! —gritó Gabriel con extravío—. ¡Sí… me amas, y tu amor me espanta… me consuela, quise decir, porque Dios no habría permitido ese amor si tú no pudieras amarme!
—¡Me confundes, Gabriel! ¿Qué significan tus palabras? ¿Por qué mi confesión, que tengo derecho a hacerte, puesto que vas a ser mi marido, te pone fuera de ti? ¿Qué peligros puede encubrir mi amor?
—Ninguno, Diana adorada, ninguno; no hagas caso de lo que digo. Me pone fuera de mí… la alegría… eso es, la alegría, una alegría que me extasía, que me enloquece, que me produce vértigo. Sin embargo, no siempre me has amado con este amor, no siempre mi presencia te ha producido inquietud, sufrimiento… Cuando paseábamos juntos por las arboledas de Vimoutiers, tan sólo te inspiraba yo un afecto… fraternal.
—Entonces era una niña —replicó Diana—. No había pasado seis años de soledad pensando en ti, pero desde aquellos días, mi amor ha crecido a la par que mi persona. Ni había vivido tampoco en el seno de una corte cuya corrupción de lenguaje y de costumbres me han hecho querer y apreciar más y más nuestra pasión santa y pura.
—¡Es verdad, Diana, es verdad!
—Ahora, bien mío, te toca a ti: dime lo que sientes por mí, descúbreme tu corazón, como te he descubierto yo el mío. Si mis palabras te han servido de consuelo, haz que tu voz venga a halagar mi oído, diciéndome cuánto me amas.
—Yo no sé, no puedo expresar lo que siento por ti. ¡No me preguntes, Diana! ¡No exijas que me interrogue a mí mismo, porque sería espantoso!
—¡Gabriel, por Dios! —exclamó Diana consternada—. ¡Esas palabras sí que son espantosas!… ¿No lo comprendes? ¿Ni siquiera quieres decirme que me amas?
—¡Sí, te amo, Diana! ¡Me pregunta si la amo…! ¡Sí! ¡Te amo como un insensato… tal vez como un criminal!
—¡Cómo un criminal! —repitió Diana atónita—. ¿Qué crimen puede haber en nuestro amor? ¿No somos libres los dos? ¿No accede mi padre a nuestra unión? Un amor como el nuestro regocija a Dios y a sus ángeles.
—¡Haced, Señor, que no blasfeme! —dijo para sí Gabriel—. ¡Que no blasfeme Diana, como tal vez blasfemé yo no ha mucho hablando con Aloísa!
—¿Pero qué tienes, Gabriel? ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? ¿Cómo abrigas esos temores quiméricos, tú, tan animoso de ordinario? A mí no me da miedo estar a tu lado, porque sé que estoy tan segura como al de mi padre… ¡Mira! Para que vuelvas en ti, para que recobres la vida y seas feliz, quiero estrechar mi pecho contra el tuyo, ¡oh, mi esposo adorado!, y sin el menor escrúpulo, acerco mi frente a tus labios.
Así diciendo, con sonrisa encantadora, aproximó su inmaculado rostro al de su amado y su mirada de ángel solicitó una casta caricia.
—¡Vete… no! —gritó Gabriel, rechazándola con terror—. ¡Vete…! ¡Huye…! ¡Déjame!
—¡Dios mío! —gimió Diana, dejando caer los brazos a lo largo del cuerpo—. ¡Me rechaza…! ¡No me ama…!
—¡Demasiado! —replicó Gabriel.
—¡No te causarían horror mis caricias si me amaras, Gabriel!
—¿Crees que me causan horror? —preguntó Gabriel, poseído de otro espanto—. ¿Es mi instinto el que las rechaza? ¿Es mi razón? ¡Ah! ¡Acércate, Diana! ¡Deja que vea, que sepa, que sienta! ¡Deja que pose mis labios en tu frente… será un beso de hermano, un beso que puede permitirse sin pecar un prometido esposo!
Atrajo hacia sí a Diana y la besó en los cabellos.
—¡Me engañaba, sí! —exclamó—. No es la voz de la sangre la que despierta, es la del amor la que grita y me enloquece… ¡La reconozco, sí, la reconozco muy bien! ¡Oh… cuánta felicidad!
—¿Qué estás diciendo, dueño mío? Pero no… Has dicho que me amas, y esto es lo que quería saber.
—¡Oh, sí! ¡Te amo, ángel adorado, te amo con pasión, con anhelo, con frenesí! Te amo tanto, que al sentir los latidos de tu corazón repercutir en mi pecho, me ha parecido que el Cielo… ¡el Infierno más bien! —dijo Gabriel gritando y desprendiéndose de Diana—. ¡Vete…! ¡Vete, desventurada! ¡Huye… huye de mí, porque estoy maldito!
