Capítulo XV

POSEÍA Gabriel un corazón firme y valiente; se había propuesto llevar a cabo su resolución, y aunque en el primer momento cedió bajo el peso de la consternación, no tardó en sacudir su abatimiento y con paso mesurado y seguro fue a hacerse anunciar a la reina.

No era imposible que Catalina de Médicis hubiera oído hablar de aquella tragedia, por todos ignorada, de la rivalidad de su esposo con el conde de Montgomery, y quién sabe si hasta habría tomado alguna parte en ella: Por aquella época no debía de tener más de veinte años, y era muy probable que sus celos de esposa joven, bella, y abandonada o tratada con indiferencia, la hubiesen impulsado a tener constantemente fijos los ojos en todos los actos de su rival. Con los recuerdos de la reina contaba Gabriel para utilizarlos como luz que iluminase el sendero por el que caminaba a tientas, y que necesitaba ver claro y diáfano, como hijo y como amante, bien para ser feliz, bien para tomar venganza.

Catalina recibió al vizconde de Exmés con la amabilidad excepcional con que le distinguía en todas las ocasiones.

—Sea bien venido a mi cámara el apuesto vencedor —le dijo—. ¿A qué dichosa casualidad debo el placer de recibir vuestra grata visita? Muy de tarde en tarde os dejáis ver, vizconde de Exmés, y creo que es esta la vez primera que me pedís audiencia en nuestra cámara. Quiero que tengáis presente que hoy y siempre seréis en ella bien recibido.

—Señora —contestó Gabriel—; no sé cómo expresar mi agradecimiento…

—Dejemos a un lado vuestro agradecimiento —interrumpió la reina—, y sepamos el motivo que aquí os trae. ¿Podría yo serviros en algo?

—Así lo espero, señora.

—¡Tanto mejor, caballero de Exmés! Si en mi mano está lo que venís a pedirme, sabed que de antemano lo tenéis concedido… y cuidado, que el ofrecimiento que acabo de haceros es algo comprometido; pero confío que no ha de abusar de él un caballero tan bizarro como vos.

—¡Dios me libre, señora! No tengo tal intención.

—Hablad, pues —dijo la reina, suspirando.

—Es un dato, señora, lo que vengo a solicitar de vuestra bondad: un dato nada más, pero este nada para mí lo es todo. He de suplicar, pues, a vuestra majestad, que me perdonéis si despierto con mi pregunta recuerdos que necesariamente han de seros dolorosos. Se trata de un suceso que se remonta al año de mil quinientos treinta y nueve.

—Muy joven era yo por esa época: casi una niña.

—Pero ya bellísima y muy digna de ser amada, señora.

—Muchos me lo decían así —contestó la reina, encantada por el giro que tomaba la conversación.

—Y sin embargo —continuó Gabriel—, otra mujer tuvo la audacia de usurparos el derecho que habíais recibido de Dios, de vuestra alcurnia y de vuestra belleza, y esta mujer, no contenta con separar de vos, por artes mágicas y encantamientos, sin duda, los ojos y el corazón de un marido demasiado joven, y como consecuencia inexperto, hacía traición al mismo que os traicionaba a vos, y era la amante del conde de Montgomery. Pero quizás en vuestro justo desdén habréis olvidado todo esto, señora.