Y desapareció como un loco de la estancia, dejando a Diana muda de terror.
Sin saber a dónde iba ni qué hacía, el desventurado bajó maquinalmente la escalera tambaleándose como si estuviera embriagado. Las pruebas terribles que acababa de sufrir su corazón le habían puesto fuera de sí. Al cruzar la gran galería de palacio, sus ojos se cerraron a su pesar, flaqueáronle las piernas, dobló las rodillas y, apoyándose contra la pared, murmuró:
—¡Presentía que él ángel me haría sufrir más que los demonios!
Segundos después caía desvanecido.
Era ya de noche y nadie pasaba a aquellas horas por la galería.
Volvióle a la vida el roce de una mano delicada que resbalaba por su frente y el dulce sonido de una voz que penetraba en su alma. Abrió los ojos. A su lado estaba la reina delfina María Estuardo, con una bujía encendida en la mano.
—¡Qué felicidad! ¡Otro ángel! —dijo Gabriel.
—¿Sois vos, señor Exmés? —preguntó María Estuardo—. ¡Qué susto me habéis dado! Os creí muerto… ¿Qué tenéis? ¡Os veo pálido… muy pálido!… ¿Os sentís mejor? Llamaré, si queréis.
—No es necesario, señora —respondió Gabriel sonriendo—. Vuestra voz me ha vuelto a la vida.
—Yo os ayudaré… ¡Pobre joven! Estáis desfallecido… ¿Os dio algún vahído? Pasaba por aquí y os vi, y no tuve fuerzas para pedir socorro. La reflexión me dio ánimos para acercarme, pero creed que he necesitado más valor del que creía tener. Puse mi mano sobre vuestra frente, y la encontré helada; os llamé, y al cabo habéis recobrado el sentido… ¿Continúa la mejoría?
—Sí, señora, y Dios os bendiga por tanta bondad. Voy recordando lo que me ha pasado: me atacó un dolor horrible en las sienes como si me las estrujasen con un círculo de hierro; se doblaron mis rodillas y caí en este sitio. ¿Pero cuál fue la causa de mi espantoso dolor?… ¡Ah… ya recuerdo también! ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡De todo me acuerdo ya!
—Alguna pesadumbre, ¿verdad? —preguntó María Estuardo—. Sí; eso ha debido de ser, pues sólo el recuerdo de lo que motivó vuestros sufrimientos ha cubierto de palidez vuestro rostro. ¡Vamos! Apoyaos en mi brazo. No temáis, que tengo bastantes fuerzas. Voy a llamar y a hacer que os acompañen a vuestra casa.
—Gracias, señora, muchas gracias —contestó Gabriel, reuniendo todas sus fuerzas y energías—. Creo que tengo vigor suficiente para llegar a mi casa sin que sea necesario que me acompañen; ya veis que ando con paso bastante firme. No por ello os agradezco menos vuestro interés, señora, y creed que mientras viva, recordaré vuestras bondades. Os habéis aparecido como un ángel consolador en una crisis de mi destino, y sólo la muerte, señora, podrá borrar de mi corazón este recuerdo.
—¡Por Dios, no exageréis! ¡Es muy natural lo que he hecho! Lo que acabo de hacer por vos, vizconde de Exmés, lo habría hecho por cualquiera persona que hubiese encontrado en vuestro estado, y con vos con mayor motivo, ya que me consta que sois amigo de mi tío el duque de Guisa. No me deis, pues, las gracias, que el servicio ha sido bien pequeño.
—Vuestro servicio, señora, aun suponiéndole pequeño, fue inmenso para mí, dado el dolor horrible que me mataba. No queréis que os lo agradezca, pero es lo cierto que lo recordaré eternamente. Adiós, señora.
—Adiós, vizconde de Exmés. Cuidaos mucho, y haced por consolaros.
María Estuardo alargó una mano, que Gabriel besó con respeto, y se separó de nuestro amigo, tomando dirección opuesta a la que tomó este.
Al salir Gabriel del Louvre, se dirigió por la orilla del río a la calle de los Jardines, llegando a su casa media hora después. Ni un solo pensamiento se agitaba en su cerebro, pero, en cambio, laceraban su corazón atroces sufrimientos.
Aloísa le esperaba con ansiedad.
—¿Qué tenemos? —le preguntó.
Gabriel dominó un nuevo vahído que le amagaba. Hubiese querido llorar, pero le fue imposible.
—¡No sé nada, Aloísa! —contestó con voz alterada—. ¡Todos están mudos, tanto aquellas mujeres como mi corazón! ¡No sé más sino que mi frente está helada y arde al mismo tiempo!… ¡Dios mío!…
—¡Valor, monseñor!
—Valor lo tengo… ¡pero, gracias a Dios, voy a morir!
Y cayó de espaldas sobre el pavimento.