—¡No tal! —respondió la reina—. Tanto la aventura a que os referís como todos los manejos e intrigas a que dio lugar, continúan presentes en mi memoria. Sí: aquella mujer amó al conde de Montgomery, y más tarde, al ver que su pasión había sido descubierta, pretendió, como cobarde que era, hacer creer que su traición había sido un ardid para probar el amor del delfín. Desapareció Montgomery, probablemente por orden suya, y sus ojos no vertieron una lágrima, y a las veinticuatro horas de la desaparición de aquel, se presentaba ella en el baile, risueña, alegre y animada como nunca. Sí; me acordaré siempre de las primeras intrigas puestas en juego por esa mujer para minar mi tierna soberanía, y me acordaré, porque entonces me afligían en extremo, porque me hicieron pasar llorando muchas noches y muchos días. Pero con el tiempo fue despertando mi natural altivez, pensé que yo, por mi parte, había cumplido siempre con exceso mis deberes, di siete hijos al rey de Francia e hice respetar mi triple dignidad de esposa, de madre y de reina. Hoy no amo a mi marido; le quiero, pero con ese cariño tranquilo que llamamos amistad, quiero en él al padre de mis hijos y no le reconozco el derecho de exigir de mí otro afecto más tierno. Muchas veces me pregunto: después de haber consagrado al bien público tantos años de mi vida, ¿no he de tener derecho a dedicar algunos a mi dicha personal? ¿No he pagado bien cara mi felicidad? Si un joven leal y apasionado me ofreciera su amor, y yo no le rechazara, ¿merecería mi condescendencia el calificativo de crimen, Gabriel?

Por si las palabras de Catalina no eran bastante transparentes, las miradas con que las acompañaba se encargaban de aclarar su sentido, pero el espíritu de Gabriel estaba muy lejos de la cámara de la reina. Desde que esta dejó de hablar de su padre, no la escuchaba: soñaba. Su ensimismamiento no desagradaba a Catalina de Médicis, porque lo interpretaba en su favor y según su deseo.

—Réstame haceros otra pregunta, la última, señora, pero, también la más grave —dijo Gabriel, rompiendo su mutismo—. ¡Qué buena sois para mí! No me sorprende, pues estaba convencido, al solicitar el honor de ser recibido por vos, de que saldría satisfecho de vuestra presencia. Habéis hablado de afectos: desde luego os juro que podéis contar, con el mío. Pero ¡por favor!, no dejéis incompleta vuestra obra. Puesto que conocéis la misteriosa aventura del conde de Montgomery, ¿podríais decirme si habéis oído alguna vez que se haya dudado que la señora de Castro, nacida algunos meses después de la desaparición del conde, fuese en realidad hija del rey? La maledicencia, la calumnia tal vez ¿no han propalado sospechas, o atribuido la paternidad de Diana al conde de Montgomery?

Catalina de Médicis clavó su mirada en Gabriel, como para cerciorarse de la intención con que había pronunciado sus palabras. Cuando creyó que la había descubierto, dijo sonriendo:

—Había advertido que vuestros ojos buscaban con predilección a la señora de Castro, y hasta observado que la galanteabais. Ahora comprendo la causa. Antes de dar un paso que pueda comprometeros, queréis cercioraros de la verdad: ¿no es así?, queréis saber que no os aventuráis por un camino falso, queréis tener la certidumbre de que es hija de un rey la mujer a la cual ofrecéis vuestro homenaje. Queréis evitar que, después de haberos casado con una hija legitimada de Enrique II, cualquier descubrimiento inesperado venga un día a demostraros que hicisteis esposa vuestra a una bastarda del conde de Montgomery. En una palabra: sois ambicioso, señor Exmés. No me lo neguéis, ni os defendáis, pues que no es un cargo el que os dirijo. Al contrario: vuestra ambición, acaso, os haga más acreedor a mi afecto, porque lejos de contrariar los designios que sobre vos he formado, puede venir a darles mayor impulso. Quedamos en que sois ambicioso: ¿no es cierto?

—Señora —balbuceó Gabriel—, tal vez… efectivamente…

—¡Muy bien! Mi penetración no me había engañado —repuso la reina—. ¡Pues bien! Si queréis seguir los consejos de una amiga, os diré que en interés de vuestros mismos proyectos, debéis renunciar a Diana. No os acordéis de esa muñeca. Si he de hablar con franqueza, yo no sé si es hija del rey o del conde, y hasta me parece que la última hipótesis es la más probable. De todas suertes, aunque fuera efectivamente hija del rey, no es la mujer ni el apoyo que os conviene. La duquesa de Angulema es de un natural delicado, débil, una verdadera sensitiva. Os concederé, si os empeñáis, que no carece de gracia, pero desde luego afirmo que no tiene energía, fuerza ni entereza. Ha sabido conquistarse el favor del rey, lo confieso, pero no sabrá aprovecharse de él. Vos necesitáis, Gabriel, para llegar a la realización de vuestras grandes ilusiones, un corazón viril y poderoso que os ayude en la misma medida que os ame, que os sirva y se sirva de vos, que llene las aspiraciones de vuestra alma y satisfaga los anhelos de vuestra vida. Pues bien: ese corazón, vizconde de Exmés, le habéis hallado sin saberlo.

La reina miraba con arrobamiento a Gabriel, sin advertir su sorpresa.

—Escuchad —continuó diciendo la reina—: Nuestra elevada posición debe permitirnos a nosotras, las reinas, prescindir de las conveniencias vulgares. Colocadas a la altura a que nos elevó nuestra cuna, si queremos que llegue hasta nosotras un afecto, un sentimiento tierno, nos vemos obligadas a salir al paso al afecto, y hasta a tenderle una mano. ¡Gabriel! Sois joven, gallardo, valiente, altivo y ardiente. Desde que os vi, se apoderó de mí un sentimiento desconocido, y… ¿me habré engañado?, vuestras palabras, vuestras miradas, la misma audiencia particular que hoy habéis pedido, todo, en una palabra, me hace creer que no he encontrado un ingrato.

—¡Señora! —exclamó Gabriel asustado.

—¡Sí, sí! —repuso Catalina de Médicis, sonriendo con la más seductora de sus sonrisas—. Ya veo que estáis conmovido y sorprendido… ¿Pero, verdad que no juzgáis con severidad excesiva mi sinceridad, toda vez que era de todo punto necesaria? Os lo repito: la reina debe disculpar a la mujer. Sois tímido aunque ambicioso, señor de Exmés, y si me hubieran contenido escrúpulos a los que la reina debe sobreponerse, habría perdido un afecto que es para mí un tesoro. Por esta razón he preferido anticiparme… ¡Pero, reponeos, amigo mío! ¿Tan temible soy, que nada sabéis decirme?

—¡Oh, sí… mucho! —murmuró Gabriel, pálido y consternado.

La reina, sin comprender el sentido de la exclamación, añadió sonriendo:

—Veo que no os he hecho perder la razón hasta el punto de haceros olvidar vuestros intereses, y de ello es prueba palpable el hecho de que hayáis venido a pedirme informes sobre la duquesa de Angulema. Tranquilizaos por esa parte, que no es nuestra decadencia la que yo quiero, sino vuestra grandeza, vuestro encumbramiento. Hasta hoy, Gabriel, he figurado en segunda línea, sin pretender pasar a la primera, pero sabed que llegará un día, y no está lejano, en que brille como astro de primera magnitud. Diana de Poitiers tiene ya muchos años y no conservará mucho tiempo su belleza y su poderío. El día que decaiga su prestigio, alboreará mi reinado, y os prevengo que sabré reinar, Gabriel; de ello son garantía suficiente los instintos de dominación que bullen en mi alma, si no lo fuera ya bastante la sangre de los Médicis que corre por mis venas. El rey se convencerá un día de que en sus Estados no hay consejero más hábil, diestro y experimentado que yo; y entonces, Gabriel, ¿a qué no podrá aspirar el hombre que haya unido su fortuna a la mía, cuando esta no había salido todavía de la oscuridad? ¿El hombre que habrá amado en mí a la mujer y no a la reina? ¿La señora y dueña del reino no habrá de premiar dignamente al que se haya consagrado a Catalina? ¿Aquel hombre no será su segundo, su brazo derecho, su igual, el verdadero rey, junto a otro que será fantasma de rey? ¿No dispondrá de todas las dignidades, de todas las fuerzas de Francia? El sueño es hermoso, encantador… ¿verdad, Gabriel? Pues bien: ¿queréis ser ese hombre, amigo mío? —terminó, tendiendo su diestra a nuestro amigo.

Gabriel hincó una rodilla en tierra y besó aquella mano blanca y perfecta, pero hombre de un carácter incompatible con el fingimiento, de un alma demasiado leal para poder avenirse con las mentiras y demostraciones de un amor que no sentía, puesto en la alternativa de mentir o de afrontar un peligro, optó sin titubear por lo segundo, y alzando su noble frente, dijo:

—Señora: el humilde caballero que veis postrado a vuestras plantas os suplica que le consideréis como el más sumiso y rendido de vuestros servidores, pero…

—Pero —interrumpió sonriendo Catalina de Médicis— no es esa la veneración que se os pide, mi apuesto caballero.

—Pero, señora —continuó Gabriel—, al dirigirme a vos, me es imposible servirme de palabras más tiernas, de frases más dulces, porque… ¡Perdonadme!, antes de tener la dicha de conoceros a vos, conocí y amé a Diana de Castro, y en mi corazón, lleno de la imagen de otra mujer, nunca podrá tener cabida otro amor, ni aun el de una reina.

—¡Ah! —se limitó a exclamar Catalina, pálida la frente y convulsos los labios.

Gabriel, con la frente inclinada, pero sin temblar, esperaba el estallido de la tempestad de indignación y de desprecio que no podía menos de caer sobre su cabeza, desprecio e indignación que estallaron en efecto, aunque no sin que les precediera un lapso de tiempo de algunos minutos de embarazoso silencio.

—¿Sabéis, vizconde de Exmés —dijo Catalina de Médicis, conteniendo a costa de grandes esfuerzos su voz y su cólera—, sabéis que pecáis de audaz, por no decir de insolente? ¿Quién os ha hablado de amor, caballero? ¿Qué os hizo creer que se trataba de atentar contra vuestra virtud? ¡Preciso es que os hayáis formado una idea demasiado vana de vuestros merecimientos, y que vuestra imprudencia corra pareja con vuestra vanidad, para atreveros a interpretar tan torcidamente mis palabras y a explicaros con temeridad incomprensible una benevolencia que sólo anduvo torpe al ser dirigida a un objeto tan indigno! No olvidéis que habéis insultado indignamente a la mujer y a la reina.

—¡Oh, señora! ¡Creed que mi religioso respeto…!

—¡Basta! —interrumpió Catalina—. ¡Repito que me habéis insultado y que vinisteis aquí con el deliberado propósito de ultrajarme! ¿Por qué estáis en esta cámara? ¿Qué móvil os trajo? ¿Qué me importan vuestros amores, ni Diana de Castro, ni nada de lo que os atañe? ¡Veníais a buscar informes…! ¡Pretexto ridículo! ¿Pretendíais hacer de una reina de Francia un agente de policía de vuestra pasión? ¡Vuestra conducta es indigna, insensata y ultrajante!

—¡No, señora! —replicó Gabriel poniéndose en pie con gallardía—. No creo que signifique ultraje para vos el hecho de haber encontrado un hombre honrado que ha preferido heriros que engañaros.

—¡Callad, caballero! ¡Os mando callar y salir! Podéis dar gracias a Dios si no me entran deseos de descubrir al rey vuestra despreciable audacia; pero os prevengo que jamás os pongáis en mi presencia, y os aconsejo que, de hoy en adelante, veáis en Catalina de Médicis vuestra enemiga más implacable… ¡Sí!… ¡Nos encontraremos, señor de Exmés, descuidad! ¡Salid!

Gabriel saludó a la reina y salió de la cámara sin decir palabra.

—¡Vamos! —murmuró al encontrarse solo—. ¡Ya tenemos un enemigo más! ¡Pero a bien que me importaría muy poco el odio de la reina si hubiese descubierto algo concreto acerca de mi padre y de Diana! ¡Enemigas implacables mías la manceba del rey y la reina! Puede que el destino me arrastre a ser también enemigo del rey… Pero vamos ahora a ver a Diana, que es la hora de la cita, y Dios haga que no me separe más triste y desolado de la mujer que me ama que de las que me odian a muerte.